"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 29 de septiembre de 2021

De la vida real de un médico, al cuento

Esta semana les comparto un podcast en el que mi amigo y colega, el doctor Sebastián Alba y yo, conversamos sobre cómo un médico se mete en el cuento de contar historias.

Hablaremos de la creatividad y de la imaginación, de darnos permiso de seguir imaginando y creando mundos.  Todo lo que existe, alguien lo imaginó en el pasado. 

Los invito a pasar un rato agradable. 


Mis agradecimientos a Sebastián Alba, gerente de Revive Entrenamiento Medico Integral  y a Tatiana y Dana que hicieron posible esta charla. 





miércoles, 22 de septiembre de 2021

El revuelvis. Cuento de Emilio Alberto Restrepo Baena.

Esta semana, otro cuento del escritor Emilio Alberto Restrepo Baena. Este texto hace parte del libro "Un hombre solo y mal acompañado", Un proyecto ganador de los Estímulos al talento creativo, modalidad Literatura del municipio de Envigado 2020. Las ilustraciones que acompañan este relato y hacen parte del libro son de Carlos Marín. Para este blog fueron extraídos de la página Laterales.com.



EL REVUELVIS

Emilio Alberto Restrepo Baena


No me gusta el trago en exceso, nunca me tomo más de tres copas de un buen vino tinto y no paso de dos vasos de whisky. Odio las transformaciones que obran en los cerebros y en los comportamientos de las personas que no saben controlar el consumo de licor. Me repugna esa sobadera, esa hipocresía contenida, ese humor tonto y ramplón, esa sinceridad forzada e hiriente que hace sentirse a los malos borrachos con derecho a ofender a los demás, esos aires de cretinismo que lleva a muchos machos maldotados a creerse hermosos, deseables, apetecibles, cuando no son más que unos mantecos ordinarios y ramplones. Vicios secos tampoco tengo. Lo único que me gusta es fumarme un porro pequeño antes de acostarme. Lo hago desde que tengo memoria. Me relaja, me regula el sueño, me baja los niveles de ansiedad y hasta la jaqueca que me ocasiona estar tantas horas ante la pantalla de un computador. No me afecta mis relaciones con los demás (de por sí escasas), no le causo daño a nadie con esa costumbre y en justicia, creo que a nadie le importa, ninguna persona me ha tenido que pagar ni una dosis. Además, es una costumbre barata, ecológica y ya está legalizada la dosis personal. Tiene que estar uno muy de malas para que a uno lo joda un policía tratando de redondearse la quincena.
Ilustración de Carlos Marín
Ilustración de Carlos Marín


Desde que estamos confinados y para no ahumar los muebles y cortinas de mi apartamento, me acostumbré a bajar en las noches al parquecito a fumarme el cigarrillo de la merienda. A esa hora está muy solo y nadie parece reparar en uno con moralismos y reproches, pues en ese momento de la noche los biempensantes ya están encerrados y el resto está en lo mismo que uno.

En ese escenario fue que conocí a don Bernardo, un señor que pasó parte de la cuarentena en mi unidad, en el apartamento de los hijos, todo un personajón.

Inicialmente empecé a notar que todas las noches, un muchacho bajaba con su padre ya setentón, lo dejaba allí tranquilo mientras el viejo se fumaba su cigarrillo y lo recogía a los 20 minutos. Era una rutina milimétrica que no se salía del libreto, como si lo cuidaran mucho, pero de manera más mecánica que afectiva. Al principio el vejete era callado, su cuerpo era rígido y se movilizaba como en bloque, parecía que le costaba andar; hablaba con voz gangosa, la lengua era pesada y arrastrada y parecía estar bajo el efecto de algún medicamento. No socializaba, apenas el saludo, unos cuantos comentarios sobre el clima, el virus y la cuarentena. Cada uno continuábamos en lo nuestro sin apenas prestarle atención al otro.

Pero una noche, después de darle una calada a su cigarro, le sobrevino un ataque de tos que lo hizo parar de la piedra en que se encontraba recostado, y empezó a tener dificultad respiratoria. No había mucha luz, pero parecía tener una tonalidad morada en sus labios y cuando menos pensé, estaba en el suelo, consciente aún, pero como sufriendo una especie de síncope.

De inmediato procedí a auxiliarlo, ayudándolo a levantarse y tratando de determinar si había tenido alguna lesión durante el desvanecimiento. Lo que más me preocupaba era que hubiera sufrido un infarto, un derrame, una convulsión o algún evento parecido. Y ni siquiera sabía de qué apartamento era. Pensé que tenía que acudir a alguno de los vigilantes, pero al mirar para pedir ayuda, no había ninguno por esos lados. Preferían hacerse los locos para no decirme nada por estar fumando bareta, o eso era lo que me parecía y me sentía cómodo con su actitud.

-Señor, señor, ¿cómo se siente? ¿Puede respirar? ¿Le duele el pecho o sufre del corazón o es epiléptico? Dígame como le ayudo.

-Tranquilo, tranquilo. Ya se me va a pasar. No me aprete tan duro, déjeme respirar, home. Cof, cof. Últimamente sufro ataques de tos por una droga que me tomo para la presión, pero se me pasa rápido. No es nada grave. Me da cada nunca, cuando aspiro muy hondo el humo del cigarrillo, me agarra una tos muy espesa, me alcanzo del pecho para respirar y si me descuido, me voy de culos para el piso.

-Pero, ¿no se quebró nada en la caída? ¿puede mover todo?

-Fresco, señor. No me pasó nada, ni siquiera un raspón, la caída fue como despaciosa y no alcancé a perder del todo el sentido, entonces logré medio apoyarme. Muchas gracias. Déjeme me acomodo.

El hombre parecía controlar la situación, se recuperó muy fácil, como si no fuera la primera vez que le ocurría.

-Un favor, amigazo −dijo mirando para todos los lados para comprobar que nadie lo había visto−. No le vaya decir nada de esto a mi hijo. Me muelen a cantaleta y de pronto vuelven y me encierran en la casa o no me dejan fumar mi puchito y es de la única forma como me dejan salir un rato.

-No se preocupe señor. No me meto en los asuntos de nadie. Por mí, quédese tranquilo, ni siquiera sé en qué torre vive.

En ese preciso momento llegó el hijo y sin apenas mirarme, lo tomó del brazo y se lo llevó. Noté que ya caminaba con más dificultad, movía con menos facilidad su cuerpo, pero me dio la impresión de que se esforzaba por parecer más limitado de lo que era, o por lo menos aquello fue en lo que pensé entonces.

Durante los días que siguieron, el hijo no lo dejó solo, se quedó rondando por los lados del gimnasio, mientras hacía unas llamadas por el celular, pero el viejo me saludó amable, como con ganas de conversar, pero haciéndome entender que no quería ganarse los reproches del hijo ni hacer nada que pusiera en peligro su salida de todas las noches. Como si hubiera sido un privilegio duramente ganado a pulso.

A la semana siguiente, todo volvió a la normalidad, el hijo lo acompañaba y lo dejaba. Se veía tranquilo y no se obstinó en acompañarlo.

– ¿Cómo le va amigazo, qué hay de sus cosas?

– Muy bien don Bernardo. ¿Cuénteme, cómo va su salud? −le pregunté de manera genuina. Por alguna razón de codificación interna de mi cerebro, el tipo me caía bien, no me sentía encartado con su presencia ni con su charla. No hice nada por repelerlo, ni por alejarme.

Y así seguimos varios días, algún saludo, cada cual en lo suyo, pero sin profundizar en los terrenos del otro, entendiendo muy bien que cada cual tenía su espacio y sin mostrar ningún interés en violentarlo. Me parecía bien y me hacía sentir cómodo.

Una noche, apenas al llegar, me disparó sin rodeos:

-Amigazo, le pido encarecidamente un favor. Deme un porrito de los suyos. Le digo la verdad, no la vengo consumiendo, pero me ha gustado. Le tengo mucho cariño, pero en la casa no lo saben. Le cogí la buena a la bareta cuando sufrí el linfoma, superé las quimioterapias y me di cuenta de que me servía mucho para las náuseas. Estaba que le decía, pero no encontraba la forma, hasta que me decidí…

-No se preocupe, don Bernardo, tome tranquilo −saqué mi tabaquera y le extendí un cigarrillo pequeño, bien compactado. Se sonrió, y se pegó de una de él, como un canero viejo, chupando como un murciélago veterano y curtido en esos menesteres.

-Me tiene jodido este puto confinamiento, amigazo. El presidente nos encerró. Mis hijos no me dejan salir, pero ellos sí pueden entrar y salir con sus novias y amigos como les da la gana, y sabiendo que viven en otros barrios. Será que los bichos de ellos no se pegan. Pero yo salgo media hora, y me tengo que empapar en alcohol y hasta bañarme. No es justo, pero ni forma de hablar. Ya uno como viejo no tiene ni voz ni voto. Lo que ellos digan y piche caliche, y uno encerrado como una güeva…

-Será por su edad y sus enfermedades, don Bernardo. Me imagino que es por cuidarlo.

-Que cuidarlo ni qué nada, home. ¡Es un asunto de poder! Es por mostrar quién es el que manda, y yo ya no mando. Es por ver quién es el que la tiene más grande y avanza más el chorro, y yo ya orino sentado. Mi tiempo pasó, amigazo, y míreme, recogido y arrimado en la casa de mis hijos. A merced de lo que ellos quieran hacer conmigo, obligado a hacer lo que ellos consideran conveniente.

-Así se ponen a veces las cosas −respondí como por decir algo, pero ya con ganas de encerrarme. En ese punto comprendí que le había dado confianza al viejo, y me estaba usando para desahogarse, para hacer catarsis conmigo. Y eso ya no me estaba pareciendo simpático.

-Es que antes yo era el que mandaba la parada, era el del billete. Conseguí mucha y la boté toda. Les enseñé a ser independientes, a no depender de nadie y parece que aprendieron muy bien. Ahora, ya viejo y enfermo, me toca hacer lo que digan, amigazo. Pero le confieso, no es que esté muy contento que digamos.

-Las cosas cambian, y no siempre hay forma de tener el control. Por eso vivo solo, para no rendirle cuentas a nadie…

-Yo también vivía solo desde que murió mi esposa. Me conseguí muchas viejas, pero todas eran por sacarme plata. Eso es claro: si una mujer sale con un vejestorio como yo, es para ruñírselo. ¡Quién le va a dar besos a uno si no es por puro interés! Y para eso las mujeres son unas expertas. Al que pueda se lo escurren.

-¿Y por qué no vive independiente?

-Qué va, me quebré, me quedé sin un peso, y luego me enfermé. Y ya no tengo forma de rebuscarme. Antes hacia los negocios que fuera, y en todos me iba bien. Y ya ni siquiera le puedo dar al “revuelvis”, ya no hay con quién.

-¿Al revuelvis?

-Si home, a la mezcla, al revuelvis, que es como todos los ricos de este país consiguen plata. Usted sabe que detrás de todo negocio legal, hay uno sucio. Por encima le damos a la propiedad raíz, y por debajo a los mandados. Por encima al ganado y a las fincas, por debajo a los apuntados. Por encima al comercio y por debajito al lavado. Eso no es pecado, todo el mundo lo hace, en este pueblo no hay fortuna limpia, a mí que me la muestren. Todos se han untado. Ese es el “revuelvis”, viene de revolver, ¿me “entiendis”?

-Hombre don Bernardo, yo estaba sano de todo eso.

-Por eso es que no ha conseguido plata, amigazo. Yo conseguí la que usted se imagine, y se me evaporó. En este punto no tengo un peso. Antes me sobraban las hembras, y ahora, para sonsacar una sirvienta, me toca pagarle a un muchacho para que me deje entrar al cuarto útil de los sótanos, para que le haga un cariñito a uno.

-¿En el cuarto útil? ¿Aquí, en la unidad?

-Por plata baila el perro, amigazo. Los pelaos no tienen moral, bueno, no es que yo tuviera mucha, pero ahora por veinte mil pesos alquilan los cuartos útiles a las parejas de noviecitos. Yo me pillé a un muchacho que lo hacía y le dije que, si no me lo alquilaba a mí para ir con una muchacha que tenía conversada, lo iba a aventar con los papás. Le cuento más, me lo prestó gratis, se cagó del miedo, pero a la muchacha no la volví a ver, como que en la casa le preguntaron que quién era ese viejo que la llamaba, les entró desconfianza y como que la echaron con la disculpa de la cuarentena.

-¿En serio, don Bernardo? ¿Usted hace todas esas cosas?

-Pues ganas no me faltan, pero estas drogas me afectan mucho, pues me producen muchos efectos secundarios, usted me entiende. Y las voladas, un problema. Eso bien difícil que está, con los hijos marcándolo a uno, llenos de desconfianza con uno, a toda hora pensando lo peor de uno, ni los culpo, como me dicen a cada rato que le di tan mala vida a la mamá, hasta razón tendrán…

-¿Y cómo maneja los asuntos, con esos medicamentos, sin plata…?

-La droga casi no me la tomo, eso hace mucho daño, lo emboba a uno, le tumba el pájaro, le mata la naturaleza a uno y lo deja a uno sin ilusiones, casi sin alegrías. Hago como si me la tomara, pero no, la boto al baño, les hago creer que estoy juicioso. Llevo ya una semana así. El problema es que lo va cogiendo a uno el insomnio y las ganas de andar la calle, en medio de este encierro tan condenado, pero qué se le va a hacer, unas por otras…En ese preciso instante llegó el hijo a recogerlo, tuvo que suspender su discurso y partió con él sin ofrecer repulsa. Mientras se despedía, me mató el ojo y me dijo que “mañana hablábamos”.

En ese momento me reconocí a mí mismo que me caía bien tamaño personaje. No me disgustaba su cháchara y, por el contrario, me estaba haciendo un “efecto Sherezada”, pues esperaba volvérmelo a encontrar para que me siguiera contando sus anécdotas. Y me hacía sentir como en la crónica de Truman Capote, cuando se trababa con la mucama para que le contara historias y salían a andar por New York cagados de la risa.

Durante varios días bajó al parque, pero lo acompañaba una hija que no se le despegaba. No hablaba mucho, se mantenía haciendo una especie de curso de inglés en una tableta y era pendiente de lo que me decía don Bernardo, quien por supuesto, en su astucia de perro viejo no decía nada, ni pedía un chutecito del bareto que tanto le gustaba, ni siquiera yo pude hacerlo delante de ella, mejor esperé hasta más tarde para hacerlo cuando se fueran, para no darle motivos de que le prohibieran los encuentros con este vecino−mala− compañía en que yo me había convertido.

Cuando ya pudo por fin quedarse solo conmigo, estaba ávido de trabarse, lo noté ansioso y mucho más suelto que las primeras veces.

− Estoy tristón, amigazo. Me he acordado mucho de mi papá, que en estos días ajustó años de muerto. Ese sí que era todo un varón, siquiera no alcanzó a conocer muchas cosas mías, para no hacerle pasar vergüenzas, como se las he hecho pasar a mis hijos. Ese hombre sí que era correcto, era un riel, no se torcía para nada.

− ¿Y se murió hace muchos años? −pregunté por darle continuidad a la charla que había iniciado.

− Hace como treinta o treinta y cinco años, se murió en una rabia, de pie y dando guerra, cuando lo iban a secuestrar. Decía que a él le iba a pasar como su amigo Berto, que lo mató la guerrilla al momento de secuestrarlo, que él tampoco se iba a dejar. Era un momento en que a todo el que tenía plata la chusma, política o delincuencia común, se lo llevaba para quitarle el patrimonio, los ricos no estaban tranquilos, pero al momento de caerle a la finca, cuando iba a sacar la automática para encenderse a plomo con esos bandidos, le vino un infarto fulminante que le partió el corazón en pedacitos. No alcanzó a disparar ni se dejó asesinar. El obispo dijo en el entierro que lo había matado la indignación, que se murió en un ataque de “ira−justa”, lo que daba el derecho inmediato al cielo. Yo de teología no entiendo, pero me parece muy acertado.

− Juepucha, era como agrio el cucho.

− Ese lo que tenía era los pantalones muy bien puestos. Su amigo Berto, el que él citaba, sí le hacía al “revuelvis”, y era muy amigo de los traquetos y enredaba negocios de todo tipo con ellos, pero mi papá sí que le reprochaba eso. Nunca estuvo de acuerdo con sus extravagancias ni con sus excesos ni con la farándula de tener avioneta y helicóptero y mostrarse ante todo mundo montando bestias caras y el billete y el rejoneo y las muchachas. Al mío le encantaba la plata, eso sí, pero camellando por lo legal.

− ¿Y murió muy joven?

− Si acaso de cuarenta añitos, home. Era prácticamente un bebé. Él se hizo muy conocido allí en el barrio Laureles, porque fue el último que retó a un contrincante a duelo, con todas las de la ley. Nada de mandarle sicarios, pura cuestión de honor. Pregunte y verá.

− ¿Y cómo fue eso don Bernardo?

− Una vez hizo un negocio de ganado a utilidades, en compañía de un tío de su misma edad, que era su mejor amigo, prácticamente como si fuera un hermano. Pero eso es como así, los que le roban a uno son los más cercanos, los de más confianza, lo cierto fue que hicieron un negocio de palabra con unas reses, y como que las que se morían eran siempre las de mi papá. El tío se mantenía en la finca y mi cucho en Medellín, manejando la vuelta por teléfono. Y así, lo de siempre, se descuadraron en varios millones, el negocio nunca dio, el tío decía que las cuentas estaban mal hechas, que los gastos, que los cuatreros, que la aftosa, en fin, lo cierto fue que al liquidar no dieron ganancia y mi papá estaba debiendo harta plata. Quedaron mal a mucha gente de la ciudad que los conocía y que confiaban en ellos. Pero el tío no les dio la cara y a mi papá le tocó frentiar todo ese mundo de acreedores.

− Y, ¿entonces?

−Nada, lo llamó, lo confrontó, le dijo “vea hombre. Usted y yo somos familia. Eso no se le hace ni al peor enemigo. Yo no le robé, usted dice que no me robó. Entonces esto no es una cuestión de robarle al otro, porque los dos resultamos dizque los más honrados del mundo. Entonces es una cuestión de honor y la única forma de arreglarlo es con honor. Entonces no hay de otra. Veámonos en donde usted diga, con las armas que usted disponga. Y nos partimos a bala o nos picamos a machete o nos molemos a garrote. Traiga sus testigos y yo los míos. Voy a citar a la gente de la Feria de Ganados, que nos acompañen como refrendatarios, que vean cómo es la cosa. Y el que quede de pie, se queda con el ganado que quedó vivo y con la buena fama y entierra al otro con la dignidad de haber asumido el compromiso como un verdadero hombre, sin preguntas y sin dudas”

− ¿En serio? Eso parece de una película de vaqueros.

− Qué película ni qué cuartos, home. Palabrita pa´mi Dios que es como se lo cuento o que me caiga un rayo si digo embustes.

− Pero así no fue como murió su papá, según me dijo.

− Claro que no, home. A él le dio un infarto, así como le conté. Póngame cuidado, le sigo contando. Nada, mi papá se presentó con testigos, con padrinos, con todas las armas para que el tío escogiera. Muy madrugado lo esperó en el segundo parque de Laureles. Eso estaba lleno de patos, ni que estuvieran repartiendo plata. Luego de 2 horas, el tipo nunca apareció. Le dio cutupeto, puro culillo. Quedó como un cobarde. Mi papá tenía la conciencia limpia y sabía para dónde iba, afrontó todo con valor, él sabía que nada debía y nada temía. Quedó como un príncipe con los amigos, como el señorazo que era. Todos lo apoyaron y nunca dudaron de él ni le perdieron el respeto. A las 10 de la mañana ya estaban todos borrachos y cantando abrazados y cargando en hombros a mi papá en reconocimiento a sus cojones. Al tío nunca se le quitó la fama de pícaro, perdió el prestigio, nadie le volvió a dar crédito y murió rechazado por todos y alcoholizado en la finca. Hasta su mujer lo dejó por miserable y muerto de hambre. Lo mordió una culebra y murió desangrado. Para resumirle, ese era un bobo−hijueputa.Y de nuevo, como en las mil y una noches, llegó el hijo y se lo llevó para la casa. Parecía como con el tiempo medido, no le daban tregua. “Mañana vuelvo, para contarle otras cositas”, me susurró. El hijo pareció oírlo, y lo apresuró asiéndolo por el codo.

Al otro día me cumplió la cita, la que sin acordarlo, quizá los dos ya estábamos esperando que fuera de las últimas. Estaba extrañamente fluido, parecía atacado por las ganas de hablar. Tenía un brillo nuevo en sus ojos, inyectados de un soplo de vida. No sé por qué, pero lo asocié a que no se estaba tomando la droga y que había encontrado en mí a un interlocutor que le permitía soltar todo ese voltaje que llevaba adentro. Supuse que me estaba esperando durante todo el día para echarme el rollo, sin apenas saludarme:

“Esto que le voy a contar, nadie lo sabe, casi ni mi familia, pero yo fui quien salvó a Hidrohituango de la tragedia. Cuando era inminente que el río iba a arrasar con todos esos pueblos, recibí una razón. Yo ya vivía en Caucasia, andaba muy restiado de plata y ya era un buen viviente, no le digo que un santo, pero andaba en cosas buenas, mucha pensadera en la gente y tratando de hacer obras de caridad para compensar tanta cagada que había hecho por tanto tiempo. Un taita de Tarazá, con poder de sanación, dijo que me necesitaba; no sé de dónde se averiguó, pero sabía que yo tenía la energía que él precisaba, que yo, como él, era uno de los elegidos y debía acompañarlo, pues no se sentía capaz de hacerlo solo, me requería y mandó por mí para complementarlo en su labor. Era anciano y entre su hijo y yo lo llevamos cargado al monte, a una especie de santuario en la roca y rezamos tres jornadas seguidas. No sentíamos ni hambre ni sed, apenas dormíamos y nos sosteníamos con agua y troncos de panela. Al final, el conjuro funcionó, las aguas se calmaron y volvimos exhaustos al pueblo. Tuve una semana de fiebres malignas y supe que el viejo murió a los días. Pero valió la pena: miles de personas, animales, cosechas y casas se salvaron. Cuando era inminente la tragedia, el Señor nos escogió como vehículo −de−su− misericordia y hoy pueden contar el cuento. Yo no hice aspavientos, pero tuve que contarle a mi familia cuando me perdí esos días, pues las hijas fueron a buscarme al hospital y hasta en la morgue y pusieron el denuncio y todo. No estaban para nada contentos porque me fui sin avisar, me pidieron que no le dijera a nadie, pero saben que fue por una buena causa.”Me lo contaba con absoluta seriedad y coherencia, convencido y reafirmado en cada una de sus palabras. Cuando el hijo bajó, se calló de inmediato y se fue sin despedirse, como si no quisiera que se enterara de que estaba hablando conmigo de ese tema. Disimuló como cuando un niño no quiere que se sepa que está haciendo algo prohibido.

Al otro día volvió, y tenía la misma ansiedad de contarme su historia, otra distinta: “La humanidad no quiere verlo, pero la cura del COVID−19 está ahí desde siempre. Es la Ivermectina, una droga veterinaria. Yo he hecho milagros con ella, llevo más de 20 años curando casos desahuciados por la ciencia. Lo aprendí de un indio cuando manejaba ganado con los Ochoa en el Cauca. Empecé dándoselo a los peones y a sus hijos y a sus mujeres. Todos se curaban, incluso de ataques epilépticos, de disenterías y hasta de apendicitis, que por allá lo llaman cólico miserere. De todas partes me buscaban. No falla. El pueblo me cree, pero en los hospitales y en el gobierno nadie me paró bolas. Por envidia. He levantado gente y animales prácticamente muertos. Es una maravilla. Pero a los laboratorios no les conviene, por eso me tienen bloqueado”

En esas bajó su hijo, esta vez acompañado de la muchacha de la otra noche; se veía que ella estaba llorando, y don Bernardo volvió a callarse. Tuve el pálpito de que estaban escuchando todo detrás de la columna de un parqueadero, pero no lo podría asegurar sin equivocarme. Eso me pareció. Lo acompañaron a irse. Fue la última vez que lo vi.

Un rondero me dijo que lo habían hospitalizado. Que cuando se lo llevaban en la ambulancia, cantaba en un idioma extraño, que el doctor Oscar que es profesor de la Nacional y también lo vio salir, le dijo que era o en sánscrito o en arameo. Una señora del servicio con la cual me encontraba en las mañanas me dijo que creía haber escuchado que se había muerto por el virus de la “herpidemia”.

No he vuelto a saber de él.

Mis noches volvieron a la tranquilidad del humo y la levedad, un poco silenciosas y solitarias. De todas maneras, estoy tomando Ivermectina… por si las moscas…

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*Cuento perteneciente al libro Un hombre solo y mal acompañado, Proyecto ganador de los Estímulos al Talento Creativo Modalidad Literatura “Narrativas en tiempos de pandemia” Municipio de Envigado 2020.


Publicado por Grammata Ediciones en 2021. También fue incluido en la Antología latinoamericana de relatos Eso es… puro cuento, de la Editorial Libros para Pensar, publicada en 2021.


Otras lecturas recomendadas:


miércoles, 15 de septiembre de 2021

miércoles, 8 de septiembre de 2021

El infinito en un Junco. Irene Vallejo

Un libro te permite conocer los pensamientos y la forma de hablar de alguien que existió cientos o miles de años atrás. 

Escribir te permitirá decirle a alguien al oído lo que piensas, lo crees, lo que sueñas, sin que ningún intermediario se lo cuente. Nunca será lo mismo que alguien te cuente lo que pensaba tu tatarabuelo, que leer lo que escribió tu ancestro, y que llegó hasta ti en la forma de una carta o un diario. 

La escritura es el invento más maravilloso que jamás podrá existir; el libro, el objeto más mágico y trascendental que se haya hecho en toda la historia de la humanidad. 

Esta semana les quiero recomendar un libro que habla de los libros:  El infinito en un junco, de la filóloga española Irene Vallejo.   

Trascribo aquí un pequeño fragmento para que se antojen de su lectura¹.  Un libro maravilloso que vale la pena conocer y disfrutar. 

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Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras solo existían en la voz. Encontrabas por todas partes los dibujos mudos de las letras, pero no significaban nada para ti. Los adultos que controlaban el mundo, ellos sí, leían y escribían. Tú no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque te bastaba hablar. Los primeros relatos de tu vida entraron por las caracolas de tus orejas; tus ojos aún no sabían escuchar. Luego llegó el colegio: los palotes, los redondeles, las letras, las sílabas. En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura.

Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.

Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.

En esos años, fui perdiendo los dientes de leche, uno a uno. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo —la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, y el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía—.

Y, cuando llegábamos a episodios especialmente emocionantes —una persecución, la proximidad del asesino, la inminencia de un descubrimiento, la señal de una traición—, mi madre carraspeaba, fingía un picor de garganta, tosía; era la señal pactada de la primera interrupción. Ya no puedo leer más. Entonces me tocaba suplicar y desesperarme: no, no lo dejes aquí; sigue un poquito más. Estoy cansada. Por favor, por favor. Interpretábamos la pequeña comedia, y luego ella seguía adelante. Yo sabía que me engañaba, claro, pero siempre me asustaba. Al final, una de las interrupciones sería de verdad, y ella cerraría el libro, me daría un beso, me dejaría a solas en la oscuridad y se entregaría a esa vida secreta que viven los mayores por la noche, sus noches apasionantes, misteriosas, deseadas; ese país extranjero y prohibido para los niños. El libro cerrado se quedaría sobre la mesilla, callado y terco, expulsándome de los campamentos del Yukón, o de las orillas del Misisipi, o de la fortaleza de If, de la posada del Almirante Benbow, del monte de las Ánimas, de la selva de Misiones, del lago de Maracaibo, del barrio de Benia Kirk, en Odesa, de Ventimiglia, de la perspectiva Nevski, de la ínsula Barataria, del antro de Ella Laraña en la frontera de Mordor, del páramo junto a la mansión de los Baskerville, de Nijni Nóvgorod, del castillo de Irás y No Volverás, del bosque de  Sherwood, del siniestro laboratorio de anatomía de Ingolstadt, de la arboleda del barón Cosimo en Ombrosa, del planeta de los baobabs, de la misteriosa casa de Yvonne de Galais, de la guarida de Fagin, de la isla de Ítaca. Y, aunque yo abriese el libro en el lugar oportuno, señalado por el marcapáginas, no serviría de nada, pues solo vería líneas llenas de patas de araña que se negarían a decirme una mísera palabra. Sin la voz de mi madre, la magia no se hacía realidad. Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.

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Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) es una filóloga y escritora española. Ha recibido numerosos premios literario, entre otros, el  Premio Nacional de Ensayo 2020 por su libro El infinito en un junco.​

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1.  Como ustedes saben, no suelo publicar textos ajenos sin permiso de los autores.  He enviado una solicitud a la autora de este bello fragmento, para compartirlo en el blog, pero no he recibido respuesta aún. He decidido publicarlo porque me gusta creer que alguien que ama tanto los libros no se negaría a compartir esta vivencia con otras personas. 


miércoles, 1 de septiembre de 2021

La historia de la Historia Clínica

La historia clínica siempre ha sido la cenicienta de la atención médica.  Los profesionales se quejan de tener que hacerla, como si la historia clínica fuera solamente escribir en un papel o en un computador. 

Pero en esta conferencia, veremos que la historia clínica es la protagonista, junto con el paciente, de cualquier atención en salud.  

Etimológicamente hablando, "historia" en griego significa "investigación", mientras que "clínica" hace referencia al "paciente" (del griego "kliné" que significa "cama"). En otras palabras, Historia clínica se refiere a todo aquello que se investiga ante la cama de un paciente. 

Insisto: la historia clínica no es solo lo que se escribe.  Es lo que se investigó, lo que se descubrió, y el registro completo y detallado de lo que le ocurre a un paciente, lo que se le hizo, y lo que habrá de hacerse. 

El papel o el archivo al que, erróneamente llamamos "historia clínica", es tan solo una parte: el registro, ⏤la evidencia⏤ de que se hizo una investigación completa y detallada.  

Como lo exponía Pedro Laín Entralgo, "la historia clínica es el arte de ver, oír, entender y describir la enfermedad de un paciente".  




Hasta la próxima semana. 




miércoles, 25 de agosto de 2021

Las matemáticas son para siempre

¿Para que sirven las matemáticas?

Según Eduardo Saenz de Cabezón, cuando alguien te pregunta para qué sirven las matemáticas, no te está preguntando por aplicaciones de las ciencias matemáticas. Te está preguntando: "¿Y yo por qué tuve que estudiar esa mierda que no volví a usar nunca?"

Afortunadamente nunca me he preocupado por preguntarme para qué sirven las matemáticas. Simplemente las uso, y las disfruto. Agradezco a mis profesores por enseñarme a pensar con método y descubrir patrones en el mundo que me rodea.

Los invito a escuchar esta divertida conferencia sobre las matemáticas.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Reflexiones de Schopehauer sobre la actividad literaria

¿Qué hace a un escritor?  ¿El acto de escribir?  Si así fuera, todos los que copian un texto serían escritores.  ¿Tal vez el acto de inventar una historia?  Siendo así, quien dice una mentira se convertiría  automáticamente en escritor, y sabemos que eso no es cierto. ¿El uso correcto de un lenguaje, tal vez?  Entonces lo sería un abogado que redacta un contrato, o un matemático que sabe utilizar su lambdas e integrales para formular una ley matemática en un lenguaje técnico.  

¿Qué hace a un escritor?

Tal vez es una pregunta que no tiene respuesta.  

Personalmente, me atrevería a decir lo que no es un escritor...  pero temo ofender a unos cuantos, y sobre todo, quedar yo mismo en evidencia porque tampoco lo soy. 

Esta semana les comparto un texto de Arthur Schopenhauer sobre lo que es ser un escritor, publicado en su libro Parerga y paralipómena II.  Al final de la entrada, les dejo el enlace para descargar el libro completo. 

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SOBRE ACTIVIDAD LITERARIA Y ESTILO

Arthur Schopenhauer
Parerga y paralipómena II


§ 272

Existen ante todo dos tipos de escritores: los que escriben en atención al tema y los que escriben por el propio escribir. Aquellos han tenido pensamientos o experiencias que les parecen dignos de comunicar; estos necesitan dinero y por eso escriben, por dinero. Piensan a efectos de escribir. Se los conoce en que se explayan en sus pensamientos todo lo posible y desarrollan ideas que son verdaderas a medias, equívocas, forzadas y oscilantes; también la mayoría de las veces les gusta la penumbra a fin de aparentar lo que no son; por eso sus escritos carecen de definición y plena claridad. De ahí que podamos notar enseguida que escriben para llenar un papel: a veces eso puede ocurrir incluso a nuestros mejores escritores: por ejemplo, en algunos pasajes de la dramaturgia de Lessing e incluso en algunas novelas de Jean Paul. Tan pronto como lo notamos, debemos abandonar el libro: porque el tiempo es oro. Mas en el fondo el autor que escribe para llenar papel estafa al lector: pues finge que escribe porque tiene algo que comunicar. — La ruina de la literatura son los honorarios y la prohibición de la reproducción. Solo escribe cosas dignas de ser escritas quien escribe exclusivamente en consideración al tema. ¡Cuánto se ganaría si en todas las ramas de la literatura existieran pocos libros pero excelentes! Pero no se puede llegar a eso mientras se puedan cobrar honorarios. Pues es como si hubiera una maldición sobre el dinero: cualquier escritor se vuelve malo en cuanto escribe por algún lucro. Las obras más eximias de los grandes hombres son todas del tiempo en que tenían que escribir gratis o por unos honorarios muy exiguos. Así que también aquí se confirma el refrán español: «Honra y provecho no caben en un saco» [540]. 

Toda la miseria de la literatura actual dentro y fuera de Alemania tiene su raíz en el hecho de que se gane dinero escribiendo libros. Todo el que necesita dinero se sienta y escribe un libro, y el público es tan tonto como para comprarlo. La consecuencia secundaria de ello es la ruina del lenguaje. 

Una gran cantidad de malos escritores vive exclusivamente de la extravagancia del público de no querer leer más que lo que se imprime hoy: los periodistas ¡Journalisten! ¡Acertada denominación! En nuestra lengua se diría «jornaleros»
[Tagelöhner]

§ 273

A su vez podemos decir que hay tres tipos de autores: en primer lugar, los que escriben sin pensar. Escriben de memoria, por reminiscencias, o inmediatamente a partir de libros ajenos. Esta clase es la más numerosa. — En segundo lugar están los que piensan mientras escriben. Piensan para escribir. Son muy frecuentes. — En tercer lugar, los que han pensado antes de ponerse a escribir. Escriben simplemente porque han pensado. Son raros.

Aquel escritor del segundo tipo, que demora el pensamiento hasta el momento de escribir, es comparable al cazador que sale a la buena de Dios: difícilmente llevará muchas presas a casa. En cambio, la actividad del escritor de la tercera clase es como una batida para la que se han apresado y encerrado de antemano las piezas, a fin de que después salgan en manada de su encierro hacia otro lugar igualmente acotado en el que no pueden escapar del cazador: de modo que entonces él sólo tiene que ocuparse de apuntar y disparar (la exposición). Esa es la caza que produce algún fruto. —

Pero incluso dentro del pequeño número de escritores que piensan realmente, con seriedad y de antemano, son muy pocos los que piensan sobre el asunto mismo: los demás piensan únicamente sobre libros, sobre lo que han dicho  otros. En efecto, para pensar necesitan el estímulo cercano e intenso de los pensamientos ajenos ya dados.

Estos se convierten en su tema inmediato; de ahí que permanezcan siempre bajo su influencia y, en consecuencia, nunca logren una verdadera originalidad. Aquellos primeros, en cambio, son incitados a pensar por el asunto mismo, y por eso su pensamiento está dirigido inmediatamente a él. 

Solamente entre ellos se pueden encontrar los que permanecen y devienen inmortales. — Se entiende que aquí hablamos de las ramas superiores de la literatura y no de los que escriben sobre los destiladores.

Solamente merece ser leído el que toma la materia de sus escritos inmediatamente de su propia mente. Pero el redactor de libros, el escritor de compendios, el historiador usual, entre otros, toman su materia inmediatamente de los libros: desde estos llega aquella a los dedos sin haber pasado siquiera por la aduana ni haber sido inspeccionada, por no hablar de que haya sido elaborada. (¡Qué hombres más instruidos serían algunos si supieran todo lo que se encuentra en sus propios libros!) De ahí que sus habladurías tengan un sentido tan impreciso que en vano se rompe uno la cabeza para descubrir qué piensan en último término. No piensan absolutamente nada. En ocasiones el libro que plagian ha sido redactado exactamente de la misma manera: así que con la actividad literaria ocurre lo mismo que con las reproducciones en yeso de las reproducciones de reproducciones, etc.; con lo que al final Antinoo se convierte en la silueta apenas reconocible de un rostro. Por eso a los compiladores se les debe leer lo menos posible: pues es difícil evitarlos por completo, ya que incluso los compendios, que contienen en un exiguo espacio el saber acumulado en el curso de muchos siglos, se incluyen también entre las compilaciones. 


No existe mayor error que creer que la última palabra  pronunciada es siempre la más correcta, que todo lo escrito con posterioridad es una mejora de lo que se ha escrito antes, y que toda transformación es un progreso. Las cabezas pensantes, los hombres de juicio acertado y la gente que se toma las cosas en serio son siempre meras excepciones; la regla en el mundo es siempre la chusma: y esta se encuentra siempre preparada y se afana solícita en echar a perder a su manera lo que aquellos han dicho tras una madura reflexión. De ahí que quien quiera instruirse sobre un tema deba guardarse de echar mano enseguida de los libros más recientes sobre él dando por supuesto que las ciencias progresan cada vez más y que en la redacción de estos libros han sido utilizados los más antiguos. Efectivamente, lo han sido; ¿pero cómo? A menudo el escritor no comprende a fondo a los autores anteriores pero no quiere utilizar directamente sus palabras, así que estropea y echa a perder lo que ellos dijeron mucho mejor y con mucha más claridad; porque ellos escribieron con conocimiento de causa propio y vivaz. Muchas veces deja que se escape lo mejor que han producido, sus explicaciones del tema más acertadas, sus más afortunadas observaciones; porque no conoce su valor, no siente su expresividad. A él no le resulta homogéneo más que lo trivial y superficial. — A menudo un excelente libro antiguo ha sido desplazado por otros modernos, peores, redactados por dinero pero que han aparecido de forma pretenciosa y han sido elogiados por los compañeros. En las ciencias cada cual quiere publicar algo nuevo para hacerse valer: a menudo esa novedad consiste simplemente en derribar las opiniones correctas que prevalecían hasta el momento para sustituirlas por sus patrañas: a veces da resultado durante poco tiempo y luego se vuelve a las antiguas opiniones correctas. Aquellos autores modernos no se toman en serio nada en el mundo más que su valiosa persona: quieren hacerla valer. Y debe hacerse rápidamente por medio de una paradoja: la esterilidad de sus mentes les aconseja el camino de la negación: se niegan verdades conocidas desde hace tiempo, por ejemplo, la fuerza vital, el sistema nervioso simpático, la generatio aeqnivoca o la separación que hace Bichat del efecto de las pasiones y el de la inteligencia; se vuelve a un atomismo craso, etc., etc. Por eso, con frecuencia el camino de las ciencias es retrógrado. — Aquí se incluyen los traductores, que al mismo tiempo corrigen y elaboran al autor, lo cual siempre me parece impertinente.

Escribe tú mismo libros que merezcan ser traducidos y deja las obras de los demás como están. — Así pues, cuando sea posible, se debe leer a los auténticos autores, fundadores e inventores de las cosas, o al menos a los reconocidos grandes maestros de la materia; y más vale comprar de segunda mano los libros que su contenido. Pero dado que inventis aliquid addere facile est [542], una vez bien asentado el fundamento tendremos que conocer también las recientes adiciones. En conjunto vale aquí, como en todo, esta regla: lo nuevo raramente es lo bueno; porque lo bueno es lo nuevo solo un breve tiempo[543].

Para un libro su título debe ser lo que a una carta el encabezamiento; es decir, ante todo ha de tener la finalidad de presentárselo a la parte del público que puede encontrar su contenido interesante. Por eso el título debe ser significativo; y puesto que es esencialmente corto, tendrá que ser conciso, lacónico, exacto y, siempre que sea posible, un monograma del contenido. Por consiguiente, son malos los títulos extensos, los no significativos, los oblicuos, los ambiguos o los totalmente falsos y conducentes a error; estos últimos pueden deparar a su libro el destino de las cartas con un falso encabezamiento. Pero los peores de todos son los títulos robados, es decir, los que lleva ya otro libro: pues son, en primer lugar, un plagio; y en segundo lugar, la prueba más concluyente de una total falta de originalidad: porque quien no posee la suficiente para idear un nuevo título aún menos capaz será de darle un contenido nuevo. Afines a esos son los títulos imitados, es decir, medio robados: como, por ejemplo, cuando, mucho después de haber escrito yo Sobre la voluntad en la naturaleza, Oersted escribe Sobre el espíritu en la naturaleza.

La poca honradez que existe entre los escritores se hace visible en la falta de escrúpulos con que falsean sus entrecomillados de los escritos ajenos.

Constantemente encuentro pasajes de mis escritos falsamente entrecomillados — y mis partidarios más declarados son aquí la única excepción. A menudo el
falseamiento se produce por descuido, ya que sus expresiones y locuciones, triviales y banales, se encuentran ya en su pluma y las escriben por hábito; a veces ocurre por una impertinencia que pretende mejorarme; pero con demasiada frecuencia se produce con la peor intención; — y entonces constituye una vergonzosa infamia y una bribonada semejante a la falsificación de moneda, que priva a su autor de una vez por todas del carácter de hombre honrado. —

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Arthur Schopenhauer​ (1788-1860) fue un filósofo alemán, considerado uno de los más brillantes del siglo XIX y de más importancia en la filosofía occidental, siendo el máximo representante del pesimismo filosófico​​ y de los primeros en manifestarse abiertamente como ateo.  Sus ideas influyeron definitivamente en el desarrollo de la filosofía, la política y la ciencia del siglo XIX y XX

miércoles, 11 de agosto de 2021

El escritor y la ciudad o acerca de escribir en Medellín. Emilio Restrepo

El siguiente artículo, escrito por  Emilio Alberto Restrepo, fue finalista en el XIV Premio de Periodismo Regional en la modalidad de Mejor trabajo de opinión. 

A continuación lo trascribo, dejando constancia de que su autor autorizó su publicación.  Hago también reconocimiento a la revista Cronopio, de donde extraje el texto y sus imágenes. 

Agradecimientos especiales a Emilio por el esfuerzo de hacer visibles a los nuevos escritores regionales, por incluirme en ese grupo, y sobre todo, por honrarme con su amistad. 
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EL ESCRITOR Y LA CIUDAD O ACERCA DE ESCRIBIR EN MEDELLÍN

Por Emilio Alberto Restrepo*

«He llegado a comprender que escribir y contar la Ciudad,
más que un derecho, es un deber».

Se supone que los grandes hombres cambian el mundo con sus gestas heroicas o sus decisiones siempre trascendentes. O con sus inventos ingeniosos o con sus creaciones monumentales. Eso es innegable y gracias a ellos gozamos de una modernidad pletórica en comodidad y desarrollo tecnológico. De hecho, escribo estas notas en un ordenador que me corrige automáticamente la ortografía y no con una pluma de ganso sobre un papiro con tinta extraída de las frutas. Y lo guardo en una especie de nube que está en ninguna parte y lo abro días después desde otra ciudad en otro computador o en un teléfono desde el cual sigo escribiendo en la misma frase en donde la dejé. Eso en sí mismo es impresionante (no niego que me sigue causando un asombro que va más allá de mi entendimiento), sobre todo cuando evocamos cómo escribieron sus obras maestras Dante o Bocaccio, o hasta el temprano García Márquez o Borges, cuando un solo error les implicaba reescribir por completo la página para tener un original limpio y corregido a la altura de su rigor.

Pero el mundo no está compuesto tan solo de grandes hombres, de hecho, son una notoria y selecta minoría, una exclusiva élite que hace parte de un porcentaje extremadamente reducido que destaca por un brillo que hace contraste con la gran masa más bien opaca que respira y transpira a su alrededor.

Por cada premio nobel de literatura existimos docenas de miles de escritores con mística y compromiso que sabemos que no lo vamos a ganar nunca y que rodamos por el mundo sin el lastre de pensar que lo tenemos que ganar o el resentimiento o la frustración por no lograrlo. En ese sentido, afortunadamente, volamos ligeros de equipaje. Pero estamos aquí por un propósito y escribimos con una dedicación y una responsabilidad que van mucho más allá de la coronación de una gloria que sabemos imposible.

Es claro: estamos ahí para dar testimonio de una época, de una ciudad, de una manera de pensar y de asumir el mundo. Aunque no quepamos en ninguna clasificación ni nos defina ningún «ismo» o ni nos congregue alguna tendencia, aunque ni siquiera nos conozcamos entre nosotros, hacemos parte de un colectivo un tanto difuminado y difuso, pero con una solidez conceptual férrea y coherente, que tenemos por encargo dejar memoria literaria, o histórica o antropológica, o simplemente anecdótica de nuestro entorno y del tiempo que nos tocó en suerte —o en desgracia, cada cual lo asume y lo cuenta a su manera—, vivir y contar.

Porque hay algo que sigue imperturbable a pesar del desarrollo tecnológico: la necesidad de contar historias. Puede que haya cambiado la forma de hacerlo, evolucionando desde el relato oral alrededor del fuego que calentaba la caverna hasta los desarrollos que nos obnubilan en nuestra modernidad, en la que un adelanto cada vez más sorprendente complementa o reemplaza al anterior en el vértigo del día a día. Pero la unidad fundamental, el que cuenta y el que recibe la historia, el triángulo de emisor, receptor y mensaje, sigue siendo el eje inmodificable del arte de narrar.

Eso somos los escritores de Medellín, para eso estamos y ese es nuestro compromiso.

En los preámbulos de un encuentro académico convocado por la Personería de Medellín, conversábamos con otros escritores sobre el auge que está tomando la narrativa en los nuevos escritores colombianos y, particularmente, en nuestra región antioqueña, en donde es prácticamente un fenómeno masivo, con varios hechos que lo sustentan: lo primero, constatar que en la convocatoria de Becas del Municipio de Medellín en 2017 hubo una participación masiva de escritores, y eso que la cita era para solo residentes en la capital. Les resumo: 75 propuestas de libro de poesía, 52 de libro infantil, 15 para novela gráfica o comic, 39 para libro de cuentos, 51 para novela, 19 para dramaturgia, 19 para libro de ensayo crítico en artes [1]. Miro con complacencia las cifras de propuestas de libros inéditos, recogidas en poco menos de un mes y concluyo: aún tenemos esperanza. Hay que tener en cuenta que también hubo muchos que no se enteraron, otros que no les interesó y otros que no aunaron el material o no recogieron la papelería. Eso habla de la buena salud de la literatura en nuestro departamento o por lo menos en Medellín. La convocatoria de la gobernación presenta un comportamiento similar [2]. Hagan cuentas, apliquen filtros de calidad y eso nos da que, de 270 libros propuestos, mínimo hay de 100 a 150 dignos de ser publicados y leídos, pero que desafortunadamente nunca verán la luz, excepto por los ganadores, que no pasan de 7 a 10. Esa es la triste realidad actual de las letras antioqueñas. Mucho talento, poca difusión. Muchas ganas, poco apoyo; además, en una convocatoria reciente de cuento sobre Medellín, se presentaron casi 11.000 (¡once mil!!!!) cuentos en poco más de un mes [3].

Eso no es gratuito, tiene profundas bases en nuestra manera de ser y de ver el mundo.

Lo que pasa es que venimos de una ciudad marcada por el ritmo frenético que en algún momento nos impuso la violencia, que nos cambió el talante para siempre y nos talló el espíritu modificándonos la forma de ver la vida. Acaso, también, robándonos un poco la inocencia, pero sometiéndonos al vaivén sin freno del día a día. Y no trato de revindicar el lugar común del tan cacareado «empuje paisa», que por lo demás, fuera de cosas buenas es posible que explique mucho de lo malo y ruin que suele identificar nuestra idiosincrasia, que puede o no tener algo que ver con ello, sino con toda una generación que creció paralela al narcotráfico, a la delincuencia, al convivir diariamente con la muerte y la violencia, en un entorno que, con justicia y parafraseando a Soda Estéreo, ya se conoce como «La ciudad de la Furia».

Una ciudad marcada de manera profunda por la crónica, por la tradición oral fuertemente reforzada desde la familia, con una necesidad de contar historias en todos los ámbitos de la cotidianidad, bien sea para hacer negocios, para ejercer la política, para matar el tiempo, para fanfarronear, para vender, para hacer reír o para enamorar. Además, el ritmo loco de nuestra ciudad nos llena de relatos que nos abruman a diario y que a los de otras ciudades los asombran por lo increíbles o, aún, por lo francamente inverosímiles para ellos, por no estar enseñados a vivir este carrusel loco de situaciones salidas de la monotonía.

Porque somos la sumatoria de mil anécdotas diarias, recurrentes y contradictorias, de vidas truncadas muchas veces sin justificación o sin razón aparente, sumidas en hechos de violencia extrema, de ingeniosas modalidades delictivas, de los pillos más malos y las almas más generosas, de los pobres más vergonzantes e indigentes y de las fortunas más estrafalarias, de la ciudad que en alguna época se identificaba con el mayor número de muertes violentas en el mundo, de los hospitales con más casos de heridos y accidentados que hace que incluso vengan practicantes de medicina de todo el mundo a rotar por aquí, de las modelos más lindas y exitosas y los barrios más marginales y pauperizados.

Así como hay cientos de sicarios, hay cientos de seminaristas, decenas de estudiantes de posgrado y miles de damas voluntarias. Somos una ciudad de extremos; no hay puntos medios y eso se nota en las voces, en los cuentos, en las historias, en ese ritmo loco para inventar leyendas urbanas, para poner a rodar un chisme, para ensalzar a un político o para acabar con una honra. Y la gente trabaja y se la rebusca y se ríe de sí misma, y conversa y escribe.

Aquí todo da tema. Distamos mucho de ser una ciudad intermedia tranquila y reposada en donde todos se mueren de viejos y no hay espacios para las sacudidas o para los movimientos bruscos de la rutina, atragantados con las babas secas de sus propios bostezos de dinosaurio. Y eso se nota en el movimiento cultural, en los grupos de teatro, en la cantidad de agrupaciones musicales aficionadas, en el festival de poesía pluricultural y masivo, en las salas de cine a reventar, en las revistas literarias, en los talleres de creación, en los tertuliaderos, en los conversatorios, en los gomosos que sin apenas recursos filman sus propios cortos y escriben sus guiones sin saber si algún día rodarán sus largometrajes.

Y la gente está escribiendo, está creando, se está defendiendo un poco de la malevolencia reivindicando el espíritu, documentando la memoria urbana, dejando constancia de la lucha por la supervivencia en la recuperación escrita de la evidencia de la época en que nos tocó vivir. Y, ante lo contundente del ritmo urbano y lo vertiginoso del quehacer en el arte de conversar la vida y sobrellevar la existencia, se imponen como armas el humor, la narración (oral o escrita) entretenida y eficaz, el picante, la caricaturización del hecho cotidiano.

Pintamos y recreamos hechos dolorosos y contundentes, en una ciudad que sobrevive a un ritmo sin pausa, con personajes contradictorios y conflictivos que se rozan una y otra vez, a veces sin conocerse, pero interactuando en la dinámica de una urbe que no se detiene nunca, protegidos de su propia desventura con el humor, con las obsesiones, con el odio, con el amor, con las pasiones, con el deseo de venganza, etc.

Pero el hecho de que un significativo y esperanzador porcentaje de la población se muela el cacumen al tallar letras en vez de obturar gatillos, no garantiza que estamos ya al otro lado del sufrimiento o que seamos una especie de oráculo o un nirvana intelectual o un parnaso de mentes privilegiadas que duermen en sus laureles, ahítos y satisfechos mientras tocan la lira. Son esfuerzos aislados y la mayoría de las veces individuales que se tropiezan de frente contra la falta de apoyo de la empresa privada, contra la indiferencia estatal y contra el más obstinado de los anonimatos a que nos somete la estructura centralista y excluyente de los círculos intelectuales y editoriales que solo giran en torno a Bogotá, ignorando por completo lo que se hace en «provincias», como se denomina a todo lo que se salga del diámetro del Distrito Capital.

Sobre este aspecto hay una reflexión interesante que concita un artículo publicado en el portal www.las2orillas.co titulado «La Antioquia literaria es más que dos escritores», en el cual el periodista Jhon Fredy Vásquez reflexiona sobre la invisibilidad de los escritores antioqueños en el país y el continente, contrastada con su calidad literaria y su gran producción, aun en contra de la prensa y los circuitos de distribución, que los ignoran sistemáticamente. Cito a Vásquez:

«Dos hechos recientes, me llevaron a una reflexión: La muerte de José Gabriel Baena, y el premio Rómulo Gallegos, otorgado a Pablo Montoya. En ambos casos, el desarrollo de la noticia mostraba que cada uno tenía una gran obra forjada letra a letra, durante muchos años de escritura silenciosa y disciplinada. Casi diez libros cada uno, títulos que solo salieron al conocimiento público, cuando fueron mencionados en los grandes medios, como en este caso, y suele suceder, por muerte, o galardón. Es decir, morirse, o triunfar afuera para hacerse visibles, es decir, leídos». [1]

Y continúa el autor:

«Toda una cantera de autores escribiendo libros que vale la pena conocer, para ser leídos. Vale la pena entonces, verificar el papel de la prensa, y las revistas culturales. La cohesión de este importante nicho de la industria cultural, entre las editoriales, las iniciativas particulares, y los programas de estado.

Autores que llevan años desgastándose en autoediciones, en búsqueda de apoyos, fondos universitarios de tirajes y promoción exigua. Escenarios insuficientes, limitados, muchas veces inapropiados, para la abundante calidad creativa, de los escritores antioqueños.

El esfuerzo vale la pena, hay que pensar en conjunto, unir esfuerzos; trascender las fronteras del anonimato y la indiferencia; releernos como país, promover no sólo la producción literaria, sino el fomento de la lectura, porque materia prima hay, y en abundancia; sólo es que el producto, pueda alcanzar a su público».

Es verdad que en Antioquia se escribe mucho y muy bien, pero solo sobresalen, por asuntos de prensa y marketing, los nombres de Héctor Abad y Jorge Franco, y ahora Pablo Montoya, por los galardones conseguidos. Muy bien por ellos, que son tres talentosos, consagrados y estudiosos escritores que han logrado posicionarse gracias a su gran calidad literaria, pero sobre todo gracias al reconocimiento de los medios y al apoyo de las grandes editoriales, amén de los premios que han conquistado con justicia y los han hecho reconocidos. El artículo antes citado hace notar que antes del Premio Rómulo Gallegos de Montoya, el autor había escrito más de 10 libros, y solo la circunstancia del galardón lo hizo visible, reeditado, entrevistado y multicitado. Es real que el resto de los referidos por Vásquez duerme en las tranquilas aguas del anonimato, pero no solo ellos, hay muchos más, con al menos 3 libros publicados y un desconocimiento total por parte de los lectores. Se me ocurre citar a Memo Anjel, Luis Fernando Macías, Janeth Posada, Jaime Restrepo Cuartas, David Betancourt, Emperatriz Muñoz, Reinaldo SpitalettaDarío Ruiz, John Saldarriaga, Juan Diego Mejía, Elkin RestrepoSaúl ÁlvarezCésar Alzate, Carlos Agudelo, Enrique Posada, Carlos Velásquez, Juan David Pascuales, Esteban Carlos Mejía, Luis Miguel Rivas y los portentosos críticos de cine Juan Carlos González y Orlando Mora, todos ellos con al menos 3 libros publicados, ganadores en convocatorias y muy leídos en ambientes universitarios y académicos, casi underground en ocasiones, pero desconocidos de un gran público que merece conocer sus obras y que muchas veces las tiene porque las fotocopia o las baja de blogs o páginas de Internet, no porque las consiga en librerías o las vea reseñadas en portales y revistas literarias.

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Mi propuesta es que las revistas o los portales o los magazines culturales de radio y TV se tomen el trabajo de hacerle un seguimiento a este inventario de ilustres desconocidos, que los entrevisten y le permitan al público conocer esa gran obra que ruge bajo el subsuelo de lo comercial, que las editoriales ojalá se abrieran a darles la oportunidad de conocer su obra inédita y mucha de la que valdría la pena reeditar, pues murieron en autoediciones precarias o en editoriales independientes ya quebradas; que se hagan concursos, premios y convocatorias para publicar sus obras, que los fondos editoriales de las universidades dediquen un capítulo a la publicación y promoción de los valores locales para proyectarlos a nivel nacional e internacional, sin complejos de inferioridad. Estoy convencido de que allí hay todo un filón literario de alto potencial comercial.

Por ejemplo, si multinacionales como Planeta, Penguin Random House, Ediciones B o Panamericana, solo por citar algunas, hicieran una serie de autores antioqueños, con varios números y diferentes autores al año, en ediciones populares y asequibles y negociaran con la Secretaría de Educación o de Cultura Ciudadana o con el Ministerio de educación y los distribuyeran en colegios y universidades, todos ganan, los libros circulan, se estimula la lectura y el dinero corre. No se trata de volverse rico, se trata de tener la oportunidad de leer y ser leído, de apoyar la creación local, de generar oportunidades culturales y comerciales, de dignificar un oficio, de generar memoria histórica.

Creo que hay que apoyar este momento especial para hacer el aporte a la paz desde la creación y la cultura. Hay muchas historias esperando ser contadas, pero se necesita apoyo gubernamental y privado. Calidad hay, y mucha, pero espera ser descubierta y apoyada. Y eso que el gobierno, en cabeza del Mincultura, de la Secretaría de Cultura Ciudadana y de la Gobernación tienen sus convocatorias anuales, abiertas, democráticas, incluyentes y, que se sepa, transparentes, que le dan una salida parcial y limitada al problema de la edición y publicación con apoyo económico. Y los escritores lo agradecemos y valoramos, pero sentimos que no es suficiente…

Pero mientras ese estado utópico llega, los escritores debemos estar ahí, pluma en ristre, siguiendo en lo que nos ocupa, hablando de lo que sabemos, explorando sobre lo que ignoramos, generando hipótesis sobre lo que no entendemos, para tratar de darle cuerpo a un imaginario literario que nos permita conocernos mejor, dejando la impronta escrita de un universo para que las generaciones que nos van a suceder tengan elementos de análisis para afrontar el entorno que heredaron, para que entiendan nuestros motivos, nuestras angustias y todas las circunstancias que nos llevaron a ser como somos.

Es una de las funciones del arte, y por ende de la literatura y la creación: sembrar un rastro de memoria que deje constancia de una época y de un entorno que vayan mucho más allá del entretenimiento o la contemplación estética, que también se necesitan, llevando a la reflexión, a la indagación por nuestras raíces, al entendimiento de las razones de nuestra estructura vital.

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Sobre la columna Callada Presencia: Acudiendo al poder sanador de la literatura y las bellas artes, me di cuenta de que hay posibilidad de redención: se puede aspirar en vida al paraíso…

REFERENCIAS:

[1]. https://convocatoriasculturamedellin.com/#/convocatoria/beca-de-creacion-libro-de-poesia-2017/

https://convocatoriasculturamedellin.com/#/convocatoria/beca-de-creacion-cuento-poesia-novela-corta-u-otros-generos-de-literatura-infantil-y-juvenil-2017/

https://convocatoriasculturamedellin.com/#/convocatoria/beca-de-creacion-libro-de-cuentos-2017/

https://convocatoriasculturamedellin.com/#/convocatoria/beca-de-creacion-en-novela-2017/

https://convocatoriasculturamedellin.com/#/convocatoria/beca-de-creacion-en-dramaturgia-2017/

https://convocatoriasculturamedellin.com/#/convocatoria/beca-de-creacion-de-cuentos-para-autor-de-larga-trayectoria-2017/

[2]. https://www.culturantioquia.gov.co/index.php/component/zoo/item/abierta-convocatoria

[3]. https://www.medellinen100palabras.com/ https://www.comfama.com/contenidos/Noticarteleras/20180810/10834-cuentos-llegaron-a-medellin-en-100-palabras.aspweb/

[4]. Jhon Fredy Vásquez La Antioquia literaria es más que dos escritores. El departamento es cuna de grandes narradores que están silenciados. Tomado del Portal https://www.las2orillas.co/la-antioquia-literaria-es-mas-dos-escritores/ Julio 22, 2015

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El texto anterior fue reproducido con permiso del autor. 

Se conceden los créditos a la Revista Cronopio

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* Emilio Alberto Restrepo. Médico, especialista en Gineco-obstetricia y en Laparoscopia Ginecológica (Universidad Pontificia Bolivariana, Universidad de Antioquia, CES, Respectivamente). Profesor, conferencista de su especialidad. Autor de cerca de 20 artículos médicos. Ha sido colaborador de los periódicos la hoja, cambio, el mundo, y Momento Médico, Universo Centro. Tiene publicados los libros «textos para pervertir a la juventud», ganador de un concurso de poesía en la Universidad de Antioquia (dos ediciones) y la novela «Los círculos perpetuos», finalista en el concurso de novela breve «Álvaro Cepeda Samudio» (cuatro ediciones). Ganador de la III convocatoria de proyectos culturales del Municipio de Medellín con la novela «El pabellón de la mandrágora», (2 ediciones). Actualmente circulan sus novelas «La milonga del bandido» y «Qué me queda de ti sino el olvido», 2da edición, ganadora del concurso de novela talentos ciudad de Envigado, 2008. Actualmente circula su novela «Crónica de un proceso» publicada por la Universidad CES. En 2012, ediciones b publicó un libro con 2 novelas cortas de género negro: «Después de Isabel, el infierno» y «¿Alguien ha visto el entierro de un chino?» En 2013 publicó «De cómo les creció el cuello a las jirafas». Este libro fue seleccionado por Uranito Ediciones de Argentina para su publicación, en una convocatoria internacional que pretendía lanzar textos novedosos en la colección «Pequeños Lectores», dirigido a un público infantil. Fue distribuido en toda América Latina. Ganador en 2016 de las becas de presupuesto participativo del Municipio de Medellín, con su colección de cuentos Gamberros S.A. que recoge una colección de historias de pícaros, pillos y malevos. Con la Editorial UPB ha publicado desde 2015 4 novelas de su personaje, el detective Joaquín Tornado. En 2018 publicó su novela «Y nos robaron la clínica», con Sílaba editores.

Blogs: www.emiliorestrepo.blogspot.com, www.decalogosliterarios.blogspot.com

Serie de YouTube Consejos a un joven colega.

Cuentos Leídos por el autor: https://emiliorestrepo.blogspot.com/2015/06/cuentos-leidos.html

Twitter: @emilioarestrepo