LA
RECONQUISTA
La época de la universidad es para
muchos, una de las etapas más felices de sus vidas. Es el momento en que se
tiene el mundo en sus manos. Se conocen nuevos amigos, nuevos profesores y se
examinan nuevos horizontes.
El universitario se cree dueño del mundo.
Es el momento de adquirir nuevos conocimientos y por un corto tiempo creer
que es posible cambiar el mundo.
Muchos recuerdan con nostalgia el
tiempo de la universidad. Los profesores, los amigos y por supuesto, los
noviazgos.
Recuerdo que durante nuestro paso por
la universidad, varios de los compañeros tuvieron la fortuna, o el infortunio
de enamorarse de alguna compañera de estudio. No estuve ajeno a ello. Estuve
perdidamente enamorado y perdidamente mal correspondido, lo cual con el
correr de los años agradezco inmensamente. Tan solo basta con encontrarse
veinte años después con el amor platónico para darse cuenta de la suerte que
tuvimos de que esa chica delgada y hermosa que nos desvelaba en las noches
solitarias, no nos correspondiera. Veinte años después, algunas arrugas y
treinta kilogramos de más, son la mejor prueba de que tuvimos suerte.
Pero no quiero hablar de mí. Quiero
hablar de Juan Carlos y Anita. Se conocieron desde el primer semestre de la
carrera. Para el segundo semestre ya andaban juntos para todos lados. Para el
tercer semestre, el noviazgo ya los había llevado a probar las dulces mieles
del amor y para el quinto semestre ya había signos de hiperglicemia debido a
tanta miel.
Todos envidiábamos al principio a los
dos tórtolos. Sin embargo las cosas cambiaron cuando Anita conoció a un
estudiante de un semestre más avanzado. Aunque Juan Carlos trataba de estar a
la altura que su novia pretendía, Anita había descubierto que los hombres
mayores eran más interesantes. Había conocido a Roberto en una de las
prácticas de la universidad y había sido conquistada por la madurez de
éste.
Para nadie es un secreto que las
mujeres jóvenes prefieren a los hombres mayores que ellas. Mientras que Juan
Carlos viajaba en bus, Roberto ya tenía su automóvil. Juan Carlos prefería
las películas de acción pero Roberto había descubierto que a las mujeres les
interesaban más los dramas y sabía que una velada romántica nunca empezaría
con Rambo. Juan Carlos invitaba a perro caliente y Roberto invitaba a cenar a
la luz de las velas en un restaurante lujoso.
Las cosas comenzaron a empeorar cuando
el Dr. Bedoya nos dejó a medio salón repitiendo su materia. Anita fue una de
las afortunadas que pudo pasar al siguiente semestre y Juan Carlos y varios
de nosotros vimos con tristeza y resignación que el grupo se partía en dos,
lo que favorecía los encuentros de Anita y Roberto y limitaba el tiempo
compartido entre Anita y Juan Carlos.
Quien no ha sido herido en su
corazón, es porque nunca ha amado. No hay nada más triste y desolador que
sentir que la persona amada se aleja de nuestro lado. Y Juan Carlos no quería
perder a Anita sin luchar.
Todos en el grupo fuimos testigos de
cómo Roberto se robaba a Anita ante las narices de Juan Carlos. Los hombres
nos solidarizábamos con nuestro compañero, mientras las mujeres del grupo
envidaban a Anita por haber atrapado semejante espécimen. Nuestro pobre
compañero se lamentaba de cómo Anita describía a Roberto como el “hombre
perfecto” mientras le echaba en cara lo infantil que era Juan Carlos.
— Lo más triste de todo es que me la
está quitando “Automán”. —decía Juan Carlos con tristeza.
El apodo no podía ser mejor. En esa
época había una serie de televisión que trataba de un policía que era un
genio en programación de computadoras. Había inventado un programa
cibernético que por medio de algún artificio se materializaba en el cuerpo de
un hombre muy apuesto. Dicho personaje se llamaba Automán. La energía de la
computadora daba vida a este hombre que colaboraba con el departamento de
policía. Como era un programa de computadora, lo sabía todo, lo entendía todo
y lo podía todo. Vestía un traje impecable, nunca se equivocaba, podía
responder cualquier pregunta que se le hiciera con tal de que la respuesta
estuviera en la base de datos. Podía materializar cualquier objeto: desde
hacer aparecer un lujoso carro o un helicóptero, hasta viajar a la velocidad
de la luz, modificando (o aprovechando) las leyes de la física. En resumen,
Automán era el hombre perfecto.
Así era como veía Juan Carlos a su
rival.
Muchos de nosotros le aconsejamos que
saliera con otras personas. Que no le prestara atención a Anita. Otros, los
más románticos le decían a Juan Carlos que no desistiera. Que Anita algún día
descubriría que Roberto no era lo que ella creía. Casi todos estábamos
convencidos que el tal Roberto era un hombre común como todos nosotros.
Juan
Carlos lo intentó. Volvió a llamar a antiguas amigas. Comenzó a salir con
otras personas. Sin embargo, el corazón nunca escucha al cerebro. A pesar de
que Juan Carlos estuvo saliendo con varias mujeres, nunca sacó de su cabeza a
Anita, su novia desde primer semestre. Incluso estuvo en una corta relación
con una estudiante de último semestre de derecho. Pero su corazón pertenecía
a Anita.
Una mañana durante la semana de
exámenes finales estábamos varios compañeros reunidos en la cafetería
discutiendo sobre deportes, cuando Juan Carlos pasó con un gesto
triunfal.
— Muchachos, ya lo decidí. Voy a
reconquistar a Anita.
Aunque parezca raro para cualquier
lector que haya nacido en el siglo XXI, en la época en que ocurrió esta
historia no había teléfonos celulares. Toda conversación telefónica había que
hacerla desde un teléfono fijo. En este caso, el único teléfono disponible
era un teléfono público ubicado en la bulliciosa cafetería.
Juan Carlos llevaba en su mano varias
monedas de un peso. (Aunque también parezca raro, en esa época, una llamada
de tres minutos tenía el costo de un peso —increíble, ¿no?—). Para no
desviarme mucho, les diré que cuando alguien se dirigía a un teléfono público
con un puñado de monedas en sus manos, era que planeaba tener una
conversación “interesante”.
Luego de levantar la bocina, Juan
Carlos introdujo la moneda en la ranura del teléfono y marcó el teléfono de
Anita. Esperó unos segundos mientras contestaban del otro lado de la
línea.
Nosotros por nuestra parte, hicimos
silencio para poder escuchar la conversación que se desarrollaría más o menos
así:
— Buenas… ¿Anita, por favor?
Unos segundos de silencio….
— ¿Anita? Soy yo.
—...
— No, por favor no me
cuelgues...
—...
— No, espera… por favor
escúchame.
— ...
—Es que… quería escuchar tu
voz….
—...
— No he podido dejar de pensar en ti
ni un solo segundo…
Poco a poco la conversación de
nuestra mesa se fue apagando para dar oídos a la conversación que se estaba
dando en el teléfono.
— Es que no soy capaz de seguir
adelante si tú no estás conmigo…
—...
— Lo sé, lo sé. Fui un estúpido por
no haberme dado cuenta de ello. Por favor perdóname.
—...
— A veces uno no sabe lo que tiene
hasta que lo pierde….
Liliana que estaba en la mesa con
nosotros soltó un suspiro.
— Ay, tan lindo…
— Shhh —respondió Walter— déjanos oír lo que pasa.
Juan Carlos seguía en su empeño de
lograr la reconquista.
— Mira, Anita… Tu eres lo mejor que
ha pasado por mi vida.
—...
— Eres mi única razón para vivir.
Eres el aire que respiro….
A medida que salían las frases de la
boca de Juan Carlos, más y más estudiantes de las mesas vecinas iban dejando
de conversar para ser testigos del drama que ha inspirado el mundo desde sus
inicios: El amor imposible y la promesa de una reconquista.
El
teléfono público iba consumiendo monedas cada tres minutos, y nosotros, en un
gesto de solidaridad con el enamorado, comenzamos a juntar todas las monedas
de un peso que teníamos para que ese momento mágico no acabara para Juan
Carlos. Pilas de monedas se fueron juntando al lado del compañero caído en
desgracia.
Durante varios minutos Shakespeare,
Bécquer, Neruda, Mistral, Benedetti, y otros más estuvieron volando por el
aire de la cafetería endulzando nuestros oídos.
Con esperanza veíamos como las
palabras de Juan Carlos se hacían más fluidas. Cómo su corazón se desnudaba
en frases de amor, y su rostro se iba volviéndose cada vez más sereno y feliz.
Ya no se escuchaba ni un murmullo en
la otrora bulliciosa cafetería. Todos los oídos estaban escuchando a Juan
Carlos. Todos los corazones palpitaban al unísono, confiando en que Anita y
Juan Carlos se reconciliaran.
— Si vuelves conmigo te juro que todo
será distinto. Volveremos a ser uno solo.
—...
— Te juro que no te voy a
defraudar.
—...
— Sí, lo admito. He cometido muchos
errores, pero contigo a mi lado, sé que no voy a volver a fallar.
Juan Carlos nos hizo señas con el
pulgar en alto de que todo estaba saliendo de maravillas. Anita lo estaba
perdonando.
De pronto, la conversación tuvo un
giro brusco.
— No. Espera, eso que te contaron no
es verdad…
—...
— No. No te estoy engañando…
—...
— Sí. Es cierto que estaba saliendo
con otra persona… pero eso ya se acabó.
—...
— Te lo juro hace más de tres meses
que no salgo con nadie…
—...
— Créeme que es verdad…
—...
— Sí, es cierto. Ella era una
estudiante de último semestre de derecho…
—...
— Sí, pero eso ya se acabó…. Yo con
ella ya terminé. Es que me aburrí de ella…
—...
— En serio…te prefiero a ti… ¡qué
pereza salir con alguien que es más inteligente que uno!…
Si alguna vez ha habido un silencio
absoluto, fue en ese momento en la cafetería. "…qué pereza salir con alguien
que es más inteligente que uno…" La última frase había resonado hasta en los
sitios más recónditos de la cafetería. Hasta el ronroneo del congelador paró
en aquel instante. Nadie respiraba. No se escuchaba ni una mosca.
— No, Anita… yo no te estaba diciendo
bruta.
—...
— No te pongás así. Escucháme…
—...
— No… espera… yo no quise decir
eso.
Una vorágine acabó con todo en pocos
segundos.
— No, Anita… ¡no me cuelgues…!
—...
— Por favor…. ¡ANITAAAAAA!
La cara de Juan Carlos estaba
desfigurada cuando dio la vuelta hacia nosotros. En su mano izquierda aún le
quedaban unas cuantas monedas. En su mano derecha el auricular a medio camino
entre la oreja y el aparato. Con ademán lento terminó de colgar, al momento
que con voz compungida nos dijo lo que ya sabíamos.
— Me colgó…
Fueron unos cinco segundos de
silencio por el compañero caído. De pronto, una sonora carcajada de cientos
de estudiantes retumbó por toda la facultad.
Mientras Juan Carlos salía cabizbajo
por la amplia puerta, los estudiantes retomaron sus charlas con un nuevo tema
de conversación. La atestada cafetería volvió al bullicio habitual.
Carlos Alberto Velásquez Córdoba
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