"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)
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miércoles, 2 de noviembre de 2022

¿James Bond o Roger Moore?

Me crie viendo la serie de "El Santo", protagonizada por Roger Moore. Siempre me llamó la atención, además de su intrepidez y valentía, su caballerosidad y su elegancia. Luego llegaron las películas de James Bond, en las que él era protagonista, y reafirmó mi admiración por sus personajes.


A continuación, les comparto una anécdota que encontré en Facebook, que muestra una faceta del actor, y que reitera mi invitación a que nunca dejemos de jugar y reinventar nuestro mundo. Esta historia muestra la diferencia entre trabajar como actor o ser un actor. 
____________

El periodista Marc Haynes (@marchaynes) la publicó en su Twitter y se volvió viral en su versión original en inglés.
Aquí la traducción al español:

"Cuando tenía siete años de edad en 1983, en los días previos a las salas de Primera Clase en los aeropuertos, yo estaba con mi abuelo en el aeropuerto de Niza y vi a Roger Moore sentado en la puerta de despegue leyendo un papel. Le dije a mi abuelo que había visto a James Bond y le pregunté si podíamos tener su autógrafo.

Mi abuelo no tenía idea quienes eran James Bond o Roger Moore, así que caminamos, y cuando estuvimos frente a él, le dijo: “Mi nieto dice que usted es famoso ¿Puede firmar esto?"
Tan encantador como podía esperarse, Roger preguntó mi nombre y escribió al respaldo de mi tiquete de avión una nota llena de buenos deseos.

Yo estaba extasiado, pero cuando regresamos a nuestros asientos, miré detenidamente mi tesoro. Y aunque era difícil de descifrar, definitivamente no decía “James Bond”.

Mi abuelo la miró y ayudándome en la lectura dijo: “Roger Moore”. Yo no tenía absolutamente idea quién era y mi corazón se encogió.

Le dije a mi abuelo que la firma estaba equivocada, que él había puesto otro nombre, así que mi abuelo regresó donde Roger Moore, llevando el boleto que había acabado de firmar.
Mi abuelo le reclamó: “Él dice que usted firmó con el nombre equivocado. Él dice que su nombre es James Bond”.
Roger Moore arrugó el ceño y me hizo señas para que me acercara.

Cuando estaba a la altura de su rodilla, se inclinó, miró para todos lados, elevó una ceja y con voz suave me susurró: “Tengo que firmar mi nombre como Roger Moore porque de otra forma…Blofeld (el gran enemigo de James Bond) podría encontrarme aquí”.

Me pidió que no le dijera a nadie que había visto a James Bond y me agradeció por mantener su secreto.

Yo regresé a nuestros asientos, absolutamente dichoso.
Mi abuelo me preguntó si él había firmado James Bond. “No -le dije-, yo estaba confundido. Ahora estoy trabajando con James Bond”.

Muchos, muchos años después, yo estaba trabajando como guionista en una grabación que involucra a UNICEF y Roger Moore, que estaba filmando en su rol de embajador.
Él fue completamente amable y mientras el camarógrafo instalaba el equipo, le conté la historia de cuando lo encontré en el Aeropuerto de Niza.

Él estuvo feliz de escucharla y sonriendo me dijo: “Bueno, no lo recuerdo, pero estoy encantado que te hayas encontrado con James Bond”, fue muy amable.

Pero luego él hizo algo brillante.

Después de la filmación, él caminó delante de mí por el pasillo, mientras buscaba su automóvil, hizo una pausa, se me acercó, miró a ambos lados, elevó una ceja y en voz baja me dijo: “Claro que recuerdo nuestro encuentro en Niza. Pero no dije nada allá, porque esos camarógrafos, cualquiera de ellos podría estar trabajando para Blofeld”.

Estuve tan maravillado a los treinta como estuve a los siete. Qué hombre... ¡Qué tremendo hombre!".


miércoles, 5 de octubre de 2022

Contra el feminismo

Advertencia.  Esta columna, al igual que el video puede despertar reacciones airadas. Si eres de las personas que no puede tolerar pensamientos diferentes a los tuyos, tal vez no debas invertir tiempo en este tema y pasa a otro de este blog que se acomoden a tus creencias y gustos. Pero si al contrario, crees que puedes analizar puntos de vista contrarios y debatirlos sin que te sientas ofendido, bienvenido.  

Pero mejor dejar que el "Machirulo" (macho ostentoso) te explique sobre el video. Si aun así decides verlo, no me vengas con que soy un desgraciado machista heteropatriarcal. ¡Te lo advertí! 



Este vídeo es difícil de ver. Son veinticinco minutos de pedantería pura y sin efectos especiales. Mi consejo, si realmente quieres tragártelo, es que te lo pongas en cama al irte a dormir, o de fondo mientras estás fregando los cacharros. O mejor no lo veas, porque no lo he hecho para que lo vieras, sino para quedarme tan pichi. Quiero dejar claro que sólo lo publico porque estoy en Chipre y sooooy inimputable, hermano. Si estuviera en España posiblemente no me atrevería a publicarlo, o quizá lo haría con un condón blanco cubriéndome la cara. Así que no soy valiente, sólo tengo 3000 kilómetros de por medio e independencia financiera.

Antes de aullar con furia porcina sobre detalles técnicos de los vídeos, te invito a que leas el siguiente decálogo:

La única rebelión posible es la personal. Cuando lo acepta, ese desgraciado individuo, conocido con el nombre de hombre, arrojado muy a pesar suyo en este rincón del Universo, es capaz de sembrar al fin algunas rosas en las espinas de la vida.

Soy Fabián C. Barrio, el viejo lesbiano que ulula sobre una roca en mitad del Mediterráneo. Escritor y viajero chipriota. Overlander majestuoso. Hablo para vivir. Soy el Alcalde.

Mi correo: yo@saliadarunavuelta.com

NI SE TE OCURRA DECIRME QUE DEBERÍA ESCRIBIR UN LIBRO, LLEVO SEIS PUBLICADOS Y NO ME LOS COMPRA NI MI MADRE, ASÍ QUE NO VOY A PUBLICAR NADA MÁS HASTA QUE NO SE AGOTEN LOS QUE HAY EN EL ALMACÉN, CABRONES.

Ver también 

miércoles, 29 de junio de 2022

Progresismo

Desconozco quien es su autor, pero está genial.



Nevó anoche...

8:00-Hice un muñeco de nieve.

8:10-Una feminista pasó y muy airadamente me reclamó porque no hice una mujer de nieve.

8:15-Así que hice una mujer de nieve.

8:17-Mi vecina feminista nuevamente se quejó de los pechos voluminosos de la mujer de nieve, diciendo que había hecho el muñeco con una mirada masculina y lujuriosa y que “mi engendro” no representaba a todas las mujeres del mundo, que no quieren que las valoren por sus senos.

8:20-La pareja gay que vivía cerca armó un lío diciendo que debería haber hecho dos hombres de nieve.

8:22-El vecino hombre trans... mujer... preguntó por qué no hice solo una persona de nieve, con partes “destacables”.

8:25-Los veganos al final de la calle se quejaban de la nariz de zanahoria, alegando que los vegetales son comida, no decoración de muñecos de nieve.

8:28-Me llamaron racista porque la pareja de nieve es blanca.

8:31-El musulmán al otro lado de la calle exigía que la mujer de nieve fuera “totalmente cubierta”, de inmediato.

8:35-El vecino del PS reclamó el color azul de la bufanda de mi muñeco diciendo que yo cometía un delito electoral por promover a la mesa de la unidad.

8:38-El vecino epidemiólogo me reclamó a gritos porque mi muñeco “no tenia cubrebocas”. Me llamó “irresponsable”.

8:40-La policía llegó diciendo que alguien había sido ofendido.

8:42-La vecina feminista reclamó nuevamente que la escoba de la mujer de la nieve necesitaba ser removida, porque representaba a las mujeres en un papel doméstico.

8:43-El representante de derechos humanos llegó y me amenazó con interponer una demanda “ejemplar”.

8:45-Apareció el equipo de reportajes de televisión. Me preguntó si sabía la diferencia entre los hombres de nieve y las mujeres de nieve.

Yo respondí “bolas de nieve′′ y ahora me llaman “sexista”.

9:00-Yo estaba en las noticias como sospechoso de terrorismo, racismo, homofobia, sexismo, machismo, xenofobia, transfobia, nazismo, fifí, “neoliberal” y delitos contra la salud.

9:10-Me preguntaron quienes eran mis cómplices.

9:15-Mis hijos fueron llevados al tribunal de menores para su “custodia”.

9:20-Un diputado me acusó de haber recibido millones de dólares para “atacar a la estabilidad del país”.

9:29-Manifestantes de extrema izquierda, ofendidos por todo, marcharon por la calle exigiendo que me arresten.

9:35-La policía ya giró “orden de aprehensión” en mi contra. Tuve que salir a escondidas del país.

Al mediodía todo se derretía.

Moraleja:

No hay moraleja para esta historia.



Esto es en lo que nos hemos convertido, con esa imbecilidad de lo que es “políticamente correcto”, donde dentro de poco, dar nuestra opinión -sobre el tema que sea- podrá ofender a alguien.

(Autor desconocido).




miércoles, 27 de abril de 2022

Historias secretas de un ginecólogo. Federico Zapata

¿Qué clase ginecólogo se atrevería a contar historias secretas en un libro?

Ese fue el primer pensamiento que pasó por mi cabeza cuando leí el título de la novela del doctor Federico Zapata Pérez. 

Pero una vez empezado el texto, comprendí que su autor en ningún momento viola la ética de su profesion, ni rompe el secreto profesional; simplemente cuenta las historias más extrañas que le pueden pasar a un ginecólogo. ¿y cómo lo sé?  Porque en más de treinta años de ejercicio profesional, he vivido historias similares, tan extrañas, que cuando yo las cuento, tampoco me creen. 

https://librosparapensar.com/libreria/historias-secretas-de-un-ginecologo/#:~:text=Cientos%20de%20a%C3%B1os%20despu%C3%A9s%20de,sus%20manos%20es%20TOP%20SECRET.

La novela Historias Secretas de un ginecólogo narra situaciones extrañas e hilarantes con humor y desparpajo, y algo muy importante, las cuenta con profundo respeto y admiración por los pacientes, algo que nunca debe faltar en un médico en ejercicio de su profesion. 

Para que se antojen, voy a narrarles algo del primer capítulo en forma muy resumida...

Un ginecólogo sale cansado de su turno a altas horas de la noche. Toma un taxi y descubre que el conductor lo mira insistentemente. Conversan. Y en su charla el chofer le cuenta que lo ha reconocido. Lo recuerda muy bien porque atendió el embarazo de su esposa hace varios años...  

El ginecólogo le pregunta por el hijo, y el conductor le responde que murió en el parto...  Nuestro protagonista comienza a pensar en todo tipo de desenlaces cuando el taxista detiene su carro a la orilla del camino en una zona apartada... el ginecólogo suda y se returce.  Siente que no puede respirar mientras el taxista parece buscar algo... 

Cualquier cosa puede pasar...  

...y pasa la cosa más extraordinaria que puedan imaginar.


Ese primer capítulo es uno de los inicios más facinantes que he leido en cualquier novela. Para descubir cómo el ginecólogo sale de esa situación deberán conseguir el libro. Les aseguro que lo disfrutarán. Reirán y sufrirán con esas historias secretas de un ginecologo. 

Otra cosa que vale la pena resaltar: Su autor destina un porcentaje de las ventas para ayudar a una institucion que cuida niños. Mayor razón para contribuir con la causa, y disfrutar de una buena lectura. 

_____________________

 
Federico Zapata Pérez es ginecologo obstetra, especialista en cirugia laparoscopica ginecológica. 

Es un apasionado de la literatura y de contar historias.

Historias Secretas de un ginecólogo es su primera novela. 



miércoles, 9 de marzo de 2022

Secuestro. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Esta semana les comparto un cuento de mi libro Fuga de Ideas, publicado con la editorial Fallidos Editores.  Espero les guste. 



 

SECUESTRO

 

I

Ángela se levantaba temprano todos los días a despa­char a su pequeña hija al colegio. Luego, se sentaba frente al computador y trabajaba durante varias horas en su texto. A veces, en las noches pasaba largas horas frente a la pantalla tratando de darle forma a su nueva novela.

Algunas tardes, discutía el avance con su editor y oca­sionalmente leía alguno de los capítulos a sus amigos del taller de literatura. La construcción de una novela es un proce­so lento y arduo que solo muy pocos se dan el lujo de poder lograr.

Ángela tenía el tesón que le faltaba a sus colegas que escribían cuentos. El cuento trata de una acción específica. La novela por el contrario, es una intrincada red en que cada personaje tiene su propio mundo. Cada uno debe ser crea­do meticulosamente. Con precisión relojera, no sea que en alguna parte de la trama, la falta de un piñón impida que el engranaje pueda mover la obra.

Pero un día Ángela se sentó ante su teclado y por pri­mera vez en la vida las palabras no fluyeron. Había escuchado que los escritores en cualquier momento de su trabajo litera­rio tenían algún tipo de bloqueo. Quería escribir sobre su per­sonaje: Isolda, pero esta vez no se le ocurrió nada. Era como si hubiera olvidado quién era la protagonista de su novela.

 Fue a la cocina, se sirvió una segunda taza de café y re­pasó los capítulos anteriores. La historia de Isolda era cohe­rente, fluída, habían comentado algunos. El final ya lo tenía visualizado. Solo debía desarrollar la historia de su heroína desde el momento en que la protagonista había empezado a recordar su pasado.

Ángela intentó escribir otro capítulo más, pero algo se lo impedía. Cansancio. Tal vez era cansancio lo que sentía. Ese día apagó el computador y se dedicó a hacer otras cosas, esperando que al día siguiente volviera la inspiración.

Tres días después Ángela ya estaba desesperada. Se ha­bía puesto como meta escribir al menos dos capítulos a la se­mana. Quizás había estado demasiado inmersa en el mundo de Isolda y se había saturado de ello. Decidió escribir sobre otros temas.

Ángela no tuvo ningún inconveniente en escribir un ca­pítulo entero sobre Omar, otro de los personajes de la novela, que para el momento de la historia se encontraba en un lugar muy diferente al de la protagonista. Describió los lugares donde otros personajes vivían su momento y no tuvo problema con la coherencia del relato. Esa noche Ángela durmió tranquila pensando que su inspiración había vuelto.

Al día siguiente, luego de enviar a su hija para el co­legio, Ángela retomó el trabajo del día anterior. Uno de los personajes debía comunicarse con Isolda para darle la noticia que daría el giro al final de la trama. Pero al llegar a “Isolda”, Ángela sintió que había chocado contra un muro. Solo pudo digitar la letra “I” y quedó paralizada en el acto. No era capaz de digitar el nombre de su protagonista.

A ver, pensó, después de la “I” sigue la “S”, pero sus de­dos no respondieron. Trató de pronunciar el nombre que tan sonoramente había escogido para su protagonista, pero fue imposible. Un balbuceo torpe salió de su boca.

“Erre con erre cigarro…erre con erre barril” se oyó decir en voz alta y confirmó que era capaz de hablar sin dificultad. Cogió una pluma de su escritorio y escribió en un papel en blanco “Me llamo Ángela Ramírez. Vivo en Medellín. Soy escritora…”.

“Entonces, no tengo un accidente cerebrovascular. Estoy bien” se dijo a sí misma. Pero cuando intento escribir la palabra “Isolda” en el papel, la pluma cayó de su mano como si no tuviera fuerzas.

 

II

Los exámenes de sangre salieron normales. Igualmen­te la resonancia cerebral no había mostrado ningún tipo de lesión. Daniel y Ángela escuchaban cómo el neurólogo ex­plicaba que no había ninguna razón para estar preocupados. Todas las pruebas habían sido excelentes y no existía ninguna lesión neurológica que explicara el por qué no podía escribir esa palabra en especial. El diagnóstico definitivo fue agota­miento.

—Quizás es un bloqueo momentáneo —le decían sus compañeros escritores

—Sí. Has trabajado mucho en esa novela y quizás estás cansada —dijo alguien.

—Déjala un tiempo y trabaja en otros proyectos —recomendó otra voz.

Para Ángela no era fácil. Estaba obsesionada con esa novela que quizás la sacaría del anonimato. Había pensado que “Isolda” sería su Best Selller, pero tal vez sus compañeros tenían razón: debía dejar que la historia se aireara un poco. Su editor estuvo de acuerdo.

Durante dos semanas, Ángela estuvo escribiendo otros textos, evitando conscientemente su novela. Envió algunos cuentos a su editor quien le prometió revisarlos.

Una mañana luego de despedir a su hija, Ángela encen­dió su computador, abrió su procesador de texto y encontró una frase que la perturbó.

ISOLDA ESTÁ SECUESTRADA.

Daniel dormía plácidamente pero Ángela quería ahorcarlo. Ese tipo de broma no le hacía ninguna gracia y se lo hizo saber mientras desayunaban.

Su esposo aseguraba que él no había sido quien había escrito eso. Ángela no quiso creerle. Discutieron. Él se fue para el trabajo y ella quedó en casa muy molesta.

En la noche, ambos habían olvidado la discusión. Pero dos días después, al iniciar la mañana, el procesador de texto tenía otra nota.

SI QUIERES VOLVER A ESCRIBIR SOBRE ISOLDA, DEBERÁS SEGUIR LAS INDICACIONES.

—¡Esto es el colmo! —gritó Ángela mientras que se lanzaba contra Daniel que apenas abría los ojos. —Desgra­ciado, sabes que estoy pasando por un momento difícil de inspiración y disfrutas molestándome.

Daniel, asustado, miraba a Ángela que lo atacaba con una almohada, mientras trataba de entender qué era lo que estaba pasando.

—Te lo juro. No sé de qué me estás hablando.

—Claro que lo sabes, desgraciado. Estoy harta de que no me apoyes en mi trabajo. Siempre has estado en contra de que sea una escritora famosa.

—Eso no es cierto, y lo sabes.

—Mira, mejor déjame sola. No quiero verte.

—Claro que me iré. Podrás estar en paz.

Ángela había olvidado que Daniel tenía un viaje de tra­bajo en otra ciudad. Un viaje muy oportuno. Así tendría tres días para no discutir con él.

Daniel se bañó y se vistió. Mientras organizaba la maleta, trató de hablar con Ángela. No le quedaba claro el reproche que ella le hacía. Cuando Ángela señaló la frase en la pantalla, él se defendió diciendo que él no había sido. Ella por supuesto, no le creyó. La despedida fue un frío beso en la mejilla.

Ya sola en el apartamento, intentó nuevamente retomar la historia de Isolda. Fue imposible. No se le ocurría nada. Es más: no recordaba casi lo que había escrito en los primeros capítulos. Sabía que Isolda era un personaje de su libro, pero no recordaba qué diablos hacía en la historia.

A pesar de que el diagnóstico del médico había sido “cansancio”, estaba asustada por lo que le estaba pasando.

Las lágrimas comenzaron a brotar. Había sido muy dura con Daniel y lo llamó para disculparse. Él, aún dolido por lo que él creía que era una falsa acusación, contestó en un tono seco e impersonal. Debía colgar. Ya iba a abordar el avión. Ángela le recordó lo mucho que lo amaba y ofreció disculpas por el escándalo que había hecho. Era consciente de que se había alterado más de lo necesario. Él colgó.

 

III

Esa noche, Ángela, luego de acostar a su pequeña, in­tentó escribir algo, pero no pudo. Estaba agotada y se fue a la cama.

Quizá fue por la ausencia de Daniel, tal vez por la sen­sación de culpa, pero no pudo dormir. Se quedó dando vueltas en la cama pensando en cómo iba a resolver su novela y en lo que estaba experimentando.

De pronto escuchó un “bip” que provenía del estudio. Parecía el sonido que hacía su computador al encenderse. Por primera vez se le ocurrió que a lo mejor era su hija quien jugaba con ella. Le pareció extraño. Apenas, si sabía escribir. Se levantó y caminó sigilosamente hacia el estudio. Al pasar por la puerta de la habitación de su hija vio su silueta en la cama. Cuando llegó al computador notó que las luces de la CPU estaban encendidas. Quizás había olvidado apagarlo.

Encendió la pantalla para verificar que no había dejado ningún archivo abierto y poder apagarlo sin perder informa­ción, cuando vio asustada que en la pantalla había una hoja en blanco en la cual se estaba escribiendo una frase sin que nadie tocara el teclado.

—TENGO EN MI PODER A ISOLDA. SI QUIE­RES VOLVER A SABER DE ELLA DEBERÁS SE­GUIR MIS INSTRUCCIONES.

Con manos temblorosas, Ángela comenzó a digitar…

—¡Quién es? ¿Quién está escribiendo?

—YO

—¿Y quién eres?

—ESO NO IMPORTA. LO IMPORTANTE ES QUE ISOLDA ESTÁ SECUESTRADA Y NO ESTARÁ LIBRE HASTA QUE SIGAS LAS INDICACIONES.

—No entiendo…

—NO TIENES QUE ENTENDER NADA. ES UN SECUESTRO. SI QUIERES A ISOLDA TENDRÁS QUE HACER LO QUE TE DIGA.

Ángela, evitando dar un alarido oprimió instintivamen­te el botón “reset” del equipo, pero se arrepintió inmediatamente por haber actuado de forma tan apresurada. Pensó que debía haberlo dejado encendido, pero era la primera vez que le pasaba algo tan extraño.

En la mañana, después de enviar a su hija al colegio, llamó a su editor para contarle lo ocurrido.

—Puede ser eso que llaman “delito informático”. A lo mejor alguien está entrando a tu computadora. ¿Por qué no hablas con la policía?

—Sí. ¿Pero y eso qué tiene que ver con que no sea capaz de escribir sobre Isolda?

—Buen punto. No sé. Habla con ellos.

Cuando Ángela fue a la oficina de delitos informáticos de la Policía Nacional, pensaron que estaba loca. Una escritora estaba denunciando que habían secuestrado el personaje de una de sus novelas y que sus captores le escribían en una página de Word de su propio computador.

Sin embargo, el técnico que la atendió ante la insistencia de que el computador escribía sin que nadie digitara, le sugirió que lo hiciera revisar de un técnico. Quizás había sido víctima del algún hacker.

—¿Y eso no es lo que investigan ustedes? — preguntó Ángela bastante molesta.

—Señora, nosotros investigamos delitos informáticos. ¿No dijo usted que no tenía información personal o bancaria en su computador?

—Así es. Solo lo uso para escribir mis libros y hacer alguna consulta en internet.

—Entonces, no hay delito. Debe hacerlo revisar por un técnico particular para ver si se le coló un hacker.

—Pero…

—Lo siento, señora. Solo nos corresponde investigar si hay un delito.

—Pero… ¿y el secuestro de mi personaje?

Ángela se interrumpió bruscamente cuando se escuchó decir la frase. “¿Así hablaría una persona cuerda?” La mirada del técnico de la policía, la hizo recapacitar.

—Sí señor. Haré lo que me dice. Buscaré un técnico.Mil gracias —y salió lo más rápido que pudo antes de que la retuvieran por loca.

—Con mucho gusto señora —respondió el policía mientras pensaba en lo extraños que suelen ser los escritores.

 

IV

Al llegar a su casa, encontró el computador encendido. Estaba segura de que lo había dejado apagado.

—¿QUÉ DICES, ÁNGELA. QUIERES RECUPE­RAR A ISOLDA?

—¿Quién eres? —escribió Ángela, más enojada que asustada.

—SOY QUIEN ESTÁ BLOQUEANDO TU MEN­TE. SOY QUIEN TIENE SECUESTRADA A ISOLDA —las letras iban apareciendo, una a una en la pantalla.

—¿Qué quieres de mí?

—QUE ESCRIBAS UN CUENTO SOBRE SE­CUESTRO DE IDEAS.

—¿Y luego?

—PODRÁS VOLVER A ESCRIBIR SOBRE ISOLDA.

—¿Y si me niego?

—PONDRÍAS EN PELIGRO TU NOVELA. JA­MÁS PODRÁS TERMINARLA.

—Pero podría escribirla a mano.

—NO PUEDES. YA LO HAS INTENTADO, ¿VERDAD? NO ES ESTE EQUIPO EL QUE TE IM­PIDE ESCRIBIR. ISOLDA FUE SUSTRAÍDA DE TU MENTE. PERO HAS SIDO TAN NECIA QUE ME HAS IGNORADO POR COMPLETO. YO USO ESTE COMPUTADOR PARA COMUNICARME CONTI­GO, PERO ISOLDA NO FUE SECUESTRADA DE UN DISCO DURO. FUE SECUESTRADA DE TU HISTORIA, EN TU CABEZA. POR ESO NO PUEDES ESCRIBIR SOBRE ELLA. ISOLDA ES UNA IDEA SECUESTRADA.

Ángela sintió desmoronarse. Era una situación muy in­usual. Parecía que la ficción había entrado a su mundo, para quedarse. Miró el reloj. Era hora de recoger a su hija en el colegio. Era viernes y salía un poco más temprano. Empacó algunas de las pertenencias de la niña y habló con su madre. La llevaría con sus abuelos el fin de semana para tenerla fuera de la casa por un tiempo mientras resolvía la situación.

Antes de salir, Ángela imprimió la hoja de Word y la echó en su cartera por si acaso necesitaba pruebas. Dejó el computador encendido y salió por su hija.

Luego de dejarla donde los abuelos, llamó a su editor. Le contó lo que le habían dicho en la Estación de Policía y este le sugirió que hiciera lo mismo: hacer revisar su equipo por un técnico en sistemas. Le dio el teléfono de uno que había trabajado en la editorial. También le sugirió que escribiera un cuento sobre secuestro de ideas. Nada perdería con hacerlo, y qué mejor inspiración tenía, que una historia donde un protagonista imaginario era raptado de la mente de un escritor.

Cuando terminó de hablar con su editor, encontró en su celular una llamada perdida. Era Daniel que estaba un poco preocupado. Había llamado a la casa y nadie había contestado. Llorando, Ángela le contó lo que había pasado luego de que él se fuera de viaje. Daniel más preocupado aún, le sugirió que no regresara a casa y se quedara con sus padres. Ángela por el contrario se mostró partidaria de volver y es­cribir la historia en el computador. Quizás si el secuestrador veía que seguía sus instrucciones liberaría a Isolda. Daniel no estuvo de acuerdo y le insistió para que esperara su regreso que sería al día siguiente. Ángela no quiso esperar.

Llamó al técnico en sistemas. “Es viernes”, respondió él. ¿Sería posible la semana siguiente? No. Claro que no —res­pondió ella. La situación era apremiante. ¿El sábado? Costa­ría un poco más. No importa —contestó ella. ¿A las nueve? Perfecto. Ángela le dio la dirección de su apartamento.

Apenas Ángela llegó a su casa, se dirigió a su estudio. La página con la conversación estaba sin modificaciones en la pantalla. Dio clic en “documento nuevo” y comenzó a es­cribir la historia del secuestro de ideas. Trabajó en ella hasta muy entrada la noche. Era la historia de un escritor al que le secuestraban un personaje imaginario. La idea en sí era fasci­nante. Era una lástima que no se le hubiera ocurrido antes y que escribirla hubiera sido un acto forzado.

Cerca de las tres de la mañana, Ángela terminó la his­toria y la envió por correo electrónico a su editor. Pensó que quizás así, los captores de Isolda podrían ver que había cum­plido su parte. Se acostó muy cansada y se durmió sin proble­ma. Soñó con Isolda que reía y cantaba mientras transitaba por un bosque florido. En el sueño, Isolda se reunía con los demás personajes de la novela y departían animados.

Serían algo más de las nueve y media de la mañana del sábado, cuando el citófono la despertó. Había llegado el técnico. Mientras se ponía algo de ropa para hacerlo pasar Ángela descubrió que se sentía más ligera. Tenía cientos de ideas sobre cómo continuar su novela, cada idea mejor que la anterior. Incluso pensó que lo del técnico ya no era necesario. Había vuelto su inspiración. Sentía que podía terminar su novela si trabajaba todo el día.

Ángela hizo pasar al técnico y le contó lo del posible hacker, omitiendo cuidadosamente hablar del secuestro de su personaje. El técnico se sentó al teclado, digitó unas ins­trucciones y un fondo negro se desplegó en toda la pantalla, con un cursor intermitente que se desplazaba a medida que escribía unos comandos que Ángela desconocía. Ella respon­día todas las preguntas que el hombre hacía sobre el antivirus, sobre quién más tenía acceso a la máquina, instalación de programas recientes, descarga de música o videos, etc.

Finalmente, luego de correr varios programas, el vere­dicto del técnico fue contundente. El equipo había sido in­fectado por un virus que permitía el acceso remoto desde otra ubicación. Habría que formatear todo el disco duro. ¿Había riesgo de perder toda la información? Claro que sí. El virus había infectado varias carpetas del registro. Cualquier archi­vo podía estar infectado.

¿Habría forma de hacer un backup? No. El backup po­dría quedar con el virus. ¿Entonces qué podría hacer? Si no había hecho una copia de seguridad antes de la infección lo perdería todo.

Ángela recordó que cada mes enviaba sus textos a su editor. Además hacía un mes había guardado sus archivos en un disco externo. Si no estaban infectados podría reconstruir sus cuentos y novelas. Solo perdería lo escrito en las últimas tres semanas.

Quedó decidido, formatearían el disco duro. Solo hubo una solicitud. Pidió al técnico que imprimiera todos los últi­mos trabajos escritos en el último mes, incluyendo el cuento sobre el secuestro de las ideas.

El disco duro del equipo fue formateado y el técnico volvió pacientemente a instalar casi todas las aplicaciones que tenía originalmente. Fue una jornada larga. Hasta las tres de la tarde Ángela y el técnico estuvieron trabajando, tratando de reconstruir los archivos perdidos a partir de un disco duro externo. Las pruebas habían descartado que los archivos en él, estuvieran corruptos o infectados.

Luego de verificar que el equipo funcionaba a la perfec­ción y que la mayoría de los archivos quedaron restablecidos, con excepción de los del último mes, Ángela pagó al técnico una suma considerable de dinero. Luego de que este se fuera, llamó a su madre para preguntar por su hija y se sentó a revisar las nuevas aplicaciones que el técnico había dejado instaladas en su computador.

 

V

A las seis de la tarde, un ruido en la puerta la sobresaltó. Era Daniel que regresaba de su viaje. Se abrazaron como dos enamorados que no se veían en mucho tiempo.

Conversaron y se contaron las mutuas experiencias de los tres últimos días, Daniel sonreía viendo que la inspiración había regresado a su amada y le daba esa cara de felicidad que no había visto en las últimas semanas.

Tenían lo que quedaba del fin de semana para ellos so­los y se desatrasaron con pasión. El domingo en la tarde re­cogieron a la hija y la vida volvió a ser normal.

El lunes Ángela despachó a su hija para el colegio y a su esposo para el trabajo y se sentó nuevamente frente al teclado. Escribió y escribió como si nada hubiera pasado. Isolda había sido liberada y se reintegraba a la novela como si nunca hubiera estado ausente.

El miércoles llevó dos nuevos capítulos a su editor y el cuento impreso que había escrito sobre el rapto de una idea. Él ya lo había leído y le había parecido maravilloso.

En el taller de escritores contó la historia del hacker y les sugirió que hicieran una revisión de sus computadores, no fuera que tuvieran un virus en sus equipos. Sus compañeros estaban estupefactos. Quiso mostrar la página en la que pedían el rescate, pero por alguna extraña razón la hoja que había guardado en su bolso estaba en blanco. Se conformó con leerles el cuento que había escrito sobre el secuestro de ideas.

Mientras lo hacía, una de sus compañeras se movía in­cómoda en la silla. Cuando Ángela terminó su lectura, Luisa, una compañera comenzó a llorar.

—¿Qué te pasa, Luisa? No es una historia tan trágica para que te pongas así. Tuvo un final feliz.

—No es por eso. ¿Recuerdan ustedes la novela que em­pecé a escribir sobre Gabriela, la abogada?

—¿Qué hay con ella?

—¿Recuerdan que ustedes siempre me regañaban por­que la dejé inconclusa y nunca volví a trabajar en ella? Les voy a confesar algo. Gabriela, mi personaje, fue secuestrada…Nunca escribí la historia que me pedían como rescate y ella nunca volvió a mi cabeza. Solo Dios sabe quién la tiene secuestrada aún.

 

©  Carlos Alberto Velásquez Córdoba

 


Fuga de Ideas. 

Libro de cuentos fantásticos bajo el sello editorial de Fallidos Editores y con prólogo de los profesores Luis Fernando Macías y Memo Anjel

Categoría: Literatura Colombiana (cuentos)
Primera edición: Nov 2019
número de páginas: 82
ISBN: 978-958-48-7357-6
Editorial: Fallidos Editores
Formato: 14 x 21 cm (con solapa), Rústico (pegado-cosido)
Interior: Papel Ecológico


miércoles, 19 de enero de 2022

Caca de perro. cuento de Emilio Alberto Restrepo Baena

Con seguridad que en alguna ocasión habrás pisado una caca de perro. Eso da rabia e indignación.   

Esta semana les comparto un cuento del escritor Emilio Alberto Restrepo Baena, que los hará identificar con esta situación.   


¿Y tú que harías si descubrieras al dueño de ese perro?

Ver también: 

miércoles, 5 de enero de 2022

El inventor. Cuento

  Esta semana les comparto un cuento de mi libro Fuga de Ideas, publicado con la editorial Fallidos Editores.  Espero les guste. 


 

EL INVENTOR


Qué difícil fue conseguir la cita con el doctor Jiménez. El solo hecho de tener una cita con un psiquiatra es algo ate­morizante. Y cuando este es el que define qué contratos hace un hospital mental, la experiencia es aún más terrorífica. Sin embargo, tenía que acudir a esa cita.

Era mi mejor oportunidad para cerrar un contrato mi­llonario. Desde hacía varios meses había estado investigando y me había dado cuenta de que podía ofrecer al Hospital Mental un excelente seguro contra todo riesgo, con todo tipo de coberturas y con unas primas mucho más bajas que las que actualmente pagaba a la aseguradora que era nuestra compe­tencia. El dato me lo había dado un colega pasado de copas y quería aprovechar la oportunidad de obtener una gran comi­sión si lograba convencer al doctor Jiménez de que tomara el seguro con mi compañía y abandonara la de siempre.

Por supuesto, mis compañeros de oficina no perdieron la oportunidad de molestarme cuando se enteraron, gracias a la indiscreción de la secretaria de la sucursal, de que el doctor Jiménez, el director del hospital mental, me concedería una cita a las once de la mañana.

Me sentí un poco intimidado cuando atravesaba la por­tería externa y pasaba por el camino que llevaba al pabellón principal. A mi lado había praderas bien cuidadas, árboles frutales y una que otra banca donde se veían algunos pacientes en pijama acompañados por algunos visitantes y algún enfermero.

Me dirigí al segundo piso donde me habían informado que era la dirección del hospital. Una vez me identifiqué, la secretaria con unos grandes lentes me miró apenada y me explicó que el doctor Jiménez había tenido un percance y no llegaría a tiempo para la cita.

—Si desea puedo darle otra cita… digamos… ¿para el mes entrante….?

—Señorita, ¿y no hay una cita más pronto?

—Lo siento… El doctor Jiménez se mantiene muy ocu­pado. La cita más próxima es en un mes. Si quiere podemos dejar tentativa esa fecha y si resulta algo antes, yo le aviso.

—¿Y será que hoy es imposible que me atienda? —dije, sin perder la esperanza— yo puedo esperar lo que sea nece­sario.

—Pues, no sé… Él me llamó y me dijo que cancelara las citas del medio día porque tenía un inconveniente y que estaría llegando aproximadamente a las dos de la tarde...

La pobre mujer comprendió que ya había hablado de más. Apenas cayó en la cuenta de que había cometido la indiscreción de revelar la llegada de su jefe, intentó remediar la situación.

—Si quiere puede venir a esa hora. No le prometo nada, de pronto el doctor Jiménez puede abrirle un espacio. Tal vez llegue antes.

—Sí —respondí con mi mejor sonrisa—, no sabe cuán­to le agradezco. Es usted un ángel. No sabe el favor que me hace —y agregué un guiño rápido que la hizo sonrojar—.Vendré a las dos.

—Mejor venga antecitos. Puede que llegue antes de lo planeado.

No tenía otra cosa para hacer. Ya no tenía tiempo de ir hasta la oficina y volver antes de las dos. Además, yo había programado una cita con otro cliente a las 3 pm en esa misma zona y debía “quemar tiempo”.

—¿Sabe qué? Mejor me quedaré, caminaré un poco por ahí… El hospital es muy bonito…

—Sí. Lo tenemos muy lindo. Vaya tranquilo. Si el doc­tor llega antes, yo lo busco —respondió ella con un guiño que pareció un coqueteo.

Siempre había tenido curiosidad de saber cómo era un manicomio y no iba a perder esa oportunidad. Me habían dicho que los locos peligrosos los mantenían encerrados por lo que no creí que hubiera peligro en dar una vuelta por ahí.

Era un día soleado y con pocas nubes. Caminé durante unos minutos feliz de sentir la grama bajo mis pies. Los vendedores de seguros vivimos rodeados por concreto. Fue agradable sentir el olor del pasto recién cortado en mi nariz, y la sensación blanda que da la hierba.

Luego de deambular un poco, vi que al frente del sitio donde había dejado mi carro había una banca de madera sobre un prado verde. Un frondoso árbol le ofrecía su sombra. Fui a sentarme allí para disfrutar del trino de los pájaros y el olor a hierba.

Dos figuras que se acercaban captaron mi atención. Un hombre de saco y corbata con un maletín de cuero caminaba al lado de otro hombre en pijama y de pantuflas. El segundo hombre tenía un balde en cada mano. Por la forma en que este caminaba parecía que uno de los baldes estaba lleno y el otro estaba vacío.

A pocos pasos de mí, el hombre de traje le dijo al de pijama que se iba a sentar un rato a descansar, y señaló mi banca; el otro hombre, que parecía un paciente asintió y se sentó en la hierba. Descargó sus baldes y comenzó un extraño ritual: tomó un trapo del balde vacío y lo sumergió en el que parecía estar lleno de agua. Luego lo sacó, lo sostuvo sobre el balde vacío y lo exprimió para echar el agua allí.

Repitió el procedimiento mientras que el hombre de traje se sentó a mi izquierda. Dejó su maletín al lado, sobre la hierba recostado en la pata de la banca. Luego de unos incó­modos segundos se dirigió a mí.

—Bonito día.

—Sí, muy bonito —respondí.

—Parece que hoy no va a llover.

—No, parece que no.

Después de algunos otros segundos, mientras que yo observaba al paciente empapar el trapo en el balde y escurrirlo en el otro, el hombre de traje volvió a hablar.

—Siquiera el clima ha mejorado.

—Sí —respondí—, estos últimos días ha llovido mucho. Al menos hoy está soleado.

Mientras hablaba conmigo el paciente nos miró, son­rió y dijo algo que no pude entender, como una especie de balbuceo, mientras mostraba el trapo empapado en agua. El hombre que estaba a mi lado lo animó a continuar. “Muy bien, muy bien. Lo estás haciendo muy bien”.

—¿Es familiar suyo? —pregunté en un acto de indiscreción.

—No, no somos familiares.

—Perdone, no quise molestarlo.

—No, no me molesta para nada. Ahí donde lo ve, ese hombre es el ser más inteligente sobre la tierra.

Miré al paciente. Un hombre de unos sesenta o setenta años, canoso, piel arrugada, despeinado al estilo de Einstein. Menudo y casi desnutrido, vestido con una pijama a rayas y unas pantuflas. Parecía empeñado en pasar toda el agua de un balde al otro a fuerza de mojar un trapo y volverlo a escurrir. Su acompañante no tendría más de cuarenta años. Muy elegante, bien peinado y con corte de pelo clásico. Traje im­pecable, zapatos bien lustrados, un anillo de oro en su mano derecha que parecía una insignia de alguna universidad.

—Perdone mi falta de modales —dijo el acompañante del loco—, me llamo Claudio. Él es Antonio —dijo señalando al paciente—. Antonio es mi amigo. Éramos socios, antes de que enloqueciera. Él no tiene familia y solo me tiene a mí.

—¿Y qué es lo que hace con esa agua?

—¿Eso? El agua es su vida, y también fue su perdición.

—No comprendo.

—Verá —dijo Claudio—, ahí donde lo ve ese hombre hizo el invento más grande de la humanidad.

Quizá fue porque lo miré con escepticismo. Quizá por­que en ese momento Antonio logró llenar el otro balde y río a carcajadas y comenzó a aplaudir, que Claudio pareció un poco arrepentido de haber dicho que ese hombre era un genio. Sin embargo ya había picado mi curiosidad. Mis años de entre­namiento para leer los gestos de las personas me hizo saber que Claudio estaba ansioso de contar la historia de Antonio.

—Sí, a veces los genios parecen personas normales —dije lanzando el anzuelo.

—Usted no me creería lo que inventó Antonio… —y mirando a todos lados para cerciorarse de que nadie más es­cuchaba, Claudio se acercó un poco más a mí y me dijo con voz muy queda—, ese hombre que usted ve ahí, inventó el agua en polvo.

—¿EL AGUA EN POLVO?

—¡Shhhhh! —me reprendió Claudio tratando de que nadie lo escuchara.

—¿Cómo así que el agua en polvo? —repliqué también susurrando— ¿Me está usted tomando el pelo?

—No, cómo se le ocurre. Perdone usted si lo he ofendi­do. En ningún momento quise molestarlo.

—Pero es que el agua en polvo no existe.

—Eso es lo que la gente cree.

—No entiendo.

—Verá. Antonio era ingeniero químico. Yo lo conocí porque él trabajaba en el laboratorio farmacéutico que tenía mi papá. Cuando empezó allí, Antonio tendría unos cuarenta años. Varios años después, a mi papá le dio una embolia y yo asumí el manejo de la empresa. La obsesión de Antonio era el agua. Una vez me llamó aparte y me mostró un frasco con una sustancia extraña. “Es agua en polvo”, me dijo. Yo tuve la misma reacción de usted. Sin embargo, cuando vació ese extraño polvo en un vaso y lo toqué con los dedos quedé ma­ravillado. Era la cosa más extraordinaria que hubiera visto en mi vida. Agua en polvo. Eso resolvería todos los problemas del mundo.

Claudio me miró y me descubrió haciendo una mueca de incredulidad.

—¿Se ha puesto usted a pensar las ventajas que tendría el poder disponer de agua en polvo? En primer lugar, si se riega, no mojaría nada. Imagine usted que tiene un vaso de agua líquida en su escritorio. Si se le regara, le dañaría todos sus documentos, le dañaría el computador si le cae encima. En cambio con el agua en polvo lo único que tiene que hacer es recogerla con un papel y volverla a echar al vaso.

Ahora imagine que usted necesita hacer un viaje y desea llevar agua para el camino en una maleta. Si se rompiera una botella con agua líquida, la ropa quedaría mojada. Pero con agua en polvo lo único que tiene que hacer es sacudir la ropa y listo. Estaría seca.

Imagine las aplicaciones en la industria farmacéutica, tan solo piense en la industria automotriz. Trate de dimen­sionar las aplicaciones a nivel mundial. Poder llevar agua só­lida a los sitios donde no llega el agua.

—Pero si existiera el agua en polvo, ¿de qué serviría? Eso no se podría tomar.

—En eso se equivoca, mi querido amigo. El agua en pol­vo que Antonio sintetizó sirve para quitar la sed y tiene los mismos usos del agua normal, pero solo que en forma sólida.

—¿En forma sólida? ¿El hielo no es acaso agua sólida? Yo puedo hacer agua sólida en la nevera de mi casa.

Claudio me miró con odio como si le hubiera irrespe­tado su ser más querido sobre la tierra. Luego me miró con dulzura como si yo fuera un niño que no comprende la ley conmutativa de la multiplicación.

—Una cosa es el hielo. Otra cosa es el agua en polvo. El agua congelada se derrite y moja lo que toque. Además re­quiere que haya una cadena de frío para que no se descongele. No amigo mío, esto es muy diferente. El agua en polvo es un agua que viene en pequeñas partículas como el azúcar o la sal. Se puede empacar en una bolsa de tela sin que se filtre, puede tolerar cualquier temperatura sin derretirse y sin mojar el re­cipiente que lo contiene. ¿Se imagina comerse una cucharada de agua en polvo para calmar su sed? ¿Tiene una fruta y no tiene agua para hacer un jugo?, pues simplemente toma dos o tres cucharadas del agua en polvo… ¡et voilà!

—Entonces, si el agua en polvo es tan maravillosa, ¿por qué nadie la conoce?

Mientras conversábamos, Antonio sentado en la hierba continuaba pasando agua de un balde a otro con la única ayuda del trapo, tratando de evitar que ni una sola gota se desperdiciara. A veces reía a carcajadas o en ocasiones tara­reaba una melodía desconocida para mí. Cuando un balde se vaciaba y el otro quedaba lleno, invertía el proceso para devolver el agua al balde del cual había salido.

—Nadie lo conoce porque fuimos bloqueados por las grandes potencias.

—¿Cómo así?

—Verá. Cuando Antonio me contó de su invento, yo comencé a calcular cuánta inversión necesitaríamos para producirla en grandes cantidades. Estaba como loco frente a la perspectiva económica de vender agua en polvo a todo el planeta. Antonio por el contrario quería que su invento no tuviera un dueño. Quería hacer públicas sus investigaciones. Finalmente lo convencí de esperar unos años antes de regalar su invento al mundo.

Presentamos al INVIMA en Bogotá los estudios pre­liminares para que nos autorizaran montar una planta para completar los estudios de estabilidad de la molécula antes de iniciar la producción de agua en polvo para el público. Mi función era conseguir los inversionistas y socios para la empresa.

—¿Y qué dijeron en el INVIMA?

—Primero, nada. Luego de muchas cartas sin respuesta, decidimos viajar a Bogotá. Allí un funcionario que no enten­día nada de lo que le decíamos, dijo que ellos no podían auto­rizar ningún producto para consumo humano que no tuviera el aval de otros organismos internacionales. Definitivamente ellos no darían en permiso “porque ni siquiera los americanos que eran tan inteligentes habían pensado en hacer agua en polvo”.

Ese fue un duro golpe para Antonio. Entonces lo con­vencí de abrir otras puertas y buscar ayuda en otros sitios. Estuvimos en Colciencias y nos cerraron las puertas. Nece­sitábamos el aval de una universidad reconocida. Escribió a Harvard, Oxford, Cambridge, el MIT y otras universidades buscando la ayuda de colegas. Casi todos guardaron silencio. Unos pocos respondieron que lo que pretendía era una locura. Que no era posible obtener el agua en polvo. Antonio quería dar la fórmula para que fuera reproducida en otro laboratorio pero yo lo convencí de que guardara el secreto hasta no tener el permiso por parte de alguna agencia internacional para su producción a gran escala. Quizás cometí un error…

Me pareció que sendas lágrimas asomaron a los ojos de Claudio mientras rememoraba hechos pasados. Mientras hablaba, miraba con cariño al pobre viejecito que jugaba con agua como si fuera un niño de dos años.

—¿Y qué pasó después?

—Acudimos a la FDA en los Estados Unidos, la EMA en Europa. Todo fue una pérdida de tiempo. Nadie respondía nada. Entonces acudimos a los japoneses. Enviamos una carta solicitando una cita para exponer el proyecto. Ya no teníamos dinero. Nos lo habíamos gastado todo intentando abrir puer­tas en Europa y Estados Unidos, pero había que intentarlo. Fueron muchos años de tocar puertas y encontrarlas cerradas.

Un día Antonio me llamó a la una de la mañana. Estaba muy asustado. Me pidió que fuera a su casa. Me contó que unos hombres con acento norteamericano lo habían visitado y lo habían amenazado por haber seguido intentando. “Mejor olvide lo del agua en polvo”. Antonio me contó que hacía va­rios meses había estado recibiendo llamadas ordenándole que dejara sus pretensiones, pero él había pensado que eran otros colegas celosos y nunca pensó que su vida corriera peligro.

Aunque fuimos a la policía nos dijeron que no podían hacer nada sin evidencias concretas de quién lo estaba aco­sando. Se rieron de nosotros cuando dijimos que podía ser la CIA.

Como Antonio no tenía familia, le ofrecí mi casa para que se quedara unos días.

Una semana después volvió a la suya. Todo transcurrió con tranquilidad por un tiempo. Antonio quería completar sus estudios de estabilidad del agua en polvo para poder demostrar que era segura para todos.

Tres meses después de aquella madrugada, fue él el que se apareció en mi casa. Unos hombres, esta vez con acento ruso, lo habían contactado. Debía suspender la investigación:“el agua en polvo acabarría con la economía mundial”. Lo que más le sorprendió a Antonio fue que los rusos le habían dicho que “no querrían a Coca—Cola en quiebrrra si salía al merrrcado una bebida en polvo”. Antonio no entendía que tenían qué ver los rusos con la Coca Cola Company.

La historia no me parecía coherente y se lo hice saber a Claudio:

—Un momento, ¿y por qué a los rusos les puede pre­ocupar que se quiebre una empresa norteamericana? —dije.

—El mundo, amigo mío, no es lo que parece —respon­dió Claudio.

—¿Y entonces, qué hicieron ustedes?

—Decidimos que trabajaría en secreto. Empecé al día siguiente a buscar una bodega en algún pueblo cercano donde estuviera lejos de miradas indiscretas mientras que podíamos tener más estudios que sustentaran la seguridad del agua en polvo. Mientras tanto le sugerí que se mudara al laboratorio. Para ser sincero, me dio miedo ofrecerle mi casa para que viviera allá.

Una semana después a las tres de la mañana recibí una llamada de los bomberos. Mi laboratorio se había incendiado. Un vecino había dado mi teléfono. Se necesitaron tres máquinas de bomberos para controlar el incendio. Pregunté por Antonio. Me dijeron que no sabían nada. Que necesitaban que me presentara.

Cuando llegué solo encontré ruinas humeantes. El que aparentaba ser el jefe me dijo que al parecer el incendio había sido provocado por un corto circuito. Me aseguraron que no había nadie adentro, pero no me dejaron entrar.

Yo insistía que Antonio estaba viviendo en el labora­torio, pero ellos aseguraban que no había indicios de que al­guien se hubiera calcinado adentro. No había víctimas, dijo el informe final.

Hablé con la policía, la fiscalía, la defensoría del pueblo, la personería. Todos decían que harían lo posible por encon­trarlo. Nunca perdí la esperanza de hallarlo. Lo busqué como si fuera mi propio padre.

Aproximadamente un año después del incendio, duran­te la inauguración de un pequeño laboratorio que abrí con lo que me había pagado el seguro, recibí una llamada anónima con un acento extranjero que no pude distinguir: “su amigo Antonio está debajo del puente del metro junto la estación de San Antonio”

Dejé al administrador a cargo y salí como un rayo para allá.

Casi no lo reconozco. Estaba tirado en el suelo entre un grupo de indigentes. Tenía varios dedos de las manos con fracturas. Las uñas de sus manos y pies habían sido arrancadas. Lo peor de todo: Parecía un ente. Por supuesto, se alegró de verme pero no era el mismo Antonio. Había perdido su chispa. Tan solo reía y cantaba canciones infantiles mientras jugaba con una botella de agua. Nunca me contó lo que le ha­bía pasado. Nunca volvió a tener una conversación coherente. Tan solo dejaron el ente que ahora ve usted.

Me quedé mirando a Antonio. Se veía tan feliz jugando con el agua. Quién pensaría en semejante tragedia. Cuánto bien hubiera podido hacer un invento como esos. Pero tam­bién, cuántas personas influyentes se habrían sentido ame­nazadas por ese invento extraordinario. ¿Cuántas multina­cionales hubieran sucumbido ante la posibilidad de que el agua en polvo reemplazara el agua líquida y esta ya no fuera imprescindible para la vida?

—Qué gran tragedia —murmuré.

—Sí. Una gran tragedia —respondió Claudio con un dejo de nostalgia mientras Antonio riendo le mostraba el trapo empapado y comenzaba nuevamente el proceso de trasladar el agua de un balde al otro.

Solo en ese momento me percaté de que los dedos del pobre hombre estaban deformes.

—¿Fue torturado?

—No lo sé. Nunca ha hablado de lo que pasó en esos meses que estuvo perdido.

—Y dígame una cosa. ¿La fórmula? ¿Quién quedó con ella?

—Todo se perdió cuando el laboratorio se quemó. El único que sabía el secreto era Antonio y ya lleva diez años encerrado en este manicomio. Su secreto quedó sepultado en su cabeza.

—Y sáqueme de una duda, ¿cómo era el agua en polvo?, ¿A qué sabía?

—Solo le puedo decir que es lo más maravilloso que ha existido sobre la tierra. Una sola cucharada de agua en polvo puede quitarle a usted la sed durante una semana. Y su sabor es algo que jamás podrá repetirse. Sabe a todas las frutas del mundo y sabe a agua al mismo tiempo. Es algo indescriptible.

Antonio seguía con su proceso de pasar agua de un balde a otro con el trapo. Una enfermera salió del pabellón más cercano y miró en derredor como buscando a alguien; al ver a Antonio se acercó apresuradamente por la grama.

Súbitamente Claudio pareció tener una idea.

—¿Le gustaría ver el agua en polvo?

—¿No me dijo usted que la fórmula se había perdido?

—Toda la fórmula se perdió, pero me quedó un botellón en mi casa —y tomando el maletín que tenía al lado lo puso en sus piernas.

—¡Pues claro!, usted ha despertado mi curiosidad.

Con mucho cuidado Claudio destrabó el broche dorado de su maletín y lo abrió con extrema delicadeza. De reojo miré en su interior. Tenía una serie de documentos que parecían de carácter legal. En un lado había un frasco de plástico blanco muy parecido a los de antiácido. Lo tomó y lo agitó en el aire. Sonaba como si contuviera arena.

Cuando se disponía a abrirlo, la enfermera llegó hasta nosotros. Primero se dirigió a Antonio y le dijo algo al oído. Antonio se paró, recogió sus baldes y echó en uno de ellos el trapo, y comenzó a caminar torpemente hacia el pabellón.

Luego la enfermera dirigiéndose a mí, dijo:

—Veo que ya conoció a don Claudio —y sin esperar respuesta se dirigió a él—. Don Claudio, espero que no esté molestando al señor con sus historias. Ya es hora de la pastilla — extendiendo en su mano un pequeño vaso plástico con una tableta la entregó a mi compañero de conversación.

Claudio me miró como disculpándose. Se encogió de hombros, recibió la pastilla, la echó en su boca, abrió el frasco que tenía en su mano y tomó un pequeño sorbo.

La enfermera le tocó el hombro y le recordó que ya era hora del almuerzo.

—Despídete del señor, Claudio —dijo la enfermera tendiéndole su mano en espera de la suya.

Claudio cerró el frasco, lo guardó y se levantó de la banca con el maletín en una de sus manos. Me hizo un gesto de adiós con la otra mientras la enfermera lo conducía por el brazo caminando por la hierba en dirección al pabellón.

En ese preciso momento apareció la secretaria del doctor Jiménez y me dijo que el psiquiatra ya había llegado y me podía atender. Preferí decirle que no, que lo dejara para otro día. Por alguna razón yo ya estaba sospechando de la enfermera que había ido por Antonio y Claudio. Me había parecido que la mujer tenía acento ruso.

©  Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Prohibida su reproducción parcial o total sin premiso del autor

 


Fuga de Ideas. 

Libro de cuentos fantásticos bajo el sello editorial de Fallidos Editores y con prólogo de los profesores Luis Fernando Macías y Memo Anjel

Categoría: Literatura Colombiana (cuentos)
Primera edición: Nov 2019
número de páginas: 82
ISBN: 978-958-48-7357-6
Editorial: Fallidos Editores
Formato: 14 x 21 cm (con solapa), Rústico (pegado-cosido)
Interior: Papel Ecológico