En esta época del año se vuelve a vivir la barbarie. El gozo por el sufrimiento ajeno. Me refiero a las corridas de toros que tristemente todavía se celebran en mi ciudad.
Y es que quienes me conocen ya lo saben: Amo los toros. Odio los toreros...
Les dejo un artículo para pensar.
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Mi última corrida
Por Samuel Arango M.
Hacía mucho tiempo que yo no asistía a corridas. Me daba como pena, o asco, o remordimiento. Desde pequeño me enseñaron que eran arte, belleza absoluta. Música española especialmente alegre, mujeres adornadas como joyas, casi todas muy bellas. Alegría que salía de una buena bota rellena de vino. Muchas veces estuve en el callejón y sentí de cerca las pisadas de un toro imponente que hacía vibrar el piso. Sentí el olor penetrante de la arena húmeda. Se me salpicó la ropa con gotas de sangre del lomo del la bestia. Vi, experimenté, la adrenalina y el temblor de los toreros y sus cuadrillas. Cada toro, cada faena, era una combinación de valor y de terror.
Dejé de ir un buen tiempo. Ahora me invitaron a varias corridas, en Manizales. Fui a tres y decidí que no volvería. No quiero herir a mis amigos periodistas taurinos, ni a los que me invitaron, o a mis amigos taurófilos. Pero quiero describir lo que experimenté antes de mi conversión al catolicismo animal.
El ritual de la precorrida es impresionante. La preparación de la bota con la receta "original" del dueño. Los condumios en los que se pavonea la vanidad con la prepotencia. Científicos taurinos que con entonado acento pontifican sobre lo que viene.
La entrada a la plaza, con vuelta a los alrededores para exponer a la pareja que con yines ajustados y peinado andaluz atrae las miradas lascivas. Y en los tendidos, las miradas desparramadas para mirar a las que vinieron, con lo que vinieron y para hacerse ver. Críticas mordaces a los maquillajes, peinados y atuendos. Chismes van y vienen a través del ruedo. Amoríos secretos que se revelan después de levantar el codo cinco veces. Miradas maliciosas de parte y parte. Y sale el toro, y la esperanza de ver sangre se enseñorea de casi todos los aficionados. Deseos ocultos de presenciar una tragedia. Reminiscencias inconscientes del circo romano.
El toro, que con seguridad presiente la muerte, y que mira sin entender la euforia, se marea, se debilita, se le nublan los ojos. En su lomo siente un dolor inmenso. Lo pitones persiguen carnes, se crea una atmósfera de tragedia, la mayoría de las veces sin ocurrir. Al tercer toro ya el licor es el dueño y los gritos se aumentan, las venias se crecen, las opiniones se multiplican. Y si hay buena faena, y el torero es colombiano, llega el orgasmo que se derrama en una vuelta al ruedo llena de flores, sombreros, ponchos, gallos, collares y éxtasis.
Al terminar la jornada, buena o mala la función, la gente se desparrama para llegar al remate. Empieza la competencia de opiniones, de miradas, de vanidades. Y más licor, y más licor, y música española.
En las últimas corridas me sentí muy mal, no tanto por el toro, que al fin y al cabo me lo como en un delicioso bistec, sino por las personas que alimentan su morbo a costa de la estética y en brazos del mal gusto y la apariencia.
Se me vendrán toros bravos por lo que acabo de escribir, pero tranquilos, no habrá banderillas, ni pica, ni estoque. ¡Olé!
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