"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)
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miércoles, 7 de febrero de 2024

La droga salvadora. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Este cuento lo escribí hace mucho tiempo (por alla en 1987) y fue publicado por primera vez en mi libro La Monja Sin Cabeza y otros cuentos. 

Hace poco la Editorial Libros Para Pensar me ofreció participar en una excelente antología y quise compartir este cuento que sé que será del agrado de muchos.

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LA DROGA SALVADORA


Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Todos mis compañeros decían que yo era un «lambón». Que sólo me quedaba a hacer turnos en la noche con el fin de que mis profesores me pusieran una mejor calificación que los demás. Claro que eso estaba entre mis planes, aunque muy en el fondo. ¿A quién no le gustaba sacar una nota destacada al final del semestre? Pero lo que me interesaba era aprovechar al máximo la rotación por el servicio de urgencias del Instituto de los Seguros Sociales. Aunque no era obligatorio hacerlo, el coordinador de prácticas había hecho la sutil «sugerencia» de hacer algunos turnos nocturnos en el servicio «para que el futuro médico se vaya empapando de la vida nocturna en una clínica». Y yo estaba convencido en ese entonces, como lo estoy ahora, de que el «arte» de la medicina no se aprende en los libros sino en la práctica diaria.

Corría el año de 1986 y yo me encontraba en el sexto semestre de Medicina. Mi tutor, de quien no mencionaré su nombre era apodado por sus compañeros como «Padre-mío». Aunque no era un hombre de vastos conocimientos en cuanto a medicina interna o a farmacología, era un excelente médico en el área de la traumatología, y la ortopedia. Nunca lo vi amilanarse ante un paciente que presentara las heridas más espeluznantes, y siempre lo vi actuar acertadamente con aplomo y seguridad para proporcionar la ayuda inicial aun cuando, muchos médicos compañeros suyos, incluso especialistas en las diferentes ramas de la medicina, palidecían y titubeaban.

Del doctor Padre-mío aprendí a reducir luxaciones y fracturas mucho antes de que llegara al semestre de ortopedia, aprendí a hacer muchos procedimientos que en la actualidad son prerrogativa de médicos especialistas. También aprendí que existen casos que parecen urgencias vitales y que muchas veces son manifestaciones somáticas de personas con dificultades familiares, sociales o económicas y que reaccionan ante éstas con síntomas similares a los de enfermedades graves. Y aprendí sobre todo a hacer frente a las situaciones más angustiantes con inteligencia y cabeza fría.

Recuerdo en especial una noche en que las consultas estaban particularmente disminuidas. Un turno calmado, pensaba para mis adentros, cuando escuchamos todos una algarabía que provenía de la entrada a urgencias. Todos los médicos y enfermeras nos asomamos con curiosidad y vimos un grupo conformado por unas ocho o diez personas. Todos muchachos jóvenes que traían a uno de los suyos en brazos. Algunos de ellos tenían armas en las manos. Unos pocos tenían revólveres y pistolas de manufactura casera. Otros, (la mayoría) puñales y cuchillos. Al ver el conjunto se podía intuir rápidamente a qué se dedicaban. Todos de aspecto agresivo, profiriendo palabras soeces, el cabello cortado a ras con una melena larga que colgaba en la nuca. Usaban camisillas de colores chillones, jeans desteñidos y tenis de colores vistosos. Era la usanza de los sicarios empleados por los mafiosos. Recordemos que en ese entonces el narcotráfico estaba en todo su apogeo y pululaban grupos de estos en toda la ciudad.

Lo primero que imaginamos era que uno de ellos venía herido, quizás de algún «trabajito» fallido. Ante el grito de «sálvenlo, sálvenlo», Padre-mío tomó la delantera y se acercó a ellos.

—Cálmense muchachos. A ver, qué es lo que le pasa al compañero suyo.

—Mire, hijueputa. Usted tiene que salvarlo —contestó uno de ellos mientras los otros no se cansaban de repetir—. ¡Sálvenlo!... ¡sálvenlo!... tiene un ataque... ¡tiene un ataque al corazón!... ¡Sálvenlo!

Instintivamente tornamos a mirar al supuesto herido. Tenía ambas manos crispadas sobre el corazón. Con una mueca histriónica y con los ojos saltones parecía más un payaso representando una obra teatral que un verdadero enfermo. Respiraba rápidamente y movía sus ojos y su cuello de un lado para el otro como presa de un delirio paranoide, muy propio de quienes consumen estupefacientes. Aunque las manos permanecían rígidas sobre el pecho, con sus pies pateaba a todos los que se encontraban cerca, incluso a aquellos que lo traían cargado.

Muchos de los médicos de más experiencia fueron abandonando el sitio y yo ya le iba a preguntar a mi tutor si aquello era una crisis conversiva (estado de ansiedad) cuando otro de ellos colocando su «changón» en la cara de Padre-mío le increpó:

—Vea «parce». Si usté no lo salva, usté se muere.

Las enfermeras gritaron y corrieron, los médicos desaparecieron antes que ellas, como por arte de magia, y sólo quedamos allí el doctor «padre-mío» y yo. En aras de la verdad, tengo que admitir que lo mío no fue un acto de valentía. Fue que al girar y correr choqué con la camilla metálica que se tenía a la entrada, y caí al suelo.

Ya me preguntaba qué se sentiría cuando una bala entrara en mi cabeza, cuando unos gritos me sacaron de mi ensimismamiento. Era Padre-mío que, con un aplomo digno de cualquier soldado ateniense, me decía que le ayudara a subir al paciente a la camilla, en tanto que les decía a los agresivos acudientes:

—Vean muchachos. Este amigo suyo está muy grave. Vamos a ver si lo podemos salvar, pero no podemos asegurarles nada. Mientras que le hacemos la resucitación, necesito que todos ustedes vayan a buscar a los familiares del joven ya que necesitamos treinta y siete donantes de sangre que sean familiares. Sirven primos y hermanos. Mientras tanto, el doctor —refiriéndose a mí —y yo, vamos a llevarlo a practicarle una cirugía muy delicada.

Ante la insistencia de algunos de ellos de no dejarlo solo, el doctor les dijo que a él le servía más que fueran a conseguir «todo ese montón de gente». Como era de esperar, la mayoría salieron corriendo de lugar, no sin antes asegurarnos que nos matarían si no lo salvábamos. Unos pocos quedaron en la entrada para asegurarse de que no escaparíamos y «por si al “dóctor” —con tilde en la primera sílaba— se le ocurría otra cosa que se necesitara».

Como pudimos entramos la camilla con el «enfermo» que continuaba pateando, brincando y contorneándose, como presa de alucinaciones, y nos dirigimos a la sala número cuatro, no sin antes asegurarnos de que ningún acompañante nos seguía. A medida que pasábamos por el corredor, se iban abriendo las puertas y se asomaban las cabezas de una que otra enfermera y algún médico curioso que quería saber qué había pasado con nosotros.

Padre-mío los tranquilizaba diciéndoles que todo estaba bajo control, que era una simple crisis conversiva. Yo, sin embargo, sufría al pensar qué ocurriría conmigo si el doctor estuviera equivocado y el paciente falleciera. No quería ni imaginarme lo que haría esa turba enardecida.

Al llegar a la sala me extrañó que el doctor arrinconó la camilla contra la pared y con toda la calma del mundo se sentó en su escritorio a seguir escribiendo la historia clínica del paciente anterior. Yo, asustado, miraba al paciente que cada cinco o seis segundos lanzaba un grito o un suspiro y adoptaba otra mueca diferente para permanecer así hasta el siguiente suspiro.

Bastante preocupado y con la voz temblando le pregunté al profesor si le íbamos a colocar algo o a hacerle algún tratamiento, a lo que él respondió que no. Que lo dejaríamos ahí hasta que decidiera levantarse por sus propios medios. Y añadió: Ese paciente no tiene nada.

Palabras funestas. Inmediatamente vi como el paciente se tornaba rígido, brotaba sus ojos y dejaba de respirar.

—¡Doctor! – grité, mientras comenzaba a revisar sus pupilas y sus reflejos los cuales eran normales. Su presión arterial y su pulso eran del todo adecuados.

El doctor Padre-mío alzó la mirada hacia el paciente, lo observó unos pocos segundos y levantando sus hombros como restándole importancia me respondió:

—No le parés bolas a eso. Ese muchacho no tiene nada. Ahora verás que vuelve a respirar.

Palabras proféticas. A los pocos segundos me sobresaltó una bocanada de aire que tomó con avidez como si hubiera estado sumergido en una piscina por mucho tiempo. Una sola bocanada y volvió a quedarse rígido.

Por mi cabeza pasaron los criterios para el diagnóstico del trastorno de conversión que aparecían en el DSM III (en ese entonces) y que establecía las bases para hacer el susodicho diagnóstico psiquiátrico anteriormente llamado «crisis histérica».

Repasaba mentalmente los criterios y cada vez me convencía de lo acertado del diagnóstico, cuando en esas entró el doctor Vélez, y, con el volumen de la voz un tanto alto para lo pequeño del consultorio, preguntó a Padre-mío:

—¿Qué vamos a hacer, pues, con este hombre?

—No te preocupés —respondió Padre-mío hablando todavía más fuerte—, ahorita lo bajamos a la morgue y lo dejamos allá. Cuando ya esté muerto, le sacamos los órganos, para los trasplantes.

Al escuchar semejante cosa retrocedí varios pasos, pues supuse que el presunto enfermo saltaría como loco de su camilla.

Nada. Permanecía con aquella mueca, los ojos igual de abiertos, y las manos crispadas sobre el pecho. Ni un parpadeo, ni un ápice de movimiento. Parecía una estatua de cera.

El doctor Vélez sonriendo maliciosamente se acercó a la camilla mientras decía: «listo, ¿qué estamos esperando?» Cogió el borde de aquella, y la zarandeó con un movimiento corto, pero brusco. Ello fue suficiente para resucitar al paciente.

En milésimas de segundo la supuesta víctima del ataque al corazón corría por los corredores, tambaleándose quizá por la «traba» y tal vez por el desespero. Chocaba con camillas y muros por igual, mientras gritaba a todo pulmón:

—¡Médicos hijueputas!, con razón en esta clínica dejan morir a los pacientes. ¡Hijueputaaas!, ¡malparidooos!...

Instintivamente torné a mirar a Padre-mío, quien ya corría por el corredor contrario rumbo a la sala de espera. Sin más dilaciones, me precipité detrás para saber qué era lo que ocurría y alcancé a llegar justo cuando Padre-mío explicaba a los compañeros de nuestro paciente (de los que quedaban, unos seis o siete) los pormenores de la atención.

—Muchachos, ese compañero suyo estaba más grave de lo que pensé. Si se hubieran demorado más en traerlo no sé qué hubiera pasado. Aquí llegó muy mal. Prácticamente llegó muerto. Tuvimos que darle masaje cardiaco y respiración boca a boca, pero nada, no reaccionaba...

Un murmullo de desconsuelo corrió por la sala.

—Le pusimos adrenalina, pero… ¡nada! Incluso tuvimos que desfibrilarlo, esas cosas que les ponen en el pecho a los pacientes y les ponen corriente, pero ¡nada! Este muchacho no nos respondía. Finalmente —seguía improvisando, Padre-mío, ante los atónitos acompañantes—, tuvimos que utilizar una droga nueva que está en experimentación. Es lo último que ha salido, pero aún no es ciento por ciento segura. Con eso logramos salvarle la vida, pero tiene un problema: el amigo suyo puede quedar con alucinaciones de por vida. No se asusten si de pronto le da por ver dinosaurios que se lo quieren comer, o si le da por creer que unos marcianos se lo quieren llevar...

En eso, un estruendo nos sobresaltó. La puerta de doble ala se abrió de par en par de una patada. Nuestro paciente, pálido como un papel, sudoroso, con una mirada fulminante y con el brazo extendido señalando con el índice a mi profesor gritó una verdad contundente:

—Ese médico hijueputa me quería matar para sacarme los órganos.

—¡Ay, Dios! —dijo Padre-mío con los ojos entornados al cielo cual beato en oración—, ¡ya empezaron las alucinaciones!

Todo sucedió rápido. El «resucitado» se abalanzó hacia sus compañeros tratando desesperadamente de arrebatarles algún arma con la cual atacarnos gritando en medio de su «delirio».

—¡Prestáme el fierro!, ¡prestáme el fierro, que yo tengo que matar a este hijueputa!

Los compañeros trataban de calmarlo:

—Tranquilo mijo, tranquilo mijo, que eso es una alucinación.

—Sí —decía otro—, usté estaba muy grave y el “dóctor” lo salvó.

—Sí, quedáte tranquilo, que vos debés reposar.

—Pobrecito —decía Padre-mío—, esas alucinaciones como son de horribles —y miraba a nuestro paciente con ternura angelical.

—¡Qué alucinaciones, ni que hijeputas!... este H.P. me iba a meter a la morgue y me iba a sacar los órganos. Me quería matar. ¡Prestame el fierro! —y forcejeaba para tratar de alcanzar alguna de las armas de sus compañeros.

Varios amigos lo cogieron de los brazos mientras él luchaba desesperadamente por liberarse.

—Doctor, ¿y esas alucinaciones duran mucho? —preguntó uno de ellos que hasta el momento me había parecido el más calmado.

—Pues no sé, gordo — respondió Padre-mío con aire de desconsuelo—, eso es impredecible. Pueden durar pocos días o quedar para toda la vida.

—Les digo que me quería matar. ¡Créanme! —gritaba el pobre paciente.

—¿Saben que es lo que más me preocupa, muchachos? —dijo Padre-mío captando la atención de todos nosotros. (De todos menos de la víctima claro está, que luchaba por liberarse y hacerse con un arma)— Que este pobre muchacho en una de esas alucinaciones le dé por hacerme algo... y con todo lo que luché para que no se muriera.

—Tranquilo, mi doc, no se preocupe—, dijeron casi a coro todos los acompañantes —No se preocupe que, mientras que Milton tenga esas alucinaciones no vamos a dejar que «huela» ningún arma. Nosotros se lo prometemos.

—Sí, doctor, no se preocupe, que usted salvó a nuestro compañero y a usted lo vamos a cuidar.

Y como si todo estuviera finiquitado, salieron de la sala de urgencias hacia la oscuridad de la noche, felices de haber recuperado a su amigo, a su compañero del alma que fue robado de las garras de la muerte y traído nuevamente al reino de los vivos.

Fin

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Aprovecho para invitarlos al lanzamiento del libro el próximo 15 de febrero de 2024 en la sala mi barrio del Parque biblioteca de Belén. 



miércoles, 27 de diciembre de 2023

George Buns. Simplemente genial.

Qué mejor forma de terminar el 2023 y comenzar el 2024, que con una sonrisa y la perspectiva optimista de un hombre que rió hasta los 100 años de edad. 

Me refiero al actor, comediante, cantante y escritor norteamericano (George Burns, (1896- 1996) quien nos dejó estas frases como legado. 

  ¡Simplemente geniales!


* El sexo es una de las 9 razones por las que me gustaría reencarnarme. Las otras 8 son irrelevantes.

* La gente me preguntaba qué regalo apreciaría más para mi cumpleaños 87. Les contesté: “Una demanda de paternidad”.

* Me encanta cantar y me encanta tomar whisky. La mayoría de las personas prefieren escucharme tomar whisky.

* Primero te olvidas de los nombres. Luego te olvidas de las caras. Después te olvidas de subirte la bragueta. Finalmente te olvidas de bajártela. 

* La felicidad es tener una familia grande, amorosa, dedicada, unida y en otra ciudad.

* ¿Saben lo que significa llegar a casa de noche y encontrar una mujer que te dé un poco de amor, un poco de afecto y un poco de ternura? ¡Significa que te equivocaste de casa!

* A mi edad, las flores y las velas me asustan.

* El secreto de un buen discurso es tener un buen comienzo, y un buen final, y luego tratar de que ambos estén lo más cerca posible.

* Soy tan viejo que cuando yo era un niño, el Mar Muerto sólo estaba enfermo.


Les deseo un gran 2024 a todos los “ jóvenes como nosotros “

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Navidad progresista

El siguiente texto lo encontré en Facebook en un post puesto por Ricardo Gutiérrez, en la pagina de Memelogía filosófica. Se conceden los respectivos créditos

Sencillamente, genial.


Os presento el pesebre de este año, más inclusivo y laico. 

No hay animales para evitar malos tratos. 

María tampoco porque las feministas creen que la imagen de la mujer no puede ser explotada. José, el carpintero, no está porque el sindicato no lo autoriza.

El niño Jesús se lo está pensando porque todavía no ha escogido si quiere ser niño, niña u otra cosa. 

Ni hablar de los Reyes Magos, podrían ser inmigrantes. 

Tampoco existe ningún ángel para no ofender a ateos, musulmanes y otras religiones. 

Por último, se ha eliminado la paja por riesgo el incendio y porque no cumple con la norma Europea NF X 08-070. 

Sólo queda la cabaña, hecha con madera reciclada de bosques que cumplen con la norma ambiental. Pero mañana la saco, no sea que venga alguien a ocuparla. 


¡FELIZ NAVIDAD!

miércoles, 13 de diciembre de 2023

In-felices fiestas - Rodrigo Fresán.

Un genial texto de antinavidad del escritor argentino Rodrigo Fresán, leído por Carlos Ignacio Cardona en el programa Literatura para oir, de la emisora Radio Bolivariana. (texto completo abajo). 




(In)felices fiestas.


Confesémoslo como quien asume un pecado esperando ser redimido nada más y nada menos que por la potencia inmemorial y radiactiva de una fecha marcada en rojo en los calendarios: ya desde el principio todo el asunto pinta mal y conduce al temblor.

Y no es por la descendente temperatura boreal sino por ese siempre en ascenso y sobrenatural espía que surge del frío año tras año. Un hombre corpulento con barba y traje raro, que no deja de lanzar carcajadas mientras invita a la incorrección de que los niños se sienten en sus rodillas mientras no deja de toquetearlos y de hacerles preguntas incómodas acerca de la bondad y del mal comportamiento y prometiéndoles no solo hacer justicia sino, mientras todos duermen, colarse por las chimeneas de las casas y ponerse a olisquear con fetichismo calcetines ajenos. Y mejor no hablemos de su despreocupación en cuanto a esclavizar a cientos de elfos en su taller, de la ferocidad con la que les exige a esos pobres renos que soporten una carga bestial y de su facilidad para volar saltándose todo control aéreo a una velocidad pasmosa.

Digámoslo entonces: ese tipo no es de fiar.

Y si tiene algo para dar es miedo. Sí: Santa Claus o Papá Noel o Viejito Pascuero o cualquier otro de sus múltiples alias da miedo. El mismo tipo de miedo que producen los payasos. Solo que el amo y señor de la Navidad es, desde siempre y para siempre, el dueño y domador del circo.

Y mejor no hablemos del modo en que se llegó a ese ser y a esta fecha que empezó a fecharse hace unos cinco mil años, en las tinieblas del Neolítico. Días más cortos (o más largos, si se celebraba la cuestión bajo la línea del Ecuador) y festivales eternos y comilonas bestiales junto a pilares de piedra iluminados por hogueras e intercambio de objetos de bronce y, después, todos a aparearse con todos bajo ese pino sagrado y a esperar los nacimientos con la llegada de la primavera. Y las Saturnalias de los antiguos romanos en las que, por un rato, los esclavos eran servidos por sus amos y se intercambiaba sigillaria (figuras de cera o arcilla). Y las doce jornadas medievales yendo del 24 de diciembre a la twelfth night del 6 de enero con danzas y canciones y torneos. Y la versión victoriana –con los niños como grandes protagonistas– que es aquella de la que proviene la nuestra. Solo que entonces los niños soñaban con juguetes y no con teléfonos móviles.

Y, claro, hablando de niños: también está todo eso del cronológicamente imposible nacimiento del Mesías producto del acoso sobrenatural de una deidad mayor (dios que años más tarde sacrificará a su hijo en su nombre) a una virgen sin #MeToo que la defienda.

Pero más allá de la variedad de deseos y del cambio de las modas y del sabor de la fe que se profese, hay algo muy inquietante en esa suerte de zona fantasma que son las fiestas findeañeras. Así, la Navidad & Co. como ciclotímica, inquieta, hormonal y por siempre adolescente. Si la Navidad fuera una de las edades del hombre, sería –a no dudarlo, coherentemente– la Edad del Pavo. Y lo más terrible de la Navidad & Co. no es la obligación de reunirnos con gente a la que optamos por no ver el resto del año; tampoco la demencial crecida de nuestro presupuesto mensual en nombre de unas pocas noches. No, lo terrible de la Navidad es que no solo nos obliga a repasar una y otra vez nuestra idea de la felicidad (en la que pensamos de reojo durante once meses y dos semanas), sino que, además, la pluraliza. Eso de, ya saben, “Felicidades”. De pronto es como si no bastara, no fuera suficiente, con la inalcanzable y singular y esquiva felicidad. Ahora, además, se impone la idea de varias felicidades, de muchas formas de alegría, del gozo automático y reflejo. La sonrisa como mueca y risas y campanitas y estrellita y a rebuscar bajo el arbolito lo que nos dejaron y descubrir todo aquello que no nos trajeron ni nos traerán. Jornadas, también, en las que se sacan conclusiones de lo sucedido en los doce meses anteriores (y en toda una vida) y se prometen imposibilidades para los doce meses que vendrán porque, de pronto, queremos tanto y creemos tanto y sentimos la imperiosa necesidad de querer creer en lo que sea. Una dimensión espaciotemporal en la que, se supone, todos flotan en un limbo de paz en el mundo y ho-ho-ho y jingle-jingle y twinkle-twinkle. Una suerte de paréntesis donde se ordena e impone la obligación de ser feliz aunque uno no lo sea y se autoconvence de que no hay nada mejor que estar todos juntos aunque el resto del año la proximidad de más de un miembro de nuestra tribu se nos haga tortura intolerable.

Y, ah, las postales innecesarias obturando la boca del buzón. Y la puntual resurrección de esa insoportable canción de Wham! y su terrible videoclip de suéteres y chimenea y nieve y ski resort y subtexto swinger (y todo pecado se paga y no olvidar que George Michael falleció un 25 de diciembre). Y las recopilaciones de greatest hits y los nuevos álbumes de villancicos y Christmas songs a cargo de artistas sin nada nuevo que ofrecer; este año ha sido el turno de Los Lobos y Robbie Williams, pero por ahí han pasado hasta Bob Dylan sin olvidar que John Lennon se compuso un standard pacifista a la medida y que el single más vendido de la historia sigue siendo el “White Christmas” compuesto por Irving Berlin con la voz de Bing Crosby. (Y no hace mucho leí que los villancicos hacen mal. Los villancicos te vuelven loco. Al menos así lo decidió el sindicato alemán de vendedores de tiendas que desde hace ya un tiempo exigió a los dueños de los grandes almacenes de Berlín que les dieran quince minutos extra de descanso a los vendedores para así compensar y reponerse de la “crueldad mental” que significa trabajar ocho horas al día escuchando ininterrumpidamente esas vocecitas de ardillas anfetamínicas y esas campanitas que resuenan sin cesar.) Y el mensaje del Rey de España y, hasta hace poco, el cada vez más psicotrónico especial de Raphael. Y la inesperada llamada telefónica de esa persona informándote de que tiene algo-para-decirte-que-nunca-te-dije-y-es-mejor-que-te-sientes. Y los comerciales televisivos alegóricos que no hacen más que subrayar, apenas subliminalmente, ese espasmo similar al de la orquesta en la cubierta cada vez más vertical del Titanic. Así, la emoción de ganar la lotería o esa cantinela del “vuelve a casa, vuelve… te esperamos” en nombre del turrón, pero que a mí siempre me pareció más propia del constante retorno de uno de esos slasher-gore killers como Michael Myers o Jason Voorhees listos para trinchar al pavo y a todos los que se le pongan por delante.

Y, de pronto, uno ya no aguanta tanto espanto (“será por eso que la quiero tanto”, rimaría Jorge Luis Borges) y cae de rodillas y le reza al Grinch de Dr. Seuss, al Jack Skellington de Tim Burton, al Bad Santa de Billy Bob Thornton, al Festivus de ese episodio de Seinfeld a celebrar el 23 de diciembre, a la pequeña asesina en serie de Santa Claus en ese relato perfecto de Spencer Holst (y a muchos de los personajes en los cuentos que siguen a estas líneas en esta revista). A todos esos grandes y festivos saboteadores de lo festivo que no son otra cosa que la versión épica y epifánica de ese tío nuestro que ha bebido de más y, de pronto, en el centro de esa cena que se desea última, se pone de pie y anuncia –con voz de tenebroso descorazonado– el principio de ¡El Horror! ¡El Horror! y la continuación de haber vuelto a recibir el más equivocado de los regalos y el seguimiento de, siete días más tarde, con todo un año por delante, empezar a romper todas esas tan poco prometedoras promesas para las que no hay vacuna ni cura.

Y tal vez la Navidad no sea un virus. Tal vez sea una droga. Alto poder adictivo. No se puede parar. Un compuesto químico que obliga a sonreír a todo el mundo, a abrazarse y a convencerse de que la felicidad es un invento posible. Así, la invención de la Navidad equivale a la invención de la felicidad. O viceversa. Así, los que se odian se abrazan resignados durante este limbo de siete días, porque –a no olvidarlo– nos vemos de nuevo para festejar otra improbable abstracción espaciotemporal.

Aún así, la Navidad es un engaño que debe ser preservado a toda costa. Desde hace siglos, funciona como Mentira Original siseante y enroscada alrededor del tronco que une a padres e hijos. Así, se premia la buena conducta y la honestidad mediante la construcción de una dulce falacia cuyo esclarecimiento tarde o temprano deja siempre un sabor amargo. Porque se deja de creer en Papá Noel y enseguida se deja de creer en el supuesto amor que sienten los padres entre sí y, por extensión, en el amor que profesan hacia uno. Y la onda expansiva de esta decepción iniciática acaba por cubrir toda una vida incrédula e inverosímil.

Y la pregunta es, claro, ¿se cree en la Navidad o es la Navidad la que cree en nosotros?

Pero, más allá de variaciones públicas y apreciaciones personales, todos regresamos a las universales y plurales fuentes y al Big Bang y al Alfa del asunto: A Christmas carol de Charles Dickens (1843) y donde fantasma es la palabra clave (no olvidemos que el inmenso librito apareció originalmente con el subtítulo “Historia de fantasmas navideña”, haciendo más hincapié en lo espectral que en lo festivo). Y allí el escritor inglés gana y nos hace ganar, cuando deja asentado que ese día doble que es el 24/25 de diciembre es terreno fértil para que pasten las apariciones. Dickens lo escribió para huir de la tiranía de los folletines, para empezar y terminar algo rápido y muy comercial, porque estaba resfriado y no podía ir a las fiestas que tanto le gustaban (aunque “Mi padre no era un buen tipo”, se arriesgó a susurrar una de sus hijas una vez que hubieron concluido los fastos del entierro del escritor en Poets’ Corner, abadía de Westminster).

En su monumental biografía, Peter Ackroyd arranca con algo que ya había asentado en su momento G. K. Chesterton: “No resulta arriesgado afirmar que Dickens reinventó por sí solo la idea de la Navidad tal como la conocemos hoy: ese grupo familiar reunido para disfrutar de los placeres, el afecto y la esperanza, idealizado a partir de las tenebrosas visiones de su infancia donde, siempre, la tristeza, la miseria y la muerte crecían fértiles como fantasmas ciertos.”

Y es la elección de lo fantasmal como vehículo para su historia lo que convierte la estrategia de Dickens en algo particularmente eficaz y perdurable: se sabe que la fiesta dura poco pero las apariciones son para siempre. La fantasía de Dickens funciona igual de bien que el primer día, porque se las arregla para hacer comulgar la idea del festivo “pavo más grande que haya” y las lucecitas en el árbol con la oscura culpa y el hambre insaciable de lo que pudo haber sido y no fue pero tal vez será.

La variación más exitosa y lograda sobre el tema es otra atemorizante fantasmagoría: It’s a wonderful life, película de Frank Capra de 1946 y cuyo casi obligado revisionado el día en cuestión ya es otra de las tantas tradiciones aceptadas.

Una y otra dan miedo porque tratan de los misteriosos vaivenes de la memoria y de la posibilidad de cambiar cuando lo que en verdad se desea es desaparecer por completo.

Y ya se sabe: la nouvelle de Dickens narra la historia de un hombre malo, Ebenezer Scrooge, que se vuelve bueno; mientras que la película de Capra (el diciembre pasado Saturday Night Live la parodió con Trump, causando indignación en el presidente) se ocupa de la trama de un hombre bueno, George Bailey, que se vuelve un desesperado.

En una y en otra hay visitas sobrenaturales –ángeles y fantasmas– y las dos acaban bien (y no está de más recordar que el “malo” de It’s a wonderful life no recibe castigo alguno mientras que todo hace pensar en que Bailey ya jamás podrá dejar esa casi vampírica Bedford Falls que lo reclama y lo retiene).

Aunque, bueno, ya lo dije y lo apunté en otras ocasiones: yo siempre me quedé con las ganas de ver cómo seguían, qué ocurriría una vez disipada la encantadora onda expansiva de la explosión benéfica de las fiestas y resonando otra vez el ominoso silencio de la normalidad. Porque esa es la clave de la Nochebuena y de ese eco que es la Nochevieja, siete días después: no duran nada, son más un breve espejismo que un permanente oasis, una ínfima tregua en la guerra de todos los otros días.

Y, lo siento mucho, la verdad sea dicha por más que la verdad sea dolorosa y Charles Dickens haya decidido no contarla por piedad hacia nosotros, para no arruinar las fiestas. Los escritores y los guionistas tienen el poder de terminar una historia en el momento en que lo consideran más oportuno; pero eso no significa necesariamente que las historias terminen ahí.

Y aquí voy.

Una semana más tarde, para el 31 de diciembre de ese mismo año, Scrooge ya había vuelto a ser tan detestable como siempre lo había sido hasta esa inolvidable y fantasmagórica Navidad. En realidad, ahora que lo pienso, a partir de entonces, Scrooge fue todavía un poco más detestable. Y existe otra posibilidad aún más terrible: en realidad los fantasmas de las navidades fueron el producto de una conspiración comandada por Bob Cratchit –empleado/esclavo de Scrooge– para quedarse con su fortuna. Tiny Tim fue operado con éxito, su paso por los quirófanos le descubrió su verdadera vocación, y acabó siendo un médico de renombre que, en sus ratos libres, se hizo famoso bajo el alias de Jack el Destripador.

En cuanto al George Bailey de It’s a wonderful life, seguro que se escapó a la mañana siguiente, mientras todos dormían, con todo ese dinero donado por sus adorables vecinos. Y por fin y a solas dejó las nieves de Bedford Falls para siempre poniendo rumbo hacia climas más cálidos, a una lejana ciudad de Brasil llamada –no podría ser de otro modo– Natal.

Felices cuentos. ~


Fuente: Letras libres

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Punto de vista

Siempre hay diversas formas de presentar un mismo hecho. Eso es lo que hacen los abogados, los políticos, los demagogos, los periodistas o los escritores. 

Para demostrarlo, les traigo un ejemplo. 

Esta noticia me la enviaron por WhatsApp el 3 de noviembre de 2023. 

¡Samuel Madrid quedó campeón de un evento histórico! El mundial de jiu-jitsu de Abu Dhabi en su edición #15 con una participación de más de 7000 atletas y más de 150 países, Samuel logró la medalla de oro en la categoría juvenil -94 kg luego de vencer 4 combates, el primero contra Brasil, el segundo contra Kazakistan, en semifinales contra Canadá y la final contra el local de Emiratos Árabes. 

Samuel es el primer campeón mundial juvenil (UAEJJF) en la historia de Colombia.


Ahora, me permito dar otra versión de los hechos. 

En Abu Dhabi, un colombiano se puso a pelear con cuatro personas (un brasilero, un kazakistaní, un canadiense y un árabe), los golpeó a todos y les quitó el oro.

La información es la misma. Sólo cambia la forma de presentarla. 

Siempre puede haber dos versiones.



miércoles, 26 de julio de 2023

El staff y las ventajas de los extranjerismos

En días recientes encontré a dos compañeras de trabajo, una médica y la otra psicóloga, hablando animosamente en uno de los corredores de la clínica donde trabajo. 

Imprudentemente les pregunté si se trataba de una consulta médica o una consulta psicológica de pasillo y ellas me respondieron jocosamente que estaban en un Staff (término que con frecuencia es utiliza en el ambiente hospitalario, no solo para designar un equipo de trabajo sino también, la reunión de personas de diferentes saberes para resolver situaciones puntuales de un paciente o de un servicio). 



Con frecuencia los auditores y demás burócratas, de los que suelen pulular en estas instituciones, se quedan tranquilos cuando se les explica que cualquier decision fue tomada en un
Staff. 

Fue entonces, cuando descubrí la magia que tiene para nosotros los extranjerismos, y cómo una simple palabra puede cambiar la categoría de cualquier reunión. 

Pensé en mis vecinas chismosas, doña Celia y doña Adriana, paradas en la entrada del edificio, conversando sobre las ultimas noticias de la copropiedad. Una de ellas hablaría del perro de don Fabián y la otra contaría lo que supo de la ausencia prolongada del esposo de doña Judith luego de que en una noche escuchara, con la oreja en la pared, sobre los reclamos de ella, seguidos de ruidos de platos rotos. Quizás mencionarían, por casualidad, sobre el aumento casi imperceptible de la panza de Natalia, la adolescente del 508, y la extraña circunstancia de que hace varias semanas su novio, que no faltaba ningún día, ha dejado de visitarla como si se hubiera dado a la fuga. 



Las dos vecinas se compartirían información con el convencimiento de que el mundo sería mejor si ellas pudieran participar en la vida de los demás. 

Gracias a la respuesta de esta compañera, pude darme cuenta de que la próxima vez que vea a doña Celia y doña Adriana conversando, puedo elevar el estrato social de mi edificio diciendo que ellas, simplemente, están en haciendo un staff.

Con esa palabra todo adquiere una nueva perspectiva. 


Posdata 

Aunque no me gusta mucho el idioma inglés, debo admitir que mejora el sonido de las cosas. Por ejemplo, ¿qué pensará la gente cuando digo que vivo en Beautiful City muy cerca a la Wood Station? 

miércoles, 12 de abril de 2023

El pobre don Pancho y la cafiaspirina

El 6 de marzo de este año se cumplieron 124 años del invento de la aspirina. Ese mismo día me llegó un mensaje en el cual algunos médicos hablaban de una de sus formas farmacéuticas: la Cafiaspirina,  medicamento que cien años atrás se consideraba milagroso.  

Recordé entonces, una poesía que me enseñó mi mamá sobre las bondades de dicho medicamento. 

Del escritor Federico Martínez Rivas (1.889 - 1931), les comparto la divertida historia de Don Pancho, quien sufría una terrible jaqueca, tan terrible que, hasta los animales de su rancho estaban enfermando por verlo tan mal.

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El pobre don Pancho


El pobre Don Pancho
que vive en su rancho
con su mula negra, su vaca barcina,
su perro, su gato, su alegre cochina
y otros animales de igual condición,
hoy está gimiendo con honda tristeza
¿Que tendrá Don Pancho?
¡Dolor de cabeza!
¡Pobrecito Pancho de mi corazón!

Bajando la oreja la mula se queja,
lloran la cochina, el perro y el gato,
rebuzna la mula, da gritos el pato,
la vaca no quiere dejarse ordeñar.

Todos por el amo sufren pena intensa,
y hasta un ratoncito
que anda en la despensa
mirando a Don Pancho,
se pone a llorar.

Ante tanto duelo apiádase el cielo,
y hace que Don Pancho
con mente afanosa
recuerde que tiene guardada una cosa
que un médico amigo
le dió antes de ayer.

La saca, la mira, la huele, la toca...
y ¡Zas! se la traga con mucho placer.
Y sus animales viendo muecas tales
miran como Pancho traga la tableta.
¿Será que Don Pancho perdió la chaveta?
¿Será que Don Pancho se va a suicidar?
Y atentos, ansiosos, callados y lelos,
abiertas las bocas, parados los pelos,
están esperando lo que va a pasar.
De pronto, da un salto
de tres varas de alto,
y exclama dichoso con voz conmovida:
Mi mula del alma, mi vaca querida,
mi gato, mi liebre, mi pobre ratón,
ya pasó mi pena, ya estoy aliviado,
la cafiaspirina, remedio adorado,
ha sido la tabla de mi salvación.

Y se arma en el rancho el gran zafarrancho,
bailan como locos el perro y el gato,
rebuzna la mula, da gritos el pato,
el señor conejo danza un rigodón.
Se muere de risa la vaca barcina,
baila en una pata la alegre cochina
y en medio de aquella
feliz confusión...
¡Viva! grita Pancho,
¡la cafiaspirina, la cafiaspirina!
¡la cafiaspirina de mi corazón!.....




miércoles, 29 de marzo de 2023

Las ventajas de llamarse Jéssica

El siguiente cuento fue publicado en la antología Eso es... puro cuento.  Volumen 2

Esta semana lo comparto, debido a un revuelo que hay con el borrador de la reforma pensional. Ya entenderán porqué¹. 

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LAS VENTAJAS DE LLAMARSE JÉSSICA


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba ®


Las filas para conseguir la comida se hacen cada día más largas, en la misma proporción en que se acortan las esperanzas de que la situación mejore. Volvimos a la época de los años 70s, cuando había que hacer filas de tres y cuatro horas, para conseguir un litro de leche. Ahora ocurre lo mismo para comprar una libra de carne.

La situación en el país ha empeorado, y no sólo en el ámbito económico. La salud es cada vez más esquiva y consultar a un médico implica tener que madrugar desde las cuatro de la mañana para obtener un ficho y si se está de buenas, acceder a una cita para dentro de una semana. Todo para poder conseguir un ibuprofeno sin tener que costearlo una misma.

Pero no sólo la situación es mala en salud. En educación, las cosas van de mal en peor. Ya a los jóvenes no les enseñan nada, y para poder obtener un puesto de barrendero hay que tener un doctorado en administración, en tanto que para ser gerente sólo se necesita tener un apellido de prestigio y que su padre sea amigo del gobernante de turno. 

En el ámbito laboral cada vez hay menos probabilidades de conseguir un trabajo estable y aún menos posibilidades de lograr una jubilación. En el aspecto social, ni qué decir. Ahora es más digno ser gay o lesbiana que heterosexual. Si una entra a una cafetería con su esposo tomado de la mano, un montón de parejas homosexuales la miran a una con desprecio. ¿Qué culpa tiene una de haber nacido heterosexual?

Claro que no a todo mundo le ha ido tan mal. Qué mejor ejemplo, que lo que me contó la comadre Etelvina la última vez que hicimos fila para comprar pan.

Estábamos en una cola de más de media cuadra cuando se me ocurrió preguntarle por su exesposo.

—Ve, Etelvina… y, ¿qué hubo de Horacio? Hace mucho tiempo que no pasa por el barrio.

—Ay mija, con ese es mejor no contar ya. Vos sabés que la cosa estaba como maluca entre nosotros...

—Sí. Pues yo supe que se habían separado... pero a veces venía a dar vuelta por la casa… No te me hagás la santa, que yo sé que de vez en cuando venía y te hacía mantenimiento.

—Ay, boba… no digás estupideces.

—¿Ah no?, Varias veces lo vi salir de tu casa… en la madrugada

—Ve, si no me querés ver enojada, mejor ni me lo mencionés.

—Cómo así. ¿La cosa está así de mal?

—Mal, no… Peor…

—Perdóname la indiscreción. ¿Es que se consiguió otra?

La mirada de Etelvina me hizo reformular la pregunta.

—Bueno lo que pasa es que como hace un tiempo se había ido con una “sardina”… y hace como un año me dijiste que te estaba pidiendo cacao, porque la vieja esa lo había dejado por otro de más plata… yo pensé que otra vez estaba en sus andanzas y se había vuelto a conseguir otra.

Etelvina cambiaba de colores, y yo me callé pensando en lo indiscreta que había sido. Tal vez se me había ido la mano con el comentario.

Luego de unos minutos, bastante largos, por cierto, Etelvina se me acercó al oído y me dijo:

—¿Me prometés que no le vas a contar a nadie lo que te voy a decir?

—Lo juro —mentí.

Y es que, ¿cómo puede una jurar que no va a contar algo, cuando lo que sigue es una bomba más grande que la de Hiroshima y Nagasaki juntas?

—Te lo juro. No le voy a decir a nadie. 

—Pilas pues… yo veré.

—Contá, contá.

—El Horacio se cambió de sexo.

—¡Nooo!

—Shhh, que nos van a oír.

—¿Que Horacio se cambió de sexo?

—Que te callés, o no te cuento nada.

Afortunadamente en ese momento, alguien, unos veinte puestos más adelante, se estaba colando en la fila y la algarabía que se armó no dejó que nadie escuchara mi última frase.

—¿Que Horacio se cambió de sexo? ¿Me estás viendo la cara de pendeja, o qué?

—No mija, es verdad… ¿de dónde voy a sacar yo semejante historia?

—Pero… ¿Horacio, que siempre había sido tan hombre y tan macho? Ni para qué decirle que de vez en cuando intentaba tocarme las tetas y meterme mano cuando nos encontrábamos en la acera, al sacar la basura…

—Sí, mija. Con todo lo macho y todo… ahora se llama Jéssica.

—Nooo… ¿Jéssica?

—Siii.

—¡Imposible!

—Ay, mija. Esta sociedad está podrida.

—¿Y cómo pasó?

—Pues, ¿te acordás que hace un tiempo el gobierno sacó una ley que permitía que las personas se cambiaran de sexo?

—Sí, claro. Eso lo hicieron muchos famosos. Hasta el papá de una modelo de televisión se cambió de sexo… y hasta quedó más bonita que la hija…

—Pues resulta y acontece, que a uno de esos genios del gobierno le dio porque uno, sin necesidad de operación, podía ir a cualquier notaria y cambiarse el sexo en la cédula, dizque porque si un hombre se sentía una mujer no se le podía coartar su libertad sexual.

—Qué estupidez…

—Pero esperáte te sigo contando... Un día en la fábrica donde trabajaba Horacio empezaron a despedir gente. Vos sabés que Horacio llevaba toda su vida trabajando allá, y en una reunión les dijeron que necesitaban salir de mucha gente. Imagináte. Horacio con cincuenta y siete años, ¿dónde iba a conseguir un nuevo trabajo…?

—Ah no, mija… y ni soñar con una pensión… 

—Ahí fue la cosa. Un día llegó al trabajo con un papel membreteado de la notaría. Ya no se llamaba Horacio. Se había cambiado el nombre por Jéssica. Ya era oficialmente una mujer.

—¡Nooo!

—¡Sí! Como que un abogado fue el que lo aconsejó. Con cincuenta y siete años, y más de treinta en la empresa inmediatamente le salió la pensión. Se había pasado de la edad de jubilación para una mujer…

—¿Así de fácil?

—Claro, mija. En la fábrica no lo podían echar, porque él los amenazó con acusarlos de discriminación por sus tendencias sexuales… la jubilación se la agilizaron porque él alegaba que era de la comunidad LGBTI y vos sabés que esa gente tiene prioridad para todo. En menos de un mes ya estaba recibiendo su pensión y rascándose las pelotas.

Era una historia difícil de creer. El compadre Horacio, machista como él solo, se había declarado mujer y se llamaba Jéssica. No me lo podía ni imaginar.

—¿Y de verdad se volvió gay?

—¡Cuál gay! Lo que es, es un vividor. Hizo eso para sacar ventaja.

—Es que no me cabe en la cabeza. Él, que odiaba a todos los maricas. ¿y se viste de mujer?

—No. Que va… me cuentan que mientras le resultaba la jubilación se iba para el trabajo con una peluca y ya.

—¿Y sus amigos que le decían?

—Ahhh, yo qué sé. Me imagino que lo acolitaban… todos eran una manada de vagos y borrachines… Hasta me contaron que después del supuesto cambio de sexo, siguió saliendo con sardinas… A los amigos les decía que era lesbiano… y se las comía a todas.

—¿Y dónde anda ahora? ¿Qué está haciendo Horacio?

—¡Horacio, no! ¡Jéssica…!

—Eh, no me voy a acostumbrar… ¿cómo le voy a decir, si me lo encuentro en la calle?

—Pues, no creo que te lo vayás a encontrar así de fácil.

—¿Por qué? ¿Se fue del país?

—No, que va, mija. Con la liquidación se compró un taxi y en una rasca se llevó una casa por allá en Manrique… como que hubo hasta muerto y todo.

—¿Lo tienen en la cárcel? 

—Sí, lo tienen encerrado. Le dieron cinco años.

—¿Y vos vas a visitarlo?

—Ni riesgos. Lo metieron al Buen Pastor, la cárcel de mujeres… ¡Yo a qué voy a ir a visitarlo!… Él está feliz allá y parece que las otras internas están muy contentas con Jéssica. Ojalá le peguen el SIDA a ese desgraciado… 

Viéndolo bien, llamarse Jéssica tiene sus ventajas.

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Eso es... puro cuento.   
Antología. Vol 2.


ISBN 978-958-52246-7-4
Editorial Libros para Pensar
Materia: Narración de cuentos
Público objetivo:  General / adultos
Número de edición:1
Número de páginas:352
Tamaño:14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Idioma:Español

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1. La reforma pensional propuesta permite que un hombre que se percibe como una mujer pueda pensionarse a los 57 años, edad en que las mujeres se pensionan en Colombia. (los hombres deben esperar a los 62)






miércoles, 8 de febrero de 2023

Ideología de idiotex

La biología siempre estará por encima de la ideología. 

Pero la idiotez algunas veces parece ganar la batalla... a corto plazo. 




miércoles, 4 de enero de 2023

Reglas para ser buen piloto.

Me encontré este texto por casualidad y pensé que estos consejos serían muy útiles para el nuevo año; ya seas piloto, o simplemente pretendas mantener el control de tu vida en este nuevo ciclo.

Aunque parecen frases en broma, créeme que tienen mucha sabiduría. Pueden aplicarse en muchos otros aspectos de la vida.  


REGLAS PARA SER BUEN PILOTO


1.Volar no es peligroso. Estrellarse sí es peligroso.

2.Es mejor estar en tierra deseando estar en vuelo; que estar en vuelo y desear estar en tierra.

3.Hay pilotos tontos y hay pilotos viejos. Pero no hay ningún piloto tonto y viejo.

4.Se empieza a volar con una bolsa llena de suerte y otra vacía de experiencia; el truco consiste en llenar la de experiencia antes de vaciar la bolsa de la suerte.

5. Si empujas la palanca de mando hacia adelante, las casitas se hacen más grandes, si tiras de ella hacia atrás, se hacen más pequeñas. Salvo que mantengas la palanca totalmente atrás: entonces las casas se harán grandes otra vez.

6. Todo despegue es opcional, los aterrizajes son obligatorios. Por eso, intenta mantener siempre el mismo número de aterrizajes que de despegues.

7. Mantente fuera de las nubes. Los sabios aseguran que las montañas suelen esconderse detrás de ellas.

8. Cuando dudes, mantén la altitud, nadie ha chocado nunca contra el cielo.

9. Las tres cosas menos útiles para un piloto son: la altitud por encima, la pista detrás y el segundo antes.

10. El único momento en el que tienes demasiado combustible a bordo es cuando la aeronave está en llamas.

11. La hélice es simplemente un ventilador enorme enfrente del avión que se utiliza para mantener fresco al piloto. Cuando se para, entonces el piloto comienza a sudar.

12. Nunca dejes que tu aeronave te lleve a un sitio donde tu mente no haya estado al menos diez minutos antes.

13. Es siempre una buena idea mantener la nariz de la aeronave apuntando hacia adelante tanto como sea posible.

14. Recuerda, la gravedad no es simplemente una buena idea, es la ley y no debes rechazarla de forma caprichosa.

15. La probabilidad de sobrevivir es inversamente proporcional al ángulo de descenso. A mayor ángulo de descenso, menores probabilidades de supervivencia y viceversa.

16. Un buen aterrizaje es aquel del que puedes salir andando. Un aterrizaje “perfecto” es cuando la aeronave puede ser utilizada otra vez.

17. Hay tres simples reglas para conseguir aterrizajes suaves. Desgraciadamente nadie conoce cuáles son.

18. Se sabe cuando se ha aterrizado con el tren arriba, pues necesitas potencia de despegue para parquear.

19. Aprende de los errores de los demás. Nunca vivirás lo suficiente para cometer todos ellos tú mismo.

20. El buen juicio proviene de la experiencia. Desgraciadamente, la experiencia normalmente es resultado de malas decisiones.

21. Mira a tu alrededor. Siempre hay algo que has olvidado.


Tomado de algunascosas.com y publicado por el Grupo Rotornautas en facebook. 

 

miércoles, 28 de diciembre de 2022

Rapsodia beleniana

No, no es una "inocentada" 

Los Muppets, Queen y la historia bíblica de Belén combinan muy bien. 


Espero que hayan tenido una feliz navidad y que el año que viene les traiga las mejores historias para contar. 




miércoles, 14 de diciembre de 2022

Frases insólitas del futbol.

Los que me conocen saben que no me gusta el futbol profesional. Siempre he pensado que es mejor jugarlo que verlo, y que no hay ninguna razón lógica para que alguien diga "ganamos" o "perdimos" cuando no jugó, no invirtió dinero en el equipo, (aunque fuera para comprarle los uniformes a los jugadores) y no hizo ningún esfuerzo para que se ganara o se perdiera el juego. 

Mis recuerdos de como empecé a odiar el futbol vienen de mi infancia. Cuando veía un partido, no me importaba quién ganara. Me gustaba ver las estrategias de cada equipo, sus jugadas, y finalmente apoyaba al que mejor lo hiciera. Celebraba cualquier gol que hubiera sido conseguido de forma bonita, lo que me llevó a ser considerado "persona no grata" por los miembros de mi familia, cuando el gol era "en contra de nosotros".   (¿Nosotros?).  En consecuencia, dejé de ver futbol para evitar que me echaran de la casa cuando el "equipo de nosotros" era derrotado por otro que jugaba mejor y que merecía mi admiración. 

Varias décadas después, sigo sin entender los fanatismos de mis compañeros de especie que se comprometen sentimentalmente con un equipo de desconocidos a los que les pagan dinero por jugar. 

Siempre he pensado que ser futbolista es una profesión muy extraña. A una persona le pagan por correr detrás de un balón, y sudar, para otro, que no hace ningún esfuerzo, se adueñe de su "triunfo" como si de verdad hubiera jugado.  

Dado que todos hablan de futbol en esta época (y en casi todas), les quiero compartir una curiosidad que unos amigos me enviaron al chat:



Aqui transcribo estas "genialidades" y agrego otras. :

1. Carlos Tévez: "A medida que uno va ganando cosas, se hamburguesa".

2. Edinson Cavani, en la Copa América de 2015: "Como todo equipo africano, Jamaica será un rival difícil".

3. Ronaldo Nazário: "Perdimos porque no ganamos".

4. Sergio Ramos: "Cuando éramos niños, a muchos amigos le gustaba el baloncesto y a otros el basket".

5. Alessandro Altobelli: (Delantero italiano de los 80s) "Quiero agradecerles a mis padres, en especial a mi padre y a mi madre"

6. Nelson Pedetti: "(ex jugador uruguayo) "Vi al arquero adelantado y se la tiré por arriba, fue un gol de odontología".

7. Murci Rojas: "Del país al que iré no puedo contar con nada... solo voy a adelantar que es un equipo brasileño". 

8. Lukas Podolski: "El fútbol es como el ajedrez, pero sin dados"

9. Mostaza Merlo: "¿Qué cuántos pulmones tengo? Uno, como todo el mundo".

10. Gustavo Biscayzacu: (futbolista uruguayo) "Si, me siento muy bien físicamente. Eso es, entre otras cosas, gracias a la dieta que me proporcionó la nutricionista, basada en hidrocarburos. 

Y aquí va una "ñapa"

11. Mark Draper“Me gustaría jugar en un equipo italiano, como el Barcelona”. 

12. Thiery Henry: “A veces, en el fútbol, tienes que marcar goles”. 

13. Gary Lineker: "No hay nada entre medio, o eres bueno o eres malo. Nosotros estuvimos entre medio".

14. Mario Balotelli: "El árbitro vio mi cuerpo, se puso celoso y me amonestó"

15. Raúl Albiol, en la Eurocopa de Austria, le preguntan "¿a qué iría a Austria fuera de la Eurocopa?" Respuesta: "A ver canguros".

16. Mark Viduka: "No me importaría perder todos los partidos, siempre y cuando ganemos la liga".


Pensándolo bien, ¿esos que dicen "ganamos" cuando su jugador favorito gana, también dirá "dijimos" cuando su jugador favorito dice semejantes barbaridades?