"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)
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miércoles, 24 de abril de 2024

El cuento de la historia clínica.

¿Sabían ustedes que la historia clínica no es el papel o el archivo que llena el profesional de salud, sino que la historia clínica es la investigación que se hace sobre un paciente?

Puede haber historia clínica sin que se escriba una sola letra. El punto es que siempre debe quedar alguna evidencia de lo que se investigó.  

La historia clínica es el arte de ver, oir, 
entender y describir la enfermedad humana.  
(Pedro Laín Entralgo)


A continuación les comparto una charla titulada EL CUENTO DE LA HISTORIA CLÍNICA. 

Esta charla se presentó en la sesión ordinaria de la Academia de Medicina de Medellín, el 17 de abril de 2024

A lo largo de esta conferencia se revisa la historia del lenguaje partiendo desde la transmisión de la información celular (mitosis), el surgimiento de la reproduccion sexuada, la aparición de la tradición oral y posteriormente el lenguaje escrito hasta llegar al libro como culmen de la transmisión de conocimiento. 

También se hace un corto recorrido de la historia de la medicina y los registros escritos a lo largo del tiempo para llegar hasta la historia clínica actual. 

La conferencia finaliza con un análisis desde el punto de vista literario de la historia clinica, teniendo en cuenta que tiene un inicio, un nudo y un desenlace, cuenta con un protagonista y unos personajes secundarios, y tiene un narrador, un ambiente y una trama. 

Acompáñenme en esta fantastica historia de la evolución del lenguaje, del libro, de la medicina y de la vida misma. 

Nota.  La conferencia comienza aproximadamente en el minuto 3:00

Espero la disfruten. 









miércoles, 28 de febrero de 2024

Lanzamiento del libro ESO ES PURO CUENTO vol. 4

El 15 de febrero de 2024,  se realizó el lanzamiento del libro Eso es puro cuento, volumen 4,  editado por Libros para Pensar, y en el cual participaron 20 autores. 

El evento tuvo una asistencia de mas de 90 personas, que acompañaron a los 20 autores. 

El inicio estuvo amenizado por Jesus David Bernal quien nos deleitó con dos canciones (Vive, y A mis amigos)

La presentacion estuvo a cargo de Juan Andres Alzate (autor del libro y editor y fundador de la Revista Cronopio), el maestro Javier Echeverri (Escritor consagrado, quien hizo el prologo) y Carlos Alberto Velasquez, autor de varios libros  y coordinador de varios talleres de creación literaria de la editorial. 

Durante el evento se plantearon ciertas preguntas que motivaron una conversación muy interesante.: 

¿Vale la pena contar historias?

¿Que valor tiene una antología? 

¿Será el libro reemplazado por otro formato algún día?

¿Qué pasa con la tradición de narración oral en los tiempos modernos?


A continuación les compartimos la grabación del evento. 



Gracias a todos por su asistencia. Compartimos algunas imágenes del evento.  Agradecemos también al parque biblioteca de Belén por habernos cedido este espacio. 








miércoles, 7 de febrero de 2024

La droga salvadora. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Este cuento lo escribí hace mucho tiempo (por alla en 1987) y fue publicado por primera vez en mi libro La Monja Sin Cabeza y otros cuentos. 

Hace poco la Editorial Libros Para Pensar me ofreció participar en una excelente antología y quise compartir este cuento que sé que será del agrado de muchos.

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LA DROGA SALVADORA


Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Todos mis compañeros decían que yo era un «lambón». Que sólo me quedaba a hacer turnos en la noche con el fin de que mis profesores me pusieran una mejor calificación que los demás. Claro que eso estaba entre mis planes, aunque muy en el fondo. ¿A quién no le gustaba sacar una nota destacada al final del semestre? Pero lo que me interesaba era aprovechar al máximo la rotación por el servicio de urgencias del Instituto de los Seguros Sociales. Aunque no era obligatorio hacerlo, el coordinador de prácticas había hecho la sutil «sugerencia» de hacer algunos turnos nocturnos en el servicio «para que el futuro médico se vaya empapando de la vida nocturna en una clínica». Y yo estaba convencido en ese entonces, como lo estoy ahora, de que el «arte» de la medicina no se aprende en los libros sino en la práctica diaria.

Corría el año de 1986 y yo me encontraba en el sexto semestre de Medicina. Mi tutor, de quien no mencionaré su nombre era apodado por sus compañeros como «Padre-mío». Aunque no era un hombre de vastos conocimientos en cuanto a medicina interna o a farmacología, era un excelente médico en el área de la traumatología, y la ortopedia. Nunca lo vi amilanarse ante un paciente que presentara las heridas más espeluznantes, y siempre lo vi actuar acertadamente con aplomo y seguridad para proporcionar la ayuda inicial aun cuando, muchos médicos compañeros suyos, incluso especialistas en las diferentes ramas de la medicina, palidecían y titubeaban.

Del doctor Padre-mío aprendí a reducir luxaciones y fracturas mucho antes de que llegara al semestre de ortopedia, aprendí a hacer muchos procedimientos que en la actualidad son prerrogativa de médicos especialistas. También aprendí que existen casos que parecen urgencias vitales y que muchas veces son manifestaciones somáticas de personas con dificultades familiares, sociales o económicas y que reaccionan ante éstas con síntomas similares a los de enfermedades graves. Y aprendí sobre todo a hacer frente a las situaciones más angustiantes con inteligencia y cabeza fría.

Recuerdo en especial una noche en que las consultas estaban particularmente disminuidas. Un turno calmado, pensaba para mis adentros, cuando escuchamos todos una algarabía que provenía de la entrada a urgencias. Todos los médicos y enfermeras nos asomamos con curiosidad y vimos un grupo conformado por unas ocho o diez personas. Todos muchachos jóvenes que traían a uno de los suyos en brazos. Algunos de ellos tenían armas en las manos. Unos pocos tenían revólveres y pistolas de manufactura casera. Otros, (la mayoría) puñales y cuchillos. Al ver el conjunto se podía intuir rápidamente a qué se dedicaban. Todos de aspecto agresivo, profiriendo palabras soeces, el cabello cortado a ras con una melena larga que colgaba en la nuca. Usaban camisillas de colores chillones, jeans desteñidos y tenis de colores vistosos. Era la usanza de los sicarios empleados por los mafiosos. Recordemos que en ese entonces el narcotráfico estaba en todo su apogeo y pululaban grupos de estos en toda la ciudad.

Lo primero que imaginamos era que uno de ellos venía herido, quizás de algún «trabajito» fallido. Ante el grito de «sálvenlo, sálvenlo», Padre-mío tomó la delantera y se acercó a ellos.

—Cálmense muchachos. A ver, qué es lo que le pasa al compañero suyo.

—Mire, hijueputa. Usted tiene que salvarlo —contestó uno de ellos mientras los otros no se cansaban de repetir—. ¡Sálvenlo!... ¡sálvenlo!... tiene un ataque... ¡tiene un ataque al corazón!... ¡Sálvenlo!

Instintivamente tornamos a mirar al supuesto herido. Tenía ambas manos crispadas sobre el corazón. Con una mueca histriónica y con los ojos saltones parecía más un payaso representando una obra teatral que un verdadero enfermo. Respiraba rápidamente y movía sus ojos y su cuello de un lado para el otro como presa de un delirio paranoide, muy propio de quienes consumen estupefacientes. Aunque las manos permanecían rígidas sobre el pecho, con sus pies pateaba a todos los que se encontraban cerca, incluso a aquellos que lo traían cargado.

Muchos de los médicos de más experiencia fueron abandonando el sitio y yo ya le iba a preguntar a mi tutor si aquello era una crisis conversiva (estado de ansiedad) cuando otro de ellos colocando su «changón» en la cara de Padre-mío le increpó:

—Vea «parce». Si usté no lo salva, usté se muere.

Las enfermeras gritaron y corrieron, los médicos desaparecieron antes que ellas, como por arte de magia, y sólo quedamos allí el doctor «padre-mío» y yo. En aras de la verdad, tengo que admitir que lo mío no fue un acto de valentía. Fue que al girar y correr choqué con la camilla metálica que se tenía a la entrada, y caí al suelo.

Ya me preguntaba qué se sentiría cuando una bala entrara en mi cabeza, cuando unos gritos me sacaron de mi ensimismamiento. Era Padre-mío que, con un aplomo digno de cualquier soldado ateniense, me decía que le ayudara a subir al paciente a la camilla, en tanto que les decía a los agresivos acudientes:

—Vean muchachos. Este amigo suyo está muy grave. Vamos a ver si lo podemos salvar, pero no podemos asegurarles nada. Mientras que le hacemos la resucitación, necesito que todos ustedes vayan a buscar a los familiares del joven ya que necesitamos treinta y siete donantes de sangre que sean familiares. Sirven primos y hermanos. Mientras tanto, el doctor —refiriéndose a mí —y yo, vamos a llevarlo a practicarle una cirugía muy delicada.

Ante la insistencia de algunos de ellos de no dejarlo solo, el doctor les dijo que a él le servía más que fueran a conseguir «todo ese montón de gente». Como era de esperar, la mayoría salieron corriendo de lugar, no sin antes asegurarnos que nos matarían si no lo salvábamos. Unos pocos quedaron en la entrada para asegurarse de que no escaparíamos y «por si al “dóctor” —con tilde en la primera sílaba— se le ocurría otra cosa que se necesitara».

Como pudimos entramos la camilla con el «enfermo» que continuaba pateando, brincando y contorneándose, como presa de alucinaciones, y nos dirigimos a la sala número cuatro, no sin antes asegurarnos de que ningún acompañante nos seguía. A medida que pasábamos por el corredor, se iban abriendo las puertas y se asomaban las cabezas de una que otra enfermera y algún médico curioso que quería saber qué había pasado con nosotros.

Padre-mío los tranquilizaba diciéndoles que todo estaba bajo control, que era una simple crisis conversiva. Yo, sin embargo, sufría al pensar qué ocurriría conmigo si el doctor estuviera equivocado y el paciente falleciera. No quería ni imaginarme lo que haría esa turba enardecida.

Al llegar a la sala me extrañó que el doctor arrinconó la camilla contra la pared y con toda la calma del mundo se sentó en su escritorio a seguir escribiendo la historia clínica del paciente anterior. Yo, asustado, miraba al paciente que cada cinco o seis segundos lanzaba un grito o un suspiro y adoptaba otra mueca diferente para permanecer así hasta el siguiente suspiro.

Bastante preocupado y con la voz temblando le pregunté al profesor si le íbamos a colocar algo o a hacerle algún tratamiento, a lo que él respondió que no. Que lo dejaríamos ahí hasta que decidiera levantarse por sus propios medios. Y añadió: Ese paciente no tiene nada.

Palabras funestas. Inmediatamente vi como el paciente se tornaba rígido, brotaba sus ojos y dejaba de respirar.

—¡Doctor! – grité, mientras comenzaba a revisar sus pupilas y sus reflejos los cuales eran normales. Su presión arterial y su pulso eran del todo adecuados.

El doctor Padre-mío alzó la mirada hacia el paciente, lo observó unos pocos segundos y levantando sus hombros como restándole importancia me respondió:

—No le parés bolas a eso. Ese muchacho no tiene nada. Ahora verás que vuelve a respirar.

Palabras proféticas. A los pocos segundos me sobresaltó una bocanada de aire que tomó con avidez como si hubiera estado sumergido en una piscina por mucho tiempo. Una sola bocanada y volvió a quedarse rígido.

Por mi cabeza pasaron los criterios para el diagnóstico del trastorno de conversión que aparecían en el DSM III (en ese entonces) y que establecía las bases para hacer el susodicho diagnóstico psiquiátrico anteriormente llamado «crisis histérica».

Repasaba mentalmente los criterios y cada vez me convencía de lo acertado del diagnóstico, cuando en esas entró el doctor Vélez, y, con el volumen de la voz un tanto alto para lo pequeño del consultorio, preguntó a Padre-mío:

—¿Qué vamos a hacer, pues, con este hombre?

—No te preocupés —respondió Padre-mío hablando todavía más fuerte—, ahorita lo bajamos a la morgue y lo dejamos allá. Cuando ya esté muerto, le sacamos los órganos, para los trasplantes.

Al escuchar semejante cosa retrocedí varios pasos, pues supuse que el presunto enfermo saltaría como loco de su camilla.

Nada. Permanecía con aquella mueca, los ojos igual de abiertos, y las manos crispadas sobre el pecho. Ni un parpadeo, ni un ápice de movimiento. Parecía una estatua de cera.

El doctor Vélez sonriendo maliciosamente se acercó a la camilla mientras decía: «listo, ¿qué estamos esperando?» Cogió el borde de aquella, y la zarandeó con un movimiento corto, pero brusco. Ello fue suficiente para resucitar al paciente.

En milésimas de segundo la supuesta víctima del ataque al corazón corría por los corredores, tambaleándose quizá por la «traba» y tal vez por el desespero. Chocaba con camillas y muros por igual, mientras gritaba a todo pulmón:

—¡Médicos hijueputas!, con razón en esta clínica dejan morir a los pacientes. ¡Hijueputaaas!, ¡malparidooos!...

Instintivamente torné a mirar a Padre-mío, quien ya corría por el corredor contrario rumbo a la sala de espera. Sin más dilaciones, me precipité detrás para saber qué era lo que ocurría y alcancé a llegar justo cuando Padre-mío explicaba a los compañeros de nuestro paciente (de los que quedaban, unos seis o siete) los pormenores de la atención.

—Muchachos, ese compañero suyo estaba más grave de lo que pensé. Si se hubieran demorado más en traerlo no sé qué hubiera pasado. Aquí llegó muy mal. Prácticamente llegó muerto. Tuvimos que darle masaje cardiaco y respiración boca a boca, pero nada, no reaccionaba...

Un murmullo de desconsuelo corrió por la sala.

—Le pusimos adrenalina, pero… ¡nada! Incluso tuvimos que desfibrilarlo, esas cosas que les ponen en el pecho a los pacientes y les ponen corriente, pero ¡nada! Este muchacho no nos respondía. Finalmente —seguía improvisando, Padre-mío, ante los atónitos acompañantes—, tuvimos que utilizar una droga nueva que está en experimentación. Es lo último que ha salido, pero aún no es ciento por ciento segura. Con eso logramos salvarle la vida, pero tiene un problema: el amigo suyo puede quedar con alucinaciones de por vida. No se asusten si de pronto le da por ver dinosaurios que se lo quieren comer, o si le da por creer que unos marcianos se lo quieren llevar...

En eso, un estruendo nos sobresaltó. La puerta de doble ala se abrió de par en par de una patada. Nuestro paciente, pálido como un papel, sudoroso, con una mirada fulminante y con el brazo extendido señalando con el índice a mi profesor gritó una verdad contundente:

—Ese médico hijueputa me quería matar para sacarme los órganos.

—¡Ay, Dios! —dijo Padre-mío con los ojos entornados al cielo cual beato en oración—, ¡ya empezaron las alucinaciones!

Todo sucedió rápido. El «resucitado» se abalanzó hacia sus compañeros tratando desesperadamente de arrebatarles algún arma con la cual atacarnos gritando en medio de su «delirio».

—¡Prestáme el fierro!, ¡prestáme el fierro, que yo tengo que matar a este hijueputa!

Los compañeros trataban de calmarlo:

—Tranquilo mijo, tranquilo mijo, que eso es una alucinación.

—Sí —decía otro—, usté estaba muy grave y el “dóctor” lo salvó.

—Sí, quedáte tranquilo, que vos debés reposar.

—Pobrecito —decía Padre-mío—, esas alucinaciones como son de horribles —y miraba a nuestro paciente con ternura angelical.

—¡Qué alucinaciones, ni que hijeputas!... este H.P. me iba a meter a la morgue y me iba a sacar los órganos. Me quería matar. ¡Prestame el fierro! —y forcejeaba para tratar de alcanzar alguna de las armas de sus compañeros.

Varios amigos lo cogieron de los brazos mientras él luchaba desesperadamente por liberarse.

—Doctor, ¿y esas alucinaciones duran mucho? —preguntó uno de ellos que hasta el momento me había parecido el más calmado.

—Pues no sé, gordo — respondió Padre-mío con aire de desconsuelo—, eso es impredecible. Pueden durar pocos días o quedar para toda la vida.

—Les digo que me quería matar. ¡Créanme! —gritaba el pobre paciente.

—¿Saben que es lo que más me preocupa, muchachos? —dijo Padre-mío captando la atención de todos nosotros. (De todos menos de la víctima claro está, que luchaba por liberarse y hacerse con un arma)— Que este pobre muchacho en una de esas alucinaciones le dé por hacerme algo... y con todo lo que luché para que no se muriera.

—Tranquilo, mi doc, no se preocupe—, dijeron casi a coro todos los acompañantes —No se preocupe que, mientras que Milton tenga esas alucinaciones no vamos a dejar que «huela» ningún arma. Nosotros se lo prometemos.

—Sí, doctor, no se preocupe, que usted salvó a nuestro compañero y a usted lo vamos a cuidar.

Y como si todo estuviera finiquitado, salieron de la sala de urgencias hacia la oscuridad de la noche, felices de haber recuperado a su amigo, a su compañero del alma que fue robado de las garras de la muerte y traído nuevamente al reino de los vivos.

Fin

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Aprovecho para invitarlos al lanzamiento del libro el próximo 15 de febrero de 2024 en la sala mi barrio del Parque biblioteca de Belén. 



miércoles, 29 de noviembre de 2023

La elección del narrador frente a la verosimilitud de un relato

LA ELECCION DE UN NARRADOR FRENTE A LA VEROSIMILITUD DE UN RELATO


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Hace poco un compañero de un taller leyó un cuento en el que un personaje en primera persona relataba cómo fue su transformación de humano a animal. Un cuento muy bien narrado con una historia fascinante. Sin embargo, al final el personaje relata que desde que terminó la transformación “perdí conciencia de mí mismo”. 

Observé que había una gran brecha con ese final, pero varios asistentes, incluido el profesor, me acusaron de no entender que ello era una ficción y de apegarme a las leyes de la lógica que, naturalmente, “pueden ser transgredidas en la literatura”.

En ese momento intenté explicar que había un contrasentido, teniendo en cuenta que se trataba de un narrador autodiegético, es decir, un personaje en primera persona que narra su historia desde su propia vivencia. No es posible, que narre lo que le ocurrió si ya no es consciente de sí mismo. Sencillamente, no podría. El autor en cuestión, hombre muy inteligente y sagaz me advirtió que el cuento no terminaba allí, que había una segunda parte y que, al avanzar yo entendería. Espero ansioso el siguiente capítulo para ver cómo explicará que a pesar de haber perdido la conciencia de sí mismo, el narrador pudo contar su pasado. ¿Si ahora es un animal y perdió la conciencia de que era humano, como es que relata que lo fue? ¿Será que alguien le contó que alguna vez había sido humano y por eso pudo relatarlo? ¿Será que más adelante vuelve a ser humano y puede recordar que lo había sido al inicio? ¿entonces, una vez convertido en humano tendrá consciencia de que fue animal? Será interesante ver qué recurso utiliza.

En la literatura mundial hay muchas referencias a humanos que se vuelven animales. 

El sapo y la princesa es un buen ejemplo. En todo caso el sapo nunca deja de tener conciencia de que es un príncipe convertido en humano. En la princesa pavo real, cuento de la literatura oriental, por el contrario, el animal no es consciente de que era humana hasta que vuelve a serlo. Incluso hay relatos con personas que fueron convertidas en árboles, pero no se pierde la conciencia de haber sido humano. Un árbol que pierde la conciencia de haber sido un humano, no podría relatar que lo fue.

Sí, es cierto que las leyes de la lógica se transgreden en la literatura. Lo que no se puede es transgredir las leyes que la misma literatura ha definido. De ahí viene el concepto de verosimilitud, que es muy diferente al de realidad. La verosimilitud va mucho más allá porque hace posible lo imposible, pero exige que sea creíble.

En muchas ocasiones la elección del narrador determina la verosimilitud. Hace algunos años en un taller, otra escritora planteaba una escena en la que una mujer con un trastorno severo de memoria (Síndrome de Alzheimer) narraba en primera persona que, estando en una cafetería, ella le preguntaba al mesero “¿Qué día es hoy?” y que cada vez que él pasaba, ella le volvía a hacer la misma pregunta porque no era consciente de haberlo preguntado antes. Mi comentario de entonces era que, si de verdad la persona tenía Alzheimer, no podría recordar que había hecho la pregunta. Mi sugerencia para ese texto era que ella le preguntara “una sola vez” al mesero y fuera él quien le respondiera que la pregunta ya la había hecho seis veces. Si ella sufría de Alzheimer, ¿cómo iba ella a relatar que hizo seis veces una pregunta que no podía recordar haber hecho? 

Hay que tener en cuenta que desde el punto de vista del narrador autodiegético es imposible saber cosas de las que no se tienen conciencia o no se tienen memoria.  En otras palabras, un personaje que no tiene conciencia de su pasado, no puede relatarlo. 

Para explicar mejor mi punto les mostraré un ejemplo.

Nací en la ciudad de Medellín. Me crie en el barrio San Benito. Fui el mayor de tres hijos. Estudié en el colegio de los Hermanos Cristianos y luego pasé a la universidad donde estudié medicina. Desde la infancia solía practicar ciclismo, hasta que un día antes de graduarme como médico, tuve un accidente en carretera. Perdí el control de la bicicleta y caí a un hueco. Me golpeé fuertemente la cabeza contra una piedra, y sufrí un daño cerebral irreparable. A partir de aquel momento perdí la memoria y desde entonces no recuerdo quien soy. Ahora vago por el mundo intentando averiguar cuál es mi pasado.

En este caso la historia está completa: Tiene un principio, un nudo y un desenlace. Está cronológicamente descrita. Se narra la infancia del personaje, el trasegar por el colegio y lo que estudiaba en la universidad, hasta un día antes de graduarse como médico. En la narración relata que tenía desde la infancia la afición al ciclismo y cuenta que tuvo un aparatoso accidente que le produjo un trauma cerebral. El final de la historia es muy triste: quedó sin memoria. El lector desprevenido ve que hay una historia completa. Un buen lector detectaría el error.

La falla en el argumento es que, si no tiene memoria, no podría contar la historia a menos que haya un comodín. Es decir, que en algún momento del relato diga que puede referir lo que no recuerda porque alguien se lo dijo o lo averiguó de algún modo. De lo contrario, no podría relatar lo que no hace parte de su esfera consciente. En el ejemplo anterior es claro que aún no ha podido averiguar cuál es su pasado, por tanto, no podría contar, en primera persona, nada que haya ocurrido antes del golpe.

El autor debe encontrar la manera de narrar la historia de otra forma. Puede ser a través de un cambio de narrador y hacer que un externo cuente el relato; (alguien que conozca el pasado del personaje antes de que perdiera la memoria, y lo que sucedió después), o buscar un recurso externo en el que el personaje cuente la historia en primera persona aclarando que la información que tiene de lo que no recuerda fue obtenida de una fuente externa.

Aunque es cierto que las leyes de la lógica se pueden trasgredir en la literatura, cualquier construcción ficcional requiere que el mundo que se inventa tenga coherencia dentro de sus propias reglas. No basta con que los datos que configuran la historia estén completos. Hay que hacer que una historia parezca verosímil desde la forma misma cómo se relata.

Carlos Alberto Velásquez Córdoba

miércoles, 23 de agosto de 2023

Creatividad y literatura

La creatividad está inmersa en todas las actividades humanas. Hay creatividad en la música, en la literatura, en la arquitectura, en la danza, el teatro o la pintura.  Pero también hay creatividad en el que busca la forma de promocionar un producto o hacer crecer su negocio. Hay creatividad en los avances de la medicina, en el campesino que orienta sus eras para aprovechar mejor el agua o que recicla sus desechos para hacer abono. Hay creatividad en la persona que cada día piensa en qué les preparará de cena a su familia. 

A continuación, les comparto una conferencia programada por la Editorial Libros para Pensar el 18 de agosto de 2023 en el Parque Biblioteca de Belén, con motivo del lanzamiento de la segunda edición de dos de mis libros: Amelia y otros cuentos y fuga de ideas. 

En ella se hablará de lo que es creatividad, de cuáles son sus fuentes, de la forma como funciona el pensamiento creativo y de cómo fortalecerlo. Veremos algunos ejemplos muy interesantes al respecto. 


Espero les guste




miércoles, 2 de agosto de 2023

La voz del tintero: literatura, ciencia ficción y viajes en el tiempo

Hace unos días recibí una invitación muy especial, para un conversatorio en el programa La voz del tintero, de Telemedellín Radio, para hablar sobre Literatura, Ciencia Ficción, y viajes en el tiempo, con motivo de mi libro "Matar al lobo".  Fue una conversación muy interesante sobre literatura, medicina, antropología y creatividad. 

Los invito a escucharla.   




Mis agradecimientos a Yuly Sanchez, al profesor Gustavo Bedoya, a Aldair Ballestas, y por supuesto a Felipe, del control master.








miércoles, 7 de junio de 2023

1873: cuando Verne hizo que el mundo se volviera pequeño

En mi infancia conocí el mundo, la ciencia y la tenacidad humana de la mano de Julio Verne. 

Por eso fue tan especial para mí cuando recibí un correo de Doris Aguirre, de la Editorial de la Universidad de Antioquia, invitándome a participar en un homenaje que le haría la Revista Agenda Cultural a Julio Verne con ocasión de los 150 años de la publicación de su novela La vuelta al mundo en 80 días. 

Agradezco inmensamente esta oportunidad de participar en el homenaje. 

A continuación, les dejo mi texto, y al final podrán descargar la revista completa. 



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1873: Cuando Verne hizo que el mundo se volviera pequeño

“Todo lo que una persona puede soñar, otros pueden hacerlo realidad”

Jules Verne.


Si tuvieras una máquina para viajar al pasado, o si existiera algún tipo de artefacto que recogiera las voces pronunciadas siglos atrás, ¿qué conversación te gustaría escuchar? ¿Entre quienes?

Seguramente sería una lista interminable. En lo personal, me gustaría saber qué fue lo que conversó Judas en el Sanedrín, cuál fue realmente el tema de conversación en la cena con los discípulos, o con quién se encontró Colón en la isla Madera en 1478 y cuál fue la plática sostenida cuando obtuvo el mapa que lo llevaría a las Indias. Indudablemente en la lista de las conversaciones que quisiera presenciar están las charlas entre Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti, lo que hablaban William Shakespeare y Christopher Marlowe en las tabernas londinenses, los diálogos privados entre John F. Kennedy y Nikita Jrushchov o las charlas entre Galileo Galilei y Johannes Kepler. Posiblemente no entendería nada de lo que hablaban Niels Bohr y Albert Einstein, pero no hay duda de que sería interesante conocer sus diálogos. Si pudiéramos llevar un micrófono a esas épocas, ¿de qué nos enteraríamos?

Hay entre todas, una que cobra relevancia cuando celebramos el sesquicentenario de la publicación de La vuelta al mundo en ochenta días (1873). Una supuesta, y jamás confirmada reunión entre dos genios: Alexander Von Humboldt (1769-1859) y Jules Verne (1828-1905). La hipotética reunión posiblemente hubiera tenido lugar en París a mediados del siglo XIX. Para entonces, Humboldt sería un octogenario y Verne apenas un escritor floreciente de menos de treinta años. Muy probablemente el encuentro hubiera sido organizado por Pierre-Jules Hetzel, quien era el editor de Verne, de Víctor Hugo, de Honoré de Balzac y de Emile Zolá.

Se dice que Jules Verne había leído la obra de Humboldt y era su admirador. El explorador alemán era la encarnación de los personajes de Verne: Una mezcla de científico y aventurero. Humboldt había recorrido, durante cinco años América Latina en compañía de Bonpland explorando la selva amazónica y los Andes, y luego pasó a Norte América. Se relacionó con los principales científicos americanos de entonces, como Francisco José de Caldas y Thomas Jefferson. Años más tarde estuvo en Moscú y llegó hasta Siberia para estudiar la geografía y mineralogía del país. Conocía Europa como ningún otro, y estaba en contacto permanente con las mejores cabezas de la época: Schiller, Goethe, y otros tantos, con los que mantenía correspondencia. Fue miembro de las principales academias de ciencia de Europa, incluida la Academia de Ciencias de Francia, donde bien pudo haber conocido a un joven Verne. Era una verdadero polímata, de esos que ya no se producen: sus estudios abarcaron la física, la geografía, la astronomía, zoología, climatología, oceanografía, geología, mineralogía, botánica, vulcanología. Fue un humanista completo y unos de los padres de la ecología. Con semejante trayectoria muy probable que Jules Verne lo tomara como modelo. Verne no era un viajero, solo había visitado algunas ciudades en Europa. No era un explorador, era un hombre de letras. Quiero imaginar un encuentro donde Verne expresa su admiración y Humboldt le alienta a seguir escribiendo, a explorar temas científicos en su obra literaria. Imaginen al alemán y al francés compartiendo sus reflexiones, su textos científicos y literarios. ¡Alucinante!

Jules Gabriel Verne nació el 8 de febrero de 1828 en Nantes, Francia. Fue el mayor de cinco hermanos; su padre era un exitoso abogado que deseaba que su hijo siguiera sus pasos. Estudió leyes en París, pero su pasión era la escritura. En 1850, publicó su primera novela, "Los primeros navegantes de la mar de aire", que no tuvo mucho éxito. Trece años después, publicó Cinco semanas en globo (1863), que tuvo éxito casi de inmediato. Luego siguieron muchas novelas de “ciencia ficción” que mezclaban la aventura con elementos científicos y de tecnología avanzada: Viaje al centro de la tierra (1864), De la tierra a la luna (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), La isla misteriosa (1874), por nombrar algunas, y por supuesto, La vuelta al mundo en ochenta días, que ahora nos ocupa. ¿No es notorio que los personajes de sus obras encarnaban el espíritu aventurero de Humboldt y los conocimientos enciclopédicos que este tenía?

Algunos han pretendido que Verne se anticipó a los inventos del futuro, lo cual no es del todo cierto. Verne era un gran lector y un ávido recolector de información científica y de relatos de viajeros. Estaba al tanto de la tecnología más avanzada de ese entonces y que la gente del común desconocía. Podía combinar la aventura con los conocimientos más adelantados de su época. Sabía cómo producir oxígeno para una cápsula que viajaría a la luna o para una máquina que surcaría el océano bajo el agua. Conocía cómo extraer grasa de un dudongo para volverla jabón o para producir pólvora en una remota Isla Misteriosa en medio del Pacífico sur, usando tan solo elementos de la naturaleza y el conocimiento de unos náufragos que preferían llamarse a sí mismos “colonos”, porque no se resignaban a ser víctimas de la adversidad. Verne era un gran conocedor del mundo y amante del saber. Se movía con propiedad, al igual que Humboldt, en todas las ramas del conocimiento. Admiraba el conocimiento del “siglo de las ciencias” y fue su mejor divulgador.

Su novela La vuelta al mundo en ochenta días (Le Tour du monde en quatre-vingts jours) fue publicada por entregas en el periódico Le Temps entre el 7 de noviembre (número 4225) y el 22 de diciembre (número 4271) de 1872, el mismo año en que se sitúa la acción. Sería publicada íntegramente el 30 de enero de 1873, precisamente, hace 150 años.

La trama es fascinante: un rico y excéntrico inglés, Phileas Fogg, apuesta con sus amigos que puede dar la vuelta al mundo en ochenta días, en una época en que aún no existía la aviación comercial. Acompañado por su leal criado francés, Jean Passepartout, Fogg se embarca en una serie de aventuras y desafíos mientras trata de cumplir su promesa y ganar la apuesta. En su carrera contra el tiempo, Fogg y Passespartout, van sumando amigos y enemigos. Fogg y su criado parten en un ferrocarril que los llevará de Londres a Bríndisi, (vía Turín) y allí tomarán un buque a través del Mediterráneo y atravesarán el canal de Suez, para llegar en barco de vapor a Bombay. Nuevamente, ferrocarril ¡y hasta elefante! para llegar a Calcuta, donde embarcarán de nuevo hacia China y luego Japón. De allí, por el océano pacífico hasta San Francisco. Atravesarán como sea los Estados Unidos (ya sea por tren o trineo de nieve) y en Nueva York, subirán a otro vapor hasta Inglaterra. (ver imagen adjunta). El final sorprende con un giro de tuerca inesperado.

No se trata solo de describir de medios de transporte (lo cual hace magistralmente). Esta novela puede ser leída en varias claves. Como novela de aventuras, como un tratado de geografía aplicada, como la crítica al sistema social clasista de la Inglaterra victoriana, como análisis de los sistemas económicos y políticos, las normas bancarias, el sistema colonial y judicial de entonces, o tal vez, un tratado de etnografía. La novela hace una descripción de las diferentes culturas, —es muy especial la reflexión que se suscita en el momento en que rescatan a Aouda de ser quemada viva junto con el cadáver de su esposo el rajá (perdón por el spoiler)—. Como buen humanista, Verne pone la vida humana como la medida de las cosas. La novela también es un canto a la amistad y a la lealtad. Fogg aprende que el mundo no es un lugar fácil, pero también, que no estaba solo en su viaje.

La vuelta al mundo en ochenta días es una novela emocionante y divertida que ha dejado una huella duradera en la cultura popular. Ha estimulado las artes, las letras, la cinematografía, el turismo, y hasta la creación de videojuegos. Ha inspirado generaciones de ciudadanos del mundo a conocer mejor este pequeño punto azul como un lugar en el que podemos convivir en paz mientras haya respeto.

Julio Verne murió el 24 de marzo de 1905 en Amiens, Francia, a la edad de 77 años, luego de haber enfrentado todo tipo de problemas. Sus primeras obras eran optimistas y festivas. Las obras posteriores como “Los 500 millones de la Begún” o “El faro del fin del mundo”, muestran a un Verne mucho más sombrío y pesimista.

Con su obra Jules Verne dio a sus lectores un mundo lleno de ciencia y conocimiento. Con más de cincuenta novelas publicadas y un centenar de textos, es uno de los grandes de la literatura. Aunque hizo pocos viajes en su vida, (circunscritos casi exclusivamente a Europa), en sus libros nos llevó a dar la vuelta al mundo, a navegar las profundidades marinas, a conocer al centro de la tierra; nos llevó en una bala enorme hasta la luna, y nos hizo conocer las estepas rusas de la mano de Miguel Strogoff. ¡Verne era un genio! ¿Qué pasaba por su cabeza? ¿Cómo funcionaba su cerebro? Nunca lo sabremos.

Solo nos queda aventurarnos a imaginar ese encuentro de París, a mediados del siglo XIX entre un científico aventurero ya anciano y un joven escritor. Me gusta imaginar a Humboldt diciendo: "Me temo que el mundo es demasiado grande para conocerlo por completo", y a Verne respondiendo: “pero la ciencia y la tecnología lo hará pequeño para que lo podamos recorrer”.


Carlos Alberto Velásquez Córdoba.

Mayo 2023

 

Tomado de Wikipedia (dominio público) 
De Andru.p.b - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0,


Ver el número en línea. 

https://online.flippingbook.com/view/961834967/

miércoles, 10 de mayo de 2023

El zapato solitario. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Esta semana les traigo un cuento de mi autoría, publicado en el libro "COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO. 


Espero lo disfruten: 



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EL zapato solitario


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba


“No hay nada más triste que un zapato solitario”, me dijo Lucho un día. 

Esa vez no le presté atención a esa frase. Ahora sé que tenía la razón. 

Conocí a Lucho el primer día que llegó a la Estación de Bomberos. Tan pronto lo vimos nos reímos de él. Era apenas un muchacho delgado que pretendía jugar al socorrista. Cuando el capitán nos lo presentó nunca pensamos que lograría encajar, y rápidamente fue puesto a prueba. Los novatos siempre han sido presa de los más bajos instintos y las peores bromas de quienes acostumbramos desafiar a la muerte frente a frente. Pero el muchacho demostró estar a la altura. 

Lucho tenía el temple para ser un verdadero rescatista. Era ágil y trepaba más rápido que todos nosotros; era muy valiente y no se arredraba ante ningún peligro. A pesar de su menuda figura podía cargar el equipo más pesado o sostenerse en pie sin retroceder ante el impacto de una columna de agua que saliera de un hidrante. En poco tiempo fue ganando el respeto de la brigada de bomberos. 

Su ambición era ser médico y dedicaba parte de su tiempo a formarse como técnico en enfermería, con la intención de escalar peldaños, y cuando las cosas se dieran, estudiar medicina. Por esa razón fue rápidamente asignado a la ambulancia de la Estación. 

También en su nueva asignación demostró sus capacidades. Nunca lo vi amilanarse ante las situaciones médicas complejas. Era compasivo con los pacientes y muy seguro en sus acciones. 

La segunda o tercera vez que atendimos un accidente de tránsito me llamó la atención una cosa: Lucho estaba preocupado porque el paciente, un motociclista que había chocado contra un bolardo, sólo tenía un zapato. 

Antes de transportar al paciente, que presentaba algunas excoriaciones y magulladuras, Lucho regresó a la escena a buscar el zapato del joven.

—Lucho, vamos. Estamos listos

—Denme un minuto. Estoy buscando algo.

—¿Qué te falta? ¿Qué se te perdió?

—Nada, nada… ya voy. 


Al subirse a la ambulancia, tenía el tenis del paciente en su mano. 

Quizás fue por la forma en que lo miré, pero sin mediar otra acción se limitó a encoger sus hombros.

—No hay nada más triste que un zapato solitario… —dijo. 

Yo pasé por alto su comentario. Supuse que lo hacía porque el paciente, probablemente luego de unas radiografías, podría irse a su casa y necesitaría ambos zapatos.


Sin embargo, la historia del zapato se siguió presentando. Lucho no podía tolerar que un paciente subiera a la ambulancia con un solo zapato. Siempre tenía que recuperar el otro. 

Un día tuvimos que atender un trágico accidente en el que toda una familia que viajaba en un pequeño carro había sido embestida de frente por un gran camión. El padre y la madre que iban adelante murieron al instante. Sus dos hijos adolescentes, habían quedado atrapados en el asiento trasero entre hierros retorcidos. Los compañeros de la máquina No. 01, tuvieron que usar la tijera hidráulica para poder liberarlos. Estaban muy mal heridos. 

Los inmovilizamos y cuando ya nos disponíamos a salir con ellos para el hospital más cercano, Lucho se devolvió a buscar el zapato de la chica.

—Hermano, tenemos que irnos ya. La muchacha está sangrando mucho a pesar del vendaje compresivo.

—Ya voy, ya voy… no encuentro su zapato…

—Olvídate del zapato… Vámonos…

—Ya voy… ya voy… 

El zapato no apareció y di la orden a Lucho de que subiera a la ambulancia. Arrancamos a toda velocidad para el centro más cercano. 

El hermano menor se salvó. La hermana murió al poco tiempo de llegar a urgencias. Nada se pudo hacer. 


Ya en la estación, llamé a Lucho y lo reprendí por su proceder. “La vida humana es más importante que un puto zapato”, le grité sin mucho tacto. 

Lucho bajó la cabeza y alcancé a ver una lágrima en sus ojos. 


Al día siguiente lo busqué. Quería disculparme por la forma como le había gritado. Yo también estaba impactado con la tragedia de esa familia.

—No se preocupe, sargento. Yo entiendo. No volverá a pasar.

—Pero es que quiero disculparme por la forma en que te grité ayer.

—Usted sólo hacía lo que debía, Daniel. Pierda cuidado. 


Lo noté muy serio y muy distante, por lo que más tarde lo volví a buscar.

—Lucho, decime una cosa. ¿Por qué es tan importante para vos, recuperar un zapato? Y no me vengás con que “no hay nada más triste que un zapato sin dueño” …Decíme la verdad. 

Los ojos de Lucho brillaron. Lo tenía acorralado. Había otra explicación y no lo dejaría en paz hasta que me la diera.

—Daniel, ¿usted no se ha dado cuenta de que en todos los accidentes graves siempre hay un zapato solitario? 

Para ser sinceros, era una verdad tan evidente que me maldije por no haberla descubierto antes. Si hacía memoria, en todo accidente de gravedad que hubiera presenciado, o que hubiera atendido, siempre había un zapato suelto en el sitio. Casi uno podía saber la magnitud del accidente si encontraba algún zapato tirado por ahí. Sentí que los pelos de la nuca se me erizaron. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, mientras era consciente de ello por primera vez en la vida.

—Lucho… ¿es que acaso crees…?

—Creo, ¡No! Estoy seguro.

—Pero eso es un agüero… 

Me miró con ojos penetrantes como si estuviera viendo a través de mí.

—¿De verdad cree usted, Daniel, que eso es coincidencia? ¿Nunca se ha preguntado por qué siempre en todo accidente grave hay un zapato suelto, tirado por ahí?

—Es simple coincidencia. Eso no tiene ninguna explicación científica.

—¿Y es que todo tiene que tener lógica? 


Entonces Lucho me explicó de dónde había sacado sus conclusiones:

—Hace varios años, cuando empezaba como socorrista voluntario de la Cruz Roja, fuimos a atender un accidente en el centro de la ciudad. Una camioneta se había subido a la acera y había tumbado un toldo donde una mujer indígena vendía talismanes, yerbas y embrujos. El conductor había salido ileso pero la mujer del toldo tenía algunos huesos fracturados. Cuando llegamos, la inmovilizamos y la acomodamos en la camilla. Al momento de subirla a la ambulancia, la mujer se puso agitada. Se levantaba y buscaba algo. “Mi chancla, mi chancla…” decía en un tono de angustia, mientras miraba su pierna vendada. Traté de tranquilizarla, pero ella pedía que no la trasladáramos sin sus dos chanclas. 

Yo le decía que se quedara quieta y tratara de relajarse. El líder del equipo dio la orden de arrancar con ella para la clínica más cercana. Ella gritando, me suplicaba que nos devolviéramos por su chancla. 

Debió golpearse la cabeza —dijo el líder, que tenía mucha más experiencia que yo—. Por eso está así. 

Hubo un momento en que la mujer me cogió del brazo y me atrajo hacia ella.

—La muerte… la muerte está esperando en los hospitales… La muerte siempre se lleva a los que llegan con un solo zapato…—decía en su delirio— ¡Yo voy a morir! ¡Ella me va a llevar! 

Como pude solté mi brazo de la presión de sus uñas. Me estaba haciendo daño. 

Llegamos a la clínica y para cuando la ambulancia se detuvo, la paciente había entrado en estupor. Al ingresar a urgencias, ella despertó. Me haló de la camisa y me señaló una pared. “Ahí está la muerte, me está haciendo muecas. Acaba de darse cuenta que sólo tengo un zapato. ¡Ya viene por mí!”. 

De un momento a otro la paciente hizo un paro cardiaco. Los médicos no pudieron revivirla.

 Jamás podré olvidar el terror que vi en sus ojos… 


Lucho miraba al vacío. Parecía estar viendo a la mujer.

—A lo mejor, Lucho, era que tenía alguna lesión interna. Quizás tenía algún sangrado que la mató.

—No. Lo que le faltaba era un zapato.

—Eso es superstición, Lucho —lo reprendí.

—Dígame la verdad, Daniel, ¿cuántas personas con un solo zapato ha salvado usted? —preguntó Lucho con una luz extraña en sus ojos

—Lucho. No podemos juzgar por eso. En los accidentes graves, la gente pierde su calzado.

—Diga lo que quiera. Lo que vi en los ojos de esa mujer, jamás lo podré olvidar. 


Nunca volvimos a tocar el tema. Sin decirlo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. La conversación quedaría entre nosotros. 


Afortunadamente la mayoría de los casos que atendimos en los meses siguientes no fueron de gravedad. Por mucho tiempo, se presentaron pocos accidentes graves, de esos en los que uno encuentra un zapato huérfano tirado en la calle. Cuando llegábamos a la escena de algún accidente, lo primero que mirábamos eran los zapatos de los pacientes. Si ambos pies tenían su respectivo calzado, Lucho y yo nos mirábamos con una sonrisa. Por el contrario, si nos llamaban para un derrumbe o un colapso de una estructura y había algún muerto, un zapato impar, abandonado, huérfano, nos decía que la muerte había segado una vida. 

Transcurrieron las semanas y los meses, y Lucho nos sorprendió con una grata noticia. Había sido admitido en la escuela de Medicina. Se despedía de nosotros para comenzar una nueva etapa. Le hicimos una gran despedida. Nos habíamos encariñado con él. 

Ocasionalmente Lucho aparecía por la estación a saludarnos y a llevarnos una caja de donuts, hacía bromas sobre los novatos y nos contaba de sus progresos en la universidad. 


Una tarde de domingo, el capitán nos llamó a la sala de reuniones. Nos tenía una mala noticia. Lucho había muerto en la mañana cuando salió a dar una vuelta en bicicleta. Un hombre en estado de embriaguez lo había atropellado con su auto. Una ambulancia de la estación de bomberos cercana a su casa le había prestado los primeros auxilios, pero no alcanzó a llegar vivo a urgencias. El entierro de Lucho sería al día siguiente, luego de que Medicina Legal entregara el cuerpo. El capitán nos daría permiso, a algunos, de ir a su funeral, siempre que no dejáramos desprotegida la guardia. 

Recordé que en esa estación trabajaba un antiguo compañero y lo llamé. Quise saber de primera mano qué era lo que había pasado. 

El compañero me contó que cuando llegaron, Lucho estaba inconsciente, con pulso muy débil y con presión arterial muy baja. Le administraron sueros y lo trasladaron lo más pronto posible. No alcanzó a llegar a urgencias. Intentaron maniobras de reanimación que fueron infructuosas. En opinión del médico, había muerto por un desgarro de la aorta. No se hubiera salvado ni aunque el accidente hubiera ocurrido a la entrada de un hospital.

—Una pregunta, ¿tenía sus dos zapatos cuando lo llevaste a urgencias?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una pregunta como cualquier otra… ¿Cuándo lo llevaron a urgencias, tenía los dos zapatos?

—No lo sé. Estábamos tan ocupados reanimándolo y poniéndole los sueros que no me fijé en ese detalle… ¿y eso que tiene que ver?

—No. Nada… Simple curiosidad… 


La guardia se me hizo eterna. Al salir de la estación sólo había un pensamiento en mi cabeza. Fui a la dirección donde el compañero había dicho que había sido el accidente. 

Nadie hubiera pensado que allí había muerto alguien unas horas antes. La calle, las casas y los árboles ignoraban que un ser tan especial había dejado de vivir en ese sitio. Nada indicaba que la muerte había pasado por allí y había cobrado una vida. Nada, excepto por un zapato deportivo que había quedado abandonado junto a la alcantarilla. 

Me senté en la acera y empecé a llorar. Definitivamente no hay nada más triste que un zapato solitario.

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Cola de cerdo, el suicida fallido


ISBN 978-958-49-1505-4

Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español

Pedidos: calveco@une.net.co 
WhatsApp: 305 3997940

También puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro), Grammata,  en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí) o directamente en la Editorial Libros para pensar.

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miércoles, 29 de marzo de 2023

Las ventajas de llamarse Jéssica

El siguiente cuento fue publicado en la antología Eso es... puro cuento.  Volumen 2

Esta semana lo comparto, debido a un revuelo que hay con el borrador de la reforma pensional. Ya entenderán porqué¹. 

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LAS VENTAJAS DE LLAMARSE JÉSSICA


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba ®


Las filas para conseguir la comida se hacen cada día más largas, en la misma proporción en que se acortan las esperanzas de que la situación mejore. Volvimos a la época de los años 70s, cuando había que hacer filas de tres y cuatro horas, para conseguir un litro de leche. Ahora ocurre lo mismo para comprar una libra de carne.

La situación en el país ha empeorado, y no sólo en el ámbito económico. La salud es cada vez más esquiva y consultar a un médico implica tener que madrugar desde las cuatro de la mañana para obtener un ficho y si se está de buenas, acceder a una cita para dentro de una semana. Todo para poder conseguir un ibuprofeno sin tener que costearlo una misma.

Pero no sólo la situación es mala en salud. En educación, las cosas van de mal en peor. Ya a los jóvenes no les enseñan nada, y para poder obtener un puesto de barrendero hay que tener un doctorado en administración, en tanto que para ser gerente sólo se necesita tener un apellido de prestigio y que su padre sea amigo del gobernante de turno. 

En el ámbito laboral cada vez hay menos probabilidades de conseguir un trabajo estable y aún menos posibilidades de lograr una jubilación. En el aspecto social, ni qué decir. Ahora es más digno ser gay o lesbiana que heterosexual. Si una entra a una cafetería con su esposo tomado de la mano, un montón de parejas homosexuales la miran a una con desprecio. ¿Qué culpa tiene una de haber nacido heterosexual?

Claro que no a todo mundo le ha ido tan mal. Qué mejor ejemplo, que lo que me contó la comadre Etelvina la última vez que hicimos fila para comprar pan.

Estábamos en una cola de más de media cuadra cuando se me ocurrió preguntarle por su exesposo.

—Ve, Etelvina… y, ¿qué hubo de Horacio? Hace mucho tiempo que no pasa por el barrio.

—Ay mija, con ese es mejor no contar ya. Vos sabés que la cosa estaba como maluca entre nosotros...

—Sí. Pues yo supe que se habían separado... pero a veces venía a dar vuelta por la casa… No te me hagás la santa, que yo sé que de vez en cuando venía y te hacía mantenimiento.

—Ay, boba… no digás estupideces.

—¿Ah no?, Varias veces lo vi salir de tu casa… en la madrugada

—Ve, si no me querés ver enojada, mejor ni me lo mencionés.

—Cómo así. ¿La cosa está así de mal?

—Mal, no… Peor…

—Perdóname la indiscreción. ¿Es que se consiguió otra?

La mirada de Etelvina me hizo reformular la pregunta.

—Bueno lo que pasa es que como hace un tiempo se había ido con una “sardina”… y hace como un año me dijiste que te estaba pidiendo cacao, porque la vieja esa lo había dejado por otro de más plata… yo pensé que otra vez estaba en sus andanzas y se había vuelto a conseguir otra.

Etelvina cambiaba de colores, y yo me callé pensando en lo indiscreta que había sido. Tal vez se me había ido la mano con el comentario.

Luego de unos minutos, bastante largos, por cierto, Etelvina se me acercó al oído y me dijo:

—¿Me prometés que no le vas a contar a nadie lo que te voy a decir?

—Lo juro —mentí.

Y es que, ¿cómo puede una jurar que no va a contar algo, cuando lo que sigue es una bomba más grande que la de Hiroshima y Nagasaki juntas?

—Te lo juro. No le voy a decir a nadie. 

—Pilas pues… yo veré.

—Contá, contá.

—El Horacio se cambió de sexo.

—¡Nooo!

—Shhh, que nos van a oír.

—¿Que Horacio se cambió de sexo?

—Que te callés, o no te cuento nada.

Afortunadamente en ese momento, alguien, unos veinte puestos más adelante, se estaba colando en la fila y la algarabía que se armó no dejó que nadie escuchara mi última frase.

—¿Que Horacio se cambió de sexo? ¿Me estás viendo la cara de pendeja, o qué?

—No mija, es verdad… ¿de dónde voy a sacar yo semejante historia?

—Pero… ¿Horacio, que siempre había sido tan hombre y tan macho? Ni para qué decirle que de vez en cuando intentaba tocarme las tetas y meterme mano cuando nos encontrábamos en la acera, al sacar la basura…

—Sí, mija. Con todo lo macho y todo… ahora se llama Jéssica.

—Nooo… ¿Jéssica?

—Siii.

—¡Imposible!

—Ay, mija. Esta sociedad está podrida.

—¿Y cómo pasó?

—Pues, ¿te acordás que hace un tiempo el gobierno sacó una ley que permitía que las personas se cambiaran de sexo?

—Sí, claro. Eso lo hicieron muchos famosos. Hasta el papá de una modelo de televisión se cambió de sexo… y hasta quedó más bonita que la hija…

—Pues resulta y acontece, que a uno de esos genios del gobierno le dio porque uno, sin necesidad de operación, podía ir a cualquier notaria y cambiarse el sexo en la cédula, dizque porque si un hombre se sentía una mujer no se le podía coartar su libertad sexual.

—Qué estupidez…

—Pero esperáte te sigo contando... Un día en la fábrica donde trabajaba Horacio empezaron a despedir gente. Vos sabés que Horacio llevaba toda su vida trabajando allá, y en una reunión les dijeron que necesitaban salir de mucha gente. Imagináte. Horacio con cincuenta y siete años, ¿dónde iba a conseguir un nuevo trabajo…?

—Ah no, mija… y ni soñar con una pensión… 

—Ahí fue la cosa. Un día llegó al trabajo con un papel membreteado de la notaría. Ya no se llamaba Horacio. Se había cambiado el nombre por Jéssica. Ya era oficialmente una mujer.

—¡Nooo!

—¡Sí! Como que un abogado fue el que lo aconsejó. Con cincuenta y siete años, y más de treinta en la empresa inmediatamente le salió la pensión. Se había pasado de la edad de jubilación para una mujer…

—¿Así de fácil?

—Claro, mija. En la fábrica no lo podían echar, porque él los amenazó con acusarlos de discriminación por sus tendencias sexuales… la jubilación se la agilizaron porque él alegaba que era de la comunidad LGBTI y vos sabés que esa gente tiene prioridad para todo. En menos de un mes ya estaba recibiendo su pensión y rascándose las pelotas.

Era una historia difícil de creer. El compadre Horacio, machista como él solo, se había declarado mujer y se llamaba Jéssica. No me lo podía ni imaginar.

—¿Y de verdad se volvió gay?

—¡Cuál gay! Lo que es, es un vividor. Hizo eso para sacar ventaja.

—Es que no me cabe en la cabeza. Él, que odiaba a todos los maricas. ¿y se viste de mujer?

—No. Que va… me cuentan que mientras le resultaba la jubilación se iba para el trabajo con una peluca y ya.

—¿Y sus amigos que le decían?

—Ahhh, yo qué sé. Me imagino que lo acolitaban… todos eran una manada de vagos y borrachines… Hasta me contaron que después del supuesto cambio de sexo, siguió saliendo con sardinas… A los amigos les decía que era lesbiano… y se las comía a todas.

—¿Y dónde anda ahora? ¿Qué está haciendo Horacio?

—¡Horacio, no! ¡Jéssica…!

—Eh, no me voy a acostumbrar… ¿cómo le voy a decir, si me lo encuentro en la calle?

—Pues, no creo que te lo vayás a encontrar así de fácil.

—¿Por qué? ¿Se fue del país?

—No, que va, mija. Con la liquidación se compró un taxi y en una rasca se llevó una casa por allá en Manrique… como que hubo hasta muerto y todo.

—¿Lo tienen en la cárcel? 

—Sí, lo tienen encerrado. Le dieron cinco años.

—¿Y vos vas a visitarlo?

—Ni riesgos. Lo metieron al Buen Pastor, la cárcel de mujeres… ¡Yo a qué voy a ir a visitarlo!… Él está feliz allá y parece que las otras internas están muy contentas con Jéssica. Ojalá le peguen el SIDA a ese desgraciado… 

Viéndolo bien, llamarse Jéssica tiene sus ventajas.

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Eso es... puro cuento.   
Antología. Vol 2.


ISBN 978-958-52246-7-4
Editorial Libros para Pensar
Materia: Narración de cuentos
Público objetivo:  General / adultos
Número de edición:1
Número de páginas:352
Tamaño:14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Idioma:Español

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1. La reforma pensional propuesta permite que un hombre que se percibe como una mujer pueda pensionarse a los 57 años, edad en que las mujeres se pensionan en Colombia. (los hombres deben esperar a los 62)