Esta semana les traigo un cuento de mi autoría, publicado en el libro "COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO.
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OBSOLESCENCIA PROGRAMADA
Carlos Alberto Velásquez Córdoba
Cuando mi profesor de medicina interna decía que debíamos
creerle a los enfermos, yo me convencí de que tenía toda la razón. Incluso
cuando el doctor González, mi profesor de psiquiatría nos presentaba sus
pacientes, siempre tuve la certeza de que a pesar de que por muy disparatada
que fuera la idea delirante de alguno, siempre había algo de cierto en ella.
Eso fue lo primero que pensé
cuando a mi consulta llegó por primera vez don Guillermo, un hombre de unos
cincuenta y cuatro años, que solicitaba mis servicios por un motivo que jamás
yo había escuchado.
—Doctor, vengo a que me oriente. Desde hace tres meses vengo
sintiendo cosas muy extrañas. A veces veo y en otras escucho un mensaje en mi
cabeza que dice: “Su cerebro está llegando a la capacidad máxima de
almacenamiento. Por favor póngase en contacto con el servicio técnico para
hacerle mantenimiento”.
Mi primera reacción fue mirar si el hombre tenía algún tipo
de cámara escondida en el botón de su camisa. Era la consulta más disparatada
que yo hubiera escuchado en treinta años de ejercicio.
Por supuesto, mi ética profesional me impidió soltar una
carcajada. Con el tacto que había aprendido de mis maestros, comencé mi
anamnesis con las consabidas preguntas: cuándo le empezó la condición, cómo le
empezó, a qué lo atribuye, etc.
Fue así como pude enterarme de que
el paciente era un hombre con una vida relativamente normal. Hasta el momento
no había sufrido de ninguna patología relevante.
Era antropólogo, y se desempeñaba como
profesor en el área de humanidades, en una prestigiosa universidad. Tenía un
matrimonio convencional, y nada de su vida podía catalogarse como fuera de lo
común.
Me contó que hacía cerca de tres o
cuatro meses había tenido una especie de ceguera temporal mientras leía el
diario. Todo se le puso negro por unas centésimas de segundo y mejoró al
parpadear. El siguiente evento ocurrió unos días después, mientras leía un
libro. Esta vez la duración de la oscuridad fue mayor y vio —como si se
encontrara en una sala de cine— una advertencia que decía que su cerebro estaba
llegando a la capacidad crítica de almacenamiento y que debía comunicarse con
el servicio técnico para programar el mantenimiento.
—Era un letrero escrito en letras verdes sobre un fondo
negro. Estaba rodeado por un marco del mismo color —agregó.
Por supuesto don Guillermo pensó inicialmente que se había
tratado de un microsueño, que no dejaba de ser extraño, pero no prestó atención
hasta que la advertencia volvió a aparecer a los pocos días, mientras
calificaba unos exámenes.
El hombre consultó a un oftalmólogo, quien le recetó unos
lentes ya que, había descubierto una leve deficiencia visual, pero no encontró
nada que explicara la imagen observada. Le recomendó que consultara a un
psiquiatra, cita que ya había pedido el paciente desde el mismo día del evento.
El psiquiatra tampoco encontró ninguna alteración de
percepción que pudiera enmarcarse en una psicopatología. Su diagnóstico fue
agotamiento, y le dio una incapacidad por una semana que el paciente aceptó a
regañadientes.
Cuando reanudó su actividad académica no sólo volvieron a
aparecer los letreros, sino que también escuchaba en su cabeza una sensual voz
femenina, con acento español, que sobre una música de fondo le recordaba que su
cerebro se acercaba a un nivel crítico de almacenamiento y debía ponerse en
contacto con el servicio técnico para adelantar labores de mantenimiento.
Consultó varios psiquiatras,
fonoaudiólogos, oftalmólogos, sin que ninguno pudiera encontrar la causa de sus
visiones y alucinaciones auditivas. Las advertencias se hicieron más
frecuentes.
—¿Y por qué cree
usted que yo puedo ayudarlo?
—Doctor, usted es uno de los mejores neurólogos del país, y
me dijeron que tal vez, podría tratarse de un problema neurológico.
El paciente sacó de su maletín una carpeta con todo tipo de
estudios: Tomografías, resonancias magnéticas cerebrales, electroencefalogramas,
pruebas de sangre y de orina: todo absolutamente normal.
El examen físico no arrojó ninguna información adicional con
excepción de un retardo en los reflejos osteomusculares, posiblemente debidos a
la fuerte medicación antipsicótica que había prescrito el último psiquiatra.
Tuve que ser honesto y confesar
que yo tampoco encontraba la causa para sus alucinaciones y sugerí que todo
apuntaba a un trastorno psiquiátrico.
—Usted está siendo víctima de alucinaciones visuales y auditivas. Aunque dichas manifestaciones pueden verse en algunos tipos de tumores, las tomografías y resonancias no muestran ninguna masa mayor a tres milímetros que pueda ser detectada. Es probable que se trate de un trastorno psiquiátrico por lo que lo más prudente es continuar la medicación que le ordenó el psiquiatra y seguir buscando otras posibles causas. Le di una orden para que se hiciera otros estudios y le programé con mi secretaria, una revisión en ocho días.
Esa noche, en mi casa relaté el
caso tan extraño que me había llegado, por supuesto sin violar la
confidencialidad de mi paciente.
—Pá, ¿no será un
caso de obsolescencia programada?
—¿Un qué?
—Un caso de obsolescencia
programada —respondió mi hijo que ya se sentía un ingeniero, a pesar de que
apenas iba en la mitad de la carrera.
—¿Y eso qué es?
—Eh, Ave María, Pá. ¿No sabe?
—dijo con aire de suficiencia— Eso es lo que hacen las empresas para que las
cosas se dañen a propósito y poder fidelizar sus clientes.
—Sigo sin
entender…
—Muy sencillo. ¿Recuerda la
impresora que dejó de funcionar y sacó un aviso para que la lleváramos a
mantenimiento? La mayoría de las veces no se necesita. Pero ellos ponen un chip
para que luego de 5.000 impresiones deje de funcionar y uno tenga que llevarla.
Lo mismo que pasa con los celulares de ahora: están hechos para que cada dos
años uno los tenga que cambiar, porque no le caben las aplicaciones.
—Eso es porque
las cosas de ahora están mal hechas…
—No, Pá, las hacen muy bien, pero
las programan para que se dañen más rápido… En la universidad nos contaron que
uno de los primeros bombillos que hizo Thomas Alva Edison lleva más de cien
años encendido sin fundirse¹. ¿Se imagina una empresa que haga bombillos y
ninguno se queme? ¿O un pantalón que no se rompa ni se decolore? Hay que hacer
cosas que se dañen rápido para que haya trabajo para todos.
—Eso está muy mal. En mi época las
cosas no se dañaban. Mi mamá todavía tiene una nevera General Electric que
compró cuando se casó.
—Pero es que ya no estamos en tu
época. Es la época de nosotros —afirmó en plan de sorna.
—¿Cómo dijiste
que se llamaba?
—Obsolescencia
programada.
—Voy a tener que leer sobre eso.
Nunca lo había oído mencionar. Aprendí una cosa nueva, gracias.
—¿Para qué estudiamos ingeniería? —respondió con picardía
mientras terminaba la cena.
A la semana siguiente mi paciente
no llegó a la revisión. Pedí a la secretaria que lo llamara, y se disculpó
porque había olvidado la cita. Le abrimos espacio para el día siguiente.
—Doctor, la situación se ha vuelto peor. Cada vez es más
frecuente el aviso, con el agravante de que se me están olvidando las cosas y
en ocasiones, es como si me quedara en standby. Haga de cuenta que uno fuera un
computador y el cerebro se “reseteara”. A veces mis estudiantes me tienen que
hablar fuerte, porque dando la clase me quedo bloqueado.
Fui honesto con él. Su caso excedía mis conocimientos. Le
prometí que trataría el tema en un staff, aunque le recomendé continuar el
manejo por psiquiatría. Mientras tanto comencé a enfocarme en una posible
isquemia cerebral transitoria, aunque eso no explicaba las alucinaciones.
Cuando comenté el caso con el grupo de colegas del hospital,
se rieron pensando que lo de los avisos era una broma mía. Por más de que les
aseguré que hablaba en serio, no me tomaron en cuenta. Uno de ellos, incluso,
preguntó si también había películas y a qué horas se presentaban. Finalmente,
ante mi insistencia, accedieron a que a la próxima reunión yo llevara al
paciente.
Un día cercano a esa fecha, mi
secretaria me recibió con una mala noticia. La familia de don Guillermo había
llamado. Tuvieron que llevarlo de urgencias a un centro hospitalario. En la
mañana no se había levantado y cuando fueron a ver lo que le ocurría, el hombre
no podía hablar.
Pedí los datos y me dirigí al Instituto Neurológico. Me
identifiqué como su neurólogo y descubrí que visitaba a otros tres. Uno de
ellos, el doctor Eusebio Ramírez, antiguo condiscípulo, también había ido a
visitarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos. Luego de saludarnos efusivamente,
después de no vernos por varios años, hablamos con el médico a cargo, que nos
contó que el paciente había tenido un infarto cerebral masivo y que su
pronóstico era reservado. Aún se desconocía la causa.
La reacción de mi colega fue imprevista. Se puso pálido y
tuvimos que acercarle una silla para que no se cayera. Nunca había visto un
grado tal de empatía con un paciente.
Unos minutos más tarde, cuando el
doctor Ramírez se repuso, nos sentamos en la cafetería a hablar de nuestro
paciente y comparar impresiones.
—Es el caso más extraño que he
tenido —dije—. Inicialmente pensé que se trataba de un cuadro psiquiátrico,
pero luego me incliné por una epilepsia del lóbulo temporal. Eso explicaría las
alucinaciones visuales y auditivas. Después pensé que se trataba de un problema
isquémico, pero todas las pruebas habían salido normales.
—¿Y qué te hace pensar que las
advertencias fueron alucinaciones?
—¿Y qué otra cosa puede ser? ¿Acaso crees que el aviso era
real?
Entonces el doctor Ramírez puso su
mano sobre mi antebrazo y se inclinó hacia mí.
—¿Puedo pedirte
un favor muy especial?
—Claro, Eusebio.
Dime qué necesitas.
—Estoy asustado. Necesito
averiguar en dónde o quienes prestan el Servicio Técnico. Ayer recibí el primer
aviso.
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Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español
Pedidos: calveco@une.net.co
También puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro) y en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí) o directamente en la Editorial Libros para pensar.
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1. Aquí les dejo un video de Veritasium que habla de la obsolescencia programada y de la famosa bombilla de Edison.