"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 6 de octubre de 2021

La enfermedad en el arte, de la mano de Francisco Javier Barbado.

Hace poco un amigo, médico y empresario, me invitó a grabar con con su empresa unos podcast sobre medicina y literatura. Dentro de los temas que hablamos estuvo un tema apasionante: la relación entre la enfermedad y la literatura. A pesar de que muchos escritores no son médicos, en sus obras describen a la perfección la enfermedad humana. 

Igualmente ocurre con la pintura. Muchos pintores han plasmado la enfermedad en sus obras.  

Hace unos meses me llegó un artículo del Periódico El español, escrito por Marcos Domínguez y Javier Carbajal, titulado "Doctor Barbado, el médico que halla enfermedades en los cuadros de Goya y Velázquez", en el que muestran el impresionante trabajo hecho por el Internista Francisco Javier Barbado, analizando las pinturas del Museo del Prado y descubriendo las enfermedades allí expuestas.

El doctor Javier Barbado es el tercero de
izquierda a derecha (el segundo soy yo)
El artículo me trajo bellos recuerdos y me llenó de emoción:  En 2016 la Pontificia Universidad Javeriana de Cali me invitó a presentar una ponencia sobre literatura y medicina en el I Coloquio Iberoamericano de Medicina Narrativa.  Allí tuve el honor y el placer de conocer al doctor Francisco Javier Barbado Hernández, un medico apasionado por la literatura y el arte, quien nos deleitó con una conferencia en la que mostraba pinturas clásicas en las que la enfermedad estaba presente. 

A continuación trascribo el artículo que relaciono y agrego las imágenes que se mencionan en él. Doy los respectivos créditos a sus autores y a El Español. He sacado las pinturas de la web, no solo las que originalmente trae el artículo, sino otras tantas, con fines didácticos. 

Francisco Javier Barbado, en la entrada al museo del Prado


"Doctor Barbado, el médico que halla enfermedades en los cuadros de Goya y Velázquez" 


Palidez reflejo de una anemia ferropénica, lesiones cutáneas de color ocre en la región frontal izquierda, baja estatura y bocio incipiente. A pesar de ser diagnosticada con pubertad precoz, la paciente tiene más de 350 años. Lo que los médicos de la época posiblemente no sabían es que un compañero suyo elaboraría la historia clínica de la infanta Margarita de Austria y llegaría a una conclusión: la que sería por un breve tiempo (murió a los 21 años) una de las mujeres más poderosas de Europa, hija del rey español Felipe IV y emperatriz consorte del Sacro Imperio Romano Germánico, sufría la enfermedad de Albright.

Las Meninas - Diego Velazquez -  Museo del Prado


A Francisco Javier Barbado le fascina especialmente
Maribárbola, la enana de origen alemán que vino a España para formar parte del servicio de la infanta. "Tiene cabeza grande, macrocefalia; tiene una frente olímpica, amplia, nariz en silla de montar, pómulos agrandados… Es un modelo clínico de acondroplasia".


Sabe de lo que habla. Cuando este exjefe de sección del servicio de Medicina Interna de La Paz dejó de ir al hospital (así es como llama él a la jubilación, porque no ha parado desde entonces), se acostumbró a acudir un par de veces por semana a su museo predilecto, la pinacoteca más grande de España y una de las principales del mundo: el Museo Nacional del Prado. 

Durante dos años paseó por sus pasillos como si fuera la planta de su hospital, y cada cuadro era una cama con uno o varios pacientes a los que visitar. "Cada día pasaba unos 10-12 cuadros, una sala entera". Llenó decenas de libretas con sus observaciones. "Me di cuenta de que había muchos signos físicos de enfermedades que yo había visto". Y es que a su experiencia en el mayor centro hospitalario de España se añadía su participación en el grupo de Enfermedades Minoritarias de la Sociedad Española de Medicina Interna. "Había síndrome de Cushing por todos los lados y muchas enfermedades raras", la mayoría de origen genético, con los Austrias siendo sus abanderados.

"Dice Gregorio Marañón que el factor genético de los Austrias era una bomba autodestructiva. El árbol genealógico y las enfermedades de esta familia no los puedes retener en la cabeza: a veces tienen hasta 15-20 parentescos". Y la pobre infanta Margarita fue una víctima de la consanguinidad.

Barbado acude a Óscar Valtueña, médico que en 1999 diagnosticó a la pequeña. "Él interpreta que el búcaro (el pequeño jarrón que le ofrece en una bandeja la menina María Agustina Sarmiento) es de arcilla, pero en palacio el agua no se ofrecía en estos recipientes porque daba un sabor amargo y cierta podredumbre; la daban en vidrio refrigerado con hielo, así que esto no es para beber. Probablemente masticaba la arcilla para frenar la menstruación: tendría metrorragia por pubertad precoz, característica del síndrome de Albright. Lo veo bastante verosímil, sobre todo por los cuadros posteriores, que también se pueden ver en el Prado". 


Las meninas - Detalle.
Obsérvese el jarrón de arcilla

El segundo paso del doctor Barbado fue comparar sus apuntes con los de otros 'médicos de cuadros' para corroborar sus impresiones, como si estuviera en una junta médica: Castillo Ojugas y su "Una visita médica al Museo del Prado"; Amador Schüller con "La patología en la pintura de Velázquez"; Alejandro Aris y  "La medicina en la pintura"; Martí i Vilalta con "Neurología en el arte"… Por aquel entonces dejó de acudir dos veces por semana para hacerlo 'solamente' una al mes y apuntarse a las visitas didácticas de los amigos del museo. 

Su amplio conocimiento de las obras que allí se encuentran y las patologías que afloran en las mismas lo ha plasmado en numerosas conferencias y artículos en revistas médicas especializadas. EL ESPAÑOL le ha pedido que seleccione cinco cuadros de la pinacoteca para analizarlos en profundidad, obras de Velázquez, Goya, El Bosco, Strozzi y… ¿Leonardo Da Vinci?

El primer cuadro de todos es, por supuesto, Las meninas, del que ya hemos hablado. Para cerrar este capítulo queda hablar del tercer personaje clínicamente más interesante: Nicolasito Pertusato, enano de origen italiano que molesta al perro que está dormitando en primer plano. "Debería tener entre ocho, diez, doce años, quizá más. Lo estudió mucho Gregorio Marañón. Es grácil, aniñado, juguetón… Tiene un psiquismo normal y es proporcionado en las extremidades. Su enanismo hipofisario hoy en día se curaría con hormona de crecimiento".

Enfermedades que cambian con el tiempo

Si hay algún autor estrella en el museo, con permiso de Velázquez, es Francisco de Goya. Es el artista que más obras tiene en el edificio, entre cuadros y cartones para tapices. El doctor Barbado considera que es, de los pintores españoles, quizá el más interesante desde el punto de vista médico, pues "pinta unos niños con enfermedades infecciosas, con tiña, etc. que son ejemplares".

Goya:  Los pobres en la fuente
De entre todas las pinturas del aragonés universal se queda con Los pobres en la fuente, uno de los cartones que pintó para ser trasladado a un tapiz con destino al comedor del Palacio de El Pardo pero que nunca lo hizo. La escena representa una madre y dos niños yendo a rellenar con agua unos cántaros.

Enseguida llama la atención uno de los niños. Es el que está de cara al observador: más bajo, con los brazos cruzados como si estuviera pasando una rabieta. "Lo más importante para nosotros es la facies dismórfica, de progeria, la implantación baja del pelo que se da en el hipotiroidismo", que es la interpretación clásica de la enfermedad. Pero hay más.

"Se ve que la ceja derecha está caída, que es signo de hipotiroidismo; la nariz, un poco en silla de montar; los pómulos, agrandados y la boca de carpa, cuello corto muy metido, hombros redondeados, codos por encima de la cintura… Esto es una enfermedad genética y lo más probable es, siguiendo a los pediatras que han analizado la obra, que sea un síndrome de Noonan", enfermedad descrita en 1962.

Aquí, el erudito doctor hace una puntualización. Igual que en la vida real, los diagnósticos de los cuadros son ejemplos de su tiempo. "En los años 70 estábamos diagnosticando enfermedades que ahora no existen, como el síndrome de Banti, que no es más que una cirrosis hepática con esplenomegalia gigante, hipertensión portal y varices, o la enfermedad de Ayarza, que es enfermedad obstructiva crónica con insuficiencia cardiaca. Tampoco existe ya la púrpura benigna hiperglobulinémica de Waldenström. Pero también han aparecido enfermedades nuevas, como el VIH, el síndrome tóxico, esta pandemia…"

Un ejemplo clásico en los cuadros del Prado es la 'Monstrua' de Juan Carreño de Miranda, que la pintó desnuda y vestida. Se trata de Eugenia Martínez Vallejo, una niña de seis años y 70 kilogramos de peso que, en 1680, fue llevada a la corte para ser contemplada como un espectáculo circense. A pesar de ello, Carreño, a la manera de Velázquez, retrató a la niña con humana dignidad. 


Carreño:  La monstrua vestida y la monstrua desnuda

"Para don Gregorio Marañón era un Cushing de libro", comenta el médico. Se trata de un trastorno hormonal causado por el exceso de cortisol, que provoca una acumulación de grasa en el tronco, una cara redonda y roja, y estrías de color púrpura en la piel. Sin embargo, hoy en día está aceptado que Eugenia Martínez Vallejo padecía de un síndrome de Prader-Willi, un trastorno genético que provoca problemas endocrinos en la infancia, estrabismo y retraso en el desarrollo. "El diagnóstico depende de la época y va cambiando, como en la vida real".

¿Antibióticos o cirugía de cataratas?

No todo van a ser enfermedades genéticas en el Prado. Es más, el interés del cuadro no tiene por qué ser la representación de la enfermedad sino de su sanación milagrosa que, a la vista del conocimiento médico de hoy en día, tiene una explicación perfectamente plausible. Así sucede con La curación de Tobías, de Bernardo Strozzi, pintor italiano del Barroco. 

Se basa en un relato bíblico. Tobit y Ana son judíos que están refugiados en Nínive "y, como tantos refugiados de ahora, vivían hacinados". Durmiendo, a Tobit le cayeron excrementos de ave en los ojos que lo cegaron y le impidieron seguir trabajando. Su hijo Tobías, yendo a cobrar un dinero que le debían a la familia, se encuentra con el arcángel Rafael, que le dice que frote los ojos del padre con la hiel de un pez que pesque en el río Tigris. Al hacerlo, Tobit recupera la visión.

La curación de Tobías  - Bernardo Strozzi- Museo del Prado

En el cuadro de Strozzi, Tobías "parece un residente de primer o segundo año, muy solícito" frotando la hiel sobre los ojos de su padre. Al doctor Barbado le fascinan las pseudoescamas blancas que Tobit tiene en los ojos. "Los oftalmólogos dicen que se trata de una queratoconjuntivitis epidémica con un sobrecrecimiento bacteriano y que, al ser la hiel bactericida, por eso acabó curándose". Y pone como ejemplo a Ramón y Cajal, "que usaba bilis de conejo y veía cómo los neumococos eran destruidos en laboratorio".

No es la única teoría que rodea al cuadro: "Hay un oftalmólogo que sostiene que lo que vemos es una cirugía de catarata, algo que no me convence mucho. La zónula filiar, la estructura que sostiene al cristalino, en los ancianos está muy frágil y la catarata está un poco bailando entre la cámara superior y el cuerpo vítreo. Al frotar vigorosamente los ojos, la catarata se introdujo en el cuerpo vítreo y bueno, consiguió ver mejor. A mí me convence mucho más la otra teoría porque le caen encima excrementos de ave". 

Estafadores y piedras en el cerebro

Si hay una escuela de pintura que sea especialmente interesante desde el punto de vista clínico, esa es la flamenca. El costumbrismo de artistas como Brueghel el Viejo o El Bosco, con cuadros inundados de personajes a cada cual más pintoresco, suscita un interés especial tanto por los diagnósticos que se pueden inferir como por las prácticas, presuntamente médicas, que se observan.

Una de las más chocantes de estas prácticas es la cirugía que se les realizaba a los locos, en el siglo XVI, para curarles de su enfermedad: sacarle una piedra de la cabeza, a la que atribuían su locura. Por supuesto, era una intervención falsa que curanderos y charlatanes escenificaban con la connivencia del loco.

"Muchos se dejaban extraer la piedra de la locura porque la Inquisición les había condenado por ser brujos y herejes, y de esta forma probaban que estaban locos y se podían librar de la hoguera", comenta el exjefe de sección de La Paz, que añade una teoría propia. "Es probable que en las autopsias de algunos de estos locos se encontraran tumores cerebrales calcificados. Basta con que se extrajeran unos cuantos para que asociaran esa 'piedra' con alteraciones".

El Bosco escenificó una de esas operaciones en un cuadro enormemente simbólico, La extracción de la piedra de la locura. Se ve a un charlatán (con un embudo en la cabeza) practicando una incisión a un pobre diablo. Pero de ahí extrae no una piedra sino una flor. "Parece un tulipán: probablemente se lo haya sacado de la manga. Castillo Ojugas dice que es un lirio, símbolo de homosexualidad".

Extracción de la piedra de la Locura.  Museo del Prado


Aquí entra otra cuestión: quién era considerado loco en aquella época, principios del siglo XVI. "Muchas veces solo eran gente con una personalidad distinta y se pensaba que estaban endemoniados. También aquellos con deterioro cognitivo, deficiencia en las facultades mentales, epilepsia y cefaleas. Se creía que al quitarle la piedra iban a mejorar y ahí se acababa el problema, pero todo era una farsa".

La enferma más famosa de la pintura

Finalizamos el recorrido médico por el Museo del Prado con un cuadro de otra pinacoteca. La Gioconda, además del retrato más famoso de la historia, es un "compendio de la Medicina Interna": se le ha diagnosticado más de 20 enfermedades: hiperlipidemia por un xantelasma en el ojo izquierdo, alopecia, parálisis facial periférica, esclerodermia, atrofia muscular, Parkinson, incluso bruxismo y caries. 

"Es de risa", critica Barbado, que descarta todos estos diagnósticos anteriores gracias a un hallazgo menos reciente de lo que parece en la que es su tercera casa, siendo la segunda La Paz: una copia del original que conservaba el Prado en sus almacenes y que, tras una serie de radiografías, se comprobó que era un cuadro que se pintó al mismo tiempo que el de Leonardo Da Vinci.

"Los pentimenti o arrepentimientos -alteraciones en el cuadro que marcan cambios de idea del pintor conforme va realizando su obra- son exactamente iguales a los del original del Louvre. Si Leonardo cambiaba el velo, los dedos u otro detalle, al mismo tiempo lo hacían quien estaba a su lado pintando esta otra versión", probablemente obra de Salai o Francesco Melzi, alumnos del taller de Leonardo más cercanos al maestro.


Gracias a la Mona Lisa del Prado podemos comprobar que todas las patologías que se le han atribuido a la del Louvre no aparecen. "El xantelasma (acumulación de grasa en la piel, bajo el párpado) aquí no aparece, seguramente sería un barniz de la pintura". Tampoco la alopecia, pues la Gioconda del Prado "tiene párpados". Incluso la mano izquierda en forma de garra que podía ser símbolo de una atrofia se observa que "está agarrando pliegues del manto. Podría seguir pero no tiene sentido". 

Solo observa una posible enfermedad: en la mano derecha se ve, tanto en el cuadro del Louvre como en el del Prado, "un nodulito en la mano derecha, puede ser un lipoma o, vaya usted a saber, una contractura muscular. ¡La Gioconda del Prado está más sana que tú y que yo!"

Sin ánimo de polemizar, el doctor critica el exceso de celo de algunos de sus compañeros, empeñados en ver patologías en todos los cuadros. "El San Jerónimo de Marinus es una esclerodermia de libro: esos dedos filiformes, telescopados, típicos de la esclerodermia…" La cuestión es que el artista neerlandés pintaba los mismos dedos en todos sus personajes, "y no todos pueden tener esclerodermia".

Marinus: San Jerónimo

Otras patologías sí están suficientemente claras, como el enanismo, ampliamente representado en la pintura, sobre todo la de Velázquez. Sebastián de Morra, "una acondroplasia de libro", el Niño de Vallecas, "caso de hipotiroidismo", la propia Maribárbola de Las meninas. 

Sebastián de Morra

El niño de Vallecas










Sin embargo, el paciente favorito del doctor Barbado se encuentra en el único Caravaggio del museo: David, vencedor de Goliat. El héroe bíblico aparece sujetando la cabeza del gigante, que acaba de seccionar, mientras se apoya en el pecho de su víctima. "Es una acromegalia de libro, con un gigantismo… Los hombros, la cara, la cabeza… Es el cuadro que más me seduce y simplemente se le ve la cabeza, los hombros y un poco el tórax. Caravaggio pintó con un naturalismo asombroso", comenta, mientras finaliza el paseo por la pinacoteca. En Madrid hace buen tiempo y el Prado, que ha abierto sus puertas hace unos minutos, comienza a llenarse de personas de todas las edades, como si fueran a visitar a familiares después de haber recibido la visita médica del doctor Barbado. A pesar de las enfermedades y los achaques de los años, los cuadros del museo están en un fantástico estado de salud.

Caravaggio:  David vencedor

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Reitero los créditos a El Español, a los autores del artículo y a las páginas de las que he sacado las pinturas (Principalmente de la wikipedia).  Agradezco en especial al doctor Barbado sus fascinantes enseñanzas. 

Finalmente, les comparto un texto escrito por el Dr. Francisco Javier Barbado: Arte y ciencia:  Un relato común de las infecciones, publicado en las memorias del I Coloquio Iberoamericano de Medicina Narrativa. 

Hasta la próxima semana. 



miércoles, 29 de septiembre de 2021

De la vida real de un médico, al cuento

Esta semana les comparto un podcast en el que mi amigo y colega, el doctor Sebastián Alba y yo, conversamos sobre cómo un médico se mete en el cuento de contar historias.

Hablaremos de la creatividad y de la imaginación, de darnos permiso de seguir imaginando y creando mundos.  Todo lo que existe, alguien lo imaginó en el pasado. 

Los invito a pasar un rato agradable. 


Mis agradecimientos a Sebastián Alba, gerente de Revive Entrenamiento Medico Integral  y a Tatiana y Dana que hicieron posible esta charla. 





miércoles, 22 de septiembre de 2021

El revuelvis. Cuento de Emilio Alberto Restrepo Baena.

Esta semana, otro cuento del escritor Emilio Alberto Restrepo Baena. Este texto hace parte del libro "Un hombre solo y mal acompañado", Un proyecto ganador de los Estímulos al talento creativo, modalidad Literatura del municipio de Envigado 2020. Las ilustraciones que acompañan este relato y hacen parte del libro son de Carlos Marín. Para este blog fueron extraídos de la página Laterales.com.



EL REVUELVIS

Emilio Alberto Restrepo Baena


No me gusta el trago en exceso, nunca me tomo más de tres copas de un buen vino tinto y no paso de dos vasos de whisky. Odio las transformaciones que obran en los cerebros y en los comportamientos de las personas que no saben controlar el consumo de licor. Me repugna esa sobadera, esa hipocresía contenida, ese humor tonto y ramplón, esa sinceridad forzada e hiriente que hace sentirse a los malos borrachos con derecho a ofender a los demás, esos aires de cretinismo que lleva a muchos machos maldotados a creerse hermosos, deseables, apetecibles, cuando no son más que unos mantecos ordinarios y ramplones. Vicios secos tampoco tengo. Lo único que me gusta es fumarme un porro pequeño antes de acostarme. Lo hago desde que tengo memoria. Me relaja, me regula el sueño, me baja los niveles de ansiedad y hasta la jaqueca que me ocasiona estar tantas horas ante la pantalla de un computador. No me afecta mis relaciones con los demás (de por sí escasas), no le causo daño a nadie con esa costumbre y en justicia, creo que a nadie le importa, ninguna persona me ha tenido que pagar ni una dosis. Además, es una costumbre barata, ecológica y ya está legalizada la dosis personal. Tiene que estar uno muy de malas para que a uno lo joda un policía tratando de redondearse la quincena.
Ilustración de Carlos Marín
Ilustración de Carlos Marín


Desde que estamos confinados y para no ahumar los muebles y cortinas de mi apartamento, me acostumbré a bajar en las noches al parquecito a fumarme el cigarrillo de la merienda. A esa hora está muy solo y nadie parece reparar en uno con moralismos y reproches, pues en ese momento de la noche los biempensantes ya están encerrados y el resto está en lo mismo que uno.

En ese escenario fue que conocí a don Bernardo, un señor que pasó parte de la cuarentena en mi unidad, en el apartamento de los hijos, todo un personajón.

Inicialmente empecé a notar que todas las noches, un muchacho bajaba con su padre ya setentón, lo dejaba allí tranquilo mientras el viejo se fumaba su cigarrillo y lo recogía a los 20 minutos. Era una rutina milimétrica que no se salía del libreto, como si lo cuidaran mucho, pero de manera más mecánica que afectiva. Al principio el vejete era callado, su cuerpo era rígido y se movilizaba como en bloque, parecía que le costaba andar; hablaba con voz gangosa, la lengua era pesada y arrastrada y parecía estar bajo el efecto de algún medicamento. No socializaba, apenas el saludo, unos cuantos comentarios sobre el clima, el virus y la cuarentena. Cada uno continuábamos en lo nuestro sin apenas prestarle atención al otro.

Pero una noche, después de darle una calada a su cigarro, le sobrevino un ataque de tos que lo hizo parar de la piedra en que se encontraba recostado, y empezó a tener dificultad respiratoria. No había mucha luz, pero parecía tener una tonalidad morada en sus labios y cuando menos pensé, estaba en el suelo, consciente aún, pero como sufriendo una especie de síncope.

De inmediato procedí a auxiliarlo, ayudándolo a levantarse y tratando de determinar si había tenido alguna lesión durante el desvanecimiento. Lo que más me preocupaba era que hubiera sufrido un infarto, un derrame, una convulsión o algún evento parecido. Y ni siquiera sabía de qué apartamento era. Pensé que tenía que acudir a alguno de los vigilantes, pero al mirar para pedir ayuda, no había ninguno por esos lados. Preferían hacerse los locos para no decirme nada por estar fumando bareta, o eso era lo que me parecía y me sentía cómodo con su actitud.

-Señor, señor, ¿cómo se siente? ¿Puede respirar? ¿Le duele el pecho o sufre del corazón o es epiléptico? Dígame como le ayudo.

-Tranquilo, tranquilo. Ya se me va a pasar. No me aprete tan duro, déjeme respirar, home. Cof, cof. Últimamente sufro ataques de tos por una droga que me tomo para la presión, pero se me pasa rápido. No es nada grave. Me da cada nunca, cuando aspiro muy hondo el humo del cigarrillo, me agarra una tos muy espesa, me alcanzo del pecho para respirar y si me descuido, me voy de culos para el piso.

-Pero, ¿no se quebró nada en la caída? ¿puede mover todo?

-Fresco, señor. No me pasó nada, ni siquiera un raspón, la caída fue como despaciosa y no alcancé a perder del todo el sentido, entonces logré medio apoyarme. Muchas gracias. Déjeme me acomodo.

El hombre parecía controlar la situación, se recuperó muy fácil, como si no fuera la primera vez que le ocurría.

-Un favor, amigazo −dijo mirando para todos los lados para comprobar que nadie lo había visto−. No le vaya decir nada de esto a mi hijo. Me muelen a cantaleta y de pronto vuelven y me encierran en la casa o no me dejan fumar mi puchito y es de la única forma como me dejan salir un rato.

-No se preocupe señor. No me meto en los asuntos de nadie. Por mí, quédese tranquilo, ni siquiera sé en qué torre vive.

En ese preciso momento llegó el hijo y sin apenas mirarme, lo tomó del brazo y se lo llevó. Noté que ya caminaba con más dificultad, movía con menos facilidad su cuerpo, pero me dio la impresión de que se esforzaba por parecer más limitado de lo que era, o por lo menos aquello fue en lo que pensé entonces.

Durante los días que siguieron, el hijo no lo dejó solo, se quedó rondando por los lados del gimnasio, mientras hacía unas llamadas por el celular, pero el viejo me saludó amable, como con ganas de conversar, pero haciéndome entender que no quería ganarse los reproches del hijo ni hacer nada que pusiera en peligro su salida de todas las noches. Como si hubiera sido un privilegio duramente ganado a pulso.

A la semana siguiente, todo volvió a la normalidad, el hijo lo acompañaba y lo dejaba. Se veía tranquilo y no se obstinó en acompañarlo.

– ¿Cómo le va amigazo, qué hay de sus cosas?

– Muy bien don Bernardo. ¿Cuénteme, cómo va su salud? −le pregunté de manera genuina. Por alguna razón de codificación interna de mi cerebro, el tipo me caía bien, no me sentía encartado con su presencia ni con su charla. No hice nada por repelerlo, ni por alejarme.

Y así seguimos varios días, algún saludo, cada cual en lo suyo, pero sin profundizar en los terrenos del otro, entendiendo muy bien que cada cual tenía su espacio y sin mostrar ningún interés en violentarlo. Me parecía bien y me hacía sentir cómodo.

Una noche, apenas al llegar, me disparó sin rodeos:

-Amigazo, le pido encarecidamente un favor. Deme un porrito de los suyos. Le digo la verdad, no la vengo consumiendo, pero me ha gustado. Le tengo mucho cariño, pero en la casa no lo saben. Le cogí la buena a la bareta cuando sufrí el linfoma, superé las quimioterapias y me di cuenta de que me servía mucho para las náuseas. Estaba que le decía, pero no encontraba la forma, hasta que me decidí…

-No se preocupe, don Bernardo, tome tranquilo −saqué mi tabaquera y le extendí un cigarrillo pequeño, bien compactado. Se sonrió, y se pegó de una de él, como un canero viejo, chupando como un murciélago veterano y curtido en esos menesteres.

-Me tiene jodido este puto confinamiento, amigazo. El presidente nos encerró. Mis hijos no me dejan salir, pero ellos sí pueden entrar y salir con sus novias y amigos como les da la gana, y sabiendo que viven en otros barrios. Será que los bichos de ellos no se pegan. Pero yo salgo media hora, y me tengo que empapar en alcohol y hasta bañarme. No es justo, pero ni forma de hablar. Ya uno como viejo no tiene ni voz ni voto. Lo que ellos digan y piche caliche, y uno encerrado como una güeva…

-Será por su edad y sus enfermedades, don Bernardo. Me imagino que es por cuidarlo.

-Que cuidarlo ni qué nada, home. ¡Es un asunto de poder! Es por mostrar quién es el que manda, y yo ya no mando. Es por ver quién es el que la tiene más grande y avanza más el chorro, y yo ya orino sentado. Mi tiempo pasó, amigazo, y míreme, recogido y arrimado en la casa de mis hijos. A merced de lo que ellos quieran hacer conmigo, obligado a hacer lo que ellos consideran conveniente.

-Así se ponen a veces las cosas −respondí como por decir algo, pero ya con ganas de encerrarme. En ese punto comprendí que le había dado confianza al viejo, y me estaba usando para desahogarse, para hacer catarsis conmigo. Y eso ya no me estaba pareciendo simpático.

-Es que antes yo era el que mandaba la parada, era el del billete. Conseguí mucha y la boté toda. Les enseñé a ser independientes, a no depender de nadie y parece que aprendieron muy bien. Ahora, ya viejo y enfermo, me toca hacer lo que digan, amigazo. Pero le confieso, no es que esté muy contento que digamos.

-Las cosas cambian, y no siempre hay forma de tener el control. Por eso vivo solo, para no rendirle cuentas a nadie…

-Yo también vivía solo desde que murió mi esposa. Me conseguí muchas viejas, pero todas eran por sacarme plata. Eso es claro: si una mujer sale con un vejestorio como yo, es para ruñírselo. ¡Quién le va a dar besos a uno si no es por puro interés! Y para eso las mujeres son unas expertas. Al que pueda se lo escurren.

-¿Y por qué no vive independiente?

-Qué va, me quebré, me quedé sin un peso, y luego me enfermé. Y ya no tengo forma de rebuscarme. Antes hacia los negocios que fuera, y en todos me iba bien. Y ya ni siquiera le puedo dar al “revuelvis”, ya no hay con quién.

-¿Al revuelvis?

-Si home, a la mezcla, al revuelvis, que es como todos los ricos de este país consiguen plata. Usted sabe que detrás de todo negocio legal, hay uno sucio. Por encima le damos a la propiedad raíz, y por debajo a los mandados. Por encima al ganado y a las fincas, por debajo a los apuntados. Por encima al comercio y por debajito al lavado. Eso no es pecado, todo el mundo lo hace, en este pueblo no hay fortuna limpia, a mí que me la muestren. Todos se han untado. Ese es el “revuelvis”, viene de revolver, ¿me “entiendis”?

-Hombre don Bernardo, yo estaba sano de todo eso.

-Por eso es que no ha conseguido plata, amigazo. Yo conseguí la que usted se imagine, y se me evaporó. En este punto no tengo un peso. Antes me sobraban las hembras, y ahora, para sonsacar una sirvienta, me toca pagarle a un muchacho para que me deje entrar al cuarto útil de los sótanos, para que le haga un cariñito a uno.

-¿En el cuarto útil? ¿Aquí, en la unidad?

-Por plata baila el perro, amigazo. Los pelaos no tienen moral, bueno, no es que yo tuviera mucha, pero ahora por veinte mil pesos alquilan los cuartos útiles a las parejas de noviecitos. Yo me pillé a un muchacho que lo hacía y le dije que, si no me lo alquilaba a mí para ir con una muchacha que tenía conversada, lo iba a aventar con los papás. Le cuento más, me lo prestó gratis, se cagó del miedo, pero a la muchacha no la volví a ver, como que en la casa le preguntaron que quién era ese viejo que la llamaba, les entró desconfianza y como que la echaron con la disculpa de la cuarentena.

-¿En serio, don Bernardo? ¿Usted hace todas esas cosas?

-Pues ganas no me faltan, pero estas drogas me afectan mucho, pues me producen muchos efectos secundarios, usted me entiende. Y las voladas, un problema. Eso bien difícil que está, con los hijos marcándolo a uno, llenos de desconfianza con uno, a toda hora pensando lo peor de uno, ni los culpo, como me dicen a cada rato que le di tan mala vida a la mamá, hasta razón tendrán…

-¿Y cómo maneja los asuntos, con esos medicamentos, sin plata…?

-La droga casi no me la tomo, eso hace mucho daño, lo emboba a uno, le tumba el pájaro, le mata la naturaleza a uno y lo deja a uno sin ilusiones, casi sin alegrías. Hago como si me la tomara, pero no, la boto al baño, les hago creer que estoy juicioso. Llevo ya una semana así. El problema es que lo va cogiendo a uno el insomnio y las ganas de andar la calle, en medio de este encierro tan condenado, pero qué se le va a hacer, unas por otras…En ese preciso instante llegó el hijo a recogerlo, tuvo que suspender su discurso y partió con él sin ofrecer repulsa. Mientras se despedía, me mató el ojo y me dijo que “mañana hablábamos”.

En ese momento me reconocí a mí mismo que me caía bien tamaño personaje. No me disgustaba su cháchara y, por el contrario, me estaba haciendo un “efecto Sherezada”, pues esperaba volvérmelo a encontrar para que me siguiera contando sus anécdotas. Y me hacía sentir como en la crónica de Truman Capote, cuando se trababa con la mucama para que le contara historias y salían a andar por New York cagados de la risa.

Durante varios días bajó al parque, pero lo acompañaba una hija que no se le despegaba. No hablaba mucho, se mantenía haciendo una especie de curso de inglés en una tableta y era pendiente de lo que me decía don Bernardo, quien por supuesto, en su astucia de perro viejo no decía nada, ni pedía un chutecito del bareto que tanto le gustaba, ni siquiera yo pude hacerlo delante de ella, mejor esperé hasta más tarde para hacerlo cuando se fueran, para no darle motivos de que le prohibieran los encuentros con este vecino−mala− compañía en que yo me había convertido.

Cuando ya pudo por fin quedarse solo conmigo, estaba ávido de trabarse, lo noté ansioso y mucho más suelto que las primeras veces.

− Estoy tristón, amigazo. Me he acordado mucho de mi papá, que en estos días ajustó años de muerto. Ese sí que era todo un varón, siquiera no alcanzó a conocer muchas cosas mías, para no hacerle pasar vergüenzas, como se las he hecho pasar a mis hijos. Ese hombre sí que era correcto, era un riel, no se torcía para nada.

− ¿Y se murió hace muchos años? −pregunté por darle continuidad a la charla que había iniciado.

− Hace como treinta o treinta y cinco años, se murió en una rabia, de pie y dando guerra, cuando lo iban a secuestrar. Decía que a él le iba a pasar como su amigo Berto, que lo mató la guerrilla al momento de secuestrarlo, que él tampoco se iba a dejar. Era un momento en que a todo el que tenía plata la chusma, política o delincuencia común, se lo llevaba para quitarle el patrimonio, los ricos no estaban tranquilos, pero al momento de caerle a la finca, cuando iba a sacar la automática para encenderse a plomo con esos bandidos, le vino un infarto fulminante que le partió el corazón en pedacitos. No alcanzó a disparar ni se dejó asesinar. El obispo dijo en el entierro que lo había matado la indignación, que se murió en un ataque de “ira−justa”, lo que daba el derecho inmediato al cielo. Yo de teología no entiendo, pero me parece muy acertado.

− Juepucha, era como agrio el cucho.

− Ese lo que tenía era los pantalones muy bien puestos. Su amigo Berto, el que él citaba, sí le hacía al “revuelvis”, y era muy amigo de los traquetos y enredaba negocios de todo tipo con ellos, pero mi papá sí que le reprochaba eso. Nunca estuvo de acuerdo con sus extravagancias ni con sus excesos ni con la farándula de tener avioneta y helicóptero y mostrarse ante todo mundo montando bestias caras y el billete y el rejoneo y las muchachas. Al mío le encantaba la plata, eso sí, pero camellando por lo legal.

− ¿Y murió muy joven?

− Si acaso de cuarenta añitos, home. Era prácticamente un bebé. Él se hizo muy conocido allí en el barrio Laureles, porque fue el último que retó a un contrincante a duelo, con todas las de la ley. Nada de mandarle sicarios, pura cuestión de honor. Pregunte y verá.

− ¿Y cómo fue eso don Bernardo?

− Una vez hizo un negocio de ganado a utilidades, en compañía de un tío de su misma edad, que era su mejor amigo, prácticamente como si fuera un hermano. Pero eso es como así, los que le roban a uno son los más cercanos, los de más confianza, lo cierto fue que hicieron un negocio de palabra con unas reses, y como que las que se morían eran siempre las de mi papá. El tío se mantenía en la finca y mi cucho en Medellín, manejando la vuelta por teléfono. Y así, lo de siempre, se descuadraron en varios millones, el negocio nunca dio, el tío decía que las cuentas estaban mal hechas, que los gastos, que los cuatreros, que la aftosa, en fin, lo cierto fue que al liquidar no dieron ganancia y mi papá estaba debiendo harta plata. Quedaron mal a mucha gente de la ciudad que los conocía y que confiaban en ellos. Pero el tío no les dio la cara y a mi papá le tocó frentiar todo ese mundo de acreedores.

− Y, ¿entonces?

−Nada, lo llamó, lo confrontó, le dijo “vea hombre. Usted y yo somos familia. Eso no se le hace ni al peor enemigo. Yo no le robé, usted dice que no me robó. Entonces esto no es una cuestión de robarle al otro, porque los dos resultamos dizque los más honrados del mundo. Entonces es una cuestión de honor y la única forma de arreglarlo es con honor. Entonces no hay de otra. Veámonos en donde usted diga, con las armas que usted disponga. Y nos partimos a bala o nos picamos a machete o nos molemos a garrote. Traiga sus testigos y yo los míos. Voy a citar a la gente de la Feria de Ganados, que nos acompañen como refrendatarios, que vean cómo es la cosa. Y el que quede de pie, se queda con el ganado que quedó vivo y con la buena fama y entierra al otro con la dignidad de haber asumido el compromiso como un verdadero hombre, sin preguntas y sin dudas”

− ¿En serio? Eso parece de una película de vaqueros.

− Qué película ni qué cuartos, home. Palabrita pa´mi Dios que es como se lo cuento o que me caiga un rayo si digo embustes.

− Pero así no fue como murió su papá, según me dijo.

− Claro que no, home. A él le dio un infarto, así como le conté. Póngame cuidado, le sigo contando. Nada, mi papá se presentó con testigos, con padrinos, con todas las armas para que el tío escogiera. Muy madrugado lo esperó en el segundo parque de Laureles. Eso estaba lleno de patos, ni que estuvieran repartiendo plata. Luego de 2 horas, el tipo nunca apareció. Le dio cutupeto, puro culillo. Quedó como un cobarde. Mi papá tenía la conciencia limpia y sabía para dónde iba, afrontó todo con valor, él sabía que nada debía y nada temía. Quedó como un príncipe con los amigos, como el señorazo que era. Todos lo apoyaron y nunca dudaron de él ni le perdieron el respeto. A las 10 de la mañana ya estaban todos borrachos y cantando abrazados y cargando en hombros a mi papá en reconocimiento a sus cojones. Al tío nunca se le quitó la fama de pícaro, perdió el prestigio, nadie le volvió a dar crédito y murió rechazado por todos y alcoholizado en la finca. Hasta su mujer lo dejó por miserable y muerto de hambre. Lo mordió una culebra y murió desangrado. Para resumirle, ese era un bobo−hijueputa.Y de nuevo, como en las mil y una noches, llegó el hijo y se lo llevó para la casa. Parecía como con el tiempo medido, no le daban tregua. “Mañana vuelvo, para contarle otras cositas”, me susurró. El hijo pareció oírlo, y lo apresuró asiéndolo por el codo.

Al otro día me cumplió la cita, la que sin acordarlo, quizá los dos ya estábamos esperando que fuera de las últimas. Estaba extrañamente fluido, parecía atacado por las ganas de hablar. Tenía un brillo nuevo en sus ojos, inyectados de un soplo de vida. No sé por qué, pero lo asocié a que no se estaba tomando la droga y que había encontrado en mí a un interlocutor que le permitía soltar todo ese voltaje que llevaba adentro. Supuse que me estaba esperando durante todo el día para echarme el rollo, sin apenas saludarme:

“Esto que le voy a contar, nadie lo sabe, casi ni mi familia, pero yo fui quien salvó a Hidrohituango de la tragedia. Cuando era inminente que el río iba a arrasar con todos esos pueblos, recibí una razón. Yo ya vivía en Caucasia, andaba muy restiado de plata y ya era un buen viviente, no le digo que un santo, pero andaba en cosas buenas, mucha pensadera en la gente y tratando de hacer obras de caridad para compensar tanta cagada que había hecho por tanto tiempo. Un taita de Tarazá, con poder de sanación, dijo que me necesitaba; no sé de dónde se averiguó, pero sabía que yo tenía la energía que él precisaba, que yo, como él, era uno de los elegidos y debía acompañarlo, pues no se sentía capaz de hacerlo solo, me requería y mandó por mí para complementarlo en su labor. Era anciano y entre su hijo y yo lo llevamos cargado al monte, a una especie de santuario en la roca y rezamos tres jornadas seguidas. No sentíamos ni hambre ni sed, apenas dormíamos y nos sosteníamos con agua y troncos de panela. Al final, el conjuro funcionó, las aguas se calmaron y volvimos exhaustos al pueblo. Tuve una semana de fiebres malignas y supe que el viejo murió a los días. Pero valió la pena: miles de personas, animales, cosechas y casas se salvaron. Cuando era inminente la tragedia, el Señor nos escogió como vehículo −de−su− misericordia y hoy pueden contar el cuento. Yo no hice aspavientos, pero tuve que contarle a mi familia cuando me perdí esos días, pues las hijas fueron a buscarme al hospital y hasta en la morgue y pusieron el denuncio y todo. No estaban para nada contentos porque me fui sin avisar, me pidieron que no le dijera a nadie, pero saben que fue por una buena causa.”Me lo contaba con absoluta seriedad y coherencia, convencido y reafirmado en cada una de sus palabras. Cuando el hijo bajó, se calló de inmediato y se fue sin despedirse, como si no quisiera que se enterara de que estaba hablando conmigo de ese tema. Disimuló como cuando un niño no quiere que se sepa que está haciendo algo prohibido.

Al otro día volvió, y tenía la misma ansiedad de contarme su historia, otra distinta: “La humanidad no quiere verlo, pero la cura del COVID−19 está ahí desde siempre. Es la Ivermectina, una droga veterinaria. Yo he hecho milagros con ella, llevo más de 20 años curando casos desahuciados por la ciencia. Lo aprendí de un indio cuando manejaba ganado con los Ochoa en el Cauca. Empecé dándoselo a los peones y a sus hijos y a sus mujeres. Todos se curaban, incluso de ataques epilépticos, de disenterías y hasta de apendicitis, que por allá lo llaman cólico miserere. De todas partes me buscaban. No falla. El pueblo me cree, pero en los hospitales y en el gobierno nadie me paró bolas. Por envidia. He levantado gente y animales prácticamente muertos. Es una maravilla. Pero a los laboratorios no les conviene, por eso me tienen bloqueado”

En esas bajó su hijo, esta vez acompañado de la muchacha de la otra noche; se veía que ella estaba llorando, y don Bernardo volvió a callarse. Tuve el pálpito de que estaban escuchando todo detrás de la columna de un parqueadero, pero no lo podría asegurar sin equivocarme. Eso me pareció. Lo acompañaron a irse. Fue la última vez que lo vi.

Un rondero me dijo que lo habían hospitalizado. Que cuando se lo llevaban en la ambulancia, cantaba en un idioma extraño, que el doctor Oscar que es profesor de la Nacional y también lo vio salir, le dijo que era o en sánscrito o en arameo. Una señora del servicio con la cual me encontraba en las mañanas me dijo que creía haber escuchado que se había muerto por el virus de la “herpidemia”.

No he vuelto a saber de él.

Mis noches volvieron a la tranquilidad del humo y la levedad, un poco silenciosas y solitarias. De todas maneras, estoy tomando Ivermectina… por si las moscas…

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*Cuento perteneciente al libro Un hombre solo y mal acompañado, Proyecto ganador de los Estímulos al Talento Creativo Modalidad Literatura “Narrativas en tiempos de pandemia” Municipio de Envigado 2020.


Publicado por Grammata Ediciones en 2021. También fue incluido en la Antología latinoamericana de relatos Eso es… puro cuento, de la Editorial Libros para Pensar, publicada en 2021.


Otras lecturas recomendadas:


miércoles, 15 de septiembre de 2021

miércoles, 8 de septiembre de 2021

El infinito en un Junco. Irene Vallejo

Un libro te permite conocer los pensamientos y la forma de hablar de alguien que existió cientos o miles de años atrás. 

Escribir te permitirá decirle a alguien al oído lo que piensas, lo crees, lo que sueñas, sin que ningún intermediario se lo cuente. Nunca será lo mismo que alguien te cuente lo que pensaba tu tatarabuelo, que leer lo que escribió tu ancestro, y que llegó hasta ti en la forma de una carta o un diario. 

La escritura es el invento más maravilloso que jamás podrá existir; el libro, el objeto más mágico y trascendental que se haya hecho en toda la historia de la humanidad. 

Esta semana les quiero recomendar un libro que habla de los libros:  El infinito en un junco, de la filóloga española Irene Vallejo.   

Trascribo aquí un pequeño fragmento para que se antojen de su lectura¹.  Un libro maravilloso que vale la pena conocer y disfrutar. 

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Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras solo existían en la voz. Encontrabas por todas partes los dibujos mudos de las letras, pero no significaban nada para ti. Los adultos que controlaban el mundo, ellos sí, leían y escribían. Tú no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque te bastaba hablar. Los primeros relatos de tu vida entraron por las caracolas de tus orejas; tus ojos aún no sabían escuchar. Luego llegó el colegio: los palotes, los redondeles, las letras, las sílabas. En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura.

Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.

Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.

En esos años, fui perdiendo los dientes de leche, uno a uno. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo —la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, y el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía—.

Y, cuando llegábamos a episodios especialmente emocionantes —una persecución, la proximidad del asesino, la inminencia de un descubrimiento, la señal de una traición—, mi madre carraspeaba, fingía un picor de garganta, tosía; era la señal pactada de la primera interrupción. Ya no puedo leer más. Entonces me tocaba suplicar y desesperarme: no, no lo dejes aquí; sigue un poquito más. Estoy cansada. Por favor, por favor. Interpretábamos la pequeña comedia, y luego ella seguía adelante. Yo sabía que me engañaba, claro, pero siempre me asustaba. Al final, una de las interrupciones sería de verdad, y ella cerraría el libro, me daría un beso, me dejaría a solas en la oscuridad y se entregaría a esa vida secreta que viven los mayores por la noche, sus noches apasionantes, misteriosas, deseadas; ese país extranjero y prohibido para los niños. El libro cerrado se quedaría sobre la mesilla, callado y terco, expulsándome de los campamentos del Yukón, o de las orillas del Misisipi, o de la fortaleza de If, de la posada del Almirante Benbow, del monte de las Ánimas, de la selva de Misiones, del lago de Maracaibo, del barrio de Benia Kirk, en Odesa, de Ventimiglia, de la perspectiva Nevski, de la ínsula Barataria, del antro de Ella Laraña en la frontera de Mordor, del páramo junto a la mansión de los Baskerville, de Nijni Nóvgorod, del castillo de Irás y No Volverás, del bosque de  Sherwood, del siniestro laboratorio de anatomía de Ingolstadt, de la arboleda del barón Cosimo en Ombrosa, del planeta de los baobabs, de la misteriosa casa de Yvonne de Galais, de la guarida de Fagin, de la isla de Ítaca. Y, aunque yo abriese el libro en el lugar oportuno, señalado por el marcapáginas, no serviría de nada, pues solo vería líneas llenas de patas de araña que se negarían a decirme una mísera palabra. Sin la voz de mi madre, la magia no se hacía realidad. Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.

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Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) es una filóloga y escritora española. Ha recibido numerosos premios literario, entre otros, el  Premio Nacional de Ensayo 2020 por su libro El infinito en un junco.​

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1.  Como ustedes saben, no suelo publicar textos ajenos sin permiso de los autores.  He enviado una solicitud a la autora de este bello fragmento, para compartirlo en el blog, pero no he recibido respuesta aún. He decidido publicarlo porque me gusta creer que alguien que ama tanto los libros no se negaría a compartir esta vivencia con otras personas. 


miércoles, 1 de septiembre de 2021

La historia de la Historia Clínica

La historia clínica siempre ha sido la cenicienta de la atención médica.  Los profesionales se quejan de tener que hacerla, como si la historia clínica fuera solamente escribir en un papel o en un computador. 

Pero en esta conferencia, veremos que la historia clínica es la protagonista, junto con el paciente, de cualquier atención en salud.  

Etimológicamente hablando, "historia" en griego significa "investigación", mientras que "clínica" hace referencia al "paciente" (del griego "kliné" que significa "cama"). En otras palabras, Historia clínica se refiere a todo aquello que se investiga ante la cama de un paciente. 

Insisto: la historia clínica no es solo lo que se escribe.  Es lo que se investigó, lo que se descubrió, y el registro completo y detallado de lo que le ocurre a un paciente, lo que se le hizo, y lo que habrá de hacerse. 

El papel o el archivo al que, erróneamente llamamos "historia clínica", es tan solo una parte: el registro, ⏤la evidencia⏤ de que se hizo una investigación completa y detallada.  

Como lo exponía Pedro Laín Entralgo, "la historia clínica es el arte de ver, oír, entender y describir la enfermedad de un paciente".  




Hasta la próxima semana. 




miércoles, 25 de agosto de 2021

Las matemáticas son para siempre

¿Para que sirven las matemáticas?

Según Eduardo Saenz de Cabezón, cuando alguien te pregunta para qué sirven las matemáticas, no te está preguntando por aplicaciones de las ciencias matemáticas. Te está preguntando: "¿Y yo por qué tuve que estudiar esa mierda que no volví a usar nunca?"

Afortunadamente nunca me he preocupado por preguntarme para qué sirven las matemáticas. Simplemente las uso, y las disfruto. Agradezco a mis profesores por enseñarme a pensar con método y descubrir patrones en el mundo que me rodea.

Los invito a escuchar esta divertida conferencia sobre las matemáticas.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Reflexiones de Schopehauer sobre la actividad literaria

¿Qué hace a un escritor?  ¿El acto de escribir?  Si así fuera, todos los que copian un texto serían escritores.  ¿Tal vez el acto de inventar una historia?  Siendo así, quien dice una mentira se convertiría  automáticamente en escritor, y sabemos que eso no es cierto. ¿El uso correcto de un lenguaje, tal vez?  Entonces lo sería un abogado que redacta un contrato, o un matemático que sabe utilizar su lambdas e integrales para formular una ley matemática en un lenguaje técnico.  

¿Qué hace a un escritor?

Tal vez es una pregunta que no tiene respuesta.  

Personalmente, me atrevería a decir lo que no es un escritor...  pero temo ofender a unos cuantos, y sobre todo, quedar yo mismo en evidencia porque tampoco lo soy. 

Esta semana les comparto un texto de Arthur Schopenhauer sobre lo que es ser un escritor, publicado en su libro Parerga y paralipómena II.  Al final de la entrada, les dejo el enlace para descargar el libro completo. 

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SOBRE ACTIVIDAD LITERARIA Y ESTILO

Arthur Schopenhauer
Parerga y paralipómena II


§ 272

Existen ante todo dos tipos de escritores: los que escriben en atención al tema y los que escriben por el propio escribir. Aquellos han tenido pensamientos o experiencias que les parecen dignos de comunicar; estos necesitan dinero y por eso escriben, por dinero. Piensan a efectos de escribir. Se los conoce en que se explayan en sus pensamientos todo lo posible y desarrollan ideas que son verdaderas a medias, equívocas, forzadas y oscilantes; también la mayoría de las veces les gusta la penumbra a fin de aparentar lo que no son; por eso sus escritos carecen de definición y plena claridad. De ahí que podamos notar enseguida que escriben para llenar un papel: a veces eso puede ocurrir incluso a nuestros mejores escritores: por ejemplo, en algunos pasajes de la dramaturgia de Lessing e incluso en algunas novelas de Jean Paul. Tan pronto como lo notamos, debemos abandonar el libro: porque el tiempo es oro. Mas en el fondo el autor que escribe para llenar papel estafa al lector: pues finge que escribe porque tiene algo que comunicar. — La ruina de la literatura son los honorarios y la prohibición de la reproducción. Solo escribe cosas dignas de ser escritas quien escribe exclusivamente en consideración al tema. ¡Cuánto se ganaría si en todas las ramas de la literatura existieran pocos libros pero excelentes! Pero no se puede llegar a eso mientras se puedan cobrar honorarios. Pues es como si hubiera una maldición sobre el dinero: cualquier escritor se vuelve malo en cuanto escribe por algún lucro. Las obras más eximias de los grandes hombres son todas del tiempo en que tenían que escribir gratis o por unos honorarios muy exiguos. Así que también aquí se confirma el refrán español: «Honra y provecho no caben en un saco» [540]. 

Toda la miseria de la literatura actual dentro y fuera de Alemania tiene su raíz en el hecho de que se gane dinero escribiendo libros. Todo el que necesita dinero se sienta y escribe un libro, y el público es tan tonto como para comprarlo. La consecuencia secundaria de ello es la ruina del lenguaje. 

Una gran cantidad de malos escritores vive exclusivamente de la extravagancia del público de no querer leer más que lo que se imprime hoy: los periodistas ¡Journalisten! ¡Acertada denominación! En nuestra lengua se diría «jornaleros»
[Tagelöhner]

§ 273

A su vez podemos decir que hay tres tipos de autores: en primer lugar, los que escriben sin pensar. Escriben de memoria, por reminiscencias, o inmediatamente a partir de libros ajenos. Esta clase es la más numerosa. — En segundo lugar están los que piensan mientras escriben. Piensan para escribir. Son muy frecuentes. — En tercer lugar, los que han pensado antes de ponerse a escribir. Escriben simplemente porque han pensado. Son raros.

Aquel escritor del segundo tipo, que demora el pensamiento hasta el momento de escribir, es comparable al cazador que sale a la buena de Dios: difícilmente llevará muchas presas a casa. En cambio, la actividad del escritor de la tercera clase es como una batida para la que se han apresado y encerrado de antemano las piezas, a fin de que después salgan en manada de su encierro hacia otro lugar igualmente acotado en el que no pueden escapar del cazador: de modo que entonces él sólo tiene que ocuparse de apuntar y disparar (la exposición). Esa es la caza que produce algún fruto. —

Pero incluso dentro del pequeño número de escritores que piensan realmente, con seriedad y de antemano, son muy pocos los que piensan sobre el asunto mismo: los demás piensan únicamente sobre libros, sobre lo que han dicho  otros. En efecto, para pensar necesitan el estímulo cercano e intenso de los pensamientos ajenos ya dados.

Estos se convierten en su tema inmediato; de ahí que permanezcan siempre bajo su influencia y, en consecuencia, nunca logren una verdadera originalidad. Aquellos primeros, en cambio, son incitados a pensar por el asunto mismo, y por eso su pensamiento está dirigido inmediatamente a él. 

Solamente entre ellos se pueden encontrar los que permanecen y devienen inmortales. — Se entiende que aquí hablamos de las ramas superiores de la literatura y no de los que escriben sobre los destiladores.

Solamente merece ser leído el que toma la materia de sus escritos inmediatamente de su propia mente. Pero el redactor de libros, el escritor de compendios, el historiador usual, entre otros, toman su materia inmediatamente de los libros: desde estos llega aquella a los dedos sin haber pasado siquiera por la aduana ni haber sido inspeccionada, por no hablar de que haya sido elaborada. (¡Qué hombres más instruidos serían algunos si supieran todo lo que se encuentra en sus propios libros!) De ahí que sus habladurías tengan un sentido tan impreciso que en vano se rompe uno la cabeza para descubrir qué piensan en último término. No piensan absolutamente nada. En ocasiones el libro que plagian ha sido redactado exactamente de la misma manera: así que con la actividad literaria ocurre lo mismo que con las reproducciones en yeso de las reproducciones de reproducciones, etc.; con lo que al final Antinoo se convierte en la silueta apenas reconocible de un rostro. Por eso a los compiladores se les debe leer lo menos posible: pues es difícil evitarlos por completo, ya que incluso los compendios, que contienen en un exiguo espacio el saber acumulado en el curso de muchos siglos, se incluyen también entre las compilaciones. 


No existe mayor error que creer que la última palabra  pronunciada es siempre la más correcta, que todo lo escrito con posterioridad es una mejora de lo que se ha escrito antes, y que toda transformación es un progreso. Las cabezas pensantes, los hombres de juicio acertado y la gente que se toma las cosas en serio son siempre meras excepciones; la regla en el mundo es siempre la chusma: y esta se encuentra siempre preparada y se afana solícita en echar a perder a su manera lo que aquellos han dicho tras una madura reflexión. De ahí que quien quiera instruirse sobre un tema deba guardarse de echar mano enseguida de los libros más recientes sobre él dando por supuesto que las ciencias progresan cada vez más y que en la redacción de estos libros han sido utilizados los más antiguos. Efectivamente, lo han sido; ¿pero cómo? A menudo el escritor no comprende a fondo a los autores anteriores pero no quiere utilizar directamente sus palabras, así que estropea y echa a perder lo que ellos dijeron mucho mejor y con mucha más claridad; porque ellos escribieron con conocimiento de causa propio y vivaz. Muchas veces deja que se escape lo mejor que han producido, sus explicaciones del tema más acertadas, sus más afortunadas observaciones; porque no conoce su valor, no siente su expresividad. A él no le resulta homogéneo más que lo trivial y superficial. — A menudo un excelente libro antiguo ha sido desplazado por otros modernos, peores, redactados por dinero pero que han aparecido de forma pretenciosa y han sido elogiados por los compañeros. En las ciencias cada cual quiere publicar algo nuevo para hacerse valer: a menudo esa novedad consiste simplemente en derribar las opiniones correctas que prevalecían hasta el momento para sustituirlas por sus patrañas: a veces da resultado durante poco tiempo y luego se vuelve a las antiguas opiniones correctas. Aquellos autores modernos no se toman en serio nada en el mundo más que su valiosa persona: quieren hacerla valer. Y debe hacerse rápidamente por medio de una paradoja: la esterilidad de sus mentes les aconseja el camino de la negación: se niegan verdades conocidas desde hace tiempo, por ejemplo, la fuerza vital, el sistema nervioso simpático, la generatio aeqnivoca o la separación que hace Bichat del efecto de las pasiones y el de la inteligencia; se vuelve a un atomismo craso, etc., etc. Por eso, con frecuencia el camino de las ciencias es retrógrado. — Aquí se incluyen los traductores, que al mismo tiempo corrigen y elaboran al autor, lo cual siempre me parece impertinente.

Escribe tú mismo libros que merezcan ser traducidos y deja las obras de los demás como están. — Así pues, cuando sea posible, se debe leer a los auténticos autores, fundadores e inventores de las cosas, o al menos a los reconocidos grandes maestros de la materia; y más vale comprar de segunda mano los libros que su contenido. Pero dado que inventis aliquid addere facile est [542], una vez bien asentado el fundamento tendremos que conocer también las recientes adiciones. En conjunto vale aquí, como en todo, esta regla: lo nuevo raramente es lo bueno; porque lo bueno es lo nuevo solo un breve tiempo[543].

Para un libro su título debe ser lo que a una carta el encabezamiento; es decir, ante todo ha de tener la finalidad de presentárselo a la parte del público que puede encontrar su contenido interesante. Por eso el título debe ser significativo; y puesto que es esencialmente corto, tendrá que ser conciso, lacónico, exacto y, siempre que sea posible, un monograma del contenido. Por consiguiente, son malos los títulos extensos, los no significativos, los oblicuos, los ambiguos o los totalmente falsos y conducentes a error; estos últimos pueden deparar a su libro el destino de las cartas con un falso encabezamiento. Pero los peores de todos son los títulos robados, es decir, los que lleva ya otro libro: pues son, en primer lugar, un plagio; y en segundo lugar, la prueba más concluyente de una total falta de originalidad: porque quien no posee la suficiente para idear un nuevo título aún menos capaz será de darle un contenido nuevo. Afines a esos son los títulos imitados, es decir, medio robados: como, por ejemplo, cuando, mucho después de haber escrito yo Sobre la voluntad en la naturaleza, Oersted escribe Sobre el espíritu en la naturaleza.

La poca honradez que existe entre los escritores se hace visible en la falta de escrúpulos con que falsean sus entrecomillados de los escritos ajenos.

Constantemente encuentro pasajes de mis escritos falsamente entrecomillados — y mis partidarios más declarados son aquí la única excepción. A menudo el
falseamiento se produce por descuido, ya que sus expresiones y locuciones, triviales y banales, se encuentran ya en su pluma y las escriben por hábito; a veces ocurre por una impertinencia que pretende mejorarme; pero con demasiada frecuencia se produce con la peor intención; — y entonces constituye una vergonzosa infamia y una bribonada semejante a la falsificación de moneda, que priva a su autor de una vez por todas del carácter de hombre honrado. —

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Arthur Schopenhauer​ (1788-1860) fue un filósofo alemán, considerado uno de los más brillantes del siglo XIX y de más importancia en la filosofía occidental, siendo el máximo representante del pesimismo filosófico​​ y de los primeros en manifestarse abiertamente como ateo.  Sus ideas influyeron definitivamente en el desarrollo de la filosofía, la política y la ciencia del siglo XIX y XX