"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 24 de febrero de 2021

Novedad Literaria: Cola de Cerdo, el Suicida Fallido.

Hace pocos días anuncié el nacimiento un libro nuevo:  Cola de Cerdo, el suicida fallido. (leer un fragmento)

Hoy tengo el placer de invitarlos a su lanzamiento: 




Agradecimientos al equipo editorial en cabeza de Edver Delgado y Alina Angel, que han hecho posible organizar el evento.  También a la señora Diana Jimenez, de la Pizzeria Píccolo, quien nos facilita el espacio. 

Para que se animen a leerlo, les dejo un aparte del prólogo que hizo el profesor Luis Fernando Macías: 

Es este un libro rico en imaginación, agudo en cuanto a la inteligencia que lo concibe, revelador de la condición humana y lo suficientemente perverso como para divertir a todo tipo de lectores.
Agrego además que el lector de “Cola de cerdo, el suicida fallido”, se encontrará con un puñado de ficciones, cuidadosamente tejidas por una elevada inteligencia, capaz de explicar desde los minuciosos acontecimientos de la vida ordinaria hasta las más intrincadas teorías de orden científico o especulativo. Podrá también participar de los juegos con el tiempo, las invenciones de la física o las explicaciones míticas del comportamiento de eso que llamamos a veces destino y a  veces azar. La literatura fantástica tiene la posibilidad de ofrecer explicaciones eficaces acerca de la realidad o del cosmos, por medio de alegorías o metáforas de grata comprensión y solaz para el espíritu. 

 

-Luis Fernando Macías

 

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Cola de cerdo, el suicida fallido



ISBN 978-958-49-1505-4
Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Precio: $30.000
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español



Pedidos: calveco@une.net.co WhatsApp al 305 3997940

Próximamente en librerías.

miércoles, 17 de febrero de 2021

El desayuno. Cortometraje

Esta semana comparto un buen cortometraje que me llegó por las redes sociales. Adjunto también el mensaje que venía asociado al video 




El cineasta pastuso Cristian Arcos Cerón, acaba de obtener el Primer Puesto en el  XI Festival internacional de cortometrajes de nuevos medios de China, con su trabajo "El Desayuno", en la categoría Special Observation Award de la Sección Anti Covid-19 Pandemia Short film. El mensaje de El Desayuno es de profundo humanismo y acento solidario en medio del drama del encierro. Cristian Arcos Cerón, expone una vez más su gran talento y creatividad en escenarios del mundo. Afirmación de la identidad del ser pastuso.

 Enhorabuena.

Lydia Muñoz.

San Juan de Pasto, febrero de 2021.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Dentro y Afuera. Hermann Hesse

 
Hace poco hablaba con unas estudiantes de psicología y les planteaba que, si bien recordar es un fenómeno activo, olvidar nunca lo es. Podemos intentar recordar algo, pero no podemos activamente olvidar cosas. De hecho, cuando pretendemos olvidar algo, lo estamos recordando. Y mientras más nos empeñemos en olvidarlo, con más fuerza se arraiga en nuestro interior. 

Lo mismo ocurre con el manejo del duelo. Mientras más lo neguemos, más nos duele. Sucede algo similar con los problemas: Por más que tratemos de ignorarlos, más nos atormentan. Solo cuando los asumimos, dejan de molestarnos. 

A veces para deshacernos de algo, tenemos que abrazarlo y aceptarlo. Ese es el poder de la magia. 

Los invito a leer este cuento de mi escritor favorito: Hermann Hesse. Es un cuento que habla de la magia y de la dualidad, y de entendernos como parte del universo.  


“Nada está fuera, nada está dentro; 
pues lo que está fuera está dentro”

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Dentro y afuera. 

Hermann Hesse



Había una vez un hombre llamado Frederick; se dedicaba a tareas intelectuales y poseía una amplia extensión de conocimientos. Sin embargo, no todos los conocimientos significaban lo mismo para él, ni apreciaba cualquier actividad intelectual. Tenía preferencia por un cierto tipo de pensamiento, desdeñando y detestando los otros. Sentía un profundo amor y respeto por la lógica -ese método admirable- y, en general, por lo que él llamaba “ciencia”.

“Dos y dos son cuatro -acostumbraba a decir-. Esto es lo que creo; y el hombre debe construir su pensamiento sobre la base de esta verdad.”

No ignoraba, sin duda, que existían otras clases de pensamiento y cultura; pero no los consideraba como “ciencia”, y tenía una pobre opinión de ellos. Aunque librepensador, no era intolerante con la religión. La religión estaba fundada en un tácito acuerdo entre científicos. Durante varios siglos su ciencia había abarcado casi todo lo que existía sobre la tierra y era digno de conocerse, con una sola excepción: el alma humana. Con el transcurso del tiempo, se convirtió en costumbre abandonar esta materia a la religión, y permitir sus especulaciones sobre el alma, aunque sin considerarlas seriamente. Según esto, Frederick era también tolerante en lo referente a la religión; no obstante, todo lo que significaba superstición le era profundamente odioso y repugnante. Pueblos lejanos, incultos y retrasados podían recurrir a ella; en la remota antigüedad podía admitirse el pensamiento místico o mágico; pero con el nacimiento de la ciencia y de la lógica esas anticuadas y dudosas herramientas carecían de sentido.

Eso es lo que decía y lo que pensaba. Cuando algún vestigio de superstición aparecía ante él, se encolerizaba Y sentía como sí hubiese sido atacado por algo hostil.

No obstante, lo que más le irritaba era hallar tales vestigios entre hombres de su propia clase, educados y versados en los principios del pensamiento científico. Y nada le era tan doloroso e intolerable como el concepto escandaloso -que había oído recientemente formulado y discutido incluso por hombres de gran cultura-, la idea absurda de que el “pensamiento científico” no era posiblemente un hecho supremo, independiente del tiempo, eterno, preordenado e inexpugnable, sino sólo uno de tantos, una transitoria manera de pensar, no impenetrable al cambio y a la decadencia. Esa creencia irreverente, destructiva y venenosa se extendía; ni el propio Frederick era capaz de negarlo; había surgido al azar como resultado de la angustia originada en todo el mundo por la guerra, la revolución, y el hambre, a la manera de un aviso, como espiritual escritura de una blanca mano sobre un blanco muro.

Mientras más sufría Frederick por la existencia de esa idea y por lo profundamente que lograba afligirle, más apasionadamente la atacaba, tanto a ella como a aquéllos a quienes sospechaba sus secretos defensores. Hasta entonces sólo muy pocas personas verdaderamente cultivadas habían proclamado abierta y francamente su fe en la nueva doctrina, que parecía destinada, de lograr difusión y fuerza, a destruir todos los valores espirituales sobre la tierra y a provocar el caos. Pero la situación no había llegado aún a tal extremo y los dispersos mantenedores eran tan pocos en número que cabía considerarlos como casos singulares y excéntricos, elementos peculiares. Pero una gota del veneno, una emanación de esa idea, podía ser percibida en cualquier momento. De un modo u otro podían surgir entre el pueblo y los medios cultivados una serie de nuevas doctrinas esotéricas, con sus sectas y discípulos; el mundo estaba lleno de ellas, por doquier se veía amenazado por la superstición, el misticismo, los cultos espirituales y otras fuerzas misteriosas, a las cuales era necesario combatir; pero la ciencia, por un particular sentimiento de debilidad, les había concedido hasta el presente vía libre.


Un día, Frederick visitó a uno de sus amigos, con quien frecuentemente había investigado. Hacía algún tiempo que no lo había visto. Mientras iba subiendo por la escalera de la casa, intentó recordar cuándo y dónde había estado por última vez en compañía de su amigo, pero, aunque se enorgullecía de su excelente memoria, no lo conseguía. Imperceptiblemente molesto y malhumorado, mientras aguardaba ante la puerta de su amigo intentó liberarse de esta sensación.

Apenas había saludado a Erwin, su amigo, cuando advirtió en su cordial semblante una cierta aunque reprimida sonrisa, que le pareció advertir por primera vez. Apenas vio aquella sonrisa, en cierto modo burlona u hostil pese a su apariencia amistosa, recordó inmediatamente lo que estuvo buscando infructuosamente en su memoria: su último y anterior encuentro con Erwin. Recordó que se habían separado sin haber discutido, desde luego, pero con una sensación de discordia interna y disgusto, porque Erwin había prestado entonces muy escaso apoyo a sus ataques contra los dominios de la superstición.

Era extraño. ¿Cómo podía haber olvidado aquello por completo? Comprendió también que ésa era la única razón de haber evitado a su amigo durante tanto tiempo, simplemente ese descontento, y que desde el principio había sido consciente de ello, aunque se inventó una multitud de excusas para el repetido aplazamiento de esta visita.

Ahora se enfrentaban el uno al otro; Frederick sintió que la pequeña grieta de aquel día había experimentado un tremendo ensanchamiento. Intuyó que algo fallaba entre él y Erwin, algo que hasta entonces siempre estuvo presente: un aura de solidaridad, de espontánea comprensión, de afecto incluso. Ahora existía un vacío. Se saludaron; hablaron del tiempo, de sus conocidos, de su salud y -Dios sabe por qué- a cada palabra Frederick tuvo la molesta sensación de que no comprendía bien a su amigo, de que Erwin no lo conocía realmente, de que sus palabras estaban errando el blanco, de que no era posible hallar ninguna base común para una verdadera conversación. Con mayor motivo por cuanto Erwin exhibía aún en su rostro aquella amistosa sonrisa, que Frederick estaba empezando casi a odiar.

Durante una pausa en la laboriosa conversación, Frederick miró en torno suyo al estudio que conocía tan bien y vio una hoja de papel clavada con un alfiler en la pared. Esta imagen lo conmovió extrañamente y despertó antiguos recuerdos: hacía mucho tiempo, en sus años de estudiante, Erwin tenía ese hábito, a veces, para conservar el dicho de un pensador o el verso de un poeta frescos en su mente. Se levantó y se dirigió hacia la pared para leer el papel.

Allí, en la bella escritura de Erwin, leyó las siguientes palabras: “Nada está fuera, nada está dentro; pues lo que está fuera está dentro”.

Pálido, permaneció inmóvil durante un momento. ¡Allí estaba! ¡Eso era lo que temía! En otra ocasión habría ignorado aquella hoja de papel, la habría tolerado caritativamente como una genialidad, como una debilidad inocente a la que cualquiera estaba expuesto, quizá como un frívolo sentimentalismo que pedía indulgencia. Pero ahora era diferente. Sintió que esas palabras no habían sido escritas por un fugaz impulso poético, no era por capricho que Erwin había vuelto después de tantos años a la práctica de su juventud. ¡Aquella frase era una confesión de misticismo!

Lentamente se volvió para mirarle el rostro, cuya sonrisa era de nuevo radiante.

-¡Explícame esto! -exigió.

Erwin hizo un gesto afirmativo con la cabeza, lleno de amistad.

-¿Nunca has leído este dicho?

-¡Naturalmente! -gritó Frederick-. Claro que lo conozco. Es misticismo, es gnosticismo. Quizá sea poético, pero… ¡De todas formas, explícamelo, y dime por qué lo has puesto en la pared!

-Con mucho gusto -dijo Erwin-. El dicho es una primera introducción a una epistemología que he estado investigando últimamente, y que me ha proporcionado ya muchas satisfacciones.

Frederick reprimió su arrebato. Preguntó:

-¿Una nueva epistemología? ¿Qué es? ¿Cómo se llama?

-¡Oh -contestó Erwin-, únicamente es nueva para mí. Es ya muy antigua y venerable. Se llama magia.

La palabra había sido pronunciada. Asombrado y sobrecogido por tan cándida confesión, Frederick comprendió con un estremecimiento que se hallaba enfrentado cara a cara con el archienemigo en la persona de Erwin. No sabía si estaba más cerca de la rabia o de las lágrimas; lo poseía un amargo sentimiento de irreparable pérdida. Durante una larga pausa permaneció callado.

Luego, con pretendida decisión en la voz, atacó:

-¿Así que deseas ahora convertirte en un mago?

-Sí -contestó Erwin sin vacilar.

-Una especie de aprendiz de brujo, ¿eh?

-Ciertamente.

Hubo tanta quietud que podía oírse el tictac de un reloj en la habitación contigua.

Frederick agregó después:

-Esto significa que abandonas toda relación con la ciencia seria y, por tanto, toda relación conmigo.

-Espero que no sea así -contestó Erwin-. Pero si no hay otro remedio, ¿qué puedo hacer?

-¿Qué puedes hacer? -estalló Frederick-. ¡Rompe, rompe de una vez por todas con esa puerilidad, con esa vil y despreciable creencia en la magia! Eso puedes hacer, si deseas conservar mi respeto.

Erwin sonrió un poco, aunque también su alegría se había desvanecido.

-Hablas como si… -murmuró, tan suavemente que a través de sus quedas palabras la irritada voz de Frederick aún parecía resonar por toda la habitación-, hablas como si eso estuviese dentro de mi voluntad, como si me quedara elección, Frederick. No es ése el caso. No tengo, ninguna elección. No fui yo quien escogió la magia: ella me escogió a mí.

Frederick suspiró, profundamente.

-Entonces, adiós -dijo hastiadamente, y se levantó sin ofrecerle su mano.

-¡Así, no! -exclamó Erwin-. No debes separarte de mí de ese modo. Imagina que uno de nosotros yace en su lecho de muerte -¡y en verdad que así es!-, y que debemos decirnos adiós.

-¿Pero quién de nosotros va a morir, Erwin?

-Hoy probablemente yo, amigo mío. Cualquiera que desee nacer de nuevo, debe estar preparado para morir.

Una vez más Frederick se dirigió a la hoja de papel y leyó el dicho.

-Muy bien -admitió al fin-. Tienes razón, no sirve para nada separarnos con ira. Haré lo que deseas; imaginaré que uno de nosotros se está muriendo. Antes de irme, quiero pedirte una última cosa.

-Me alegro -repuso Erwin-. Dime, ¿qué atención puedo demostrarte en nuestra despedida?

-Repito mi primera pregunta, y ésta es también mi petición: explícame ese dicho lo mejor que puedas.

Erwin reflexionó un momento y luego dijo:

-Nada está fuera, nada está dentro. Conoces el significado religioso de esto: Dios está en todas partes. Está en el espíritu y también en la naturaleza. Todo es divino, porque Dios es todo. Antiguamente esto recibía el nombre de panteísmo. En lo que concierne al significado filosófico, estamos acostumbrados a separar el dentro del fuera en nuestro pensamiento; sin embargo, esto no es necesario. Nuestro espíritu es capaz de superar los límites que hemos fijado para él, en el Más Allá. Más allá del par de antítesis que constituye nuestro mundo, comienza un nuevo y diferente conocimiento… Pero, mi querido amigo, debo confesarte que desde que mi pensamiento ha cambiado ya no existen para mí palabras ambiguas ni dichos: cada palabra tiene decenas, centenares de significados. Y ahí empieza lo que temes… la magia.

Frederick. frunció las cejas y estuvo a punto de interrumpirle. Pero Erwin lo miró de forma desarmante y continuó, hablando más distintamente:

-Déjame darte un ejemplo. Llévate algo mío, cualquier objeto, y examínalo un poco de cuando en cuando. Pronto el principio del dentro y el fuera te revelará uno de sus muchos significados.

Dio una ojeada en tomo a la habitación, tomó una pequeña estatuilla de arcilla de un anaquel, y se la dio a Frederick, diciendo:

-Toma esto como regalo de despedida. ¡Cuando este objeto que coloco en tus manos cese de estar fuera de ti y esté dentro de ti, ven a mí de nuevo! ¡Pero si permanece fuera de ti, tal como está ahora, para siempre, entonces esta separación tuya de mí será también para siempre!

Frederick quiso hablar todavía, pero Erwin tomó su mano, la estrechó, y se despidió de él con una expresión que no admitía réplica.

Frederick se retiró; descendió la escalera (¡qué largo le pareció el tiempo desde que la había subido!); se dirigió a través de las calles a su casa, perplejo y angustiado, con la pequeña figura de barro en la mano.

Se detuvo frente a su morada, apretó fieramente el puño sobre la estatuilla durante un momento, y sintió un irresistible impulso de romper el ridículo objeto contra el suelo. Nunca se había sentido tan agitado, tan movido por emociones antagónicas.

Buscó un lugar para el obsequio de su amigo, y puso la figura en la parte superior de un estante de su librería. Por el momento la dejó allí.

Ocasionalmente, según fueron pasando los días, la miró, meditando sobre ella y sus orígenes, considerando el significado que tan disparatado objeto iba a tener para él. Se trataba de una pequeña figura que representaba un hombre, o un dios, o un ídolo , con dos rostros, como el dios romano Jano, modelada más bien toscamente en arcilla y cubierta con un barniz tostado y algo cuarteado. La pequeña imagen tenía un aspecto grosero e insignificante; no era desde luego una obra griega o romana; probablemente se trataba del trabajo de alguna raza inferior y primitiva de África o de los Mares del Sur. Los dos rostros, que eran exactamente iguales, mostraban una sonrisa apática, indolente y débilmente burlona; el pequeño gnomo prodigaba su estúpida sonrisa de modo en especial desagradable.

Frederick no pudo acostumbrarse a la figura. Le resultaba totalmente inestética y ofensiva, se interponía en su camino, lo turbaba. Ya al día siguiente la tomó para dejarla sobre la estufa, y pocos días después la trasladó a un aparador. Pero una y otra vez aparecía en el campo de su visión, como si le estuviese imponiendo su presencia; se reía de él fría y estúpidamente, se daba tono, exigía atención. Tras unas cuantas semanas la puso en la antecámara, entre las fotografías de Italia y los recuerdos triviales que jamás miraba nadie. Ahora, al menos, sólo veía al ídolo al entrar o al salir, pasaba junto a él rápidamente, sin prestarle atención. Pero, también allí el objeto lo fastidiaba, aunque no quiso admitirlo.

Con aquel juguete, con aquella monstruosidad de dos caras, la vejación y el tormento habían entrado en su vida.

Un día, meses más tarde, regresó de un corto viaje. Emprendía ahora tales excursiones de cuando en cuando, como si algo lo empujase secretamente. Entró en su casa, atravesó la antecámara, fue saludado por la criada, y leyó las cartas que lo aguardaban. Pero seguía intranquilo, como si hubiera olvidado algo importante; ningún libro lo tentaba, ningún sillón era cómodo. Empezó a torturar su mente, ¿cuál era la causa? ¿Había descuidado algo importante? ¿Comido algo que pudiese trastornarlo? Al reflexionar, descubrió que esta sensación de inquietud había aparecido al entrar en el apartamento. Volvió a la antecámara e involuntariamente su primera mirada buscó la figura de arcilla.

Un extraño terror se apoderó de él al no ver al ídolo. Había desaparecido. No estaba. ¿Se había marchado caminando con sus pequeñas piernas de barro? ¿Había volado? ¿Desapareció por artes mágicas?

Frederick recobró la calma y sonrió ante su nerviosismo. Luego empezó a buscar tranquilamente por toda la habitación. Al no encontrar nada, llamó a la criada. Parecía turbada, y admitió en seguida que se le había caído el objeto mientras limpiaba.

-¿Dónde está?

Ya no estaba en ninguna parte. Tan sólido como aparentaba ser el pequeño objeto, ella lo tuvo a menudo en sus manos. Sin embargo, se había roto en mil pedazos. Llevó los fragmentos a un taller, donde simplemente se rieron de ella. Luego los había tirado.

Frederick despidió a la criada. Sonrió. Se sentía contento. ¡Qué poco le importaba el ídolo! La abominación había desaparecido; ahora tendría paz. ¿Por qué no habría deshecho el objeto a golpes desde el primer día? ¡Cómo había sufrido todo aquel tiempo! ¡De qué forma indolente, extraña, astuta, perversa, diabólica le había sonreído el ídolo! Ahora que había desaparecido, podía admitir la verdad: había temido verdadera y sinceramente a aquel dios de barro. ¿No era emblema y símbolo de todo cuanto le era repugnante e intolerable, de todo cuanto reconoció siempre como pernicioso, hostil y digno de supresión? ¿Un estandarte de todas las supersticiones, de todas las tinieblas, de toda coerción de la conciencia y el espíritu? ¿No representaba la horrible fuerza que se siente a veces bramando en las entrañas de la tierra, ese lejano terremoto, esa próxima extinción de la cultura, ese naciente caos? ¿No le había robado aquella despreciable figura a su mejor amigo, es más, no robado, sino convertido en enemigo? Ahora el objeto había desaparecido. Desvanecido. Roto en mil pedazos. Acabado. Era mucho mejor que si lo hubiera destruido por sí mismo.

Eso pensó, o dijo. Y volvió a sus asuntos como antes.

Pero la maldición persistió. Justamente cuando había conseguido acostumbrarse más o menos a aquella ridícula figura, precisamente cuando verla en su lugar habitual en la mesa de la antecámara se le había hecho gradualmente familiar y nada importante, era cuando su ausencia empezó a atormentarlo. Sí, la echaba de menos cada vez que cruzaba aquella estancia; veía constantemente el espacio vacío donde había estado, y el vacío emanaba de aquel lugar y llenaba la habitación entera.

Malos días y peores noches empezaron para Frederick. Ya no podía atravesar la antecámara sin pensar en el ídolo de las dos caras, sin echarlo de menos, sin sentir que sus pensamientos estaban unidos a él. Una agónica obsesión creció en su interior. Y no era simplemente al cruzar aquel cuarto cuando se sentía prisionero de su obsesión. De la misma forma en que el vacío y la desolación irradiaban del ahora vacío lugar en la mesa de la antecámara, aquella idea obsesiva irradiaba dentro de él, empujaba todo lo demás a un lado, enconándolo y llenándolo de extrañeza y desolación.

Una y otra vez imaginó la figura con suma claridad, para demostrarse a sí mismo lo absurdo de afligirse por su pérdida. Pudo verla en toda su estúpida fealdad y barbarie, con su vacua pero astuta sonrisa, con sus dos caras; impulsado como por una coacción, lleno de odio y con la boca torcida, se descubrió a sí mismo intentando reproducir aquella sonrisa. Le incomodaba la duda de si las dos caras eran en realidad exactamente iguales. ¿No tenía una de ellas, quizá simplemente por una pequeña aspereza o cuarteo en el barniz, una expresión algo distinta? ¿Algo raro? ¿Algo enigmático? ¡Qué peculiar era el color de aquel barniz! El verde y el azul y el gris, pero también el rojo, se mezclaban en él. Era un barniz que ahora hallaba a menudo en otros objetos, en una reflexión del sol de la ventana o en los reflejos de un húmedo pavimento.

Cavilaba mucho sobre aquel barniz, incluso por la noche. Le extrañó igualmente lo extraña, rara, malsonante, poco familiar, casi maligna que era la palabra “barniz”. La analizó hasta invertir el orden de sus letras. Entonces leía “zinrab”. Pero, ¿de dónde demonios tomaba su sonido aquella palabra? Conocía la palabra “zinrab”, por supuesto que sí; además, era una palabra hostil y mala, una palabra con perversas e inquietantes implicaciones. Durante mucho tiempo lo atormentó esa pregunta. Finalmente dio con la respuesta: “zinrab” le recordaba un libro que había comprado y leído hacía muchos años durante un viaje, y que lo había aterrado, atormentado, pero fascinado secretamente; se titulaba Princesa Zinraka. Era como una maldición: todo lo relacionado con la estatuilla -el barniz, el azul, el verde, la sonrisa- significaba hostilidad, eran sinónimos de torturas y venenos. ¡De qué forma tan peculiar en otro tiempo Erwin, su amigo, había sonreído mientras ponía el ídolo en su mano! Una forma muy peculiar, muy significativa, muy hostil.

Frederick resistió valientemente -y muchos días no sin éxito- la tendencia obsesiva de sus pensamientos. Presentía el peligro claramente: ¡volverse loco! No, era mejor morir. La razón es necesaria, la vida no. Y se le ocurrió que quizá eso era la magia, que Erwin, con la ayuda de aquella figura, lo había encantado en cierto modo, y que debería sucumbir en un sacrificio como el defensor de la razón y la ciencia contra aquellos funestos poderes. Sin embargo, de ser así, si eso era posible, la magia existía, la hechicería existía. ¡No, mejor era morir!

Un médico le recomendó paseos y baños. A veces, en busca de distracción, pasaba la noche en una posada. Pero no le sirvió de nada. Maldecía a Erwin y se maldecía a sí mismo.

Una noche, como solía hacer ahora con frecuencia, se retiró temprano y estuvo inquieto en la cama, imposibilitado de dormir. Se sentía indispuesto e intranquilo. Deseaba meditar, deseaba hallar tranquilidad, decirse cosas reconfortantes, tranquilizadoras, frases de recta serenidad y claridad. “Dos y dos son cuatro”. Nada vino a su mente; en un estado casi de delirio musitó sonidos y sílabas para sí. Gradualmente las palabras se formaron en sus labios, y varias veces, sin comprender su significado, repitió la misma frase para sí, como si hubiese tomado forma en él de algún modo. La murmuró una y otra vez, como si absorbiese una droga, como si en ella buscase a tientas su camino hacia el sueño que lo eludía en el estrecho sendero que bordeaba el abismo.

Pero súbitamente, al levantar un poco la voz, las palabras que estaba musitando penetraron en su conciencia. Las conocía: “¡Sí, ahora estás dentro de mí!” E instantáneamente comprendió. ¡Supo lo que significaban, que se referían al ídolo de arcilla, que entonces, en aquella hora gris de la noche, se había cumplido puntual y exactamente la profecía que Erwin le había hecho un espantoso día, que la figura que sostuvo desdeñosamente en sus dedos ya no estaba fuera de él sino dentro de él! “Pues lo que está fuera está dentro”.

Incorporándose de un salto, experimentó como si le estuvieran haciendo una transfusión de hielo y fuego. El mundo vacilaba a su alrededor, los planetas lo miraban fija y alocadamente. Encendió la luz, se puso algunas ropas, abandonó su casa y corrió en plena noche hacia la casa de Erwin. Vio una luz encendida en la ventana del estudio que conocía tan bien; la puerta de la casa estaba abierta: todo parecía estar esperándolo. Subió precipitadamente la escalera. Penetró con paso inseguro en el estudio de Erwin y se apoyó con temblorosas manos sobre la mesa. Erwin se hallaba sentado junto a la lámpara, bajo su suave luz, pensativo y sonriente.

Cortésmente Erwin se puso en pie.

-Has venido. Eso está bien.

-¿Has estado esperándome? -preguntó Frederick.

-He estado esperándote, como sabes, desde el momento en que te fuiste de aquí con mi pequeño obsequio. ¿Ha sucedido lo que dije entonces?

-Ha sucedido -admitió-. El ídolo está dentro de mí. Ya no puedo soportarlo más.

-¿Puedo ayudarte? -preguntó Erwin.

-No lo sé. Haz lo que quieras. ¡Explícame más acerca de tu magia. Dime si el ídolo puede salir de mí otra vez.

Erwin puso su mano sobre el hombro de su amigo. Lo condujo hacia un sillón y lo obligó a sentarse en él. Luego dijo cordialmente, en un casi fraternal tono de voz:

-El ídolo saldrá de ti otra vez. Ten confianza en mí. Ten confianza en ti mismo. Has aprendido a creer en él. ¡Ahora aprende a amarlo! Está dentro de ti, pero continúa muerto, es aun un fantasma para ti. ¡Despiértalo, háblale, pregúntale! ¡Pues es tú mismo! ¡No lo odies, no le temas, no lo atormentes! ¡Cómo has atormentado a ese pobre ídolo, que sin embargo eras tú mismo! ¡Cómo te has atormentado a ti mismo!

-¿Es ése el camino de la magia? -preguntó Frederick. Se hallaba profundamente hundido en el sillón, como si hubiera envejecido, y su voz era débil.

-Ese es el camino -contestó Erwin-, y quizá has dado ya el paso más difícil. Has hallado por experiencia que el fuera puede convertirse en el dentro. Has estado más allá del par de antítesis. ¡Te pareció el infierno; aprende ahora, amigo mío, qué es el cielo!. Porque es el cielo el que te espera. Mira, esto es la magia: intercambiar el fuera y el dentro. Pero no por el impulso, ni con la angustia, como tú lo has hecho, sino libremente, voluntariamente. Llama al pasado, llama al futuro: ¡ambos se hallan en ti! Hasta hoy has sido el esclavo del dentro. Aprende a ser su dueño. Eso es la magia.




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Hermann Hesse


Hermann Karl Hesse (1887-1962) fue un escritor, poeta, novelista y pintor alemán, nacionalizado suizo en 1924. De su obra de cuarenta volúmenes —entre novelas, relatos, poemarios y meditaciones— se han vendido más de 30 millones de ejemplares, de los cuales solo una quinta parte corresponde a ediciones en alemán. Su obra mas conocida es Sidharta, pero tienes unos libros exquisitos, entre los que destaco: Narciso y Goldmundo, Juego de Abalorios, Demian, El último verano de Klingsor, Bajo las ruedas, El lobo estepario, Obstinación, En el balneario, entre otros. En su obra se destaca un conocimiento profundo del ser humano. En sus libros plantea la dualidad, y nos muestra un mundo multicultural. Fue un opositor a la guerra y la barbarie. Recibió en 1947 el premio nobel de literatura.

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miércoles, 3 de febrero de 2021

Cola de cerdo, el suicida fallido


Queridos amigos:

Para mí es un placer presentar en sociedad mi nuevo libro: COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO, un libro con veinticuatro cuentos que, estoy seguro, serán del agrado de todos ustedes.

Esta colección de cuentos salió a la luz gracias a muchas personas: mi familia, mis amigos, mis colegas escritores de la cooperativa Comedal y mis profesores (dentro de los cuales doy especial reconocimiento a los profesores Luis Fernando Macías y Memo Anjel, quienes con sus acertados comentarios hicieron mejor esta obra). Debo mencionar también al escritor Emilio Restrepo quien me ha dado todo su apoyo y me puso en contacto con Edver Delgado, director de la Editorial Libros Para Pensar.

Sea esta la oportunidad de agradecer también al equipo editorial que siempre estuvo pendiente de ofrecer un excelente producto. A Edver, Alina, Edilberto, Jorge Eliecer por sus acertadas revisiones. A Andrea por su magnífico trabajo de maquetación y especialmente a mi hija María Isabel, que diseñó la portada.

A continuación les comparto un fragmento del cuento que da origen al título del libro. Espero que les guste.

Quienes estén interesados en adquirir el libro pueden escribirme al correo calveco@une.net.co o pedirlo por WhatsApp al 305 3997940

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COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO
(fragmento)

Moisés de la Caridad nunca debió haber nacido. Fue concebido en el preciso instante en que un cometa, pasando muy cerca de la órbita de Saturno, desvió el planeta tan sólo unas milésimas de centímetro, ocasionando algo que jamás debió ocurrir: Un óvulo y un espermatozoide, que nunca habrían de encontrarse, chocaron por influjo de los astros.

Su madre nunca quiso tener a la criatura, producto de la embriaguez de ambos y el uso excesivo de drogas. Su padre jamás supo que la desconocida con quien había pasado un rato, llevaba un hijo suyo.

Muchas veces la madre del niño quiso abortar. Tomó algunas pastillas y se hizo poner diversas inyecciones con el fin de deshacerse del bebé. Se introdujo objetos y se obligó a comer estiércol de cerdo con telarañas porque alguien le dijo que con eso abortaría. Sin embargo, a los ocho meses, la mujer dio a luz en un oscuro callejón, auxiliada por una gitana que escuchó sus gemidos.

Al nacer la criatura, la vieja observó tres cosas llamativas: la primera, una gran mancha sobre la frente en forma de telaraña. La segunda, y que más la impresionó, fue una pequeña cola como la de un cerdo. La tercera fue que, si bien el niño nació con una vitalidad increíble, se negó a llorar.

Entendiendo estos tres signos como un presagio, la gitana vaticinó que la criatura jamás superaría los veintitrés años.

Esa misma madrugada, una madre exhausta dejó un paquete envuelto en papel periódico a la entrada de un convento de monjas carmelitas. Una de ellas, al abrir la puerta escuchó unos balbuceos y gritó pidiendo auxilio.

Si bien las religiosas tomaron inicialmente el hallazgo como una señal divina, creyeron que el maligno había llegado a su puerta cuando descubrieron que además de la telaraña de su frente, el niño tenía una pequeña cola de cerdo.

Imposibilitadas para mantener un niño en su convento, las religiosas lo llevaron a su orfanato y lo criaron allí. El nombre de Moisés de la Caridad, aplicado tan sabiamente por haber sido abandonado y encontrado, fue desapareciendo en la medida que el niño creció entre los otros del hogar. Muy pocos recordaban que su nombre era Moisés y todos los llamaban Cola de Cerdo.

El infante fue objeto de burlas desde que llegó al orfanato. A medida que crecía, las cuidadoras trataban de disimular sus particularidades. En un intento de mejorar el futuro del niño, fue llevado donde cirujanos conocidos por su caridad con los pobres. Todos coincidieron en que resecar la cola era un procedimiento riesgoso para su vida y que era mejor enseñar al niño a convivir con ella. La mancha de su frente tampoco podía ser borrada.

El pelo largo, a manera de capul, cubrió parcialmente la mancha de su frente, mientras que la ropa holgada trató de ocultar su cola. A pesar de todo, el secreto era imposible de guardar y con uno solo de los niños que lo viera en el baño, era suficiente para que todos se enteraran de sus defectos. Moisés de la Caridad era molestado no sólo porque era difícil ocultar la mancha y el bulto de su trasero, sino también porque tenía una torpeza que se volvió legendaria.

Cola de Cerdo tropezaba al caminar y se caía al correr; se golpeaba con todo y era torpe hasta para las tareas más simples. Aprender a comer con cuchara le valió varias lesiones en el ojo. A los tres años se cayó de la silla donde desayunaba y se quebró un dedo. Amarrarse los zapatos podía significar un dedo estrangulado por un cordón. A los cinco, tropezó sin causa aparente y se quebró los dientes delanteros que afortunadamente volvieron a crecer por lo que no se notó su ausencia. Trepando a un árbol tuvo una caída que le costó una fractura en un brazo, se torció un tobillo jugando baloncesto y se hizo un gran hematoma cuando intentó aprender a montar en la destartalada bicicleta que un alma caritativa donó al orfanato. Un día, barriendo las hojas del jardín se fue a dar con el rastrillo y tuvo una gran herida en la pierna que tardó varias semanas en sanar. Casi muere al comer una fruta sin darse cuenta que una abeja estaba posada en ella. La intervención inmediata de los doctores evitó que el niño muriera ahogado por la hinchazón de su lengua.

Nadie entendía cómo era que Cola de Cerdo había podido superar la infancia. Eran permanentes sus accidentes y percances. La mayoría de los otros niños del orfanato fueron dados en adopción, pero las parejas que llegaban en busca de un hijo a quien brindar su amor, rechazaban de plano aquel pequeño con el tatuaje extraño en su frente, y su cola de cerdo. Algunos se apiadaban cuando veían a lo lejos al niño con un cabestrillo o que andaba en muletas o que tenía un gran vendaje en su pierna, pero apenas lo conocían de cerca y veían la monstruosidad de su cola, lo rechazaban inmediatamente.

Finalmente, Cola de Cerdo cumplió los catorce años y debió abandonar el orfanato para ir a un hogar de paso que tenía la alcaldía. Allí aprendió todos los vicios de los jóvenes problemáticos de la ciudad, pero también conoció algunas formas de ganarse honestamente la vida. También en ese lugar, su apéndice caudal impuso su apodo de una manera más efectiva que la del nombre con el que había sido bautizado.

Continuará.... (en el libro).

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Cola de cerdo, el suicida fallido

ISBN 978-958-49-1505-4
Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Precio: $30.000
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español

Pedidos: calveco@une.net.co WhatsApp: 305 3997940

También puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro) y en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza) y en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí)



miércoles, 27 de enero de 2021

Matemáticas para la vida: Adrián Paenza

En esta conferencia, el genial Adrián Paenza nos muestra que las matemáticas no solo son una materia de la escuela. Son un método para pensar. 

Se las recomiendo. Pasarán un rato muy divertido. 


Adrian Paenza es un matemático, periodista y escritor argentino que ha dedicado su vida a que las personas cambien su actitud frente a las matemáticas. 







miércoles, 20 de enero de 2021

Todas las personas normales son conservadoras: Roger Scruton

Hace algún tiempo, tuvimos una discusión en una tertulia. Alguien afirmaba que solo la izquierda producía intelectuales. (Por supuesto, ahora ser de izquierda es la moda). La mayoría de los que participaban en la discusión éramos de la generación de los 60s y 70s, donde las revoluciones estallaban por toda Latinoamérica y se aclamaba a Fidel y al Ché como los libertadores del continente, postulados que por mi parte nunca he creído, lo que me convierte en un detractor de los "verdaderos intelectuales", porque jamás he creído que la revolución justifique un solo asesinato. 

Muchos llamaban la atención de que la mayoría de los intelectuales vigentes eran de tendencia izquierdista o liberal y que casi no existían intelectuales conservadores (o de derecha), lo cual es completamente falso. 

La gente de la calle cree que ser "intelectual" es lo mismo que ser "opositor", y están equivocados. De hecho, hay muchos intelectuales que apoyan el sistema social, político o económico imperante en muchas regiones, pero no serán reconocidos por la gente como intelectuales. 

La razón, desde un punto de vista muy personal, es que cuando uno se mueve siguiendo la dirección que lleva el sistema, no tiene que gritar. Solo grita quien cree que no será escuchado. Cuando uno se mueve en el mismo sentido que la mayoría, a muy pocos les llama la atención, porque todos  sienten que lo que uno dice es lógico y normal, una verdad evidente. 

Cuando uno canta la misma canción al mismo tiempo que todos, es poco probable que alguien note que tiene una voz privilegiada, pero cuando uno canta durante los periodos de silencio o canta otra canción diferente a lo que cantan los demás, con seguridad se hará notar, por muy desafinado que esté. 

Por eso los intelectuales que se mueven dentro de la corriente no son escuchados por la gente común, a pesar de que posiblemente sus tesis y planteamientos sean magníficos y tal vez constituyan la base de la sociedad. No es que no existan. Lo que pasa es que siguen la corriente, la crean, la generan, la rectifican y la perfeccionan, y eso no produce oleaje. Solo hay oleaje cuando se va en sentido contrario y eso es lo que la gente del común percibe como "intelectualidad". 

El "intelectualismo" nos ha hecho creer que es más romántico estar en contra de un sistema que apoyarlo. Ha catalogado de "héroes" a quienes se oponen a algo, tengan o no razón, olvidando que se puede ser intelectual, sin oponerse al sistema. Se necesitaría ser un verdadero intelectual para detectar a otro que va en la misma corriente de todos. 

Si seguimos con la tendencia actual, dentro de poco, la mayoría de los sistemas imperantes serán de izquierda. Entonces, los intelectuales de izquierda tendrán dos caminos:  o ser parte del montón y seguir generando ideas en la misma dirección que todos (dejando de ser visibles), o tendrán que oponerse al sistema y llamar la atención para que todos los identifiquen como intelectuales opositores al régimen. (posiblemente nadie conocería a Trotsky de no haberse opuesto al sistema).

La derecha también tiene buenos pensadores. Solo que son visibles únicamente en países donde el liberalismo se está volviendo predominante. (se me ocurren, entre otros, Sir Roger Scruton, Vargas Llosa, Agustin Laje, Axel Kaiser, Jordan Peterson, Miklos Lukacs, Cesar Vidal, por poner algunos nombres). Un intelectual solo es visible para el común de las personas cuando hace parte de la oposición. Las personas no están capacitadas para distinguir intelectuales que piensen como piensa la mayoría o que están de acuerdo con el sistema imperante. No los consideran intelectuales si no se oponen a algo. 

A continuación les comparto una entrevista hecha a Sir Roger Scruton sobre lo que significa ser conservador. 

Como punto final de esta semana les traigo dos reflexiones.  

La primera, es sobre un grafiti que manchaba una valla que promocionaba unos apartamentos y que encontré hace unos años. El grafiti decía:  

"El amor es revolucionario".  

Nada mas lejos de la realidad. El enamoramiento es revolucionario: Un recién enamorado rompe reglas para obtener algo que aún no tiene, pero que desea: por eso miente, cambia temporalmente de hábitos, se endeuda, finge, hace lo que nunca había hecho...).  Pero el amor verdadero es conservador. Trata de conservar y mantener lo que ama. Lo protege y lo cuida. Cuando se conquista a la persona indicada, uno no quiere cambiarla. Cuando se consigue "lo mejor", la tendencia natural es conservarlo. 

Hubiera querido corregir el grafiti sobre la valla, pero mi amor por la estética lo impidió: El amor es conservador

La segunda reflexión es con respecto a la historia  de Colombia. En 1863 los liberales se reunieron en la casa de la convención en Rionegro y escribieron una constitución política. (la Constitución de 1863) Redactaron uno de los textos más conservadores que haya tenido nuestra legislación.  

Desde entonces, se conserva un dicho: 

No hay mayores conservadores, que los liberales de Rionegro. 




Por cierto, no se nos olvide: todo movimiento liberal, cuando llega al poder, desea conservarlo. Se es liberal cuando se busca un fin, pero una vez logrado, el liberal se transforma en conservador para no perder lo que logró.

Todos los revolucionarios hablan de revolución hasta que llegan al poder. Entonces se aferran al poder hasta el punto de aplacar cualquier revolución que no sea la de ellos y les pueda quitar el control. 




miércoles, 13 de enero de 2021

Imagina un mundo sin contagios

Imagina un microbio que produce una enfermedad que solo le da a los humanos.


Ahora imagina que únicamente se puede transmitir entre ellos a través del contacto físico o el contacto con sus secreciones.


Supongamos que se trata de un microbio que no puede vivir por fuera del cuerpo humano, y si lo estuviera, se moriría con la luz solar, el calor, el lavado con jabón o si le rociaran alcohol.

Cualquier microbio que quedara en un pasamanos o en el botón de un ascensor, moriría en menos de 48 horas, a menos que alguien lo tocara y lo introdujera a su cuerpo.


Imagina además que el microbio solo puede sobrevivir en las personas dos semanas y luego desaparece. Si por algún descuido se pasa a otra persona vivirá otros catorce días y desaparecerá a menos que encuentre otra persona a quien pasarse. Y lo mejor, si ya te dio, quedas inmune por algún tiempo.


Y entonces, a ti se te ocurre una maravillosa idea para salvar al mundo: Si el bicho solo puede vivir dentro de las personas y desaparece solo al cabo de 15 días, ¿Qué pasaría si el microbio no encuentra a nadie más para contagiar? ¿Qué ocurriría si los vecinos del lado estuvieran enfermos pero ninguno saliera de su casa al menos por un mes? Si tu tampoco los visitaras, tampoco tendrían forma de pasarte el microbio a ti.


Esa idea maravillosa que tuviste podría erradicar enfermedades como el Covid-19, la papera (parotiditis), el sarampión, el resfriado común y muchas otras más.

Si alguno de estos microbios no encontrara a nadie para infectar, el microbio desaparecerá por completo de la faz de la tierra al aliviarse el último humano que enfermó.  

Solo hay un problema: La gente no es tan inteligente como tú, y buscarán la forma de hacer trampa para no quedarse en casa.



Es una lástima. 

Hace algunos meses tuvimos la oportunidad de erradicar muchas enfermedades y la perdimos, solo porque algunos no quisieron colaborar. 

Es una lástima que no todas las personas sean tan inteligentes como tú.

miércoles, 6 de enero de 2021

Somos lo que soñamos.

No me canso de repetirlo: Somos una especie que tiene un don muy especial: Somos capaces de contar historias. 

Los humanos somos la única especie que puede soñar con el futuro y recordar nuestro pasado, hasta el punto de que a veces, lo inventamos para fundamentar nuestro presente. 

Somos, por naturaleza, una especie que trasciende más allá de la biología y nuestra relación meramente física con el mundo, para crear e imaginar nuevos mundos. 

Hasta ahora, no conocemos ningún otro ser en la naturaleza que pueda recrear el pasado e imaginar el futuro, y eso solo se logra a partir del arte; de la música, la literatura, el canto, el teatro, la danza. 

El siguiente video me emocionó.  Me hizo pensar que somos lo que somos, porque vivimos del arte y la cultura. No solo somos lo que comemos. Somos lo que creemos. 

Aunque el video fue inicialmente hecho para promocionar el regreso a los teatros, muestra muy bien, de lo que estamos hechos: Estamos hechos de sueños. 

Así pues que mi primer mensaje de este año es: Seamos humanos. Vivamos nuestros sueños. 

Por cierto, les quiero compartir una noticia que me llena de emoción.  Mi próximo libro de cuentos, Cola de cerdo, el suicida fallido, saldrá pronto.  

Espérenlo. 

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Lectura recomendada:  

El arte de los muertos de hambre 





miércoles, 30 de diciembre de 2020

La magia de la navidad, por Luisa Fernanda Mesa

Esta es una reflexión que nos leyó hace varios años mi amiga, Luisa Fernanda Mesa, médica, escritora y fotógrafa. 

Por mucho tiempo le pedí que me compartiera el texto y ella hizo algo mejor:  Me lo envió como tarjeta de navidad. 

Creo que este texto descubre realmente cuál es la magia que para muchos trae la navidad. 

Así que, con el premiso de su autora, lo comparto en este blog. 


Si deseas leer el texto completo, lo trascribo a continuación.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Feliz cumpleaños, genio de Bonn

Quienes me conocen saben de mi gusto por la música de Beethoven y la admiración que siento por ese hombre excepcional. 

Ludwig Van Beethoven nació hace 250 años, el 16 de diciembre de 1770.   

Infortunadamente, esta celebración pasó casi desapercibida. 

Esta semana quiero compartirles un video que me envió un profesor en el que se resalta la vida de este impresionante artista. 


¡Feliz cumpleaños Ludwig!


Además les comparto un análisis que hace Jaime Altozano sobre la melodía del ultimo movimiento de la 9a sinfonía del genio de Bonn



Lea también:


miércoles, 16 de diciembre de 2020

Noches blancas (Cuento de Navidad)

La Navidad y el Año Nuevo son fechas para pasarlas en familia. A unos pocos elegidos, la vida nos da otras familias con las que hay que compartir esas fechas. Por veintitrés largos años tuve que pasar el 31 de diciembre trabajando, ya fuera en un Servicio de Urgencias o en una Unidad de Cuidados Intensivos. 


No me arrepiento de ello. Viví experiencias a las que no todos tienen acceso. Viví alegrías y tristezas por igual, acompañado de personas maravillosas que se convirtieron momentáneamente en mi familia, mientras mi verdadera familia celebraba en casa.

El cuento que les comparto a continuación, lo escribí hace unos cinco años; fue en la primera navidad que pude pasar  con mi esposa y mis hijos desde que elegí ser médico. 

Hasta ahora no había sido publicado, pero decidí darlo a conocer por una razón: el 2020 ha sido un año duro para todos, pero en especial para los héroes de los que trata este relato.  

Este es mi homenaje de admiración y gratitud a aquellas personas que hacen posible que la navidad exista. 


 

NOCHES BLANCAS

 

Cada vez que se abría la puerta de dos alas, el calor del recinto se escapaba y era ocupado por el frío de diciembre.

 Adentro un grupo de personas con pijamas azules y batas blancas corría de un lado para otro pareciendo desconocer que afuera en la mayoría de los hogares la gente se reunía a celebrar un nacimiento que había ocurrido hacía más de dos mil años.

 —Traigan la gubia... y el cortafrío… —dijo el doctor Finisterra mientras trataba de calmar a un paciente que se había hecho una fea herida en el dedo cuando su argolla de matrimonio se le había enredado al bajarse del bus.

—¿Me va a tener que cortar el dedo?

—Claro que no, pero si tendremos que dañar su anillo.

—Haga lo que sea necesario, pero si puede, trate de no dañarlo… Le prometí a Laura que nunca me lo quitaría… Es nuestra primera navidad juntos… Nos casamos hace tres meses…

—Tranquilo, trataremos de no dañar su anillo, pero no podemos prometerle nada. Laura entenderá…

 

No era la primera vez que Santiago Finisterra atendía casos como ese. Sin embargo, la noche de navidad era uno de aquellos días en que las cosas parecían complicarse. Había otras noches difíciles: el día de los enamorados, la noche de día de las madres y por supuesto el fin de año.

 Por extraño que pareciera aquel hombre no había pasado una navidad o un año nuevo con su familia en los últimos veinticinco años. Siempre había tenido que trabajar en esas noches.

 

Unos minutos más tarde estaba poniendo un yeso a un anciano que había caído por las escalas.

 —¿Podré estar a las doce con mi familia?

—Claro. Solo deje que le termine de poner este yeso. Esperaremos unos veinte minutos y cuando esté seco le formularé un analgésico y podrá irse a su casa, con su familia.

—Eso sí, doctor… Mi esposa preparó un pernil y todos mis hijos y nietos están en la casa esperándome para poder compartir la cena. Y usted, ¿tiene que trabajar toda la noche?

—Toooda la noche— sonrió con amargura el doctor Santiago pensando en que aún le quedaban más de diez horas de trabajo.

 Una de las enfermeras pasó por su lado y le susurró…

 —Doctor, en el cafetín le dejé un pedazo de natilla y buñuelos que hizo mi mamá. Le envió un poco como agradecimiento por el tratamiento que usted le hizo para la llaga de la pierna. Ella lo aprecia mucho.

—Gracias, Mary Luz, dile a doña Josefina que muchas gracias.

Feliz navidad, doctor…

—Feliz navidad Mary Luz, que termines de tener un turno calmado…

—Ojalá que si, doctor. Afortunadamente estoy en hospitalización, y los pacientes están tranquilos… porque lo que es aquí en urgencias…


 Las palabras de Mary Luz fueron interrumpidas por un golpe en la puerta de dos alas. Un tumulto de gente entraba cargando a un joven que tenía la cara y el tórax ensangrentado.

 —¡Sálvenlo, sálvenlo…! ¡Lo apuñalaron...! ¡Sálvenlo… No lo dejen morir…!

 

Los primeros en llegar fueron la enfermera Marta y el doctor Carlos. Rápidamente bajaron de la camilla a otro paciente que tenía un dolor abdominal y lo sentaron en una silla mientras acostaban al herido sobre las sábanas sin cambiar.

 —Aun tiene pulso. Pónganle un suero… ¡Rápido!

—Ya le estoy canalizando la vena —dijo Mariela, una de las enfermeras con más experiencia

—¿Que tenemos? — preguntó Santiago que había dejado al anciano con el yeso secando—

—Parece que tiene una herida en cuello y otra en el tórax anterior.

—Necesitamos una muestra de sangre… — dijo Santiago fingiendo aplomo— pásale 500 cc de solución salina y avisa a cirugía que tenemos un paciente que va para allá.

—Avisen también al banco de sangre — ordenó el doctor Carlos.

 

El paciente se agitaba como loco en la camilla como si no pudiera respirar, mientras que una de las auxiliares de enfermería trataba de sacar hacia la sala de espera a los acompañantes que armaban un barullo que enervaba a todos. El grupo que atendía al herido solo alcanzó a oír que uno de ellos dijo amenazante: “ si lo dejan morir, todos ustedes se mueren, pirobos…”

 

Unos quince minutos más tarde el herido ya estaba en la sala de cirugía. El personal que lo había subido bajaba nuevamente a urgencias por el ascensor interno.

—Que pesar…— dijo Marta —un muchacho tan joven.

 

Santiago pensó en su hijo. Tendría la misma edad del joven que ahora se debatía entre la vida y la muerte en una sala de cirugía. Pensó también en su hija. Nunca había podido pasar la noche del veinticuatro de diciembre con su familia. Siempre había tenido que estar de turno en urgencias. Miró su reloj. Eran las once de la noche. A esta hora, creía, debían estar todos reunidos en su casa, compartiendo los regalos. Y preparándose para cenar.

 

Al llegar a urgencias vio que varias ambulancias habían llegado con todo tipo de pacientes. Heridos por riñas, motociclistas accidentados, casi todos con aliento a alcohol, que habían sido golpeados por vehículos que se habían pasado una luz en rojo para poder llegar a tiempo a sus casas. En un corredor en una camilla de ambulancia había una anciana que decía tener dificultad para respirar, que más que por estar asfixiada, había llamado al servicio médico de ambulancias porque su familia estaba en los Estados Unidos y no quería pasar la noche sola.

 

Santiago se sintió orgulloso de sus compañeros: un puñado de médicos, enfermeras, auxiliares, personal administrativo, personal del aseo que tenían el valor para estar allí mientras que el mundo aparentaba estar en paz. También agradeció que no eran los únicos. Había conductores de ambulancia, uno que otro taxista, policías, bomberos y todo tipo de personas que también estaban trabajando aquella noche.

 

La gente “normal”, solía decir, no sabe que todas las noches durante todo el año hay un tercio del mundo trabajando para que los “normales” duerman tranquilos. 

Sus compañeros sabían muy bien a qué se refería Finisterra. Mientras las personas trabajan de lunes a viernes de siete a cinco, un ejército de panaderos, empleados de gasolinerías, farmacéutas, periodistas, locutores, taxistas, empleados del aseo, operarios de confecciones, secretarias, facturadores, operarios de manufacturas o de plantas de energía, trabajan en las noches o los domingos, ocultos, para que el mundo siguiera funcionando. “La gente que duerme en sus casas no sabe todo lo que les debe a esos héroes anónimos”, acostumbraba repetir Santiago Finisterra.

 

El médico pensó nuevamente en su familia. Ellos no eran ajenos a esa situación. Su esposa, sus hijos, solían despedirse de él en la tarde cuando salía a un turno, olvidando a veces que mientras ellos dormían, él trabajaba para que el mundo siguiera funcionando. Pero aquella noche era especial. Aquella noche, las almas de uno y otro mundo estaban despiertas. Unos celebrando la navidad y otros manteniendo la infraestructura para que dos tercios del mundo pudieran celebrarla.

 Tomó el teléfono y marcó a su casa.

 —Hola amor.

¿Cómo sabias que era yo? — preguntó Santiago, divertido.

—Solo había dos opciones: o eras tú o era el amante… pero el ya llamó… —rió a carcajadas sabiendo que la confianza entre ellos era inquebrantable — ¿Cómo va tu turno?

—Como siempre… la gente no sabe celebrar… hay mucho borracho suelto… ¿y los niños? — sonrió pensando que, a pesar de que ya tenían más de dieciocho años, aún seguían siendo sus pequeños.

—Bien, ya repartimos los regalos. Aquí está el tuyo. Tu hermano trajo un postre para la cena… te guardamos un poco. ¿A qué hora sales?

—Si no hay percances, a las siete de la mañana.

—También llamó tu…

 Santiago no pudo escuchar nada más. La anciana que había dicho que estaba asfixiada había hecho paro cardíaco y el médico que la había llevado en la ambulancia activó el “código azul”. —“Después te llamo”—, alcanzó a decir Santiago y luego se abalanzó hacia la camilla para ayudar en la reanimación.

 

En esas estaban cuando una gran explosión sonó afuera, seguida de muchos otros ruidos como ráfagas.

 —¿Eso fue una explosión, o fue pólvora?

—Parece pólvora… —dijo una de las auxiliares—. Ya son las doce.

—Esperemos que solo sea pólvora. ¡Feliz navidad! — dijo Santiago mientras daba masaje cardíaco.

—¡Feliz navidad! — respondieron todos a coro mientras cada uno hacía lo que le correspondía para tratar de salvar a la anciana.

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A las ocho y media Santiago salió a la calle. Era una hermosa mañana. Las calles estaban desiertas. Un taxista con cara de trasnochado esperaba afuera del hospital.

 Cuando iba a abordar el taxi, una mujer salió corriendo tras él.

 —Doctor, doctor…

—Si, ¿dígame?

—Usted fue el que atendió a Hugo, ¿cierto?

—¿Hugo? ¿Quién es Hugo?

—Mi hijo, el que trajeron apuñalado…

—Sí, yo fui uno de los que lo atendió — respondió Santiago un poco receloso recordando la amenaza de uno de los acompañantes. Con el ajetreo no había vuelto a preguntar cómo había salido de la cirugía.

 Sin mediar palabra, la señora se lanzó a sus brazos.

 —Gracias. Mil gracias, doctor. Mi Dios le pague. Ya salió de la operación y está mejor.

—No fue nada… —dijo con sinceridad el médico.

—Usted es un ángel.

 

Santiago estuvo tentado a decirle que en esa noche hubo muchos ángeles… que si no hubiera sido por Mariela, no le habrían podido canalizar la vena, que si no hubiera sido por el taxista que los llevó habría muerto. Que si no hubiera sido por las personas que hicieron el aseo en el quirófano, la cirugía no habría podido hacerse, que días antes algún desconocido había donado la sangre que le había salvado la vida…

 —Señora… No fue nada.

—Dios se lo ha de pagar.

 

Y antes de que el taxi arrancara, remató con ojos encharcados

—Feliz navidad.

—Feliz navidad — respondió el médico.

 

El doctor Santiago Finisterra se acomodó lo mejor posible en el asiento delantero del taxi. Estaba agotado.

 Camino a su hogar sabía lo que encontraría: una casa desordenada, con restos de comida y platos sucios sobre la mesa del comedor. El papel de regalo tirado por toda la sala. Su esposa y sus hijos estarían durmiendo y posiblemente sobre el sofá había uno o dos familiares que se quedaron porque habían bebido mucho y no debían conducir así.

 Algún día —esperaba— podría pasar al menos una navidad como todos. Algún día podría pasar el año nuevo con su familia. Por ahora debería tener paciencia. Este año también tendría que trabajar el 31 de diciembre. Esperaba con todo su corazón que fuera un turno más suave que el que acababa de terminar.

 

A la mitad del camino se dio cuenta que tenía mucha hambre.

 —Mierda… —había dejado la natilla y los buñuelos en el cafetín de urgencias.

 

 FIN

 

Dedicado a todos los que hacen posible que la Navidad exista. 

   

Carlos Alberto Velásquez Córdoba


®Todos los derechos. Prohibida su reproducción total o parcial sin mención de la fuente y del autor.




Fotografías tomadas de internet.  Créditos a los respectivos autores.