"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 8 de febrero de 2017

Amelia (Cuento)

Esta  semana les traigo un cuento de mi autoría.  Lo escribí hace cerca de diez años y ha sido publicado en mis libros. 

Recientemente fue escogido como "cuento del mes" en el Proyecto Sherezade,  de la Universidad de Manitoba en Canadá.

Sin más preámbulos, los dejo con Amelia. 


amelia

Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba



Vamos, Amelia, es solo por diversión.  No hacemos mal a nadie

Desde hacía varios días Juan Mario había estado planeando la broma.  Según decía el, no le haríamos daño a nadie, y nos divertiríamos un poco. 

El plan era el siguiente. Todos conocen el mito urbano de la muchacha que tomaba un taxi al frente del cementerio.    Solicitaba que fuera llevada a una dirección específica y al bajarse dejaba olvidado algo en el interior.


El mito urbano tiene varias versiones: Unos dicen que dejaba su bolso, otros que su chaqueta, algunos que su billetera.   El taxista al día siguiente encontraba en el vehículo el objeto olvidado y como acto de civismo regresa a la casa donde había dejado a la chica.  Al llegar encuentra que la chica había fallecido hacía una semana.  Las versiones más truculentas cuentan que al llegar el taxista, encuentra a la familia en un velorio y le explican que la joven murió exactamente a la hora que él la recoge en el Cementerio.

Pues bien.  Juan Mario quería hacerle la broma a algún taxista y necesitaba a Amelia.   Yo dudaba de que Amelia Gómez participara en dicha actividad.  Flacucha y pálida, era la encarnación de un espanto.  Sus ojeras bajo su mirada profunda, su cabello negro lacio que le cubría gran parte de su rostro, sus labios pequeños y pálidos sumado a la ropa que parecía sacada del escaparate de la abuela la hacían ver como una aparición de una película de terror.

Hablaba en tono muy quedo, casi susurrando, aunque muy pocas personas realmente la habían escuchado hablar. En las clases participaba poco y si no fuera porque los profesores le hacían alguna pregunta específica, ella pasaba desapercibida para todos.  Nadie le conocía un amigo y realmente al hablar con ella, sentía uno que estaba hablando al vacío, pues ella respondía con monosílabos y rara vez dejaba escapar de sus labios alguna frase completa.  Siempre aislada de todos. Siempre solitaria

Todos en la universidad nos preguntábamos de donde había venido, pues nunca hablaba del colegio del que había salido, ni de su familia.  Tan solo llegaba a clases, escuchaba la lección y luego partía a su casa caminando por la calle abrazando sus cuadernos sin hablar con nadie. Tampoco sabíamos donde vivía ni cuales eran sus gustos e inclinaciones.


Cuando llegamos al semestre donde iniciaban las prácticas, debido a que nuestros apellidos estaban contiguos, nos tocó hacer con ella la rotación de medicina interna en el Seguro Social.  El grupo estaba conformado por Amelia Gómez, Juan Mario Gutiérrez, Mauricio Jaramillo y por supuesto, yo.

Desde hacía varios meses, Juan Mario estaba planeando su broma. La historia de la chica fantasma que tomaba un taxi lo tenía como trastornado.  Era el payaso del grupo y quería traspasar las fronteras de la facultad de medicina. Cuando supo que haríamos rotaciones en el Seguro Social su plan comenzó a tener forma.  

La clínica del Seguro Social quedaba en una zona de varios hospitales y por supuesto, muy cerca al Cementerio de San Pedro, uno de los más antiguos cementerios de la Ciudad, y en mi opinión, el más tenebroso.      

Ya teníamos el lugar y teníamos a la candidata perfecta para personificar el mito.  Solo había un problema: Amelia no quería.

Desde el principio, no me extrañó.  La chica no era amiga de ninguno de nosotros.  Apenas si nos dirigíamos el saludo.  Mucho menos iba a participar en la broma de los tres mosqueteros, como nos solían llamar en la Universidad.

Ya les dije que no.  Y punto.
Pero…
No, es no.

Mauricio sacó a flote todas sus dotes de orador para convencer a Amelia de participar.  Pero Amelia siempre se negaba.
Con esas cosas no se juega decía ella.
Pero, no estamos haciendo mal a nadie.
Ya dije que no, con la muerte no se juega.

Mauricio al día siguiente le traía una flor o le decía lo bien que se veía con el suéter de lana (que parecía de su abuela).   Ella lo miraba con sus ojos tristes y melancólicos sin creer en sus falsos piropos y él apartaba su mirada a otro lado confesándonos después que sentía un frio intenso cuando ella lo miraba así.

Todos los días Juan Mario y Mauricio insistían y todos los días ella decía que no.  Yo, al margen, pensaba si sería conveniente buscar a otra cómplice con un poco más de chispa que la amargada Amelia. 

Finalmente, el primero de noviembre de 1985 cuando el semestre estaba llegando a su fin, Mauricio llego a la cafetería del Seguro donde nos habíamos reunido Juan Mario y yo a tomar un café y nos dijo: 

Amelia dijo que sí. 
Muy de malas vos, si te dio el sí.  Yo, hubiera preferido hacerlo con Rita. 
No, guev..   no es ese “si”.  Es el otro “si”.  Hoy tomará el taxi en el Cementerio cuando salgamos de la rotación.    Va a hacerse la muerta.

De la alegría, Juan Mario derramó el café sobre su blusa blanca de estudiante, pero yo sentí algo extraño que no puedo describir y que solo he sentido dos veces en mi vida.  La primera vez ese noviembre de 1985 y hace un mes cuando decidí escribir esta historia.

Juan Mario de pronto lanzó una exclamación soez. 
Mierda, no traje el disfraz para Amelia.
No hace falta 一dijo Mauricio一, espera que la veas.

Efectivamente cuando entramos nuevamente al pabellón de medicina interna la vimos a lo lejos con su pelo largo cubriéndole parte de la cara.  Tenía una blusa gris de manga hasta las muñecas y una falda larga y amplia de color negro que apenas le dejaba ver unos zapatos que parecían de monja.   En el cuello tenía lo que parecía una bufanda, gris también, y bajo ella colgaba una cadena de plata con un crucifijo de metal muy similar a los que llevan las religiosas. Era toda una aparición fantasmal.  

Brrr.  Que miedo, que a uno se le aparezca esta vieja en el cementerio 一dijo Juan Mario. 
En cualquier parte…  respondió Mauricio一,  esa vieja da miedo.

De repente nos miró a los tres y sentimos que el corazón se nos paraba.   ¿Nos habría escuchado?  Quizás no.  Estaba muy lejos de nosotros para podernos oír, pero esa mirada, esas ojeras y ese rostro pálido enmarcado por sus negros cabellos nos dejó a todos muy intranquilos.

Esta tarde hizo frio. O quizás éramos nosotros los que lo percibíamos. No lo sé.  Solo pensaba que quería llegar rápido a mi casa.   Pero mi trabajo era acompañar a Amelia hasta el Cementerio y asegurarme que tomara el taxi.   Mientras tanto Mauricio le había dado la dirección de su casa. 

El plan era el siguiente.  A las 6 p.m. Mauricio pediría al profesor que lo dejara ir más temprano a su casa porque su abuelita llegaba de los Estados Unidos. Una mentira piadosa para poder esperar en su casa la llegada de Amelia.   A las 7 p.m.  Juan Mario y yo iríamos con Amelia hasta la puerta del Cementerio y ella allí tomaría el taxi. 

Juan Mario había preparado un libro de Patología de Robins  marcado en su primera página con el nombre de Amelia, pero con la dirección de la casa de Mauricio.   Ese era el objeto que ella dejaría olvidado en el taxi.     

La elección del objeto no fue al azar.  Los tres habíamos perdido patología y habíamos tenido que repetir el semestre y si el taxista no devolvía el libro, pues bueno, era una forma de desquitarnos del Dr. Robins, autor de semejante mamotreto.

Habíamos escogido la casa de Mauricio porque toda su familia se había ido de viaje y la casa estaba sola para él.   Al día siguiente era sábado y Mauricio nos propuso (a Juan Mario y a mi) irnos a su casa a estudiar el fin de semana para el examen de neurología.   (Por supuesto, con asado, cerveza y alquiler de algunas películas).   Así podríamos además esperar si volvía el taxista con el libro.

Todo estaba preparado.  Al salir del Seguro Social, Juan Mario y yo acompañamos a Amelia hasta la entrada al Cementerio.  A pesar de que eran las siete de la noche, un viernes, las calles estaban solitarias.  Era definitivamente un barrio que vivía gracias a la muerte.  La Clínica del Seguro Social a dos cuadras del Cementerio; el hospital San Vicente de Paul, dos cuadras más abajo, y alrededor varios negocios de marmolerías que hacían las lápidas ante la solicitud de los acongojados familiares.   Aun en la calle había restos de flores marchitas que impregnaban el aire con olor a campo santo.   Fue entonces que recordé que mi familia solía llevar anturios a las tumbas de mis abuelos todos los años el primero de noviembre por la celebración del día de todos los muertos.


Juan Mario me sacó de mis reflexiones.  “Ahí viene un taxi” casi gritó, y le entregó el libro a Amelia con un papel aparte, donde tenía apuntada la dirección de Mauricio y un billete para pagar la carrera.   

Ya sabés lo que tenés que hacer

Amelia tomo las cosas en sus manos. Casi se las arrebató y me miró de forma extraña mientras Juan Mario me halaba del brazo para que me escondiera con el detrás de un árbol. 

Amelia estiro su lánguida mano al taxi que se detuvo a pocos metros.  Abrió la puerta trasera y Amelia entró en él. Cuando arrancaba nuevamente cruzó cerca de nuestro escondite. Amelia giro su cabeza como para mirarnos y creí ver una lágrima rodando por su mejilla.

Juan Mario por su parte, bailaba, brincaba y reía, anticipando el susto del taxista. Yo sentía un peso en el corazón. Sentía lástima por Amelia y no entendía por qué.

Al día siguiente desperté muy tarde.  Eran casi las once de la mañana cuando me levanté con una fuerte jaqueca. Había tenido una mala noche con sueños entrecortados en los que veía al profesor de neurología entregándome un bisturí y pidiéndome de que abriera un cadáver. En mi sueño, todos se reían de mí por haber perdido el examen.

Había quedado de ir a la casa de Mauricio desde temprano en la mañana y lo llamé y le dije que iría más tarde. Cuando llegué, Juan Mario me mostró el video que había grabado del taxista cuando Mauricio abrió la puerta y casi llorando y le dijo que ese era el libro de su hermana que había muerto hacía una semana.  El taxista desencajaba la mandíbula cuando Mauricio en un aparente estado de conmoción le preguntaba cómo estaba vestida la chica y a medida que el taxista le describía a su pasajera, Mauricio le decía que era la ropa con la que la habían enterrado. En el video el taxista salía despavorido a su taxi y arrancaba como alma que lleva el diablo.

Me contaron muertos de risa que Amelia había llegado como a la media hora de que abordara el taxi.   Llegó hasta la casa de Mauricio y éste le abrió la puerta sin que el taxista se percatara de que él era el que abría. Una vez el taxi dio vuelta en la esquina, Amelia salió de la casa de Mauricio ignorando la invitación (por cortesía) a quedarse un rato más.    

Mauricio se ofreció a pedirle otro taxi que la llevara a su casa, pero ella simplemente dijo:  一 Es la última vez.  y se marchó sin decir nada más.

Aunque Juan Mario y Mauricio estuvieron riendo hasta más no poder con la travesura, yo fingía reír, pero pensaba en Amelia.   Habíamos ido bastante lejos.  No entendía por qué una muchacha tan extraña se había prestado para participar en semejante broma.

Estuvimos estudiando hasta muy tarde aquel sábado. El domingo nos despertamos tarde, pedimos arroz chino y pusimos una película de acción que habíamos alquilado, para relajarnos.  En la tarde comenzamos a estudiar de nuevo para el examen.

Al salir de la casa de Mauricio el domingo en la noche, vi que en la mesa de la entrada estaba el libro de patología (que supuestamente era de la difunta Amelia) y sobre el reposaba la cadena con el crucifijo metálico que le había visto el viernes colgado en su cuello.

Esa tarada también dejó el Cristo en el taxi.  El taxista lo devolvió con el libro. – me dijo Mauricio todavía riendo.

Tomé el Cristo en mis manos y vi que era muy viejo, parecía de esos que tienen las abuelas en alguna caja de zapatos y que dicen que era de sus antepasados.
 Si quieres se lo llevas mañana  agregó Mauricio.

El lunes presentamos el examen de neurología.  Estaba muy nervioso.  Al mirar atrás, vi que la silla de Amelia estaba vacía.  Miré a Juan Mario y me hizo señas de que él tampoco sabía nada de ella.

Al terminar el examen, nos encontramos para comparar respuestas. Ya todos los otros estudiantes sabían de la broma de los tres mosqueteros, aunque la gran mayoría dudaban de la historia, sobre todo porque nadie se imaginaba a Amelia haciendo semejantes travesuras. 

Si no me creen, pregúntenle a Amelia 一decía Juan Mario.
Y a propósito… ¿ella por qué no vino?
Será que se le olvidó el examen   aventuró alguno.
Es tan rara que hasta habrá decidido no venir respondió otro.
Estará en un motel con un taxista  bromeó otra, mirando a Juan Mario.
¿Esa mojigata? ¿Estás loca?
¿Alguien tiene su teléfono? 一pregunté yo

Nadie lo tenía.  Nadie sabía dónde vivía ni cómo ubicarla.

Mientras todos salían en manada a celebrar la terminación del examen (aún sin saber las notas) yo me fui a la secretaría de la facultad a preguntar el teléfono de Amelia.   Quizás le había pasado algo luego de salir de la casa de Mauricio.

Margarita la secretaria me dio el teléfono que aparecía en su hoja de registro. 

  “…el numero al que usted está llamando no ha sido asignado al público, por lo tanto, sírvase verificarlo. Gracias. …  El numero al que usted está llamando……”

Volví a secretaría y pedí la dirección.  Por si acaso.

El martes nos encontramos Juan Mario, Mauricio y yo en la Clínica del Seguro Social.  Amalia no llego a la rotación.  El profesor preguntó por ella y le dijimos que no sabíamos. Ante mi insistencia, al salir de la práctica tomamos un taxi y nos fuimos a la dirección que me había dado la secretaria del Decano.  Era un barrio de clase media.   Al llegar el taxista nos indicó una casa en ruinas. 

 La casa que ustedes buscan debe ser esa.  Miren que las casas de los lados son la 46 y 50.  La número 48 debe ser ese lote. No creo que ahí viva nadie. Esa casa está en ruinas hace varios años.

Todo el camino hasta mi casa Juan Mario y Mauricio me recriminaron por haber copiado mal la dirección. Sin embargo, dos días después en la universidad, confirmamos que la dirección era la correcta.

Amelia Gómez nunca volvió.  Nadie la volvió a ver.   Algunos dicen que el decano de la facultad habló con la fiscalía.   Nosotros estábamos muy asustados pensando en que su ausencia tenía algo que ver con nuestra travesura.  

Un día nos llamaron a la oficina del Decano. Un señor gordo y canoso que decía ser de la Unidad Investigativa de la Fiscalía estuvo preguntándonos cuándo había sido la última vez que la habíamos visto. Había sido enterado de que éramos compañeros de rotación y quería saber cuándo había sido la última vez que la habíamos visto, si tenía novio, si le conocíamos algún amigo. Aunque nosotros fuimos enfáticos en afirmar que no la conocíamos bien, el detective parecía no creernos.

Mauricio confesó toda nuestra travesura. Le explicó a la fiscalía que habíamos planeado una broma y que solo era eso. Juró que ella solo entró a su casa y volvió a salir ese Primero de noviembre a los pocos minutos y no quiso que se le llamara otro taxi ni que nadie la acompañara a su casa.

Tuvimos que entregar la grabación del taxista que asustamos. Creo que para investigarlo a él también. De forma muy amenazante, el investigador de la fiscalía nos sugirió no salir del país y nos hizo saber que iba a llegar hasta el fondo del asunto. Mauricio era el principal sospechoso.    

Todos en la universidad nos miraban con desconfianza, a partir de aquel momento.


Luego llegaron las vacaciones y me olvidé temporalmente del asunto. Sin embargo, al semestre siguiente Amelia tampoco apareció.

Unas semanas más tarde pedí una audiencia con el decano. Quería saber en qué iba la investigación. El decano me recibió amablemente.  Era la segunda vez en mi vida que entraba en aquella imponente oficina. Me contó que la investigación fue suspendida. Al parecer nadie, con excepción de los alumnos, los profesores y las secretarias conocían a Amelia Gómez.  Nunca se encontró algún familiar. Nadie preguntó por ella y nadie se contactó con la universidad.  Aparentemente nadie había notado su ausencia. El decano había hablado con el investigador de la fiscalía y él le había contado que ni siquiera el número de su cédula aparecía en la registraduría.  En palabras del decano, “era como si hubiese sido un fantasma”.

Con el correr de los meses, dejé de pensar en Amelia. Durante el resto de la carrera me fui distanciando de Juan Mario y de Mauricio. Los tres mosqueteros se separaron definitivamente.  Me gradué de médico unos años después y no volví a hablar con ellos. Sé que uno de ellos es patólogo y el otro trabaja en urgencias. 

Tenía a Amelia en mi saco de los olvidos hasta hace un mes que llevé a mis hijos a un programa lúdico en el Cementerio de San Pedro.  Desde hace unos años el Cementerio realiza actividades culturales y los quise llevar a un concurso de pintura. Estando allí, en unos de los corredores laterales me llamó la atención una lápida que tenía una cruz pintada que me pareció familiar.  Por alguna razón me sentí atraído hacia ella.  La lápida decía: 

Aquí yace Amelia Gómez.
Abnegada estudiante de medicina.
Quiso salvar a los pacientes
Pero Dios la llamó a su presencia
Sin terminar su misión.
31 oct 1915 – 1º nov 1935

Casi se me sale el corazón. Tuve la misma sensación que sentí cuando la Amelia que yo conocí me miró esa lejana tarde del primero de noviembre de 1985.  


Traté de fingir que todo estaba bien cuando mis hijos llegaron con sendas cajas de colores como premio por sus dibujos.  

Al llegar a mi casa estuve buscando como un loco entre mis objetos de la época de la universidad.  Allí, en una caja de zapatos que tenía en el closet con mi carné de estudiante y algunos otros recuerdos, encontré la cadena de plata y el crucifijo que supuestamente yo debía devolver a Amelia luego de la travesura.

Por primera vez reparé en el crucifijo. Era aparentemente una antigüedad. En la cruz había unas letras gravadas.  Tomé una lupa y pude leer la inscripción.

             Señor: Recibe en tu reino a nuestra hija Amelia.  Amén. 1915-1935

Hace ya un mes que encontré esa tumba. Mientras escribo esta historia no puedo sacarme de la cabeza la mirada de Amelia Gómez cuando la vi por última vez mientras arrancaba el taxi esa noche del primero de noviembre de 1985. No puedo olvidar esa lágrima rodando por su mejilla.  Quizás era su segunda despedida de este mundo y ella lo sabía.   

Hoy volví al cementerio. He dejado unas flores en la tumba de Amelia Gómez y he mandado celebrar una misa en su nombre.  Estuve mucho tiempo parado al frente de su lápida en completo silencio sin saber que decir.  Lo único que se me ocurrió mientras depositaba sobre su tumba la cadena con el crucifijo de plata fue rezar un padrenuestro y pedirle a Dios que le conceda por fin el descanso eterno.   Amén.







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Nota posterior:  

En 2019, la editorial Editores Fallidos me publicó un libro con este cuento y otros más.  Quien esté interesado en adquirirlo puede hacer click en el siguiente enlace o escribirme al correo calveco@une.net.co 



miércoles, 1 de febrero de 2017

Originalidad

Una vez escribí un cuento y una escritora colega me dijo que ella había leído algo con un tema parecido.  Cotejando los textos descubrimos que sin darme cuenta yo había escrito casi la misma historia.  Lo triste de todo es que el original yo tuve que haberlo leído hacía mas de treinta años y no lo recordaba.  A lo mejor la historia había quedado en mi inconsciente y cuando escribí mi cuento, fue sacada de un lugar recóndito de mi cabeza. Yo estaba seguro que era una historia original.

Hace unas semanas mi profesor Memo Anjel  compartió este video y lo tituló "Ese juego terrible entre la creación y la memoría inconsciente"

Los invito a verlo.  Descubrirán que muchas melodías de compositores famosos son en realidad fragmentos de otros o variaciones que pudieron ser inconscientes.  (En algunos casos conscientes como en el paralelo del capricho de Paganini y las variaciones de Rachmaninoff

Que lo disfruten. 



Video realizado por Grant Woolard

miércoles, 25 de enero de 2017

Yo también fui socialista.

Sí. Yo también tuve un momento de mi juventud en el que creí que el socialismo o el comunismo eran las mejores opciones. En ese entonces, creía que todas las personas estaban dispuestas a dar el mejor esfuerzo para que la sociedad saliera adelante y que nadie debería recibir más que otros. 



Luego me di cuenta de que cuando yo trabajaba "en equipo" había unos pocos que hacían su mejor esfuerzo y otros por el contrario, buscaban que fuéramos nosotros los que hiciéramos el mejor esfuerzo, "en beneficio del grupo". 


Aprendí que una sociedad progresa porque existe la competencia entre sus miembros y que es el esfuerzo individual el que ha hecho que el mundo prospere.   

Incluso el mejor trabajo en equipo funciona porque cada uno de sus miembros hace correctamente lo que le corresponde a manera individual.   




Mi mejor idea de un trabajo en equipo es una orquesta interpretando una sinfonía. Cada uno de los músicos debe tocar bien la parte que le corresponde, al momento que le corresponde. Si lo piensas,  eso no es trabajo en equipo. Es un trabajo individual bien hecho en el momento en que hay que hacerlo. El resultado solo se logra si cada individuo hace lo que le toca, y lo hace bien.  

Infortunadamente, algunos avivatos han querido hacernos creer que el socialismo es la mejor propuesta política. Pero como decía Margareth Tatcher, el socialismo solo funciona cuando se acaba el dinero... de los demás.  

El éxito del comunismo/socialismo radica en que dividen al mundo entre los que uno cree que son ricos (y no deberían) y los que uno cree que deberían tener más. (o sea uno, y los más pobres que uno). El juego de sus líderes consiste en hacernos creer a los segundos que los ricos no deberían ser ricos y tienen la obligación de repartir su riqueza (sin importar el esfuerzo que hicieron para conseguirla).  

Lo que no dicen es que si no hay beneficios para los que hacen mayores esfuerzos, llegará un momento en el que nadie quiera hacer nada provechoso sabiendo que va a ganar lo mismo que el que no hace ningún esfuerzo. 


Hace poco leí un buen ejemplo de ello. 




Una estudiante universitaria cursaba su último año de sus estudios. Como suele ser frecuente en algunos medios universitarios, la joven pensaba que era comunista y, como tal, estaba a favor de la distribución de la riqueza.

Tenía vergüenza de su padre, un empresario exitoso. Él era capitalista y estaba en contra de los programas socialistas. La mayoría de sus profesores le habían asegurado que la de su papá era una filosofía equivocada.

Por lo anterior, un día ella decidió enfrentar a su padre. Le habló del materialismo histórico y la dialéctica de Marx tratando de hacerle ver cuán equivocado estaba al defender un sistema tan injusto. 

En eso, como queriendo hablar de otra cosa, su padre le preguntó: 
-¿Cómo van tus estudios? 
-Van bien -respondió la hija, muy orgullosa y contenta-. Tengo promedio de 9, hasta ahora. Me cuesta bastante trabajo, prácticamente no salgo, no tengo novio y duermo cinco horas al día, pero, por eso ando bastante bien, y voy a graduarme a tiempo.

Entonces el padre le pregunta: 
-Y a tu amiga Melisa, ¿Cómo le va? 

La hija respondió muy segura: 
-Bastante mal, Meli no pasa porque no alcanza el 6, apenas tiene 3 de promedio. Pero ella se va a bailar cada semana, pasea, está presente en todas las fiestas, estudia lo mínimo, y falta bastante… no creo que se gradúe este año.

El padre, mirándola a los ojos, le respondió: 

– Entonces habla con tus profesores y pídeles que le transfieran 3 puntos de los tuyos a ella. Esta sería una buena y equitativa distribución de notas, porque así ambas tendrían 6 y se graduarían juntas.

Indignada, ella le respondió:

-¡¿Estás borracho?! - ¡Me rompo la madre para tener 9 de promedio! ¡  ¿Te parece justo que todo mi esfuerzo se lo pase a una vaga, que no se esfuerza por estudiar?   Aunque la persona con quien tengo que compartir mi sacrificio sea mi mejor amiga… ¡¡No pienso regalarle mi trabajo!!

Su padre la abrazó cariñosamente y le dijo:

- ¡Hija, bienvenida al capitalismo!

Autor desconocido



Lea también:  ¿Por qué fracasa el socialismo?

miércoles, 18 de enero de 2017

¿Milenials perdidos en el mundo?

Ha muerto Zygmunt Bauman, uno de los principales pensadores de nuestra época. Un gran crítico de nuestra sociedad actual y quien desarrollara el concepto de Modernidad Líquida.

En sus tesis mostraba al individuo de nuestra sociedad inmerso en una alta tecnología, pero aislado del otro.


“No hay modernización (y, por tanto, tampoco forma de vida moderna) sin una masiva y constante producción de basura, entre ella los individuos basura definidos como excedentes.”

“La cultura de la modernidad líquida ya no tiene un populacho que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir.”

“La vida social ya se ha transformado en una vida electrónica o cibervida.”

Los Milenials tienen todo a un dedo de distancia, pero están perdidos en ese mundo.

Como diría el mismo Bauman: “Además de tratarse de una economía del exceso y los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño".

La muerte de Bauman me hizo recordar un video que vi hace poco y que describe la distopía que viven los "Milenials", en la que al individuo solo le importa sus "Likes" pero vive aislado de las demás personas.

Con el mejor estilo de los dibujos animados de los años treinta (1930) y copiando un poco los personajes de Max Fleischer o de Felix el gato, el artista Moby & The Void Pacific Choir  hizo este impresionante video con la animación de Steve Cutts. 

No estamos lejos de este mundo distópico.  ¿Será que ya llegamos?





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Zygmunt Bauman: Sociólogo y filósofo polaco de origen Judío.   (19 de noviembre de 1925 - 9 de enero de 2017)



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Max Fleischer (1883-1972) Nacido en Polonia y muerto en EEUU. Pionero de la creación de dibujos animados. (creador de Betty Boop y Koko el payaso, Bongo el perro, etc.).


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Sobre el video: 

Título de la canción:  
   Are You lost in the word like me?

Album:   
These Systems Are Failing. 

Artista:  
Moby & The Void Pacific Chord

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miércoles, 11 de enero de 2017

El ocio y las artes: música e ingeniería.

Terminan las vacaciones para muchos. Algunos se habrán podido dedicar al ocio. Otros habrán hecho cosas útiles en sus días de descanso. No faltará quien llegue a su trabajo más cansado que antes.

Y hablando de ocio, hace muchos años, un profesor de Historia de Arte nos preguntaba si el arte era resultado del ocio o partía de un esfuerzo que se pudiera considerar trabajo.   Me gusta escribir y aun no se si es el ocio lo que me lleva a hacerlo o por el contrario mis obras son fruto de un trabajo constante. Mientras más atiborrado de trabajo me encuentro, mas necesidad tengo de escribir.  A veces, escribir requiere mas de trabajo que de ocio, aunque el tiempo libre me permite perfeccionar mi arte. 

Realmente, aun no se responder la pregunta, y cuando vi el siguiente video recordé aquella discusión.  Estoy seguro que quien construyó la máquina del video que presento a continuación,  invirtió mucho mucho en ella.

¿Estaba muy desocupado? ¿o es un artista?

Solo cada quién podrá decirlo. 

Para mi es una mezcla de ingeniería y arte.  No me cabe duda de que valió la pena.



Sobre el video: Wintergatan  - Marble machine 

Wintergatan es una banda sueca conocida por utilizar una máquina accionada por una manivela donde unas canicas metálicas se desplazan a intervalos programados produciendo sonidos musicales.  


La próxima semana:  Zygmunt Bauman,  Max Fleicher, los Milenials y Moby & The Void Pacific Chord.

miércoles, 4 de enero de 2017

La copa de Pitágoras

Empieza un nuevo año y con el, un montón de deseos.  Se acaban las fiestas decembrinas y  llegan los carnavales y fiestas en muchas partes del mundo con los consabidos borrachos que no saben beber con moderación.


Hace poco, viendo la forma de beber de algunos pensé que me gustaría servirles en un vaso que no les dejara tomar mas, y recordé que en la antigüedad había una copa que causaba curiosidad.   Se le conoce como vaso (o copa) de Pitágoras. También fue conocida como el vaso de Tántalo.

La curiosa copa solo se podía llenar hasta un nivel permitido. Si uno quería servir mas,  la copa se vaciaba completamente.  (los invito a ver el video).


La copa funciona siguiendo el principio de los vasos comunicantes.  El mismo principio que se usa en los sanitarios modernos. 


Buda decía que el deseo era uno de los enemigos de la felicidad.  Es mas feliz el que menos necesita.

De manera que en este año les deseo que logren ser felices.  No deseo que tengan más sino que necesiten menos. 

Feliz año nuevo. 


miércoles, 28 de diciembre de 2016

El Museo de Edgarsville (Cuento)

El siguiente cuento fue publicado en la Antología Relata 2016.   Red de Escritura Creativa, bajo el auspicio del Ministerio de Cultura de Colombia. 

Sea esta mi oportunidad para agradecer al profesor Luis Fernando Macías Z. quien envió mi cuento al Ministerio,  a la editora Janeth Franco Posada por sus acertadas correcciones y al Grupo de Literatura y libro - Dirección de Artes  del Ministerio de Cultura. 





EL MUSEO DE EDGARSVILLE
Carlos Alberto Velásquez Córdoba

El doctor Johnson paró en la estación de servicio de Beach Grove.
—Perdone, ¿sabe usted cómo se llega a Chattanooga por esta vía?
—Solo siga ese camino unas treinta millas. Siempre tome la desviación de la derecha. A la sexta desviación gire a la izquierda y luego siga siempre a la derecha. Llegará a la ruta 24. No se perderá.
—Muchas gracias —respondió el doctor Johnson mientras se repetía a sí mismo: “siempre a la derecha, a la sexta a la izquierda y luego siempre a la derecha”.
Ya se había desviado mucho de su ruta original. El cierre de la vía por los trabajos de mantenimiento sobre el puente del río Ohio lo había hecho encontrar Metrópolis, el pueblo de Supermán. Ahora, luego de pasar Nashville, había decidido tomar otra ruta. Como había hecho en los últimos días, disfrutaba variando el itinerario programado. Era un viaje alucinante.
No sabía cómo había llegado hasta un paraje tan alejado. Nunca había planeado llegar a Beach Grove. Aunque el doctor Johnson en su juventud había sido un aventurero, a sus setenta años se había vuelto una persona a la que le gustaba tener la certeza de estar en el camino correcto. Sin embargo, en las últimas dos semanas había vuelto a la aventura.
Pagó en efectivo la gasolina de su vehículo y se aproximó al borde de la carretera para tomar una fotografía de un álamo que se veía a lo lejos en la pradera y que servía de sombra a unas pocas vacas que pastaban.
Una flor al borde de la carretera lo atrajo y quiso tomar otra fotografía, pero descubrió que el rollo se había acabado. Volvió a su Dodge Coronet modelo 70 y buscó en el asiento trasero un nuevo rollo de película. Nunca se había acostumbrado a usar las cámaras digitales.
Sus hijos no entendían por qué prefería su vieja Nikon, a pesar de que en su cumpleaños número sesenta le habían regalado una cámara digital de más de dos mil dólares. Él había agradecido el detalle, pero seguía usando la cámara mecánica. Sus hijos no lo entendían y él no había hecho nada para hacerse entender. Hacía muchos años se había distanciado de ellos.
Una vez puso el nuevo rollo, tomó varias fotos a la flor silvestre, guardó el rollo terminado en su maletín de fotografía para revelarlo después, encendió el auto y siguió por el camino indicado.
Le gustaban el silencio y la soledad. Por eso había decidido salirse de la ruta en Nashville y experimentar otros caminos menos transitados. Tenía tiempo de sobra.
Desde que había muerto su esposa, dos años antes, había estado planeando hacer un viaje al sur para visitar a sus nietos en Jacksonville. No sabía si su hijo y su nuera lo recibirían bien. Quería darles una sorpresa, pero no le extrañaría que no lo recibieran con los brazos abiertos. La visita era solo un pretexto para viajar.
Había planeado un viaje en automóvil desde Seattle hasta Jacksonville en dos semanas. Conduciría a lo largo de los Estados Unidos, conocería algunos pueblos, recordaría algunas ciudades y tomaría algunas fotos. Las tres mil nueve millas de distancia podría recorrerlas en cuarenta y ocho horas, pero había decidido no apresurarse. Toda la vida había estado corriendo de un lado para otro.
Como director adjunto del Departamento de Neurocirugía del Northwest Hospital Center, el doctor Johnson había librado una batalla frontal contra las políticas de recorte presupuestal. Había sido profesor de cientos de médicos que llegaban a especializarse. Había publicado un centenar de trabajos de investigación y había obtenido una decena de premios en el área de las neurociencias.
Sin embargo, como él sabía y lo había confirmado cuando ejercía su profesión, todo se acaba. Su esposa había muerto de un tumor cerebral hacía dos años y a pesar de todos sus conocimientos no había podido hacer nada para salvarla. A partir de entonces, su único resguardo fue su trabajo hasta que un día lo jubilaron.
Se encontró de pronto en su casa, mirando la televisión en una espaciosa sala, rodeado de un montón de cuadros y un centenar de fotografías que había tomado. En una pared las fotos de su esposa, de sus hijos aún pequeños, las fotos de los matrimonios de sus hijos y a los lados las fotos de sus nietos, que apenas conocía. Estaba rodeado de recuerdos y no tenía nada en el presente.
De golpe se dio cuenta de que este no era su lugar. Era la casa de su esposa y de sus hijos cuando eran pequeños. Su hogar era el hospital que le había dado una placa y le había hecho un brindis deseándole un buen retiro.
Sin embargo, en las dos últimas semanas había vuelto a vivir. Se sentía joven de nuevo. Aunque tenía otro vehículo más moderno, optó por viajar en su viejo Dodge, el auto en el cual había ido con su esposa a las cataratas del Niágara en su luna de miel. Nunca quiso deshacerse de su primer automóvil, a pesar de que tenía el dinero suficiente para comprar el auto de moda que lucía en el trabajo. Cuando quería disfrutar del placer de conducir y tener un tiempo para sí mismo, usaba su antiguo carro.
Había descubierto que de seguir la vía principal llegaría en menos de una semana a su destino. Por eso había decidido tomar las vías secundarias y conocer un poco del país que nadie conocía. Así había encontrado un pueblito que se llamaba Metrópolis, como el de Supermán, a orillas del río Ohio. En Lodge Grass, Montanna, se había enterado de una ley que prohibía que las mujeres casadas fueran solas a pescar los domingos. En Paducah, Illinois, le advirtieron que si no llevaba al menos un dólar, lo podrían arrestar por vago. A medida que viajaba encontraba ciudades y poblados con los nombres más raros y con las costumbres más extrañas.
Por esta razón había decidido tomarse un poco más de tiempo y hacer de este viaje una aventura.
Al llegar a Nashville se desvió de la ruta 24 luego de pasar Murfreesboro y llegó a Beach Grove.
Siguiendo las indicaciones del hombre de la gasolinera, siguió por la carretera angosta, “siempre a la derecha” hasta encontrar la sexta desviación. Allí pensó un poco. La entrada de la izquierda no parecía estar en buen estado. Dos desviaciones atrás había tenido que desandar el camino porque descubrió que la carretera tomada iba a una propiedad privada.
Eran más de las cuatro de la tarde y el doctor Johnson esperaba llegar a Chattanooga antes de las seis. Seguramente se había pasado de la desviación indicada para tomar a la izquierda. Consultó su mapa, pero se convenció de que la pequeña ruta tomada no aparecía en él. George, su hijo, habría sacado su Iphone y habría encontrado la ruta por medio del GPS, pero el doctor Johnson odiaba este tipo de tecnologías. Le gustaba hacer las cosas como los verdaderos hombres. “Washington no hubiera usado un GPS para cruzar el Delaware”, solía decir.
“A la sexta desviación gire a la izquierda”, recordaba.
Una hora más tarde, cuando pensaba en que tendría que devolverse nuevamente y conducir a oscuras, se topó con un pequeño aviso que decía:
Edgarsville 5 Mlls.
Se alegró de ver indicios de civilización. Había conducido por una carretera no pavimentada por más tres horas desde la estación de servicio y quería encontrar un sitio donde descansar.
Cinco millas adelante paró para tomar una fotografía del aviso de bienvenida.
Welcome to Edgarsville.
Population 856

Edgarsville parecía un pueblo acogedor, que se había quedado olvidado en los años sesenta. Las calles estaban pavimentadas. Las casas de madera, pintadas de blanco con techo rojo, eran generalmente de un solo piso. Algunas con grandes antejardines. Las amas de casa con vestidos de flores vigilaban los juegos de sus hijos. Los perros dormían en las entradas de las casas.
Algunos transeúntes miraban al recién llegado como preguntándose qué hacía un extraño allí. Sin embargo, el viejo automóvil parecía ser parte del pueblo.
Condujo por la vía principal hasta una edificación que dominaba sobre las otras por ser de tres pisos. Un letrero de “Hotel” lo hizo parar. Quería encontrar un sitio donde darse una ducha y dormir.
Un arrugado anciano, de pies cansados y un poco sordo, lo registró en la recepción. El hombre, en un inglés muy pausado y con acento sureño, le dio la llave de la habitación.
El doctor Johnson subió a su habitación en el segundo piso mientras un hombre negro de aspecto fornido llevó su escaso equipaje hasta ella.
—Por el auto no se preocupe. Aquí nunca se han robado nada —dijo mientras descargaba las dos maletas sobre la cama—. Recuerde que la cena se sirve a las ocho.
—¿Hay muchos huéspedes en el momento? —quiso saber Johnson.
—Solo una pareja: recién casados —y guiñando el ojo continuó—. No se preocupe. Su habitación no queda contigua a la suya. —Y salió, dando un portazo tras de sí.
Luego de un baño que lo renovó por completo, el doctor Johnson dormitó un poco, hasta que unas risas en el piso de abajo lo despertaron. Miró el reloj y descubrió que eran cerca de las nueve de la noche. A través de la ventana entraban las tenues luces de una ciudad tranquila. Recordó que no había probado bocado desde Nashville. Su estómago se lo estaba diciendo.
Bajó las escalas de madera y se dirigió al modesto comedor donde una pareja joven reía a carcajadas en una de las mesas.
—Querida, creo que despertaste al señor…
La joven que reía se disculpó, tratando de sofocar la risa.
—¿Lo despertamos? Lo siento. No sabía que había más huéspedes. Es que Geofrey me hace reír…
—No se disculpe. Me agrada ver reír a la gente.
—No sabíamos que había más huéspedes —agregó Geofrey, como pidiendo disculpas.
—Es que acabo de llegar —respondió Johnson mientras tomaba la silla de una mesa vecina.
—¿Vino solo? —preguntó ella.
—Querida, no seas indiscreta.
—No, no es ninguna indiscreción —dijo Johnson— Sí, vine solo. Voy camino a ver mis nietos, en Jacksonville.
—¿Y no está muy lejos de la ruta? —preguntó curioso Geofrey.
—¡Indiscreto! —aprovechó ella para desquitarse.
Y así se entabló una conversación que duró hasta las diez de la noche. El doctor Johnson contó cómo había salido hacía dos semanas de Seattle y había recorrido más de medio país tomando fotografías y conociendo lugares de los que nunca había leído.
Contó sobre la muerte de su esposa y de lo lejos que vivían sus hijos, a los que nunca veía y de los que pocas veces tenía noticias. Entre tanto, una empleada negra que Johnson sospechaba era la esposa del botones le servía una sopa y un steak de pollo asado que devoró.
Conoció también la historia de los Stampton, quienes se habían casado a escondidas hacía dos días. De no más de veinticuatro años, Geofrey Stampton trabajaba en una empresa de empaques como empleado. Ella era camarera en un restaurante en Knoxville. Tendría unos veinte años a lo sumo. Se casaron en contra de la voluntad del padre de ella, que no quería ver a su hija viviendo con un empleado raso, bueno para nada. Como no tenían mucho dinero para la luna de miel, habían decidido recorrer varios pueblos en la moto hasta que el dinero se les acabara. Después buscarían un sitio donde encontrar trabajo y asentarse.
—¿Y cuándo llegaron a este pueblo?
—Ayer en la tarde. Nos gustó el sitio y nos quedamos hasta hoy. Ya mañana buscaremos otro pueblo para conocer.
—¿Y qué les ha parecido Edgarsville? —preguntó curioso el doctor Johnson.
—Es un pueblo como todos por aquí. No hay progreso. Todo es muy simple. Un supermercado, un hotel, un teatro donde presentan películas de hace veinte años, una iglesia… Nada del otro mundo —dijo la joven señora Stampton.
—Lo único que vale la pena es el museo del doctor Smith.
—No me pareció nada del otro mundo —intervino ella.
—Verá. Es un sitio con unas estatuas que parecen reales. A uno le parece que en cualquier momento van a moverse. Es muy parecido al museo ese, el de cera que hay en París.
—¿El de Madame Tussaud?
—Sí, ese mismo. El de las estatuas de los famosos.
El doctor Johnson no quiso corregir al señor Stampton, diciéndole que en París no había tal museo. Se notaba a la legua que la señora Stampton estaba orgullosa de la cultura general de su esposo y no quería decepcionarla.
—Bueno, pues habrá que visitarlo mañana.
—Ay, no. Por favor, no vaya. Ese sitio me produjo escalofríos —respondió la señora Stampton abrazando a su reciente esposo.
—Es que a ella no le gustó, porque dicen que son figuras con humanos reales.
—¿Cómo así? —preguntó Johnson intrigado.
—Es que realmente no son esculturas. Son cuerpos humanos momificados —dijo ella haciendo gestos infantiles.
—Eso lo dicen para que uno pague los diez dólares de la entrada.
—Pues a mí me parecieron reales —insistió la mujer.
—El dueño dice que son personas reales plastificadas.
El doctor Johnson pensó inmediatamente en la plastinación. Como médico y cirujano, sabía de la técnica de plastinación descubierta hacía poco, que permitía preparar un cadáver con una sustancia plástica que lo conservaría por años sin descomponerse.
—Habrá pues que ir a conocer ese museo del doctor…
—Smith.
—Eso… Smith.
El hombre de la recepción y la mujer negra estaban apagando algunas luces de los corredores, por lo que los Stampton y el doctor Johnson se despidieron cordialmente, deseándose una feliz noche.
La joven pareja subió corriendo las escalas entre risas y manoseos. El doctor Johnson subió a preparar su equipo para fotografiar al día siguiente la iglesia, el teatro, el supermercado y, por supuesto, el museo del doctor Smith.
Despertó a las nueve de la mañana. Cuando bajó al comedor a desayunar, solo estaba la señora Stampton. Luego de un cortés saludo, la joven le contó que su esposo había salido muy temprano. Quería caminar un poco.
Al ver la cámara de Johnson, preguntó inquieta:
—No irá usted al museo.
—Claro que sí, me interesa conocerlo.
—Por favor no vaya. Creerá usted que estoy loca, pero tuve un sueño extraño con ese lugar.
—No se preocupe, querida. Nada va a ocurrirme —respondió el doctor, mientras pensaba para sí: “Dudo que haya tenido tiempo para dormir y soñar”, recordando los gemidos que se escucharon hasta muy entrada la mañana.
Luego de un frugal desayuno preguntó al encargado del hotel por la ubicación del museo y salió a dar un paseo, no sin antes ponerse un sombrero de esparto, similar a los que se usan en el sur de Florida y que había conseguido en uno de los tantos pueblos recorridos.
Tal como lo habían descrito los Stampton, no había mucho que ver en el pueblo. Una escuela pequeña que ya tenía sus puertas cerradas para evitar que los niños escaparan de sus clases. Un supermercado que apenas abría y donde una que otra mujer se acercaba a comprar legumbres y hortalizas.
El teatro pueblerino anunciaba el estreno de la película Jurassic Park. La basura acumulada en la entrada y el estado deteriorado del cartel hacían pensar que su última función había sido más de diez años atrás.
Dando un poco más de vueltas encontró una casa de entrada amplia en la que había un anuncio que decía:
Museo del Dr. Smith.
Entrada: 10 dólares

A la entrada, una mujer indígena de unos veinte años le vendió la boleta a través de una pequeña ventanilla que había dentro de un zaguán. Luego la mujer tocó una campana y desapareció de la ventana para aparecer luego en la puerta interna.
Al entrar, lo primero que vio fue a un hombre de unos sesenta años, cabello cano, lentes con montura de carey, traje y zapatos blancos. Llevaba bigote y barba blancos que contrastaban con el corbatín negro. Johnson pensó inmediatamente en el coronel Sanders, famoso por los pollos de Kentucky.
—Bienvenidos, damas, caballeros y niños al museo del doctor Smith. Aquí encontrarán piedras que vienen de las minas del rey Salomón, la sortija de compromiso de uno de los aliens que se accidentaron en Roswell, un trozo de la cruz donde murió Jesús de Nazaret, la hamaca en que dormía el doctor Stanley cuando se encontró con el doctor Livingstone, y mucho más. Y por cinco dólares más podrán conocer el museo de los muertos vivientes. Un fantástico recorrido por el mundo de los que nos han visitado y nos han dejado sus cuerpos.
El doctor Johnson sonrió divertido al ver que dicho personaje extendía su mano pidiendo los otros cinco dólares al tiempo que pronunciaba esas palabras.
—Permítame que me presente. Soy el doctor Smith. Dueño del museo. Veo que viene solo. De manera que seré su guía. Bienvenido.
Johnson comenzó el recorrido entre escéptico y divertido. Por supuesto, pagó los cinco dólares extras que el hombre de blanco se guardó inmediatamente en el bolsillo trasero de su pantalón. El doctor Smith hablaba como si hubiera un público numeroso oyendo sus explicaciones.
Comenzó a caminar por una serie de habitaciones, y explicaba cosas de difícil verificación. En esta silla se sentó el general Ulises Grant a beber un tequila que le habían traído de México. En aquel espejo, el general Custer se peinó antes de ir a la batalla.
Estas piedras son traídas del Amazonas. Fueron robadas a Pizarro, que las pensaba enviar a España como regalo al rey Carlos V.
Fueron pasando de habitación en habitación. Un pedazo de metal retorcido con visos verdes resultó ser un anillo que portaba un extraterrestre accidentado en Roswell.
El doctor Johnson estaba convencido de que había tirado sus quince dólares. No había en todo el museo nada digno de fotografiar. Estaba por interrumpir a su guía para terminar el recorrido cuando aquel lo tomó por el brazo y le dijo:
—Ahora viene lo más fantástico. Mi colección de muertos vivientes.
Y conduciéndolo por un pasadizo estrecho lo llevó a un recinto donde se podía ver una serie de estatuas con figuras humanas.
—Por favor. Sin fotografías —se apresuró a decir el guía cuando vio que Johnson quitaba la tapa al objetivo de su cámara.
El doctor Johnson iba a protestar, pero vio en los ojos del doctor Smith una expresión que se lo impidió.
Llegaron hasta las figuras. Una de ellas tenía un uniforme del ejército alemán y hacía el gesto de saludar extendiendo su brazo al frente.
Una mujer tenía un ceñido vestido de la época victoriana con una falda amplia que parecía más un paracaídas abierto que una prenda de vestir. Portaba una sombrilla con la que aparentaba cubrirse del sol.
En un rincón, un personaje de bombín, bastón y pantalones caídos, parecía emular al fantástico Charles Chaplin. La cara era muy diferente, pero un negro bigote recortado insinuaba sus facciones.
Había todo tipo de personajes: una figura vestida de soldado romano cuya inscripción decía Julio César. Otra figura femenina vestida de piloto parecía ser Amelia Earhart. Otro, con una barba evidentemente postiza, era Ulises Grant; una figura con una peluca blanca y una casaca militar era George Washington. Las caras no se parecían a los personajes reales de la historia. La cara de la figura de Washington no tenía la nariz prominente. El Cristóbal Colón tenía la cara de un muchacho de veinte años, de aspecto indígena. Sin embargo, por su vestimenta, el catalejo en una mano y el mapa en la otra, hubiera pasado por el navegante genovés.
El sitio era fantástico. Las facciones de los personajes eran perfectas. Mucho mejor logradas que el museo de Madame Tussaud. El doctor Johnson se acercó a varias de las figuras y creía ver el cristalino en los ojos de cada una. Las fosas nasales tenían vibrisas como las de una nariz real. La piel tenía todas las arrugas esperadas e imperfecciones propias de un cuerpo humano. La anatomía de las venas del dorso de las manos era reproducida con total fidelidad. A los que tenían la boca semiabierta se les veía una lengua perfectamente labrada en su interior. Incluso creyó ver un poco de cera en la oreja derecha de la figura de Julio César.
Cada uno tenía una fisionomía diferente. Ninguna cara se parecía a la del personaje que representaba, pero la perfección en los rostros era impresionante.
—Nunca me hubiera imaginado a Atila el huno, rubio y con ojos azules —dijo Johnson, parado frente a la figura.
—Era el único cuerpo que tenía en ese momento.
—¿Es que usted no los hace?
—No, me los regalan los que vienen por aquí.
—¿Y los vestidos?
—Esos los hace Rosario, mi mujer.
—¿Pero cómo hace para que los muñecos queden tan bien?
—Es que no son muñecos. Son personas reales —respondió al oído Smith.
El doctor Johnson recordó entonces el malestar que el museo había producido en la señora Stampton. Incluso él sintió un poco de mareo, que atribuyó al calor del recinto.
Sabía muy bien que ese cuento de los cuerpos humanos embalsamados era un gancho publicitario para que los turistas (los pocos que pudieran llegar), quedaran impresionados.
Reconoció la figura de Hitler por el uniforme de un general alemán de alto rango, el cabello peinado de lado y el conocido bigote. Sin embargo, el personaje que lo interpretaba parecía tener ochenta años.
—Pero Hitler no era tan viejo…
—Tal vez no externamente, pero por dentro era un anciano. ¿Qué edad real tiene usted?
Johnson sonrió inmediatamente. El viaje que estaba realizando lo había convertido en un joven de veinte años.
Volvió a mirar la figura. Los ojos, las cejas, la piel… todo parecía tan real.
Intentó tocarlo, pero su guía le cogió la mano.
—No tocar —dijo, señalando el letrero que estaba replicado en todas las paredes.
—Es que parecen tan reales…
—Plastinación.
—¿Cómo dice?
—Plastinación —respondió el anfitrión—. Es la técnica que descubrió mi tatarabuelo hace más de doscientos años. Es la que aún uso en los cuerpos.
Está loco, pensó el doctor Johnson mientras seguía su recorrido por una galería de recintos, Cleopatra, Hipatia, Galileo Galilei, Leonardo Da Vinci, Caperucita Roja, Alejandro Magno, Shakespeare, Marco Polo. Carl Marx, Blanca nieves, Gengis Kan, Abraham, Ramses II y cientos de personajes de la historia, reales o imaginarios. Por supuesto, no podía faltar el imperdible Napoleón Bonaparte.
Claro que este Napoleón media más seis pies de alto. De todos modos, era un verdadero espectáculo ver esa figura del personaje con su casaca militar y con su mano metida entre la ropa, pareciendo rascarse el ombligo.
Los muñecos de plástico, de cera o del material en que hubieran sido fabricados eran toda una obra de arte. Sobre todo el hecho de que cada figura tuviera una cara y una forma diferentes. De entrada se podía ver que no habían sido fabricados en serie. Cada muñeco tenía características individuales. Como los soldados de terracota que había visto en el museo de Nueva York.
A Johnson le gustó la idea del doctor Smith de inventar que eran cuerpos humanos reales para generar impacto en sus visitantes. El hombre era un excelente mentiroso.
Otro detalle llamó la atención de Johnson. Algunas prendas parecían más viejas y decoloradas. Otras, por el contrario, parecían recién hechas. Y se lo hizo saber a su guía.
—Es que este museo está en permanente crecimiento. Ahora mismo estoy preparando la figura para Romeo y Julieta. Me falta Julieta. Y también tengo el traje listo para Neil Armstrong, el astronauta.
—Qué interesante —se limitó a decir Johnson mientras seguía recorriendo habitaciones.
Cuando salió del museo eran más de las dos de la tarde. El sol calentaba fuerte a pesar de que el verano había pasado hacía varios meses.
Se tomó una cerveza en la tienda de una esquina y decidió volver al hotel. Había sido una verdadera lástima que le impidieran tomar fotografías. Un sitio así no volvería a encontrar en lo que quedaba de su viaje. Si bien al principio le pareció un robo, al final había quedado convencido de que los quince dólares habían sido bien invertidos.
Al llegar al hotel, el anciano recepcionista le preguntó si almorzaría. Él respondió que no, pero que se sentaría en la sala un rato a leer la prensa.
Allí encontró llorando a la señora Stampton.
—Es Geofrey. Aún no ha vuelto.
—¿Y su moto? —preguntó el doctor Johnson sin mucha prudencia.
—Él no me abandonaría. Estamos enamorados.
—No quise decir eso, por favor discúlpeme. Quiero decir…
—Su moto está afuera. Ya revisé —respondió ella en tono agresivo.
Hubo un silencio bochornoso que duró unos pocos segundos.
—Le dije esta mañana que no volviera al museo, pero no me hizo caso. Él quería tomar unas fotos de los cuerpos. Se llevó la cámara. Seguro se fue para allá.
—Pero yo estuve allí y no lo vi.
—Está allá. Con toda seguridad que está allá. En el fondo de mi corazón lo presiento.
A Johnson no le gustaba ver llorar a una dama. Como buen caballero, se ofreció a acompañar a Mrs. Stampton hasta el museo.
No era la primera vez que unos jóvenes se casaban llevados por las hormonas y el momento, y después uno u otro se daba cuenta de que el matrimonio no era lo que buscaban. No era infrecuente que uno de los dos huyera aterrado. Pero, por otra parte, la motocicleta de Geofrey seguía parqueada en la calle, detrás del Dodge Coronet de Johnson, por lo que la hipótesis de la huida parecía poco probable.
El doctor Johnson le propuso acompañarla a buscarlo por el pueblo y aprovechar y pasar por el museo. Por lo menos así la señora Stampton confirmaría o descartaría sus sospechas. Además, no abandonaba la posibilidad de poder tomar alguna fotografía.
El encargado del hotel vio cómo el doctor Johnson salía nuevamente a la calle acompañado de la señora Stampton, que lloraba prendida de su brazo. El arrugado anciano sabía que nunca más los volvería a ver.
Y así fue. El doctor Johnson nunca volvió al hotel. Tampoco llegó a Jacksonville para visitar a unos nietos que ni siquiera lo recordaban. La señora Stampton nunca volvió a trabajar como camarera de un restaurante. Su padre aún maldice al vago que se la llevó.
Pero las pocas personas que visitan el museo del doctor Smith en el remoto pueblo de Edgarsville pueden ver una feliz pareja abrazada, ataviada con ropajes de la Verona del siglo XV. Ambos irradian felicidad. Ellos son Romeo y Julieta. Los amantes que murieron víctimas de un amor juvenil y del odio de sus padres.
En otra sala ven un personaje vestido de astronauta, con un cartel que dice:

Neil Armstrong.
Primer hombre en pisar la luna.
Favor no tocar


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Posdata

A continuación les dejo el mapa del recorrido que hizo el doctor Johnson. Por favor tengan mucho cuidado y no entren a Edgarsville.