PESADILLAS
El doctor González estaba acostumbrado a este tipo de
consultas. No por nada, la entrada de
su consultorio tenía una placa con la siguiente inscripción:
Doctor
Antonio González P
Psiquiatra.
Universität
Wien (Viena).
Especialista en
trastornos del sueño.
El paciente que tenía al frente padecía de una dolencia
bastante común para la mayoría de las personas: Pesadillas recurrentes.
—Por favor ayúdeme, doctor. Estoy desesperado. Ya no se qué hacer. Ya he visitado varios médicos y dos
psicólogos. Usted es mi
esperanza.
Augusto Parra podía pasar en cualquier círculo como una
persona bastante normal. Trabajaba
como asistente de cuenta en un banco de la ciudad. Tenía una agradable familia conformada por
su esposa y dos pequeñas hijas. Nunca
había tenido problemas con nadie y siempre era considerado por quienes lo
conocían como una persona sencilla y trabajadora.
Sistemáticamente el doctor González había iniciado la
sesión presentándose y tratando de conocer un poco mejor a su nuevo
paciente. Este había sido remitido de
la consulta de su amigo y colega, el
doctor Sarmiento quien durante varios meses lo había tratado por problemas de
cansancio crónico. Luego de hacer innumerables exámenes para determinar otras
causas del cansancio (apnea del sueño, enfermedades del tejido conectivo,
trastornos hormonales, etc.), el eminente internista había llegado a la
conclusión de que el cansancio y agotamiento del paciente podía deberse a los
sueños que tenía con relativa frecuencia.
—Verá doctor. Los sueños empezaron hace muchos años. Cuando era un adolescente. Al principio, me llenaba de orgullo sentir
que era importante para alguien. Imagínese doctor. Todo un grupo
de gente dependiendo de mí. A veces
era una ciudad en llamas. Y todos
seguían mis órdenes y lograba salvarlos.
Otras veces era un mundo en guerra.
Las personas lloraban y corrían de un lado para otro. Entonces, yo tomaba un arma y hacia frente
a los atacantes. En ocasiones conducía
a los indefensos a través de túneles y pasadizos subterráneos. Las personas hacían círculo alrededor mío
para agradecerme haberles salvado la vida y las de sus hijos.
—¿Qué tan frecuentes eran esos sueños? —Preguntaba el
doctor González mientras escribía en su libreta: “¿megalomanía?
—Al principio eran muy ocasionales cada dos o tres meses
—contestaba Augusto.
—¿Y como lo hacían sentir esos sueños?
—Muy bien, doctor. Verá. Nunca he sido lo que
digamos un héroe. Durante el colegio
era, por así decirlo, un miedoso. Me
daba miedo jugar fútbol por temor a que se burlaran de lo poco fuerte que
pateaba un balón. Era un enclenque,
doctor. Y todo el colegio sabía que no
era capaz de hacer nada que implicara esfuerzo físico. Hasta me asfixiaba subiendo las escalas del
colegio. En cambio… en el sueño, yo
podía trepar por una pared o escalar una montaña escarpada. Cuando era niño, nadie se fijaba en
mí. Pero en el sueño, yo era el centro
del universo. Yo era el héroe.
—Cuénteme más de esos sueños.
—A veces los sueños estaban relacionados con cosas que
pasaban.
—¿Como así?
Explíquese.
—¿Recuerda usted el terremoto del 83?
El doctor González asintió por puro formalismo (¿o sería
curiosidad?). No recordaba en absoluto
ningún terremoto en ese año. Sabía que
ocasionalmente se presentan algunos temblores de tierra y que algunos habían
sido realmente fuertes, pero no asociaba ningún temblor y menos un terremoto
en ese año.
—Pues en los días que sucedieron al terremoto tuve varias
veces el sueño de que guiaba a un gran grupo de personas a través de los
escombros de una ciudad destruida. Rescataba personas atrapadas en los sótanos o conseguía comida para
los hambrientos sobrevivientes.
—¿Siempre era el mismo sueño? ¿era la misma ciudad?
—No, cada día era distinto. A veces era de día. Otras
veces de noche. En ocasiones
llovía. Las ciudades eran
diferentes. A veces era New York,
otras era Moscú. Otras veces no
reconozco la ciudad. En ocasiones
sueño con esta ciudad en ruinas.
—¿Y los sobrevivientes?
¿Logró reconocer a alguno?
—No. Eran
completamente desconocidos. Cada sueño era con personas diferentes. Sin embargo aunque las caras no me eran
familiares, siempre había uno que otro rostro que si lo hubiera visto en la
calle lo habría reconocido. A veces me
llegan clientes al banco que creo haberlos visto en mis sueños.
El doctor González
se limitó a garabatear “transferencia” en su libreta y la adornó con
signos de interrogación. Luego se
enfocó en una palabra que había escrito al principio de la consulta: “fobias”.
—Dígame una cosa. ¿Le tiene miedo a los terremotos?
—Claro que sí doctor. ¿Quién no le teme a un terremoto?
—Déjeme le aclaro la pregunta. ¿Tiene miedo de los temblores de tierra?
—No doctor. Les
tengo respeto, pero no miedo.
—Defina “respeto”.
—Respeto es que cuando empieza un temblor, uno tiene que
estar preparado para evacuar el sitio si hay signos de peligro. Un temblor puede convertirse en un
terremoto.
—Me decía usted que también soñaba con incendios. ¿Teme a los incendios?
—Nadie quiere estar en medio de uno.
—¿Pero le teme al fuego?
—No quisiera estar en un incendio en la vida real, pero en
los sueños siento que soy capaz de sobrevivir a uno. De hecho, cuando sueño con terremotos o
incendios no siento miedo. Por el
contrario, soy yo quien logra mantener la calma y salvar a todas esas
personas.
—¿En qué otras situaciones se ve cuando sueña?
—Inundaciones, erupciones volcánicas… guerras…catástrofes
geológicas… invasiones extraterrestres…
—¿Invasiones extraterrestres? —El doctor González no pudo ocultar un
gesto de desdén al hacer la pregunta.
—Si doctor. En algunos de mis sueños, los humanos son
atacados por seres de otro planeta. Y
siempre soy yo el que me enfrento a ellos y salvo a los humanos.
—¿Y siempre gana?
—Verá doctor, en
mis sueños tengo que luchar contra ellos, los extraterrestres. Por alguna razón que desconozco soy el
único que no les tiene miedo. En los
sueños, soy capaz de coordinar las fuerzas de la resistencia y hacerles frente. Por eso me tienen miedo.
—¿Los extraterrestres le tienen miedo a usted?
Augusto sonrió apenado.
—Los de mis sueños, si. Imagínese doctor González. Un
tipo como yo, que se asusta hasta de
un ratón, liderando un grupo de resistencia para hacerles frente a toda una
legión de extraterrestres.
El psiquiatra quiso saber más.
—¿Acostumbra usted ver muchas películas?
—Sé lo que está pensando doctor. A veces yo mismo me hecho la misma
pregunta. A veces pienso que todo lo
que sueño es porque de una forma u otra lo he visto en el cine o en la
televisión. El problema es que cada
vez los sueños son más frecuentes aunque cada vez evito ver más películas
sobre desastres.
—¿Y cómo son esos extraterrestres?
Augusto Parra se movió inquieto en el sillón.
—Aún no lo sé. Todavía no he visto al primero, pero ellos si saben cómo soy yo. Y en mis sueños, ellos me tienen
miedo. Porque saben que yo puedo
enfrentarlos.
—¿Qué es lo que lo hace sentirse tan seguro de sí mismo?
—Simplemente lo sé, doctor. En mis sueños siento que ellos me temen y
que saben que puedo vencerlos. En las
mañanas, despierto pensando que si todavía no nos han invadido, si en verdad
existen, es porque ellos de alguna
manera saben que yo podría defender la Tierra.
—Y usted, ¿qué piensa con respecto a eso?
—Pues no sé qué decirle, doctor. A veces pienso que eso mejora mi
autoestima. Llego a mi trabajo en el
banco pensando que todas esas personas desconocen que están vivas gracias a
mí. Que yo soy lo único que detiene a los extraterrestres
El psiquiatra resaltó en un círculo la palabra que ya
había subrayado: Megalomanía. Mientras
lo hacía, el doctor González hacía mentalmente un análisis cuidadoso de lo
que había escuchado hasta ahora. Tenía
frente a él un paciente de mediana edad, con una infancia difícil, siendo
objeto de burlas debido a sus temores y su incapacidad física para
sobresalir.
Ahora trabajaba como empleado de un banco, donde
aparentemente se había adaptado sin dificultades. Sin embargo, consultaba por una serie de
sueños repetitivos en los que el paciente soñaba que superaba todos sus
miedos y temores, donde podía ser el mesías de la gente. Era una situación muy frecuente. El paciente trasfería todos sus anhelos de
reconocimiento y poder a los sueños.
—Su familia… ¿Aparece también en sus sueños?
A Augusto se le encharcaban los ojos.
—No, doctor. Por
alguna razón que no entiendo, mi
familia nunca aparece. Durante el
sueño tengo la sensación de que murieron y no los volveré a ver nunca. En esos casos me embarga la tristeza.
—Una cosa más, Augusto —
preguntó el psiquiatra mientras disimuladamente miraba la hora— ¿En sus sueños como se ve usted?
—No entiendo..
—Quiero decir. Cómo
es usted físicamente. ¿Es fuerte?..
¿es alto?.. ¿Cómo es?
—A decir verdad nunca lo había pensado bien. Soy el mismo de siempre… Creo... Ahí está lo raro, doctor. Delgado y bajito. Yo quisiera verme como un galán de cine,
pero no. Ahora que lo pienso tengo la
misma imagen que usted ve aquí mismo. Solo que… un poco más viejo. Como si me estuviera viendo en el futuro. Me veo como un héroe. Un salvador de la humanidad.
El psiquiatra arqueó las cejas. Lo usual es que las
personas transfirieran sus más recónditos deseos a sus sueños. Estaba muy
claro que Augusto quería ser famoso y quería reconocimiento. También, era
claro que temía perder a su familia. Pero era extraño que su imagen corporal
no cambiara y no se viera como el galán que anhelaba ser, y que por el
contrario se viera a si mismo más viejo de lo que en realidad era. Eso no era común, pero así eran los sueños.
La lógica casi nunca funciona en ellos.
—Una última pregunta. ¿Si después de tener esos sueños, usted se siente tan bien consigo
mismo, por qué quiere usted dejar de
soñar con ellos?
—Doctor, el problema es que al principio eran cada dos o
tres meses. Pero cada vez son más
frecuentes. Últimamente los sueños son
dos o tres veces por semana. Despierto
agotado. Usted no se imagina lo que es correr toda la noche por una ciudad en
llamas cazando ratas para alimentar a mi gente, o recorrer a pie desde una ciudad a otra
con el fin de dinamitar un centro de abasto de un grupo extraterrestre. Eso es simplemente agotador. Además, tenga en cuenta que con mi estado físico,
las cosas se hacen más difíciles.
El doctor González observó el reloj y dio por terminada la
sesión, explicando a Augusto que su situación no era tan infrecuente como él
creía. Muchas personas llegaban a su
consulta con problemas similares. Por
ahora no ordenaría medicación alguna. Prefería primero intentar con terapia no farmacológica. Le advirtió a Augusto que lo vería en una
semana y le encomendó la tarea de escribir inmediatamente despertara, todo lo
que más pudiera recordar de sus sueños.
Durante tres meses, el doctor González estuvo recibiendo a
Augusto Parra una vez por semana. Este
le contaba sus sueños y el psiquiatra hacía las preguntas pertinentes
para tratar de entender la mente de su
paciente. Todo este tiempo el Dr.
González trató de evitar una intervención farmacológica y estableció un
esquema de tratamiento que combinaba terapias conductuales, logoterapia y otras técnicas usuales para
disminuir los sueños no deseados y así el cansancio que éstos ocasionaban en
el paciente.
Pero a pesar de todo, Augusto cada vez se veía más
cansado. Cada semana llegaba a la
consulta con el psiquiatra con más y más páginas escritas de lo que recordaba
de sus pesadillas.
Los sueños eran más frecuentes y cada sueño era más
exigente en cuanto a actividades y situaciones. Cada vez los sueños eran más detallados y
vividos.
Al doctor González le preocupaba que Augusto, que al
principio creía confundir las caras de algunos clientes con las que veía en
sus pesadillas, ahora estuviera convencido de que muchas personas que acudían
a su banco eran parte de su sueño.
Un día, apenas Augusto se sentó en el cómodo sillón, dijo algo que sobresaltó al impávido
psiquiatra.
—La otra noche usted estaba en el sueño. Lo vi, lo vi a usted…
El psiquiatra no pudo evitar una expresión de curiosidad
en su rostro
—Ahh, ¿si?, cuénteme más —animó a Augusto a continuar
mientras volvía a adoptar la misma facies inexpresiva.
—Hace tres días estaba usted en mi sueño. Tenía más canas y le faltaba algo de cabello. Estaba más viejo y se veía usted muy
triste.
—¿Y que estaba haciendo yo en su sueño?
—Lo que todo el mundo… tratando de sobrevivir. Los extraterrestres habían tomado esta
ciudad. Mientras buscaba provisiones
lo vi a usted. Estaba recostado en
unos escombros. Sostenía en brazos el
cadáver de una joven de unos quince años.
Se veía que era una niña muy linda. Tenía una hebilla de mariposa en
la cabeza que le daba un aire de
ternura. Usted se veía muy triste.
El psiquiatra palideció. Su pequeña hija había cumplido hacia una semana los diez años. Para la foto de cumpleaños, la
niña se había puesto en la cabeza una hebilla con una mariposa. El comentario de su padre cuando la vio con
ella, fue que esa mariposa le daba un aire de ternura. La niña le había prometido entre risas y
bromas que no se la quitaría nunca.
—En mi sueño quise hablarle a usted, pero usted no parecía
escucharme. Pensé que la joven era
alguien muy querida por usted. Ese
sueño fue muy triste —continuó Augusto—, me partió el corazón verlo a usted así y no
poder ayudarle.
Aunque el psiquiatra sabía que no había forma de que
Augusto supiera de su hija y de la hebilla,
quiso cambiar el tema bruscamente.
No quiso saber más del sueño.
—Quiero iniciar un nuevo medicamento con usted. Estoy convencido de que dejará de tener
esos sueños y podrá usted descansar mejor.
Los ojos de Augusto brillaron con una luz de
esperanza. Ya había recibido mucha
medicación prescrita por otros médicos que precedieron al Dr. González. A pesar de las medicinas, los sueños habían
seguido apareciendo y los efectos
adversos habían sido verdaderamente insoportables, razón por la cual el
doctor Sarmiento le había suspendido la medicación y lo había enviado al
psiquiatra.
—Haga lo necesario, doctor. Ya no aguanto más. En la última semana he tenido los sueños
cada día. Cada vez es mayor la
sensación de que los extraterrestres nos invadirán. Lo único que me tranquiliza es que al
despertar yo siento que soy la única persona que puede contenerlos. A veces creo que los extraterrestres leen
mis sueños cuando estoy dormido y por eso no se atreven a venir. Me tienen miedo. Tienen miedo de lo que
puedo hacer mientras duermo.
El Doctor González tomó una pluma de su escritorio, y
empezó a escribir algo en el talonario de formulación. Luego estampó un sello que sacó de su
escritorio y extendió la receta al angustiado paciente con las instrucciones
debidas de cómo tomar el medicamento.
—Le aseguro que con este medicamento, usted no volverá a
tener esas pesadillas —vaticinó el psiquiatra.
Una semana después, Augusto Parra estaba de nuevo ante el
psiquiatra. Esta vez, el paciente
parecía estar más tranquilo. Su cara
mostraba un sosiego que hacía muchos años no irradiaba.
—Y bien, cuénteme ¿cómo le ha ido con la medicación?
—Que le puedo decir, doctor, usted es un genio. El mismo día que inicié el tratamiento dejé
de tener esas pesadillas tan horribles. Me acuesto y me duermo inmediatamente, y no sueño nada. Las pesadillas desaparecieron por completo. Es como si ya no me importara el futuro del
mundo. Ya duermo tranquilo.
El doctor González manifestó su complacencia por el logro
obtenido. Recordó a Augusto que el
tratamiento no podía ser suspendido bajo ninguna circunstancia y el paciente
estuvo de acuerdo.
Mientras tanto, al
otro lado del globo, en una apartada zona de Afganistán, cientos de naves espaciales de origen
extraterrestre posaban su patas en las arenas del desierto. La única persona en todo el planeta que podía detenerlos había sido
neutralizada.
Carlos Alberto Velásquez Córdoba
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