EL NUEVO DECAMERON
Carlos
Alberto Velásquez Córdoba ©
A
las 4:50 pm comenzaron a conectarse los primeros y a aparecer en las pantallas.
Algunos muy bien peinados y pulcramente vestidos, otros, por el contrario,
con camisetas raídas y el pelo desordenado. Pero no importaba. Como todos los
jueves desde hacía más de cinco años, acudían a su taller semanal de
literatura. Ni siquiera la cuarentena obligatoria los había hecho renunciar;
solo que habían tenido que recurrir a la tecnología para poder reunirse en
forma virtual en los últimos dos meses.
Una
vez cumplidos los saludos de rigor, el moderador, buen escritor y mejor
profesor, dio por iniciada la sesión.
—Bueno,
comencemos que ya son las cinco. ¿Quién
empieza leyendo su texto?
—¡Yo!—,
respondió Carlos, a lo que el moderador apagó los otros micrófonos
LA
PESTE NEGRA
La
peste había llegado por el mar y entró al país para quedarse. Las ciudades
caían por decenas; nobles y campesinos morían por igual. La gente de las
ciudades veía cómo La Muerte se llevaba a sus familiares y luego regresaba
por ellas. Algunas ciudades levantaron
empalizadas y construyeron murallas para evitar que La Muerte entrara a sus
casas.
Entonces
el rey y sus cortesanos se aprovisionaron de víveres y decidieron cerrar el
acceso al castillo. Con grandes vigas y largos clavos aseguraron todas las
puertas. La madera de las mesas sirvió para tapar cualquier ventana al
exterior. No dejaron ningún resquicio por donde pudiera entrar La Muerte.
Adentro, iluminados con velas y antorchas, el rey y sus cortesanos comenzaron
a bailar, a beber y comer hasta hartarse convencidos de que La Muerte no
podía entrar al castillo.
Después
de unas semanas, la alegría se volvió aburrimiento. A los primeros días de
desenfreno siguieron otros de tedio y tristeza. Estaban cansados de sentirse
encerrados.
Todos
murieron adentro. Sin embargo, La Muerte nunca entró al castillo. Por una
rendija, sin que nadie se diera cuenta, se les había escapado La Vida.
“Muy
bien, Carlos”, aclamaron algunos cuando se habilitaron los micrófonos. Alguien
dijo que le recordaba un cuento de Poe, varios sugirieron alguna que otra
corrección. En los monitores de todos se veía la cara de orgullo de su autor.
—¿Quién
sigue? —dijo el profesor luego de dar su concepto y redondear algunas ideas.
—¡Sigo
yo! —Dijo Santiago, y comenzó a leer su cuento—. Se titula pandemia.
PANDEMIA
Un día la Muerte llamó a su amiga
la Epidemia, y le dijo:
—Hay muchos humanos en el
planeta. ¡Son más de siete mil
millones! Quiero que inventes una
pandemia que solo los afecte a ellos y que los vaya matando hasta reducir su
número.
Semanas después, la Muerte
regresó.
—¿Qué pasa? ¿Por qué aún hay tanto humano vivo? Necesito que mueran muchos más.
—Mi señora —respondió Epidemia—,
esos humanos son muy listos.
Descubrieron que si se esconden en sus casas la enfermedad no los
encuentra. Y es que tuvieron ayuda: Hygeia, la diosa griega les enseñó sobre
el lavado de manos y el aislamiento como forma de prevenir su contagio.
—...mmm. Tenemos que hacer algo. Aún son muchos.
¿Sabes qué? Llama a la otra griega,
Panacea, y dile que invente una vacuna.
—Pero señora, eso antes lograría
el efecto contrario. ¡Podrán prevenir
la enfermedad!
—Te equivocas Epidemia. Conozco a
los humanos desde mucho antes de que fueran creados. Les daremos solo un millón de vacunas. Con
la ayuda de Egoísmo y Miseria, ellos mismos se matarán entre sí por
conseguirlas.
—¿Y si no funciona? ¿Qué tal si
Panacea decide hacer vacunas suficientes para todos los humanos?
—Entonces les enviaremos a la
Mentira y la Ignorancia. Los mismos
humanos se encargarán de que nadie se vacune. Morirán de todos modos.
“Magnífico”,
respondió Sonia; “Me gustó tu cuento”, dijo Javier. Y así, fueron participando
cada uno. Era notorio que aquellos hombres y mujeres, acostumbrados a
escribir de todo, habían coincidido en el mismo tema. Tal era el efecto que
la pandemia y la cuarentena había producido en ellos en solo unos meses. Alberto,
por su parte, leyó otro texto titulado: "Como las arenas del desierto"
“COMO LAS ARENAS DEL DESIERTO”.
Se dice que cuando Sem, el hijo de
Noé, estaba limpiando el Arca, encontró tras unas tablas un pequeño cofre que
al parecer tenía escondido su padre. Picado por la curiosidad iba a abrirlo,
cuando un grito lo sobresaltó.
—¡No lo abras!
—¡Qué susto me diste, padre! ¿Qué guardas aquí?
—Es algo que me fue confiado. Y no
debe ser abierto por ahora.
—Pero, ¿y qué es?
—¿Recuerdas que Dios le dijo a
nuestro padre Adán “¿Sed fecundos, creced y
multiplicaos, como las arenas del desierto”?
—Claro, eso es lo que nos has
enseñado; a mí y a mis hermanos.
—A mi muerte, elegiré a uno de
ustedes para que guarde el cofre, y que así se haga de generación en
generación. Y un día, cuando seamos tantos como las arenas del desierto,
llegará el momento de abrirlo.
—¿Pero ¿qué hay adentro?
—No lo sé, hijo mío. Y espero que nunca llegue el día de
saberlo.
Luego
de elogios y críticas, cada uno fue leyendo su texto. Sonia, una comedia sobre una ciudad que fue
maldecida por un indigente, originando una epidemia. Ángela, sobre una
trágica violación en un hogar durante el confinamiento. Cada uno leía y los
demás opinaban. El último en leer fue Jacobo.
—El
mío también es un cuento corto. —anunció—. Lo titulé "orfandad"
ORFANDAD
Riiing, Riing
—¡Aló?
—Buenos días, estoy buscando al
señor Fredy Tangarife —dijo una voz femenina.
— ¿Quién lo necesita?
—Estamos llamando del Hospital
General de Medellín. Necesitamos hablar con el señor Fredy Tangarife.
—¿Para qué lo necesita?
—¿Es usted don Fredy? El que busco
está casado con Sofía y es padre de Clara, Roberto y Juan.
El hombre prefirió guardar
prudente silencio. La mujer que llamaba tenía información muy concreta y
sintió curiosidad. La voz de la mujer
continuó.
—Es con respecto al señor José
Restrepo.
—¿Quién?
—José Restrepo.
—No, no lo conozco.
—Mire, soy Mónica, una de las
enfermeras que atendió a don José. Desde
hace una semana estaba hospitalizado por Coronavirus. Se agravó y unos
minutos antes de su muerte me dio su teléfono y me pidió que lo llamara. Dijo
que quería disculparse por haberlo abandonado en el orfanato, hace cincuenta y un años,
luego de la muerte de su madre.
—Creo que hay un error. Yo no tengo padre.
—Entonces, ¿usted sí es Fredy
Tangarife, y quedó huérfano de niño?
—Se trata de un error, señorita.
Por favor no vuelva a llamarme. No soy el que busca…
—En la semana que estuve
cuidándolo, Don José me habló mucho de usted— insistió la mujer—. Me contó por
qué lo había llevado al Orfanato San José donde permaneció usted hasta que
cumplió los catorce años y fue trasladado a un centro juvenil. Que se casó a
los 22 y tuvo tres hijos: Clara, Roberto y Juan. Me habló de los tres nietos
que usted tiene, los de su hijo Roberto; que Clara se casó hace diez años y
aún no tiene hijos, y que Juan todavía está en la universidad. Me contó que
Usted aún trabaja en la fábrica de empaques y que hace un año lo ascendieron
como supervisor. Don José estaba muy orgulloso de que usted se hubiera convertido
en un hombre de bien y quería decírselo algún día, pero le faltó valor. Deseaba
que usted supiera que siempre estuvo desde la sombra, acompañándolo y
cuidándolo.
—No señorita. Está hablando con la persona equivocada. Yo
no soy ese, a quien usted busca.
—Pero, don Fredy... Necesitamos
saber qué hacer con el cuerpo, y con las pocas pertenencias de su papá...
—¡Ya le dije que se trata de un
error!
—Pero, don Fredy... Entiendo que
pueda usted estar confundido, pero…
¡Clic!
—¡Maldita Pandemia! —dijo Fredy en
voz baja, aun con el auricular en la mano —, dejarlo a uno huérfano por
segunda vez...
Cuando
el moderador abrió nuevamente los micrófonos para que opinaran sobre el texto
leído, fue el mismo Jacobo quien apagó el suyo.
Algunos
se apresuraron a dar sus impresiones, pero poco a poco fueron callando al
descubrir que Jacobo, sin percatarse de que la cámara de su portátil
permanecía encendida, lloraba desconsoladamente como si fuera un chiquillo.
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