—Saquen una hoja.
Siempre lo mismo. Parece que los profesores no
conocen otra forma de disfrutar de la vida que decir a sus estudiantes: “saquen
una hoja”.
Esta vez, como todas las veces, todos protestamos.
—Profe, usted no había avisado que haría examen.
—No, profe, así no se puede….
—Profe, no, otro examen no.
No faltaba el despistado que preguntaba:
—Oiste… ¿y es que hoy había examen?
—Claro que no. No habían avisado nada.
Pues don Jaime, esta vez nos dijo que no era un
examen. Rápidamente ante las protestas de todos continuó con la orden.
—Saquen una hoja, y márquenla arriba con el nombre
completo y el número de lista.
—Hoy van a hacer una composición literaria —continuó—,
el tema es libre.
¡Perfecto! Cuando un profesor quiere leer el
periódico, nada más apropiado que poner a sus estudiantes a hacer una
composición.
—Tienen 40 minutos. Tema libre... y no olviden que
se califica redacción, ortografía y caligrafía.
Se llame Español, lengua castellana o como quiera
que se le diga, esta materia es un asco. Dijeron que se llamaba español
porque era el idioma que se habla en España. ¿Entonces por qué no se llama
Colombianol o Perunol o Venezuelenol? Bueno,
éste último quizás es una exageración. Pero qué culpa tenemos nosotros de que
Don Cristóbal Colón haya cometido el error más grande de toda la historia del
mundo.
Si al fin y al cabo, les prometió a los reyes
Católicos que llegaría a las Indias. Yo apostaría que, si don Jorge en un
examen de geografía me pone a señalar las Indias y yo le muestro América, me
pone un reverendo uno.
Pero, no. A Cristóbal Colón le pusieron cinco y se
equivocó de continente. Eso es injusticia. Claro que Carlos, que ya está
terminando el bachillerato, dice que Cristóbal sabía que iba para otra parte
pero que tuvo que decir una mentira para que la reina Isabel le diera la
plata. Carlos, que sabe mucho, dice que ni siquiera fue ella la que le dio la
plata para conseguir los barcos esos, que fue otro señor.
Antes en lugar de clase de español le decían Lengua
Castellana. Que dizque porque los reyes de Castilla habían dado la plata. Si
la única Castilla que conozco es el barrio donde queda el parque “Juanes de
la paz” y la terminal de transportes. Creo que haya es donde vive el flaco…
¡Huy¡. El flaco ya está escribiendo como loco. Y
yo todavía no se sobre que escribir….
Miro el reloj de la pared. Ya han pasado casi
cinco minutos y todavía no sé sobre que escribir. ¿Será que escribo una
etopeya? Esa palabreja salió en el examen de la semana pasada. Y por supuesto
lo perdí. Ni siquiera sé lo que significa.
Claro, Ahí está don Jaime con sus bigotes de
cantante mexicano y su sonrisa sardónica. Recuerdo cuando se presentó al
salón. “Me llamo Jaime Salcedo, pero me pueden decir “don Jaime”. Valiente
presentación.
Se las da de que sabe mucho. Lo que más detesto de
él es como peina con sus dedos sus bigotes mientras nos obliga a leer las
tareas en voz alta. A veces uno cree que le está dando un ataque. Fija la
mirada en la pared de atrás y el muy tonto cree que no nos damos cuenta de que está completamente distraído. Algunas veces hemos visto como cabecea
durmiéndose mientras nos pone a leer babosadas.
Eso sí, cuando pasa la profe Margarita
inmediatamente saca el peine de su bolsillo trasero y comienza a peinar su
pelo grasoso. Se levanta disimuladamente del escritorio y comienza a pasearse
por el salón como si estuviera supervisándonos con el único fin de llegar
hasta la puerta. Se queda recostado en el borde como si nos estuviera vigilando,
pero todo el grupo sabe que su único propósito es volver a ver a la profe
Margarita cuando pase de vuelta a su salón.
Se le salen las babas por ella, y cree que nadie
lo ha notado. ¡Pobre idiota! Se cree un galán de novela pero no sabe que la profe
Margarita sale con el profesor de educación física. Eso fue lo que dijo González.
Una vez los vio en un centro comercial. Estaban comiendo un helado y se estaban
riendo.
… Una composición literaria… ¿de qué escribo?
¿Escribo una prosopopeya? Eso es escribir de un
animal o cosa ¿Pero sobre que animal?
Estoy pensando escribir sobre mi perro y su lucha
diaria contra los pájaros que le quitan su comida.
Lo he estado observando hace mucho tiempo. Levanta
sus orejas aún antes de que nosotros escuchemos algo. Pero el los oye mucho
antes nosotros. Orienta sus negras orejas hacia el patio trasero.
“Silencio. Ahí viene. Ese aleteo me es familiar. Lo olfateo desde
acá. Ese pájaro estúpido viene a robarme nuevamente la comida. Siempre baja
con cuidado comprobando que no estoy. Silencio.
Ojalá que mis amos no lo espanten. Quiero atraparlo yo mismo con mis
colmillos.
Bajó. Lo escucho cuando se posa en la coca de mi comida. Cree que no
estoy. Siempre es lo mismo. Baja cuando no me ve. No sabe que estoy agazapado
bajo la mesa del comedor. Desde allá no me alcanza ver. Pero yo si lo estoy
oyendo. Lo olfateo desde acá.
Está comiendo… grano por grano. Ya lo he visto: Toma cada grano con
su delgado pico luego levanta su cabeza y abre más el pico para que el grano
caiga en su boca. Qué forma estúpida de comer. ¿Por qué será que esos
inútiles pájaros no utilizan la lengua como nosotros los perros?
Silencio. Creo que ya está concentrado comiendo. . Rápido, rápido. Es
hora de atacar.
Guau, Guau, ladro con todas mis fuerzas mientras corro hacia el
pájaro.
Bueno esta vez alcanzó a volar antes de que lo atrapara con mis
colmillos y mis garras. Hoy no se pudo. Quizá mañana te atrape pájaro
atrevido… Tal vez mañana….”
Una voz interrumpe mis pensamientos de perro.
—Quedan treinta minutos.
La voz de Don Jaime me saca de quicio. Queda media
hora. ¿De que escribo? Ya he marcado mi hoja con mi nombre y el número de
lista…el resto está en blanco. ¿Qué escribo? ¿Será que escribo la historia del
perro? Naaah. Mejor busco otro tema….
Miro por la ventana. Es un día excelente. No hay
una sola nube y el sol brilla sobre las montañas al fondo. Las montañas que
todos los días veo desde el salón. Una de ellas tiene una forma extraña. En
las tardes con la sombra del sol parece que fuera un dinosaurio dormido. Recuerdo
cuando estábamos en tercero. Porras llegó desde un colegio de otra ciudad. Parecía
tonto. Y lo confirmamos cuando se creyó el cuento del dinosaurio. Estaba muy
emocionado porque en su ciudad, a pesar de estar rodeada por montañas no
había ninguna en la que estuviera sepultado un dinosaurio.
Don Reinel nos regañó cuando se enteró de la
broma. Fue en la clase de sociales mientras que don Reinel nos explicaba la
formación de las montañas. A través de las ventanas del salón nos señalaba
los diferentes tipos de formaciones geográficas. Fue cuando Porras dijo que esa
montaña tenía esa forma porque allí habían sepultado un dinosaurio. Y para
rematar, preguntó al profe que si habían más dinosaurios enterrados en las
otras montañas.
El bueno de don Reinel le preguntó a Porras de donde
había sacado semejante disparate mientras toda la clase reía a carcajadas.
Pues Porras, con ojos llorosos nos señaló a Agudelo
y a mí.
—Así no se trata a un nuevo compañero — nos dijo don
Reinel con cara de enojado, aunque a mí me pareció que estaba a punto de
soltar la carcajada.
Siempre nos regañaban a Agudelo y a mí.
Recuerdo la vez que nos rebajaron en disciplina
porque le hicimos creer a Cardona que había un temblor de tierra. Esos días
habían ocurrido varios temblores y sabíamos que él les tenía mucho miedo. Un
día decidimos asustarlo. Mientras yo le movía la silla con el pie, sin que se
diera cuenta, Agudelo desde otra fila gritó “terremoto”. Cardona salió
corriendo del salón como si fuera a perder la vida. Fue encontrado llorando
debajo de un árbol a la entrada del colegio temblando como si hubiera visto
al diablo. Esa tarde nos tocó quedarnos en la oficina del rector y llamaron a
nuestros padres.
Estoy bloqueado… ¿De qué puedo escribir?
Vuelvo a mirar por la ventana. Que día tan bonito.
Quisiera estar en una piscina. Sentirme flotando en el agua como si fuera un astronauta.
Eso es lo que debe sentirse en el espacio. A veces, cuando estoy en una
piscina imagino que estoy en el espacio exterior y no hay gravedad.
Cuando uno está en una piscina siente que puede
volar. Qué bueno sería poder hacerlo.
¿Qué haría si tuviera el poder de volar? Salvaría
vidas como supermán. Pero también aprovecharía para poder ir al estadio sin
pagar la boleta. Mi papá dice que no puede comprar boletas para todos los
partidos. Pues cuando haya un partido podría pararme en el patio de la casa,
cogería impulso y saldría volando. Llegaría al estadio y aterrizaría en la
tribuna.
¿Pero qué digo si me ven aterrizar? Tendría que
inventar alguna forma para que no me vieran…. De lo contrario se darían
cuenta que me colé sin pagar….
Tengo de concentrarme. ¿Sobre qué escribo la
composición?
San Juan Bautista De la Salle me mira desde una
pintura en la pared. Parece que se estuviera riendo de mí. En todos los
salones está el mismo cuadro. Con la misma sonrisa. Dicen que es un santo
pero a mí me parece que se ríe cada vez que nos hacen un examen.
Dicen que San Juan Bautista fue el primer profesor.
Una vez nos hicieron consultar su biografía. Leí que había nacido en Reims
que es una ciudad que queda en Francia. Eso como que queda en Europa, creo. Que
hablaba francés y que vivía con otros profesores. Aquí en el colegio dicen
que fue el primer profesor. Mentira. Si fue el primer profesor, ¿quien le
enseñó a él?
En los cuadros siempre sale con un cartoncito
blanco en el cuello. Mi abuelo dice que por eso a los fundadores del colegio les
decían los pechiblancos. Ahora ya no hay pechiblancos. Sin embargo, a veces,
el rector se pone un vestido negro largo que se llama sotana y se pone un
cartón blanco de esos. Él dice que ese es el uniforme de los Hermanos
Cristianos. Se parece al uniforme de los padres en las películas de
exorcismos, pero en los padres el cartoncito es pequeñito. En los hermanos
cristianos el cartón en más grande. ¿Será porque saben más?
Una vez, en un recreo unos niños decían que ellos
no usaban pantalón debajo de la sotana. Juan Pablo y yo decíamos que sí. Recuerdo
que hicimos una apuesta. Si ganábamos nos tendrían que dar una paleta a cada
uno. Si perdíamos, nosotros teníamos que invitarlos a paleta.
El punto era que nosotros teníamos que demostrar
que si tenían pantalones. Juan Pablo que era el más arriesgado, levantó la
sotana del rector con un alambre que encontró cerca de los baños, el hermano
se enredó con el alambre y cayó al suelo desgarrándose el pantalón en las
rodillas. Cuando Juan Pablo volvió de la suspensión de dos días todos
nosotros le invitamos a paleta. Nadie había tumbado al suelo a un rector.
—Diez minutos para terminar la composición. —la
voz de don Jaime me saca de mis pensamientos—
Se me acaba el tiempo y no se me ocurre nada que
escribir. Ahí está Robledo. El más juicioso del grupo. Ya llenó la hoja por
un lado y lleva casi la mitad del otro lado. Siempre saca buenas notas. Es
muy buen estudiante.
A mi derecha está Agudelo. Va perdiendo casi todas
las materias. Solo lleva media hoja. Se ha levantado varias veces del puesto
a sacarle punta al lápiz.
Observo el mío. Es amarillo, largo y delgado. El
borrador de su extremo superior esta gastado. Ya no borra y por el contrario
ensucia. Miro la punta. Esta muy larga y puntiaguda. Como a mí me gusta.
Voy a empezar a escribir. Cualquier cosa, lo que
se me ocurra…
Al hacer fuerza sobre el papel se me quiebra la
punta. Busco en mi cartuchera. Saco los colores y al fondo encuentro el
sacapuntas. Un sacapuntas metálico.
Voy hasta la papelera del salón que queda al lado
del tablero y comienzo a girar el lápiz mientras observo como una tira de
madera de color amarillo en un borde y color negro en el otro va saliendo por
entre la cuchilla. Hago todos los esfuerzos posibles que para que la tira que
sale no se reviente. Pero siempre, luego de dar unas cuatro o cinco vueltas
al lápiz, esa mágica tira de madera se revienta y cae en la papelera. Nunca
logro sacar punta a un lápiz sin que se dañe lo que sale.
Vuelvo a mi puesto y sigo observando el lápiz. ¿Cómo
harían para meterle la mina negra dentro de la madera? ¿Quién lo inventaría? ¿Qué
pasaría si no existieran lápices?… ¿o bolígrafos?
La gente
tendría que llevar un computador en el bolsillo porque no tendrían con que
escribir.
Y sin lápices no habría cuadernos.
¿Cómo escribirían antes? El profesor de matemáticas
dice que antes escribían en la arena. A mí no me parece tan fácil. La “o y la
“i son fáciles. Pero una “B” no se ve muy bien. O tendría que escribir letras
muy grandes.
¿Por qué harán los lápices de madera? Con eso
están acabando con los árboles. Todos hablan de eso.
Deberían
hacerlos de caramelo. En lugar de estar sacando la punta con un sacapuntas (o
tajalápiz como decía el niño extranjero que estudió con nosotros el año
pasado), uno podría sacarle la punta chupándolo. Solo le veo un problema. Sería
muy pegajoso para guardarlo nuevamente en el morral.
Un lápiz de caramelo no necesitaría de sacapuntas.
Al fin y al cabo, esos sacapuntas se pierden a cada rato. Mi mamá se mantiene
regañándome porque me los roban. Yo le digo que no me los roban, sino que se
pierden. Cuando me regaña yo le pregunto si a ella nunca se le perdió un
borrador o un sacapuntas y se queda callada. Nunca me responde.
Yo a veces me pregunto ¿A dónde irán todos los
sacapuntas y borradores del mundo?
Con un lápiz de caramelo las clases serían menos
aburridoras. Pero hay otro problema. Los profesores no dejan sacar comida en
las clases. Entonces ¿cómo se va a sacar la punta si no podemos chuparnos el
lápiz?
—Se acabó el tiempo — anuncia don Jaime mientras
que mi corazón se acelera —entreguen sus composiciones, ¡ahora!
—No, un momentico…— dicen algunos.
—Espere… no he terminado —contesta otro.
—Denos más tiempo. — Imploran la mayoría.
Todos se quejan, menos Robledo que con mirada
autosuficiente mira en rededor mientras dice burlonamente:
—Eh ave maría, ¿no han acabado?
Don Jaime comienza a arrebatar hojas a diestra y
siniestra mientras que yo intento garabatear alguna cosa en el papel.
Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos la hoja es
arrancada de mis manos.
Don Jaime mira mi hoja y luego me sonríe
maliciosamente, anticipándome una pésima calificación.
En el papel solo está mi nombre y una sola frase
escrita a lápiz:
“Había una vez...”
¿Qué puedo hacer? No se me ocurrió nada.
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Carlos Alberto Velásquez Córdoba ©
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