"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 19 de febrero de 2025

Irrealidad. Microcuento de Carlos Alberto Velásquez C.

Esta semana les traigo un cuento llamado Irrealidad disponible en mi libro Cuentos cortos como la vida misma.  



No se pierdan el lanzamiento el proximo 13 de marzo en la sala Mi Barrio, del parque biblioteca de Belén.  6:00 pm. 


Cuentos cortos como la vida misma


Los invito a adquirirlo comunicándose conmigo al WhatsApp 305 399 79 40

Costo del libro 30.000 + gastos de envío.

miércoles, 12 de febrero de 2025

Darío Fo y su discurso con ocasión del premio nobel.

Hace casi una década, el 13 de octubre de 2016 a sus 90 años de edad, falleció en Milán el Premio Nobel de Literatura de 1997, Darío Fo. Por una especial colaboración del poeta y traductor peruano Luis Rafael Gálvez, aquí va el discurso pronunciado por el memorable dramaturgo en aquella ocasión. 



'Contra jugulatores obloquentes' 

"Los dibujos que les estoy enseñando son míos. Se les han repartido copias de los mismos, ligeramente reducidos. Durante cierto tiempo tuve la costumbre de utilizar imágenes cuando preparaba algún discurso: en lugar de escribirlo, lo ilustro. Esto me permite improvisar, ejercitar mi imaginación, y obligarles a ustedes a utilizar la suya. 

A medida que avance, les indicaré de cuando en cuando dónde estamos en el manuscrito. De ese modo no perderán el hilo. Les será de especial ayuda a los que no entiendan ni el italiano ni el sueco. Los que hablan inglés tendrán una enorme ventaja sobre el resto, ya que imaginarán cosas que yo no he dicho ni pensado jamás. Desde luego, tendremos el problema de las dos risas: los que entiendan el italiano se reirán de inmediato, los que no, tendrán que esperar la traducción al sueco de Anna Barsotti. Y luego están los que no sabrán si reír en la primera ocasión o en la segunda. De cualquier modo: empecemos. 

Señoras y señores, el título que he elegido para esta pequeña charla es 'Contra jugulatores obloquentes', que todos ustedes reconocerán como latín, latín medieval, para ser exactos. Es el título de una ley promulgada en 1221 en Sicilia por el emperador 'ungido por Dios' al que en la escuela se nos enseñó a ver como un soberano extraordinariamente ilustrado, un liberal. 'Joculatores obloquentes' significa ' bufones que insultan y difaman'. La ley en cuestión permitía a todos los ciudadanos insultar a los bufones, golpearles e incluso -si estaban de humor- matarles sin correr el riesgo de ser juzgados y condenados por ello. Me apresuro a asegurarles que esta ley ya no está en vigor, por lo que puedo proseguir sin peligro. 

Señoras y señores, algunos amigos míos, distinguidos hombres de letras, han declarado en diversas entrevistas a la radio o a la televisión: 'Sin duda, el mayor premio lo merecen los miembros de la Academia Sueca por tener el coraje de conceder este año el Premio Nobel a un bufón'. Estoy de acuerdo. El suyo ha sido un acto de valentía que raya la provocación. 

Basta pasar revista al alboroto que ha provocado: sublimes poetas y escritores que normalmente ocupan las esferas más encumbradas y que rara vez se interesan por aquellos que viven y se afanan en planos más humildes, se han visto sacudidos por una suerte de torbellino. Como ya he dicho, aplaudo y coincido con mis amigos. Estos poetas habían alcanzado ya alturas parnasianas cuando ustedes, con su insolencia, les hacen caer tambaleándose a tierra, donde se dan de bruces con el lodo de la normalidad. Insultos y exabruptos se lanzan ahora contra la Academia Sueca, contra sus miembros y sus parientes hasta la séptima generación. Los más enardecidos claman: '¡Abajo el rey?.de Noruega!'. Parece que, en su obcecación, confunden una dinastía con otra. Hay quien aterrizó de mala manera, magullándose sus partes bajas. 

Hay informes que atestiguan que los nervios y el hígado de ciertos poetas han sufrido terriblemente. Durante un par de días, no había farmacia en toda Italia que pudiera proporcionar un tranquilizante. Pero, queridos miembros de la Academia, es hora de admitir que esta vez se han pasado. Quiero decir, venga ya, primero le dan el premio a un negro, luego a un escritor judío, y ahora a un payaso. ¿Qué pasa? Como dicen en Nápoles: '¿pazziàmme?' ¿Han perdido el seso? 

También la alta clerecía ha sufrido sus momentos de locura. Diversos potentados -importantes partidarios del Papa, obispos, cardenales y prelados del Opus Dei- se han subido por las paredes hasta el punto de solicitar la habilitación de la ley que permitía quemar en la hoguera a los bufones. A fuego lento. 

Por otra parte, les puedo decir que hay un gran número de personas que se regocijan conmigo de su decisión. Y por ello quiero darles las gracias más festivas en nombre de una multitud de mimos, bufones, payasos, volatineros y cuentistas. Y hablando de cuentistas, no debo olvidar los de la pequeña ciudad junto al lago Maggiore donde nací y me crié, una ciudad con una rica tradición oral. Estaban los viejos cuentistas, los maestros vidrieros que nos enseñaron a mí y a otros niños el oficio, el arte de tejer fantásticas tramas. Les escuchábamos estallando en carcajadas, carcajadas que se helaban en nuestras gargantas cuando comprendíamos la trágica alusión que se escondía tras cada sarcasmo. Aún recuerdo la historia de la Roca de Caldé. 'Hace muchos años', comenzó a relatar el viejo vidriero, 'allá arriba, en la cumbre de ese escarpado acantilado que se eleva sobre el lago, había una ciudad llamada Caldé. Resultó que esa ciudad se encontraba sobre un espigón suelto de roca que lentamente, día tras día, se deslizaba hacia el precipicio'. Era una ciudad espléndida, con su campanario, una torre fortificada en el punto más alto y un racimo de casas, una junto a otra. Es una ciudad que una vez estuvo allí y que ahora no está. Desapareció en el siglo XV. 

'Eeh', gritaban a sus habitantes los campesinos y pescadores que vivían en el valle."Os estáis resbalando, os vais a caer". Pero los habitantes del risco no les escuchaban, incluso había quien se reía y se burlaba de ellos. "Os creéis muy listos tratando de asustarnos para que salgamos corriendo de nuestras casas y de nuestra tierra, y haceros con ellas. Pero no somos tan tontos". 

De modo que siguieron cuidando sus viñedos, arando sus campos, casándose y haciendo el amor. Iban a misa. Notaban que la roca cedía bajo sus casas, pero no le daban importancia. 'La roca, que busca su sitio. Es normal', decían tranquilizándose unos a otros. Y la roca estaba a punto de hundirse en el lago. 'Cuidado, cuidado, ya tenéis el agua por los tobillos', les gritaba la gente desde la orilla. 'Tonterías, son los manantiales subterráneos; es que hay un poco de humedad', decía la gente de la ciudad y así, sin prisa pero sin pausa, la ciudad entera fue engullida por el lago. Glu?glu?plaf?se hunden?casas, hombres, mujeres, dos caballos, tres burros?.¡iiiiaaaa!?.glu. Impertérrito, el sacerdote escuchaba la confesión de una monja: 'Te absolví? animus?santi?glu?Aame?glu?'. La torre desapareció, el campanario se hundió con campanas y todo: Ding?dong?pam?plof? 

'Incluso hoy, prosiguió el viejo vidriero, si miras al agua desde ese saliente, y si en ese mismo momento estalla una tormenta y los rayos iluminan el fondo del lago, podrás ver -¡por increíble que parezca!- la ciudad sumergida con sus calles intactas, e incluso a sus habitantes caminando de un lado a otro y repitiéndose a borbotones: 'No ha pasado nada'. Los peces se pasean delante de sus narices, incluso se les meten en los oídos. Pero ellos simplemente los apartan: 'No hay nada de que preocuparse. No es más que algún tipo raro de pez que ha aprendido a nadar en el aire'. '¡Achís!'. 'Salud'. 'Gracias?Hay algo de humedad hoy, más que ayer... Pero por lo demás todo va bien'. Han llegado al mismo fondo del lago, pero en lo que a ellos respecta, nada ha ocurrido". 

Aunque sea inquietante, no se puede negar que una historia como ésta aún tiene algo que decirnos. Les repito, les debo mucho a estos vidrieros míos, y ellos -se lo aseguro- les están enormemente agradecidos a ustedes, miembros de esta Academia, por el reconocimiento de uno de sus discípulos. Y expresan su gratitud con una exhuberancia explosiva. En mi ciudad natal la gente asegura que la noche en que llegó la noticia de que uno de sus cuentistas había recibido el Premio Nobel, un horno que había permanecido inactivo durante cincuenta años estalló de pronto en un arco iris de llamas, lanzando al aire -cual traca final- una miríada de astillas de vidrio de colores que luego aparecieron flotando en la superficie del lago exhalando una impresionante nube de vapor. 

Mientras aplauden tomaré un trago de agua. (Volviéndose hacia la intérprete:) ¿Quiere un poco? Es importante que hablen ustedes mientras bebemos, porque si tratan de oír el borboteo del agua, nos atragantaremos y empezaremos a toser. Así que, en lugar de eso, pueden ustedes intercambiarse lindezas como: 'Oh, qué tarde más agradable, ¿no le parece?'. Fin de la interrupción: pasemos a la siguiente página, pero no se preocupen, a partir de ahora iré más rápido. 

Más que otros, esta tarde son ustedes acreedores del solemne y expresivo agradecimiento de un extraordinario maestro de la escena poco conocido, no sólo en Francia, en Noruega o en Finlandia, sino incluso en Italia. Y, sin embargo, hasta Shakespeare fue sin duda el mejor dramaturgo de la Europa del Renacimiento. Me refiero a Ruzzante Beolco, mi mayor maestro junto con Molière: ambos actores y dramaturgos, ambos destinatarios del escarnio de los hombres de letras de su época. Sobre todo, se les despreciaba por llevar a la escena la vida cotidiana, las alegrías y la desesperación de la gente común; la hipocresía y la arrogancia de los ricos y los poderosos, y la injusticia incesante. Y lo que no les podían perdonar era que, al contar estas cosas, hacían reír a la gente. La risa no agrada a los poderosos. Ruzzante, el verdadero padre de la 'Commedia dell´arte', también creó un lenguaje propio, un lenguaje por y para el teatro basado en una variedad de lenguas: los dialectos del valle del Po, expresiones en latín, español, e incluso alemán, mezclados con sonidos onomatopéyicos de su propia invención. Es de él, de Beolco Ruzzante, de quien aprendí a liberarme de la escritura literaria convencional y a expresarme con palabras masticables, con sonidos inusuales, con diversas técnicas de ritmo y respiración, e incluso con el habla absurda y laberíntica del "grammelot". 

Permítanme que le dedique una parte de este prestigioso premio a Ruzzante. 

Hace unos días, un joven actor de gran talento me dijo: 'Maestro, debería tratar de proyectar su energía, su entusiasmo, a la gente joven. Tiene que entregarles el relevo.Tiene que compartir su experiencia y sus conocimientos con ellos'. Franca -mi mujer- y yo nos miramos y dijimos: 'Tiene razón'. Pero, si enseñamos a otros nuestro arte y compartimos esta carga de fantasía, ¿de qué servirá? ¿ A dónde conducirá? En los últimos meses, Franca y yo hemos visitado varias universidades para dirigir una serie de talleres y seminarios con jóvenes. Nos ha sorprendido -por no decir inquietado-descubrir su ignorancia de los tiempos que vivimos. 

Les referimos los juicios en curso en estos momentos en Turquía contra los supuestos culpables de la masacre de Sivas. Treinta y siete intelectuales demócratas de ese país, que se habían reunido en una ciudad de Anatolia para rendir homenaje a un famoso bufón medieval del período otomano, fueron quemados vivos al amparo de la noche, atrapados en su hotel. El incendio fue obra de un grupo de fundamentalistas fanáticos que disfrutaban de la protección de algunos miembros del propio gobierno. En una noche, treinta y siete de los artistas más celebrados del país, escritores, directores, actores y bailarines kurdos, fueron aniquilados. De un solo golpe, estos fanáticos aniquilaron a parte de los exponentes más relevantes de la cultura turca. Miles de estudiantes nos escuchaban. La expresión de sus caras revelaba su asombro e incredulidad. No habían oído hablar de la masacre. Pero lo que más me impresionó es que ni siquiera los profesores presentes conocían el hecho. Ahí tenemos a Turquía, en el Mediterráneo, casi enfrente, insistiendo en unirse a la Comunidad Europea y, sin embargo nadie había oído hablar de la masacre. Salvini, conocido demócrata italiano, tenía razón cuando observó: 'La extendida ignorancia de lo que ocurre es el mayor bastión de la injusticia'. Pero este desconocimiento de los jóvenes les ha sido insuflado por los que tienen la obligación de educarles e informarles: entre los ignorantes y los inconscientes, los maestros de escuela y otros educadores merecen mención de honor. 

Los jóvenes sucumben fácilmente al bombardeo de banalidades y obscenidades gratuitas a que diariamente los someten los medios de comunicación de masas: desalmadas películas televisivas donde en el lapso de diez minutos se ven expuestos a tres violaciones, dos asesinatos, una paliza y una colisión múltiple de diez vehículos sobre un puente que acaba derrumbándose, tras lo cual todos -coches, conductores y pasajeros- se precipitan al mar?Sólo una persona sobrevive a la caída, pero no sabe nadar, de modo que se ahoga, entre los vítores de una masa de curiosos que de pronto irrumpe en la escena. 

En otra universidad representamos una parodia sobre un proyecto -ahora en vías de ser realizado- de manipulación de material genético, o, para ser más precisos, la propuesta del Parlamento Europeo de admitir el derecho de patente de organismos vivos. Percibimos claramente que el tema provocaba un escalofrío entre los presentes. Franca y yo les explicamos cómo nuestros eurócratas, impulsados por poderosas y ubicuas multinacionales, están preparando un plan digno del argumento de una película de horror y ciencia ficción titulada 'El hermano cerdo de Frankenstein'. Están tratando de conseguir la aprobación de una directiva que (¡no se lo pierdan!) autorizaría a las industrias a adquirir la patente de criaturas vivas, o de partes de ellas, creadas con técnicas de manipulación genética que parecen sacadas de 'El aprendiz de brujo'. 

El procedimiento es el siguiente: manipulando la información genética de un cerdo, un científico logra humanizar en cierto modo al cerdo. De este modo resulta mucho más fácil extraer del cerdo el órgano elegido -un hígado, un riñon- y trasplantarlo al hombre. Pero para asegurarse de que los órganos del cerdo no son rechazados, es necesario transferir al hombre ciertas partes de la información genética de dicho cerdo. El resultado: un cerdo humano (muchos de ustedes dirán que ya hay muchos). Y cada parte de esta nueva criatura, de este cerdo humanizado, está sujeta a nuevas leyes de patentes, y quien desee una parte de él tendrá que pagar los derechos de copyright a la empresa que lo 'inventó'. Las enfermedades derivadas del trasplante, monstruosas deformaciones, infecciones?. Todo ello constituyen opciones incluidas en el precio? El Papa ha condenado rotundamente esta monstruosa hechicería genética. La ha tachado de ofensa contra la humanidad, contra la dignidad del hombre, y se ha molestado en subrayar la ausencia total e irrefutable de valor moral del proyecto. Lo sorprendente del caso es que, mientras esto ocurre, un científico americano, un mago notable -seguramente habrán sabido de él por los periódicos- ha logrado trasplantar la cabeza de un mandril. Les cortó la cabeza a dos mandriles y las intercambió. No puede decirse que los mandriles estuvieran en su mejor momento después de la operación. De hecho, les dejó paralizados, y ambos murieron poco después, pero el experimento funcionó, lo que es una gran cosa. Pero, y aquí está la dificultad: este Frankenstein de nuestros días, un tal profesor White, ha sido distinguido entretanto con el título de miembro de la Academia Vaticana de las Ciencias. Alguien debería advertir al Papa. Así que representamos estas farsas criminales ante los chicos de las universidades y se desternillaron de risa. Decían de nosotros: 'Son la monda, se inventan las historias más fantásticas'. Ni por un momento intuyeron siquiera que las historias que les contábamos eran ciertas. Estos encuentros han fortalecido nuestra convicción de que nuestra tarea es -coincidiendo con la exhortación del gran poeta italiano Savinio- 'contar nuestra historia'. 

Nuestra misión como intelectuales, como personas que se suben a un estrado o a un escenario y que, lo que es aún más importante, se dirigen a la gente joven, nuestra misión no es simplemente enseñarles un método, cómo usar los brazos, cómo controlar la respiración, cómo usar el estómago, la voz, el falsete, el contraccampo. No basta con enseñar una técnica o un estilo: tenemos que enseñarles lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Tienen que ser capaces de contar su propia historia. Un teatro, una literatura, una expresión artística que no hable de su propio tiempo no tiene relevancia. 

Hace poco participé con muchas otras personas en una conferencia donde intenté explicar, especialmente a los participantes más jóvenes, los entresijos de un caso judicial italiano particular. El caso original ha dado lugar a siete juicios distintos, cuyo resultado ha sido la condena de tres políticos italianos de izquierda a veintiún años de prisión cada uno, acusados de haber asesinado a un jefe de policía. He estudiado los documentos del juicio -como hice cuando preparaba la Muerte accidental de un anarquista- y en la conferencia relaté los hechos pertinentes, que en realidad son bastantes absurdos, incluso grotescos. Pero en cierto momento me di cuenta de que estaba hablando en el vacío, por la sencilla razón de que mi audiencia ignoraba no sólo el caso, sino lo que había ocurrido cinco años antes, diez años antes: la violencia, el terrorismo. No sabían nada de las masacres perpetradas en Italia, de los trenes volados, las bombas en las plazas o los grotescos juicios que se han celebrado desde entonces. Lo que resulta terriblemente difícil es que, para hablar de lo que está ocurriendo hoy, tengo que empezar por lo que pasó hace treinta años y luego ir avanzando. No basta con hablar del presente. Y, fíjense bien, esto no ocurre sólo en Italia: lo mismo ocurre en todas partes, en toda Europa. Le he intentado en España y me he encontrado con la misma dificultad; lo he intentado en Francia, en Alemania; aún tengo que intentarlo en Suecia, pero lo haré. Para concluir, déjenme compartir esta medalla con Franca. Franca Rame, mi compañera en la vida y en el arte, que ustedes, miembros de la Academia, citan en su razonamiento de la concesión del premio como actriz y autora, ha intervenido en muchos de los textos de nuestro teatro. En estos momentos, Franca está actuando en un teatro en Italia, pero se reunirá conmigo pasado mañana. Su vuelo llega a mediodía; si quieren, podemos ir todos a recibirla al aeropuerto. Franca tiene un agudo sentido del humor, se lo aseguro. Un periodista le hizo hace unos días la siguiente pregunta: 'Bien, ¿qué siente al ser la esposa de un Premio Nobel? ¿Qué siente al tener un monumento en su casa?'. A lo que respondió: 'No me preocupa, ni lo considero una desventaja en absoluto; llevo mucho tiempo ensayando. Cada mañana hago mis ejercicios: me pongo a gatas, y así me voy acostumbrando a ser el pedestal de un monumento. ¡Y soy bastante buena!'. Como les he dicho, tiene un agudo sentido del humor. A veces incluso dirige su ironía contra sí misma. Sin ella a mi lado, donde ha permanecido ya toda una vida, jamás habría realizado el trabajo que ahora consideran digno de este honor. Juntos hemos planeado y puesto en escena miles de obras, en teatros, fábricas ocupadas, en sentadas en universidades, incluso en iglesias no consagradas, en cárceles y en parques, bajo el sol y la lluvia, siempre juntos. Hemos tenido que soportar abusos, asaltos de la policía, insultos de los bienpensantes y violencia. Y es Franca la que ha padecido la agresión más atroz. Ha tenido que pagar más caro que ninguno de nosotros, con su propia integridad física, la solidaridad con los humildes y los derrotados que ha sido siempre nuestra premisa. 

El día en que se anunció que se me iba a conceder el Premio Nobel me encontraba frente al teatro de la Vía di Porta Romana, de Milán, donde Franca, junto con Giorgio Albertazzi, representaba 'El demonio con tetas'. De pronto me vi rodeado de un enjambre de reporteros, fotógrafos y cámaras de televisión. Un tranvía que pasaba por ahí se detuvo inopinadamente, el conductor se bajó a felicitarme, y entonces los pasajeros hicieron lo mismo y se pusieron a aplaudir; todos querían estrecharme la mano y felicitarme?cuando, de pronto, se pararon y, al unísono, gritaron: '¿Dónde está Franca?'. Empezaron a aullar 'Francaaaa', hasta que, poco después, apareció. Estupefacta y con lágrimas en los ojos, bajó a abrazarme. En ese momento, como caída del cielo, apareció una banda tocando sólo instrumentos de viento y tambores. Estaba formada por chiquillos de todos los rincones de la ciudad, y resultó que era la primera vez que tocaban juntos. Tocaron Porta Romana bella, Porta Romana a ritmo de samba. Jamás he oído nada más desafinado, pero fue la música más hermosa que Franca y yo hayamos escuchado nunca. 

Créanme, este premio es para los dos".

miércoles, 5 de febrero de 2025

Voy a dormir. Alfonsina Storni

Muchos conocen la canción "Alfonsina y el mar" que interpreta Mercedes Sossa. Varios hemos cantado esta zamba, compuesta por el pianista argentino Ariel Ramírez y el escritor Félix Luna, y hemos aprendido sus versos.

Algunos saben del suicidio de Alfonsina por esta canción, pero creo que muy pocos conocen que ésta, se basa en el poema con el que la escritora se despidió del mundo.

Esta semana les traigo el poema "Voy a dormir", escrito unos días antes de arrojarse al mar, donde murió ahogada.


Voy a dormir


Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos encardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste:
todas son buenas; bajala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.

Alfonsina Storni
(1892-1938)


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Alfonsina Storni (Capriasca, 29 de mayo de 1892-Mar del Plata, 25 de octubre de 1938)​ fue una poetisa y escritora argentina vinculada con el modernismo. Ejerció como camarera, actriz, y maestra. Se dio a conocer con sus poesías y algunas obras de teatro en la que promovía el feminismo y el antisonetismo. A su historial medico de depresión se le suma un diagnóstico de cáncer de mama que agravó sus síntomas. Se suicidó en la ciudad de Mar del Plata arrojándose de la escollera del Club Argentino de Mujeres. Alfonsina consideraba que el suicidio era una elección concedida por el libre albedrío y así lo había expresado en sus poemas dedicados a su amigo y amante, el escritor Horacio Quiroga, que también se había suicidado. Hay versiones románticas que dicen que se internó lentamente en el mar y sirvieron como inspiración para componer la zamba «Alfonsina y el mar», la cual relata el suceso y sugiere el motivo.

  

miércoles, 29 de enero de 2025

El humor de Steven Wright

El humor siempre me ha maravillado.  El buen humor implica inteligencia y un conocimiento de las cosas mas allá de lo simple. 

El buen humor requiere de creatividad, porque lleva al otro a un plano que no había sospechado.  

Esta semana les comparto unas citas muy inteligentes de un comediante, escritor, actor y cineasta norteamericano:  Steven Wright. 


𝕃𝕒𝕤 𝕔𝕚𝕥𝕒𝕤 𝕕𝕖 𝕊𝕥𝕖𝕧𝕖𝕟 𝕎𝕣𝕚𝕘𝕙𝕥:

1 - Mataría por un Premio Nobel de la Paz.

2 - Pidan dinero prestado a los pesimistas; ellos no esperan que se lo devuelvan.

3 - La mitad de las personas que conoces están por debajo de la media.

4 - El 99% de los abogados le dan mala fama al resto.

5 - El 82.7% de todas las estadísticas se realizan sobre la marcha.

6 - La conciencia es la que duele cuando todas tus otras partes se sienten tan bien.

7 - Una conciencia tranquila suele ser un signo de mala memoria.

8 - Si quieres el arcoíris, tienes que aguantar la lluvia.

9 - Todos los que creen en la psicoquinesis, levanten mi mano.

10 - El pájaro que madruga puede obtener el gusano, pero el segundo ratón obtiene el queso.

11 - Casi tuve una novia psíquica... pero ella me dejó antes de que nos conociéramos.

12 - Bien, ¿cuál es entonces la velocidad de la oscuridad?

13 - ¿Cómo saber cuándo te has quedado sin tinta invisible?

14 - Si todo parece ir bien, es obvio que has pasado algo por alto.

15 - La depresión no es más que ira sin entusiasmo.

16 - Cuando todo se te viene encima, estás en el carril equivocado.

17 - La ambición es una mala excusa para no tener suficiente sentido común para ser perezoso.

18 - El trabajo duro da sus frutos en el futuro; pero la pereza da sus frutos ahora.

19 - Tengo la intención de vivir para siempre... al menos hasta ahora.

20 - Si Barbie es tan popular, ¿por qué tienes que comprar a sus amigas?

21 - Las águilas pueden volar, pero las comadrejas no son absorbidas por los motores a reacción.

22 - ¿Qué pasa si te asustas dos veces?

23 - Mi mecánico me dijo: "No pude reparar tus frenos, así que hice que tu bocina sonara más fuerte".

24 - ¿Por qué los psíquicos tienen que preguntarte tu nombre?

25 - Si al principio no lo consigues, destruye todas las pruebas de que lo has intentado.

26 - Una conclusión es el lugar donde te cansaste de pensar.

27 - La experiencia es algo que no se obtiene hasta justo después de necesitarla.

28 - La dureza de la mantequilla es proporcional a la suavidad del pan.

29 - Robar ideas de una persona es plagio; robar a muchos es investigación.

30 - El problema con el acervo genético es que no hay salvavidas.

31 - Cuanto antes te atrases, más tiempo tendrás para ponerte al día.

32 - Cuanto más fría esté la mesa de rayos X, más parte de tu cuerpo debe estar en ella.

33 - Todo el mundo tiene una memoria fotográfica; pero la mayoría simplemente no tienen película.

34 - Si al principio no lo consigues, el paracaidismo no es para ti.



35 - Si su automóvil pudiera viajar a la velocidad de la luz, ¿funcionarían sus luces delanteras?


Steven Alexander Wright (Cambridge, Estados Unidos, 6 de diciembre de 1955), conocido como Steven Wright, es un comediante, actor, escritor y productor de cine estadounidense ganador de un Óscar. Se caracteriza por su voz letárgica y lenta, su humor seco que se vuelve irónico, filosófico y a veces en chistes sin sentido.Fue calificado como el vigésimo tercer comediante más grande por Comedy Central en una lista de los 100 mejores monologuistas. Fue reconocido con el Premio de la Academia por el Mejor Cortometraje por su corto de 1988 The Appointments of Dennis Jennings.



miércoles, 22 de enero de 2025

El primer robot

El 9 de Enero de 1890, nació el escritor Austro Húngaro, Karel Čapek,quien fue el creador de la palabra “Robot”.

Karel Čapek, fue un importante novelista, escritor de cuentos, ensayista y dramaturgo, quien se convirtió en uno de los escritores más importantes del siglo XX, hoy reconocido por acuñar el concepto del “Robot”.

Su obra publicada en 1921, “Robots Universales de Rossum”, narra sobre un brillante científico que por azares del destino, descubre el secreto de la creación de máquinas similares a las humanas que son más precisas y fiables que los seres humanos. Años más tarde las máquinas van a dominar a la raza humana y la amenazan con la extinción.

Čapek inventó la palabra "robot", derivándola de la palabra checa para realizar trabajos forzados.

La palabra robot deriva de “robota”, que en el antiguo eslavo significa "esclavo" o bien del checo “robota” el cual significa "trabajo").

Čapek escribió novelas con tal tema, comoTovárna na Absolutino (1922; El Absoluto at Large); Krakatit (1924; una fantasía Atómica); y Válka s mloky (1936; la guerra con las salamandras ).

Existe la tradición (no escrita) entre los que van a visitar la tumba de Čapek en la ciudad de Praga, en dejar un robot de juguete en su tumba. En la fecha de su muerte es habitual encontrar su tumba adornada con cientos de robots en miniatura.




miércoles, 15 de enero de 2025

Universo 25: ¿una mirada al colapso social?

Lecciones del Experimento "Universo 25": ¿Una Mirada al Colapso Social?

El experimento "Universo 25",  fue conducido entre 1958 y 1962 por el científico estadounidense John Calhoun y es uno de los estudios más fascinantes y perturbadores en la historia de la ciencia. Aunque el objeto de estudio fueron ratones, las conclusiones que arrojó este experimento han servido como una inquietante metáfora del funcionamiento y posible colapso de las sociedades humanas.

El "Paraíso de los Ratones": Un Mundo Ideal con un Final Desolador

John Calhoun diseñó un ambiente controlado conocido como el "Paraíso de los ratones". Este espacio contaba con abundante comida, agua y un entorno ideal para que los roedores vivieran y se reprodujeran sin restricciones externas. El experimento comenzó con cuatro parejas de ratones, que rápidamente comenzaron a reproducirse, alcanzando una población en constante crecimiento. Cuando la población llegó a un número entre 60 y 80 individuos, la comunidad parecía reunirse durante los momentos de alimentación y convivían en paz.  Rara vez había individuos solitarios en la población creciente.

Sin embargo, tras 315 días, este crecimiento acelerado comenzó a desacelerarse de forma significativa. Cuando la población alcanzó los 600 individuos, la dinámica social del grupo cambió radicalmente. Aparecieron jerarquías, disputas por territorio y comportamientos antisociales.

Cambios Sociales y el Surgimiento de los "Miserables"

En este punto, los ratones más fuertes establecieron una jerarquía, dominando a los demás mediante agresiones. Los machos que no lograron integrarse en esta estructura comenzaron a experimentar un "colapso psicológico", mostrando comportamientos apáticos o retraídos. Paralelamente, las hembras, presionadas por el entorno hostil, se volvieron agresivas incluso hacia sus propias crías, descuidando su rol reproductivo.

Este colapso de las dinámicas tradicionales de cuidado y reproducción marcó el inicio de una decadencia irreversible en la población.

Los "Ratones Hermosos" y el Declive Final

A medida que avanzaba el experimento, surgió una nueva clase de roedores que Calhoun llamó "ratones hermosos". Estos individuos evitaban el conflicto, se negaban a reproducirse y pasaban sus días enfocados únicamente en actividades básicas como comer y dormir. En paralelo, aparecieron grupos de "hembras aisladas" que evitaban la interaccion con los machos y en ocasiones atacaban y mataban a sus propias crias. 

Este fenómeno, combinado con el aumento de la mortalidad juvenil, la homosexualidad entre los ratones y casos de canibalismo (a pesar de la abundancia de comida), llevó al colapso total de la colonia. Eventualmente, la reproducción llegó a cero y la población murió por completo. 

Repetición del Experimento y sus Implicaciones

Calhoun repitió el experimento 25 veces, y en cada uno de ellos se obtuvo el mismo resultado: el colapso social y la extinción de la población. Sus hallazgos han sido ampliamente discutidos como un modelo para comprender los desafíos de las sociedades humanas, especialmente en contextos de urbanización extrema, densidad poblacional y pérdida de cohesión social.

Calhoun dentro del "Universo 25" el 10 de febrero de 1970, 651 días después de iniciado el experimento. La acumulación de ratones en un solo estante de comida a pesar de la presencia de otros estantes es un indicador de que el "drenaje conductual" ya existe. (foto tomada de wikipedia)

Lecciones Adicionales:

1. La importancia del estrés y los desafíos como generador de progreso. Calhoun observó que una sociedad en la que los individuos tienen resueltas todas sus necesidades empieza a crecer de forma incontrolable hasta el punto de que la sobrepoblación genera comportamientos deletéreos para la sociedad. (1) 

2. La importancia del propósito y la interacción social: Calhoun observó que la falta de desafíos y roles significativos en un entorno aparentemente ideal puede llevar al deterioro del bienestar psicológico y social en los ratones, lo cual puede inferirse que sucede también en los seres humanos. 

3. La diferenciación entre los individuos: Mientras más pequeño es un grupo es mas facil esta alineados con los mismos objetivos, pero a medida que crece el grupo hay mayores diferencias y menos cohesión. Aunque los recursos sean abundantes, es evidente que en una población de individuos se propende a las diferencias entre ellos. Es natural que cada uno quiera estar en mejores condiciones que los demás, de ahí que las sociedades "igualitarias" generen conflictos, en especial, cuando un individuo se autopercibe como "diferente" y se esfuerza más que los otros. El conflicto surge cuando descubre que en una sociedad igualitaria obtiene los mismos resultados que el que no hizo ningún esfuerzo. En el experimento, aunque todos los individuos tenian las mismas oportunidades para acceder a los recursos, algunos sobresalieron por encima de otros. 

4. El aislamiento y sus efectos: El exceso de recursos y el proteccionismo genera individuos que solo quieren comer y dormir. A largo plazo se evidencia en algunos un aislamiento emocional y social (evidente en los "ratones hermosos" y "las hembras aisladas"). El surgimiento de individuos jóvenes que no quieren interacción con los de su otro género se asocian con un pronto colapso social. 

Reflexión Final

Aunque el experimento "Universo 25" no puede extrapolarse directamente a las sociedades humanas, nos ofrece un marco para reflexionar sobre los riesgos de la superpoblación resultante del exceso de recursos, la falta de propósito y la desconexión social. Está demostrado que el exceso de recursos genera inercia en algunos individuos por lo que otros toman el control. 

Hasta mediados del siglo XIX las sociedades humanas eran autolimitadas porque tenían pocos recursos. El mayor porcentaje de la población estaba en el campo y la densidad poblacional urbana era muy baja. Había que trabajar duro para sobrevivir. Las enfermedades, la falta de educación, el trabajo físico extenuante, eran causa frecuente de mortalidad. La expectativa de vida entonces era de 40 años, en promedio. 

Con el advenimiento de la revolución industrial, los avances científicos y tecnólogicos, las personas dejaron de morir por infecciones y enfermedades; tuvieron acceso a alimentos fáciles de conseguir en cualquier supermercado. El promedio de vida subió a mas de 70 años. Ya las personas no tenian que partirse el lomo para conseguir su comida. Ya no habia que salir a sembrar o a cazar para conseguir sus propios alimentos. No habia que ir hasta el río por agua ni buscar leña para cocinar. Podían trabajar en cómodas oficinas o fábricas.  (semejante a lo que ocurrió en la primera fase del experimento), lo que generó una explosión demográfica. 

En la seguna fase, las ciudades se sobrepoblaron y empezaron los problemas sociales: algunos individuos se relajaron mientras que otros vieron la oportunidad para conseguir más recursos y sobresalir por encima de los otros. 

Con la sobrepoblación se incrementaron los "solitarios" y "aislados". Ya no todos compartían los mismos intereses. Aparecieron los aislados sociales y las familias sin hijos (y con perros). El interés por la procreación disminuyó considerablemente. No es coincidencia que la "cultura" "woke" promueva el  homosexualismo, la aceptacion del aborto, la eutanasia, la ideología de género y sean opositores al modelo de familia tradicional. Recientemente tenemos una generacion de "hombres hermosos" que no quieren tener nada con sus hembras, y una generación de hembras que evita todo contacto con los "machos heteropatriarcales" a quienes les han declarado la guera. Tristemente, ahora somos una sociedad que acepta la muerte activa de sus crías como alto natural. 

Para mi no queda duda. Estamos llegando a la fase final del experimento.  

Ver: 

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(1) El etólogo Desmond Morris plantea la misma hipotesis en su libro El Zoo Humano. Los humanos (al igual que otros animales), funcionamos muy bien en grupos pequeños. Cuando un grupo de hombres, o simios no supera los 60 individuos, no hay robos, atracos, ni daños personales porque cada uno de los individuos hace parte de nuestra historia personal. Los conocemos de toda la vida.  Cualquier conflicto se resuelve facilmente (con ayuda de la misma comunidad/tribu). Pero cuando uno convive con extraños a los que no conoce ni sabe de sus antecedentes ni su historia cualquier interacción humana puede ser estresante.  


miércoles, 8 de enero de 2025

El abuelo nazi: Hernan Casciari

Esta semana un texto de Hernán Casciari, escritor argentino. (tomado de la red.  Se conceden los respectivos créditos.)


EL ABUELO NAZI 

Yo estaba a punto de cumplir once o doce años y mi tía Ingrid, que era muy culta, me regaló dos canastos llenos de libros de su adolescencia. Eran más de cincuenta libros, y mi mamá los metió en el baúl del auto. Estaban en dos bolsas de arpillera.

Pero entonces llegó mi abuelo Marcos, y sin que se lo pidiera nadie, sacó los libros del baúl y los desparramó arriba de una mesa, como si fueran pomelos, o como si fueran cartas gigantes de chinchón. Miró los títulos de los libros, las ilustraciones de las portadas, y empezó a decidir cuáles eran para mi edad y cuáles no.

Mi abuelo Marcos era un tipo muy gordo y muy nazi, y todos en la familia le tenían mucho miedo. Para él, los demás siempre estaban equivocados y él había llegado al mundo para encontrar los errores. No se reía casi nunca, y cuando se reía era una risa que daba miedo.

Para peor yo era su primer nieto y me quería preservar de todo lo malo. Él estaba seguro de que, en muchos de esos libros que me habían regalado, podía haber malas palabras, o escenas chanchas, o cosas para las que yo, a mis once años, no estaba preparado.

Así que se sentó a la mesa, con su cara de escuerzo dueño de la verdad, y empezó a hacer dos pilones de libros.

En un pilón iba poniendo los que yo sí podía leer, y en el otro pilón los que no. Se basaba en los títulos, en las tapas, en el nombre de los autores, en su propia intuición nazi, en sus poquísimas lecturas.

En el montón de los permitidos puso esos libros seriales que se publicaban en los sesenta, del tipo «Jules y Gilles en busca del diamante», «Hardy Boys y el misterio de los seis cachorros de angora». Mierdas… Libros mediocres de los llamados juveniles que se imprimían como churros calientes y las madres les compraban a sus hijitos.

Mientras que en la pila de los libros prohibidos iba poniendo novelas que el hombre suponía demasiado complejas para mi edad, o que sospechaba que podían tener tetas y culos y fornicación.

Puso cada uno de los pilones en las bolsas de arpillera y le dijo a mi mamá que me diera los libros permitidos, y que escondiera de mi vista la segunda bolsa.

Mi vieja, que le tenía miedo a su padre, le hizo caso. Llegamos a casa y desparramó en mi pieza la arpillera ética, la bolsa moral, y a la otra bolsa la llevó al lavadero de casa, atrás del patio. Yo me hice el boludo pero miré bien a dónde Chichita se iba con la bolsa prohibida.

Después empezó el colegio y yo esperé, con paciencia, las tardes en que me dejaban solo en casa. Naturalmente, un día fui al lavadero y empecé a buscar la bolsa. La encontré rápido, detrás de los detergentes y del anticongelante.

Ahí mismo, sentado entre ropa sucia y con olor a jabón Federal, empecé a leer los libros prohibidos: eran novelas de Arthur Conan Doyle, de Oscar Wilde, de Mark Twain, de Chesterton. Libros impresos en hoja de biblia; en muchos casos, obras completas.

Mi abuelo nazi no me había prohibido a Oscar Wilde por «El príncipe feliz», sino por «El retrato de Dorian Gray», que era para adultos y estaba en el mismo tomo. No me prohibía las historias de Tom Sawyer, quiero decir, sino que me prohibía «Un yanqui en la corte del rey Arturo», del mismo autor.

Y los leí… Y los leí.

Tuve un abuelo que me prohibió —justo en el inicio de mi rebeldía— la buena literatura. No la tele, no las drogas, ni el alcohol, ni hacerme socio de Independiente (dios libre guarde). Me prohibió los libros buenos, las historias inmortales.

Tuve esa enorme suerte de principiante. Y se lo tengo que agradecer a él. Porque en la infancia, y en la pre adolescencia, la pasión por las cosas solamente te entra por las puertas del no.

—No toques eso; no hagas eso.

Por eso ahora, que tengo una hija de diez años, no la vuelvo loca para que lea. Es un error. Lo que hago es esconder a Borges en estantes inalcanzables, y meto a Edgar Allan Poe en cajones con llave. Y a los cronopios de Cortázar les pongo una cinta que dice NO TOCAR.

Yo sé que ella, Nina, tarde o temprano se va a sentar sola en casa, en la ansiedad de su infancia, y va entrar como si nada en la clandestinidad.

Hernán Casciari

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Hernán Casciari es un escritor y editor argentino. Conocido por su trabajo de unión entre literatura e internet. Creó la Editorial Orsai y dirige la revista Orsai, de crónica periodística y literatura.


miércoles, 1 de enero de 2025

2025: ¿Hacer o pedir?

Hace muchos años leí en la revista Selecciones del Reader Digest una  supuesta anecdota de un funcionario de la oficina postal de correos. Si bien no he encontrado el texto para reproducirlo, se los resumiré.  (Aclaro que concedo los respectivos derechos a su autor)

Los funcionarios de la oficina postal de correos una vez encontraron en un buzón un sobre dirigido a Santa Clauss en el polo norte. Conscientes de que no podrían hacer llegar la misiva a su destinatario, decidieron abrirla y ver qué podìan hacer con la solicitud. 

Leyeron emocionados la carta que un niño de 10 años le dirigía a Santa Claus, en la que decía que soñaba con poder tener una bicicleta que había visto en una vitrina pero que costaba 100 dólares y sus padres eran muy pobres y no tenían dinero para comprársela. Por eso recurria a Santa, pues quería tenerla para Navidad.  

Los funcionarios fueron tocados en su corazón y aunque no eran personas que ganaran mucho, hicieron una recolecta entre todos los funcionarios (despachadores, carteros,  personal de aseo y otros empleados) para poder regalarte al niño una linda nochebuena. 

Sin embargo, solo consigueron recoger 92 dólares y los enviaron  en un sobre de regreso a la dirección del remitente, deseándole al niño una feliz navidad. 

Una semana después recibieron emocinados otra carta del niño dirigida a Santa Clauss.  Reunieron a todo el personal que habia contribuido con el regalo y abrieron el sobre.  Todos en silencio esperaron que el supervisor la leyera en voz alta. 

"Querido Santa:  Recibí tu sobre y me sentí muy feliz. Sin embargo al abrirlo me quedé muy enojado. Esos desgraciados del correo se robaron 8 dólares. No vuelvas a enviarme nada por correo". 


La historia parece un chiste, pero no lo es. Cientos de personas en mi país se acostumbraron a que hay que regalarle dinero y subsidios, que hay que darles casa gratis, educación gratis, servicios gratis. Cuando por alguna razón el Estado no les cumple, consideran que están siendo vulnerados sus derechos, hacen bloqueos, tumban semáforos y queman carros de personas que sí trabajan. 

Recuerdo que de niño tenia un compañero (no diré su nombre) que evidentemente nunca tenía dinero. Mi mamá siempre me daba suficiente para comprar dos paletas en los recreos. Yo dejaba el dinero para el último recreo y pedia dos paletas (mora o limón, eran mis preferidas). Tomaba una y le ofrecía la otra a mi amigo, que la recibía agradecido.  

Un día, en el último recreo, luego de hacer una larga fila en la "tienda de  Cano", que además de ser el conductor del bus 12 también era el encargado de las ventas, descubrí que no tenia el dinero suficiente en mi bolsillo para comprar las dos paletas. Solo alcanzaba para una. 

Mi "amigo", que siempre me esperaba al lado de la fila, se enojó conmigo porque yo le estaba ofreciendo compartir la paleta entre los dos. (No podría repetir sus palabras exactas. Yo tendría unos diez años, pero si recuerdo que me llamó "amarrado"). No olvido la recriminación que me hizo por no haberle comprado "su" paleta. Fue el final de una amistad y un despertar que agradezco: me prometí que no dejaría que  mis buenas acciones fueran interpretadas por los demás como una obligación mía y como un derecho de ellos.   

Casi ciencuenta años despues, este personaje aun sigue exigiendo que el gobierno le tiene que dar todo. (Sí, seguimos en contacto en un chat de egresados). No diré tampoco su actual profesión, pero pertenece a un gremio que  acostumbra marchar exigiendo al gobierno todo tipo de beneficios, escudados en un supuesta "justicia social". 

Estos resentidos sociales creen que todo el que ha logrado algo, tiene la obligación de compartirlo con ellos. Sin embargo, la "justicia social" para ellos solo aplica a los de arriba, puesno están dispuestos a despojarse de lo que tienen para compartirlo con los que tienen menos. 

Los que me conocen saben que no soy partidario del proteccionismo por parte del Estado. No creo en el eslogan de "Justicia social" que esgrimen los que quieren quitarle a los de arriba, pero se niegan a compatir lo que tienen con los que están abajo. 

Siempre he creido que es un error hacerle creer a la gente que la educación o la salud deben ser gratuitas. Toda buena educación es costosa. La buena salud es costosa. 

¡Sí. La salud y la educación son derechos!  

Pero el médico no trabaja gratis, el maestro tampoco; el bombero, el enfermero o el técnico de la energía deben recibir una retribución por lo que hacen (ese es también su derecho). El metro no es gratis, hay que hacerle mantenimiento, hay que renovar los vagones y pagarle al personal. Hasta el más humilde zapatero hace su trabajo esperando retribución.  Nadie hace su oficio por amor a la humanidad. Nada es gratis. Alguien tiene que pagarlo. 

¿Que lo paguen los ricos? ¡No! La inversión pública debe ser de todos. Por eso es pública. Cada quien debe aportar en la medida de su posibilidades, pero todos tenemos que aportar proporcionalmente. ¡Todos! 

No confundamos la educación o salud pública con la educación y salud gratuita, o el trasporte público con el trasporte gratuito. Los servicios sociales deben ser públicos, pero siempre hay que pagarlos. Nunca podrán ser gratuitos a menos que haya personas que trabajen gratis o que alguien regale los insumos y materiales y eso es muy difícil. 

No conozco el primer profesor de FECODE que promueva la educación gratuita y que esté dispuesto a trabajar gratis de tiempo completo, ni ningún médico o enfermera de un sindicato que estén dispuestos a trabajar sin salario para que la salud sea gratuita. Siempre esperan que alguien más les pague su salario (que es lo que debería ser). 

Recuerdo que en los años 80s el presidente Belisario Betancur, de corte socialista, propuso la entrega de casas de interés social a familias de bajos recursos. La propuesta "Sí se puede" consistía en que cada familia aportara unas horas semanales de mano de obra con uno de sus miembros para que ayudara en la construcción de su propia vivienda (así se daba empleo, y se aseguraba que la casa sería bien contruida ellos mismos vivirían en ella). Solo cuando hay esfuerzo se valoran las cosas. Las que son regaladas son despreciadas por quienes las reciben. 

Los que tuvimos que trabajar mientras estudiábamos, y que ahora somos profesionales que pagamos impuestos, estamos cansados de sostener zánganos que llevan más de 20 semestres en una universidad pública pintando paredes y saliendo a marchar porque no les interesa terminar una carrera que para ellos es gratuita. Los que pagamos a tiempo nuestros impuestos estamos cansados de los que construyen barrios de invasión y tiran la basura a las quebradas para que nosotros paguemos su aseo. Los que trabajamos de sol a sol estamos cansados de que se nombre como gestores de paz a los que secuestraron y estorsionaron a personas inocentes solo porque tenían más dinero que ellos. (y a veces, hasta menos)

Se viene un año económicamente difícil. Un año en el que  muchos politicos agitarán las aguas enarbolando banderas de equidad y justicia para conseguir votos. Muchos apoyarán que el gobierno les regale todo y votarán por estos políticos.  

Millones de ciudadanos trabajaremos duro para poder resolver nuestros problemas, mientras otros se sentarán a esperar que les den ayudas y subsidios que saldrán de los que sí hicimos el esfuerzo. 

Sinceramente espero que este año que viene seamos más los que contruyamos, y que cada vez sean menos los que "piden y piden", esperando vivir de los que "hacemos y construimos". 

Tengo la esperanza en un mundo donde cada quien espere cosechar lo que sembró. 


Los dejo con un fragmento del poema En paz, del mexicano Amado Nervo  que tiene unos versos que son contundentes:


porque veo al final de mi rudo camino

que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje la miel o la hiel de las cosas,

fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:

cuando planté rosales, coseché siempre rosas.


Que el 2025 venga con las oportunidades para poder construir un mejor futuro.  





miércoles, 25 de diciembre de 2024

Escribir para los niños. Isaac Bashevi Singer.

En temporada de navidad y año nuevo se reactivan los buenos deseos. Se vuelve a añorar la época de la infancia donde todo es mágico e irreal. 

Es una época en la que, como dice la escritora Luisa Fernanda Mesa, volvemos a nuestra infancia. 


¿Qué nos motiva?
Creo que es la infancia. No los niños, aunque para algunos es la razon visible, no es por ellos, es por nosotros mismos. Es por volver a creer, por abrir un regalo con la ilusión de cumplir un sueño, comer manjares, abrazar sin prejuicios, reir a carcajadas, estrenar, viajar al país de la ilusión, de los juguetes y de los sueños realizados. Volver a la infancia. Jugar. (ver texto completo acá)

 Esta semana quiero  compartirles un decálogo con el que el escritor judío Isaac Bashevis Singer cerró su discurso luego de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1978.


"Señoras y señores: Hay quinientas razones por las que empecé a escribir para niños, pero para ahorrar tiempo voy a mencionar solo diez:

1.  Los niños leen libros, no reseñas. Los críticos les importan un bledo.

2.  Los niños no leen para descubrir su identidad.

3.  No leen para liberarse de culpa, para sofocar su sed de rebelión o para liberarse de la alienación.

4.  La psicología no les sirve para nada.

5.  Detestan la sociología.

6.  No intentan entender a Kafka o Finnegans Wake.

7.  Aún creen en Dios, la familia, los ángeles, los demonios, las brujas, los duendes, la lógica, la claridad, los signos de puntuación y cosas tan obsoletas como estas.

8.  Aman las historias interesantes, no los comentarios, ni las guías de lectura ni las notas a pie de página.

9.  Cuando un libro los aburre bostezan abiertamente sin vergüenza alguna ni miedo a la autoridad.

10. No esperan que su escritor favorito salve a la humanidad. Saben, porque son jóvenes, que esto no está en su poder. Solo los adultos tienen esas ilusiones infantiles".


Felices fiestas. 


miércoles, 18 de diciembre de 2024

Es hora de romper las barreras. ¡Es navidad!

Navidad es una epoca especial en que todos parecen volverse humanos, y querer compartir con los demás las cosas buenas de la vida. 

En estas fiestas las empresas nos sorprenden con comerciales que incitan a la amistad y a compartir. 

A continuación les traigo uno de los comerciales navideños que vale la pena ver y difundir. 


 

Felices fiestas. 


miércoles, 11 de diciembre de 2024

Cuentos cortos como la vida misma.

Para mi es un placer contarles que ya salió mi nuevo libro de microcuentos:  CUENTOS CORTOS, COMO LA VIDA MISMA. 

Este libro es una recopilacion de cuentos muy cortos, algunos humorísticos, otros filosóficos, otros de ficcion.  Están incluidos algunos cuentos  que han sido ganadores o finalistas en diversos concursos: Premio de microcuento del Instituto de Cultura de Antioquia,  concurso Medellín en 100 palabras, Certamen de microcuento Cesar Egido Serrano (España), entre otros. 

Los invito a adquirirlo, a leerlo o regalarlo.  Esta época es un buen motivo para regalar libros. 



A continuación algunos cuentos, para que se animen a comprarlo. 




Agradezco a mi hija, María Isabel Velásquez Escobar, quien hizo el diseño de portada; al escritor Javier Echeverri, autor del prologo, y al equipo de la Editorial Libros Para Pensar, en cabeza de Edver Delgado y Alina Angel, por sus atinadas sugerencias y correcciones. 

Los invito a adquirirlo comunicándose conmigo al WhatsApp 305 399 79 40
Costo del libro 30.000 + gastos de envío. 



miércoles, 4 de diciembre de 2024

El hombre retorcido: Sprague de Camp.

Un vecino amigo, conocedor de los temas preferidos en mis cuentos, me  me regaló hace algún tiempo un libro llamado Salto a lo desconocido, una magnifica selección de cuentos fantásticos. 

Uno de ellos llamó mi atención:  El hombre retorcido, de Sprague de Camp (1907-2000). 

Cuando comencé a leerlo, recordé un magnífico  cuento de Jose Luis Martín publicado en el proyecto Sherezade titulado Australopiteco.   Si bien tiene ciertas similutudes en su tema principal, el de Sprague va más allá de la anécdota.  Expone otro punto de vista sobre los conocimientos actuales que tenemos de los primeros humanoides. 

Confieso que no conocia el nombre de Sprague de Camp.  Lo investigué y me llevé la sopresa de que era el creador de Conan (el mismísimo héroe de la pantalla grande).  De manera que aquí tienen otro aliciente para leer el cuento. Espero lo disfruten. 


Aclaración este cuento fue extraido de la pagina web el espejo gótico,  a quien doy los créditos.  Si alguien considera que hay alguna violacion a las normas de autor por favor me avisa. 


El hombre retorcido.

The Gnarly Man, L. Sprague de Camp (1907-2000)


La doctora Matilda Saddler vio por primera vez al hombre retorcido la tarde del 14 de junio de 1946, en Coney Island. La asamblea que celebraba todas las primaveras la Sección Oriental de la Asociación Antropológica Americana ya había terminado, y la doctora Saddler comió con dos de sus colegas, los doctores Bleu, de Columbia, y Jeffcott, de Yale. Les dijo que ella nunca había estado en Coney, y se proponía visitar la isla. Rogó a Blue y Jeffcott que la acompañasen, pero ellos se excusaron. Mientras ambos contemplaban la espalda de la doctora Saddler, que se alejaba, Blue comentó, con una voz que parecía un graznido:

—La mujer salvaje de Wichita. Me gustaría saber si se propone cazar a otro marido.

Blue era un hombre muy delgado, con una barbita gris y una expresión de estar diciendo constantemente: «¿Y usted quién demonios es?»

—¿Cuántos ha tenido hasta la fecha? —preguntó Jeffcott.

—Dos. Ignoro por qué la vida privada de los antropólogos es la más desordenada de todos los científicos. Tal vez sea porque estudian las costumbres y la moral de tantos pueblos diferentes, que deben de decirse: «Si los esquimales lo hacen, ¿por qué no hacerlo nosotros?» Gracias a Dios, yo estoy a salvo por viejo.

—Pues yo no la temo —dijo Jeffcott. Este era un cuarentón que parecía un labriego embarazado por su traje dominguero—. No puedo estar más casado de lo que estoy.

—¿Ah, sí? Tenías que haber estado en Stanford hace unos cuantos años, cuando ella estaba allí. Era muy peligroso cruzar el campus de la Universidad, con Tuthill persiguiendo a todas las hembras y la Saddler a todos los varones.


La doctora Saddler tuvo que abrirse paso a codazos para salir del metro, pues los adolescentes que infestan el andén de la estación de Stillwell Avenue son probablemente los seres peor educados que existen en el mundo, con la sola y posible excepción de los habitantes de las islas Dobu, en el Pacífico Occidental. Pero esto no la molestó demasiado. Era una mujer alta y robusta que frisaba en la cuarentena, que se había mantenido en forma gracias a la vida a la intemperie a que la obligaba su profesión. Mientras caminaba por Surf Avenue en dirección a la playa de brignton, contempló los puestos y paradas sin detenerse ante ellos, prefiriendo observar los tipos humanos que le daban a ganar su dinero y a los otros tipos humanos que se lo quitaban. En cambio, se detuvo ante una barraca de tiro al blanco, pero encontró que derribar búhos de latón de una percha con una carabina del 22 era tan fácil que no resultaba divertido. Lo que a ella le gustaba era tirar contra blancos lejanos con un rifle de reglamento.



La barraca contigua a la de tiro al blanco pudiera haber recibido el nombre de espectáculo secundario, caso de haber existido allí un espectáculo principal que permitiese tal apelación. El acostumbrado cartel sensacionalista proclamaba las excelencias y el carácter verdaderamente extraordinario de la ternera de dos cabezas, la mujer barbuda, Aracné la mujer araña, y otras maravillas. El número de fuerza era Ungo-Bungo, el feroz hombre-mono, capturado en el Congo a costa de veintisiete vidas humanas. En el cartel aparecía un gigantesco Ungo-Bungo estrujando en cada mano a un infeliz negro, mientras otros trataban de echarle una red encima. La doctora Saddler sabía perfectamente que el feroz hombre-mono resultaría ser un hombre blanco de lo más vulgar, con pelo falso en el pecho. Pero tuvo el capricho de entrar. Pensó que después tal vez se divertiría contando a sus colegas lo que había visto. El presentador pronunció su estentórea arenga de ritual. La doctora Saddler coligió por su expresión que le dolían los juanetes. La mujer tatuada no le interesó, pues los dibujos que la adornaban no tenían evidentemente ningún significado cultural, como sucede entre los polinesios. En cuanto al antiguo maya, la doctora Saddler encontró de muy mal gusto exhibir de aquella manera a un pobre idiota microcéfalo. En cambio, los juegos de manos del profesor Yoki, que además era un comedor de fuego, no estuvieron mal. La jaula de Ungo-Bungo estaba oculta tras una cortina. En el momento apropiado se oyeron gruñidos y ruido de cadenas contra metal. El presentador casi se desgañitó al gritar:


—¡Y ahora, señoras y señores... el único y auténtico Ungo-Bungo!


Y se descorrió la cortina. El hombre-mono se hallaba en cuclillas en el fondo de la jaula. Soltó la cadena, se incorporó y se adelantó arrastrando los pies. Asió dos de los barrotes y se puso a sacudirlos. Estaban adecuadamente sueltos y tintinearon de manera alarmante. Ungo-Bungo frunció los labios y enseñó sus dientes perfectos y amarillentos al respetable. La doctora Saddler le miró con atención. Aquel hombre-mono era distinto a las imitaciones que había visto hasta entonces. Si bien su talla no rebasaba el metro sesenta, era muy rechoncho y tenía unos hombros enormes y robustísimos. Por encima y por debajo de su bañador azul una espesa pelambre gris cubría su cuerpo de pies a cabeza. Sus brazos largos y musculosos terminaban en unas manazas de dedos gruesos y nudosos. Su cabeza se proyectaba ligeramente hacia adelante, con el resultado de que no parecía tener cuello. En cuanto a su cara... la doctora Saddler conocía todas las razas de hombres vivientes, y todos los tipos de degenerados producidos por trastornos glandulares: ninguno de ellos tenía una cara como aquella. En primer lugar, estaba profundamente arrugada. La frente que se extendía entre el ralo cabello del cráneo y las cejas montadas sobre macizos arcos supraorbitales, era huidiza. La nariz, aunque ancha, no era simiesca; era una versión más corta del grueso y ganchudo apéndice nasal armenoide, llamado equivocadamente judío con frecuencia. La cara terminaba en un largo labio superior y un mentón inexistente. Y la tez amarillenta parecía ser auténtica y pertenecer de verdad a Ungo-Bungo.


El presentador corrió de nuevo la cortina. La doctora Saddler salió con los demás espectadores, pero volvió a pagar otra entrada, y a los pocos instantes estaba de nuevo adentro. No prestó atención al presentador, procurando únicamente ocupar una buena posición frente a la jaula de Ungo-Bungo antes de que llegase el resto del público. Ungo-Bungo repitió su número con mecánica precisión. La doctora Saddler observó que cojeaba ligeramente al acercarse a los barrotes para sacudirlos, y que su cuero cabelludo mostraba unas grandes cicatrices blanquecinas. Le faltaba la última falange de su dedo meñique izquierdo. Advirtió ciertos detalles acerca de las proporciones de los huesos de sus piernas, de sus brazos y antebrazos y de sus grandes y anchos pies. La doctora Saddler sacó una entrada por tercera vez. Una idea le estaba dando vueltas por la cabeza. Si terminaba por admitirla, o bien ella estaba loca, o la antropología física era una sarta de disparates, o... lo que fuese. Pero ella sabía que si hacía lo que le aconsejaban la voz de la prudencia y de la razón, o sea irse a casita, aquella idea se convertiría en una obsesión permanente. Terminada la tercera representación, se dirigió al presentador y le habló en estos términos:

—Creo que en Mr. Ungo-Bungo he reconocido a un antiguo amigo mío. ¿Podría verlo cuando termine?


El presentador contuvo su sarcasmo. Era evidente que aquella señora no pertenecía a la misma categoría de las que piden que les presenten a los artistas, con fines inconfesables.

—¿Quiere usted verle? —dijo—. Se llama Gaffney... Clarence Aloysius Gaffney. ¿Era éste su amigo?

—Exactamente.

—No creo que haya ningún inconveniente—. Consultó su reloj—. Aún tiene que salir cuatro veces más antes de que cerremos. Pero tendré que preguntar al jefe.

Apartó una cortina y gritó:

—¡Eh, Morrie!—. Luego dijo—. Está bien. Morrie dice que espere usted en su despacho. Es la primera puerta a la derecha.


Morrie era un hombrecillo rechoncho, calvo y hospitalario.

—No faltaba más —dijo, blandiendo su cigarro—. Encantado de poder servirla, Miss Saddler. Espere un minuto, mientras hablo con el manager de Gaffney—. Se asomó a la puerta y gritó—. ¡Oye, Pappas! Aquí hay una señora que quiere hablar después con tu hombre-mono. Sí, he dicho una señora. Okey—. Regresó para soltar una perorata sobre las dificultades que asediaban el negocio de los monstruos—. Aquí tiene usted a este Gaffney, por ejemplo. Es el mejor hombre-mono que existe en el mundo del espectáculo; todos esos pelos son verdaderamente suyos. Y la jeta que tiene el pobre también es suya. ¿Pero usted supone que la gente se lo cree? ¡Qué va! Al salir les oigo comentar que el pelo es postizo, y que todo es un truco. Es desesperante—. Ladeó la cabeza y se puso a escuchar—. Ese trueno no ha sido un camión; me parece que tendremos lluvia. Ojalá no llueva mañana. No sabe usted cómo asusta la lluvia a la gente. En un circo, sería otra cosa—. Trazó una línea horizontal imaginaria con el dedo, bajándolo después bruscamente para indicar el efecto que producía la lluvia en la venta de localidades—. Pero como le digo, la gente no agradece lo que uno hace por ellos. No lo digo sólo por el dinero; yo me considero un artista. Un artista creador. Un espectáculo como éste debe tener equilibrio y proporción, como cualquier otro arte. Aproximadamente una hora después, una voz lenta y profunda preguntó desde la puerta:

—¿Hay aquí alguien que desea verme?

En el umbral se recortaba el hombre retorcido. En traje de calle, con el cuello de su impermeable levantado y el ala de su sombrero caída sobre sus ojos, tenía un aspecto más o menos humano, aunque el impermeable no se ajustaba muy bien a sus enormes hombros arqueados. Empuñaba un bastón grueso y nudoso con una correa de cuero cerca del puño. Tras él se veía bullir un hombrecillo moreno.

—Sí —dijo Morrie, interrumpiendo su perorata—. Clarence, te presento a Miss Saddler. Miss Saddler, le presento a Mr. Gaffney, uno de nuestros más grandes artistas creadores.

—Encantado de conocerla —dijo el hombre retorcido—. Este señor es Mr. Pappas, mi manager.


La doctora Saddler explicó que le gustaría charlar con Mr. Gaffney, si esto era posible. Habló con mucho tacto; había que demostrar mucho tacto, por ejemplo, para husmear en la vida privada de los cazadores de cabezas Naga. El hombre retorcido dijo que le encantaría ir a tomar café con Miss Saddler; había un bar en la misma esquina al que podían ir sin mojarse. Salieron seguidos por Pappas, que cada vez estaba más saltarín. El hombre retorcido le dijo:

—Ve a acostarte, John. No te preocupes por mí—. Y sonrió a la doctora Saddler.


Aquella sonrisa hubiera puesto los pelos de punta a cualquiera que no hubiese sido antropólogo—. Cada vez que éste me ve hablando con alguien, se figura que vienen a hacerme proposiciones comerciales y que va a perderme. Hablaba en inglés norteamericano normal, con un ligero acento irlandés, puesto de manifiesto por la manera como oscurecía las vocales de palabras como «man» y «talk».

—Hice que el abogado que redactó nuestro contrato —agregó— pusiese en él una cláusula que me permite rescindirlo cuando lo desee.


Pappas se alejó, no muy convencido. Apenas llovía ya. El hombre retorcido caminaba con soltura, a pesar de su leve cojera. Pasó una señora con un foxterrier sujeto con una correa. El perrillo husmeó hacia el hombre retorcido, y entonces pareció volverse loco de repente, pues empezó a saltar y a ladrar como un poseído. El hombre retorcido empuñó fuertemente el nudoso bastón y dijo con voz suave:

—Más valdrá que lo sujete bien, señora—. La mujer se alejó apresuradamente—.Todos los perros hacen igual comentó Gaffney—. Parece ser que no les gusto.


Se sentaron a una mesa y pidieron café. Cuando el hombre retorcido se quitó el impermeable, al olfato de la doctora Saddler llegó un fuerte olor de perfume barato. El sacó una pipa de cazoleta enorme y nudosa. Le sentaba bien, lo mismo que el bastón. La doctora Saddler advirtió que los ojos, profundamente hundidos bajo la cresta supraorbital, eran color avellana claro.

—Usted dirá, señora —dijo él con su profunda voz de bajo.

Ella empezó su interrogatorio.

—Mis padres eran irlandeses —contestó él—. Pero yo nací en South Boston... Vamos a ver... hace cuarenta y seis años. Si le interesa, puedo facilitarle una copia de mi partida de nacimiento. Dice: Clarence Aloysius Gaffney, nacido el 2 de mayo de 1900.


Esta declaración pareció producirle un secreto placer.

—¿Alguno de sus padres tenía sus extraordinarias características físicas?

Hizo una pausa antes de contestar. Al parecer ésta era siempre su costumbre.

—Pues sí, señora. No uno, sino los dos. Algo relacionado con las glándulas, supongo.

—¿Nacieron ambos en Irlanda?

—Sí. Eran del condado de Sligo.

De nuevo le observó aquella fugaz y misteriosa sonrisa. La doctora Saddler reflexionó un momento. Luego dijo:

—Mr. Gaffney, ¿tendría usted inconveniente en que le hiciésemos algunas fotografías y mediciones antropométricas? Las fotografías se las daríamos y podrían servirle para su espectáculo.

—No le digo que no—. Bebió un sorbito—. ¡Uf! ¡Gazooks, cómo quema!

—¿Cómo?

—Digo que el café está muy caliente.

—No, me refiero a lo que ha dicho antes.

El hombre retorcido se mostró ligeramente embarazado.

—Ah, eso de «gazooks». Verá, yo... bueno... una vez conocí a uno que tenía la costumbre de lanzar esta exclamación.

—Mr. Gaffney, tiene usted que saber que yo soy antropólogo, y no trato de sonsacarle nada con miras egoístas. Mi finalidad es puramente científica y por lo tanto puede usted ser franco conmigo.

Había algo tan remoto e impersonal en su mirada, que un escalofrío recorrió el espinazo de la doctora Saddler.

—¿Quiere usted dar a entender con eso que hasta ahora no lo he sido?

—Sí. Cuando le vi en el escenario, me quedé convencida de que en su pasado se ocultaba algo extraordinario. Nada me ha hecho cambiar de idea. Ahora bien, si usted cree que estoy loca, dígalo y hablaremos de otra cosa. Pero me gustaría llegar al fondo de la cuestión.

Él tardó un buen rato en contestar.

—Eso depende—. Nueva pausa. Luego añadió—: usted, con sus relaciones, sin duda debe de conocer a cirujanos de primera categoría, ¿no es verdad?

—Pues... sí. Conozco a Dunbar, por ejemplo.

—¿Ese que se pone una bata lila cuando opera? ¿El que escribió un libro sobre «Dios, el Hombre y el Universo»?

—El mismo. Es un buen hombre, a pesar de sus modales teatrales. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Quiere algo de él?

—No lo que usted se imagina. Estoy satisfecho con mi... bueno... con mi tipo físico fuera de lo corriente. Pero me gustaría que me arreglasen algunas antiguas lesiones... Unos huesos rotos que no se soldaron adecuadamente. Pero tiene que hacerlo un buen cirujano. Tengo ahorrados un par de miles de dólares, pero ya sé los honorarios exorbitantes que cobran esa gente. Si gracias a usted pudiéramos llegar a un arreglo...

—Pues claro que sí. Es más, estoy segura. Se lo garantizo. ¿Entonces, yo tenía razón, y usted...?

Se interrumpió vacilante.

—Sí, se lo contaré todo. Pero recuerde que siempre podré demostrar que soy Clarence Aloysius Gaffney si hiciera falta.

—Entonces, ¿quién es usted?

Se produjo de nuevo una larga pausa, que el hombre retorcido rompió para decir:

—La verdad es que no tengo por qué ocultárselo. Así que usted lo repita todo o en parte, pondrá su reputación profesional en mis manos. Tenga esto muy presente. En primer lugar, yo no nací en Massachusetts, sino en el alto Rin, cerca de la actual Mommenheim. Y la fecha de mi nacimiento, por lo que he podido calcular, se sitúa alrededor del año 50.000 a. de J. C.


Matilda Saddler se preguntó para sus adentros si había tropezado con el mayor descubrimiento antropológico de todos los siglos, o si aquel curioso personaje daba ciento y raya al barón de Munchaussen como embustero. Él pareció adivinar sus pensamientos.

—No puedo demostrarlo, desde luego. Pero mientras usted me consiga esa operación, poco me importa que me crea o no.

—Pero... pero... ¿cómo fue?

—Creo que fue el rayo. Estábamos de caza, tratando de acorralar a unos bisontes y hacerlos caer en una trampa. Empezó entonces a tronar de una manera impresionante, y los bisontes se nos escaparon. Entonces renunciamos a cazarlos y tratamos de guarecernos. Después de esto, únicamente recuerdo que me encontré tendido en el suelo, con la lluvia corriéndome por el rostro, y el resto del clan de pie a mi alrededor, lamentándose por haber irritado al dios de la tempestad, que se vengó fulminando a uno de sus mejores cazadores. Era la primera vez que oía decírselo. La verdad es que a uno nunca le aprecian en vida. »Pero yo no había muerto. Tuve los nervios muy destemplados durante unas semanas, pero aparte de esto estaba perfectamente, con la sola excepción de unas quemaduras en las plantas de los pies. No puedo explicarle lo que ocurrió, pero hace un par de años leí que los sabios han localizado en la médula oblonga el mecanismo que regula la regeneración de los tejidos. Es posible que el rayo acelerase estos procesos medulares. Sea como sea, lo cierto es que después de esto ya no envejecí. Físicamente, claro. Cuando ocurrió el accidente yo debía de tener unos treinta y tres años. Entonces no llevábamos la cuenta de los años, ¿sabe usted? Ahora parezco más viejo, porque a uno se le hacen inevitablemente algunas arrugas en la cara después de unos cuantos miles de años, y porque nuestro cabello ya era naturalmente gris en la punta. Pero aún puedo desnucar con una mano a un Homo sapiens si me lo propongo.

—Entonces usted es... usted está tratando de decirme que es...

—Un hombre de Neanderthal. Un Homo neanderthalensis. Eso mismo.


En la habitación que Matilda Saddler ocupaba en el hotel apenas cabía una aguja. Estaban allí el hombre retorcido, el glacial Blue, el rústico Jeffcott, la propia doctora Saddler y Harold McGannon, el historiador. McGannon era un hombre menudito, muy pulcro y sonrosado. Parecía más un director de la Estación Central de Nueva York que un profesor. En aquel preciso instante su expresión era de fascinación. La doctora Saddler estaba rebosante de orgullo; el profesor Jeffcott parecía interesado pero desconcertado, y el doctor Blue mostraba una expresión de aburrimiento... hay que tener en cuenta que le habían llevado allí a la fuerza. El hombre retorcido, que chupaba su pipa monumental repantigado en el sillón más mullido, parecía estarlo pasando muy bien. McGannon le estaba preguntando en aquellos momentos:

—Bien, Mr. Gaffney... Supongo que puedo llamarlo así. ¿O es que tiene otro nombre o nombres?

—Puede usted llamarme como quiera —repuso el hombre retorcido—. La traducción de mi nombre primitivo sería algo así como Halcón Resplandeciente. Pero desde entonces he usado cientos de nombres. Si me inscribiese en el libro registro de un hotel como «Halcón Resplandeciente», seguramente llamaría la atención. Y esto es lo que trato de evitar por encima de todo.

—¿Por qué? —le preguntó McGannon.


El hombre retorcido contempló a los reunidos como si fuesen un hatajo de niños subnormales.

—No quiero meterme en líos. Y la mejor manera de hacerlo consiste en no llamar la atención. Por eso tengo que levantar el campo de un lugar determinado cada diez o quince años. La gente se extrañaría de no verme envejecer.

—Embustero patológico —murmuró Blue. Las palabras apenas fueron perceptibles, pero el finísimo oído del hombre-mono las captó.

—Tiene usted derecho a opinar lo que quiera, doctor Blue —dijo afablemente—. La doctora Saddler me hace un favor, y a cambio yo permito que ustedes me pregunten lo que quieran. Y si puedo, contesto a sus preguntas. Me importa un bledo que me crean o no me crean.


McGannon se apresuró a hacerle otra pregunta:

—¿Cómo es que posee usted una partida de nacimiento?

—Verá, en una ocasión conocí a un hombre llamado Clarence Gaffney. Murió atropellado por un automóvil, y yo adopté su nombre.

—¿Tuvo algún motivo especial para atribuirse ascendencia irlandesa?

—¿Es usted irlandés, doctor McGannon?

—Okey. Lamentaría herir los sentimientos de alguno de ustedes, pues se trata de mi mejor carta. Hay irlandeses que tienen el labio superior como el mío.


La doctora Saddler terció:

—Yo también quería hacerte una pregunta, Clarence—. Puso mucho calor al pronunciar su nombre—. Se discute acerca de si la gente de tu especie se mezcló con la mía, cuando la mía se extendió por Europa a finales del Musteriense. Algunos antropólogos opinan que algunos europeos modernos, especialmente en la costa occidental de Irlanda acaso pudieran tener algo de sangre neanderthalense.


Una leve sonrisa plegó los labios de Clarence.

—Pues... tienen razón y no la tienen. En la Edad de Piedra, que yo sepa, no se produjeron uniones mixtas. Pero yo soy el causante de esos irlandeses de labio superior más largo.

—¿Y eso cómo fue?

—Créanlo o no, en estos últimos cincuenta siglos ha habido bastantes mujeres de su especie que no me han encontrado demasiado repulsivo. De mi unión con ellas no ha habido generalmente descendencia. Pero en el siglo XVI viví una temporada en Irlanda. En el resto de Europa quemaban a demasiada gente por brujería para que a mí me gustase vivir allí. En Irlanda conocí a una mujer. Esta vez tuvimos descendencia... una multitud de diablillos híbridos y muy listos. Así, los irlandeses que se me parecen algo son descendientes míos.

—¿Y qué pasó con sus semejantes? —le preguntó McGannon—. ¿Fueron exterminados?


El hombre retorcido se encogió de hombros.

—Algunos de ellos, sí. Tenga usted en cuenta que no éramos en absoluto belicosos. Pero los altos, como los llamábamos, tampoco lo eran. Algunas tribus de los altos nos consideraban su presa legítima, pero en su mayoría nos dejaban totalmente en paz. Creo que nos temían casi tanto como nosotros a ellos. Unos salvajes tan primitivos como éramos nosotros son en realidad gentes muy pacíficas. Teníamos que afanarnos tanto para comer, y éramos tan pocos, que las guerras no tenían objeto. Las guerras vinieron después, cuando los hombres tuvieron agricultura y ganadería, es decir, bienes que despertaran la codicia de sus vecinos. Recuerdo que por lo menos cien años después de la llegada de los altos, aún vivían neanderthales en la región donde yo nací. Pero se fueron extinguiendo. Ello se debió, creo, a que perdieron condiciones. Los altos eran bastante toscos, pero estaban tan adelantados respecto a nosotros, que llegamos a avergonzarnos de nuestras cosas y nuestras costumbres. Finalmente nos convertimos en unos haraganes, que vivían de las piltrafas que encontrábamos en los campamentos de los altos. Se puede decir que desaparecimos víctimas de un complejo de inferioridad.

—¿Y qué pasó con usted? —le preguntó McGannon.

—Oh, yo me convertí en una especie de dios para mi propio pueblo, y, como es natural, asumía su representación en los tratos que tenían con los hombres altos. Llegué a conocer a éstos muy bien, y cuando el último de mi clan murió, no tuvieron inconveniente en aceptarme entre ellos. Luego, cuando transcurrieron un par de siglos, nadie se acordaba ya de mi pueblo y todos me consideraban un jorobado, un ser deforme o algo por el estilo. Adquirí una gran maestría en el trabajo del sílex, y esto me permitía vivir holgadamente. Cuando se descubrieron los metales, aprendí a trabajarlos y terminé convirtiéndome en un herrero consumado. Si hiciésemos un montón con todas las herraduras que yo he hecho... creo que no cabrían en esta habitación.

—Oiga... ¿ya cojeaba usted por entonces? —preguntó McGannon.

—Pues sí. Me fracturé la pierna en el Neolítico. Me caí de un árbol y me la tuve que entablillar yo mismo porque estaba solo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Pienso en Vulcano —musitó McGannon.

—¿Vulcano? —repitió el hombre retorcido—. ¿No era un dios de la mitología griega?

—En efecto. Era el herrero cojo de los dioses.

—¿Quiere usted decir que esa figura está inspirada en mí? Es una teoría muy interesante. Aunque un poco tarde para comprobarla, ¿no cree?


Blue se inclinó hacia él y le dijo con voz tensa:

—Mr. Gaffney, ningún hombre de Neanderthal de verdad hablaría de una manera tan fácil y amena como usted lo hace. Que esto así sería lo demuestra el escaso desarrollo que alcanzó en ellos los lóbulos frontales del cerebro y las inserciones de los músculos linguales.


El hombre retorcido volvió a encogerse de hombros.

—Piense usted lo que quiera. Los de mi propio clan me consideraban muy listo, y además uno aprende algo en 50.000 años.


La doctora Saddler estaba radiante.

—Háblales de tus dientes, Clarence.

El hombre retorcido sonrió.

—Llevo dentadura postiza, por supuesto. Mi propia dentadura me duró mucho, pero terminé por perder todas mis piezas cuando aún estaba en el Paleolítico. Después me salió una tercera dentadura, y ésta también la perdí.

Entonces tuve que inventar las sopas.

—¿Tuvo que inventar qué?

Esta vez la pregunta partió de Jeffcott, generalmente taciturno.

—Tuve que inventar las sopas, para seguir viviendo. Me hice un plato de corteza y lo calentaba con piedras puestas al fuego. Las encías se me volvieron muy resistentes al poco tiempo, pero aún así no me servían para masticar alimentos sólidos. Pero al cabo de unos cuantos miles de años ya estaba harto de sopas y de papillas. Cuando aparecieron los metales, empecé a construirme las primera prótesis. Las hice con dientes de hueso montados en cobre. Se puede decir que también inventé las dentaduras postizas. Traté de venderlas más de una vez, pero no conseguí introducirlas de verdad hasta mediados del siglo XVIII. Entonces yo vivía en París, y gané bastante dinero con este negocio antes de mudarme a otro sitio.


Se sacó el pañuelo que asomaba por el bolsillo delantero de su chaqueta para secarse la frente; Blue hizo una mueca cuando llegó a su nariz la oleada de perfume barato. Entonces dijo, con una nota de sarcasmo.

—Y dígame, señor Halcón Resplandeciente, ¿le gusta nuestra edad de las máquinas?

El hombre retorcido pareció no fijarse en el tono zumbón de la pregunta.

—No está mal. Ocurren en ella muchas cosas interesantes. Pero el mayor problema está representado por las camisas.

—¿Las camisas?

—Exactamente. Vaya usted a una camisería y trate de comprar una camisa con cuello del cuarenta y tres y mangas del setenta y cinco. Me las tengo que hacer a medida. Con el calzado y los sombreros me ocurre tres cuartos de lo mismo. Llevo un sombrero del ocho y medio y calzo el cuarenta y cinco—. Consultó su reloj—. Tengo que volver a Coney para trabajar.

McGannon se levantó de un salto.

—¿Cuándo podría volver a verle, Mr. Gaffney? Tengo un montón de cosas para preguntarle.

—Por las mañanas estoy libre —contestó el hombre retorcido—. Mis horas de trabajo son de dos de la tarde a doce de la noche durante los días laborables, con un par de horas libres para cenar. Es lo que dispone el sindicato.

—¿Quiere usted decir que hay un sindicato que reúne a los artistas del espectáculo?

—Naturalmente. Pero no lo llaman sindicato, sino corporación, pues se consideran artistas, no trabajadores, y los artistas no tienen sindicato. Pero en el fondo viene a ser lo mismo.


Blue y Jeffcott vieron al hombre retorcido y al historiador dirigirse pausadamente hacia el metro cogidos del brazo. Blue comentó:

—¡Pobrecillo Mac! Siempre lo había tenido por un hombre juicioso, pero ahora parece que se ha tragado ese cuento de Gaffney con anzuelo, caña y sedal.

—Yo no estoy tan seguro como tú —dijo Jeffcott, frunciendo el ceño—. En todo este asunto hay algo raro.

—¿Qué? —gritó Blue—. No me digas que crees en esa historia de vivir 50.000 años. ¡Vamos, hombre, un troglodita que se perfuma! ¡Santo Dios!

—No —repuso Jeffcott—. No me refiero precisamente a lo de los 50.000 años. Pero tampoco me parece que sea un vulgar embustero o un sencillo caso de paranoia. Y lo del perfume es muy lógico, suponiendo que ese hombre diga la verdad.

—¿Cómo?

—Por el olor que despide su cuerpo. La Saddler nos dijo que los perros se alborotan al verlo. Es posible que tenga un olor distinto al nuestro. Nosotros estamos tan acostumbrados a nuestro olor que ni siquiera nos damos cuenta de él, a menos que se trate de una persona que no se bañe. Pero advertiríamos el suyo si él no lo disimulase.


Blue lanzó un bufido.

—A este paso, terminarás también creyendo en él a pies juntillas. Es un evidente caso de desarreglo endocrino, y él se ha inventado esta historia como tapadera. Todas esas pretensiones de que le importa un bledo que le creamos o no son pura comedia. Anda, vamos a comer algo. Oye, ¿no te has fijado en la manera como la Saddler lo mira cada vez que dice «Clarence»? Pone ojos de cordero degollado. Me gustaría saber qué piensa hacer con él.

Jeffcott sonrió torcidamente.

—No hace falta mucha imaginación para adivinarlo. Y si él dice la verdad, creo que en el Deuteronomio existe alguna prohibición al respecto.


El gran cirujano ponía buen cuidado en presentarse como un gran cirujano; con antiparras y corbata de pajarita. Blandió la radiografía ante los ojos del hombre retorcido, señalándole diversos detalles.

—Será mejor que empecemos por la pierna —dijo—. Podríamos operar el jueves próximo. Cuando usted se haya repuesto de la operación, nos ocuparemos del hombro. Hará falta cierto tiempo, como usted puede suponer.


El hombre retorcido manifestó su asentimiento, y después salió de la pequeña clínica particular arrastrando los pies. En la calle, le esperaba McGannon en su coche. El hombre retorcido le dijo cuál sería el programa de las intervenciones, y añadió que ya había tomado las disposiciones pertinentes para dejar su actual empleo.

—Esas dos operaciones son las principales —dijo—. Me gustaría poder dedicarme de nuevo a la lucha libre en plan profesional y sólo podré hacerlo cuando me arreglen el hombro y pueda levantar el brazo izquierdo por encima de la cabeza.

—¿Cómo sufrió usted esta lesión? —le preguntó el historiador.

—Veamos. A veces mis recuerdos son algo confusos. Esto ya les pasa a las personas que sólo tienen cincuenta años, con que figúrese lo que será en mi caso. En el año 42 a. de J.C. yo vivía con los Bituriges en las Galias. Como usted recordará, César capturó a Werkinghetorich, ustedes le llaman Vercingotórix, en Alesia, y la confederación reunió un ejército de socorro bajo el mando de Caswollon.

—¿Caswollon?

El hombre retorcido lanzó una risita.

—Quería decir Wercaswollon. Caswollon era un britano, ¿no es eso? Siempre los confundo. Sea como fuere, me reclutaron. Creo que es el mejor modo de llamarlo. Yo no quería ir; no me iba ni me venía nada en aquella guerra. Pero me reclutaron porque yo era capaz de doblar los arcos más fuertes dos veces más que un hombre normal. Cuando se produjo el ataque final contra las empalizadas de César, que formaban varios anillos concéntricos, me enviaron de avanzadilla con otros arqueros, para proteger con nuestras flechas a la infantería. Al menos éste era el plan, pero a decir verdad yo nunca vi en mi vida mayor desbarajuste que aquel. Y antes de que pudiera llegar a tiro de flecha, caí en uno de los fosos cubiertos de los romanos. Por suerte, no caí sobre la estaca aguzada, pero me golpeé el hombro contra ella, fracturándomelo. Nadie me prestó ayuda, pues los galos estaban ocupados huyendo de la caballería de César para entretenerse en recoger a los heridos.


El doctor Dunbar siguió con la mirada a su paciente, cuando éste abandonó el consultorio. Luego preguntó a su ayudante:

—¿Qué piensa usted de él?

—Creo que lo que dice es verdad —repuso el ayudante—. He examinado atentamente esas radiografías. Ese esqueleto desde luego no es de un sapiens. Y tiene más fracturas consolidadas de lo que es humanamente posible.

—Hum —musitó Dunbar—. De acuerdo no es sapiens. Hum. Bueno, y si algo le ocurriese...


El ayudante le dirigió una sonrisa comprensiva.

—Siempre queda la Sociedad Protectora de Animales.

—Por eso no hay que preocuparse. Hum...

Y el eminente cirujano pensó: «Estás perdiendo facultades; hace más de un año que los periódicos no publican nada gordo sobre ti. Pero si tú publicases una completa descripción anatómica de un hombre de Neanderthal... o si descubrieses por qué su médula le ha otorgado una longevidad tan extraordinaria... Hum. Claro que habría que tomar las adecuadas precauciones...

—Vamos a almorzar al Museo de Historia Natural —dijo McGannon—. Quiero que algunos de los que trabajan allí le conozcan.

—Okey —dijo el hombre retorcido—. Pero después tengo que ir a Coney. Hoy es mi último día de trabajo. Mañana Pappas y yo iremos a ver a nuestro abogado para rescindir nuestro contrato. El abogado se llama Robinette. Le hago una mala jugada al pobre John, pero desde el primer día le advertí que esto podía suceder.

—Supongo que podremos ir a verle durante su... convalescencia, ¿no es esto? A propósito: ¿ya ha visitado usted el Museo?

—Por supuesto que sí —repuso el hombre retorcido—. Me gusta ver cosas.

—¿Y qué le pareció... lo que tienen en la sala de la Prehistoria?

—Bastante bueno. Pero en uno de esos grandes dioramas hay un pequeño error. El segundo cuerno del rinoceronte lanudo tendría que estar más inclinado hacia adelante. Hasta se me ocurrió escribirles una carta. Pero ya se puede figurar usted lo que pasaría si lo hiciese. Me dirían: «¿Es que estuvo usted allí?», y si yo les respondiese que sí, ellos se llevarían el índice a la sien y dirían: «Otro chalado».

—¿Y qué le parecieron las reconstrucciones y los bustos de hombres del Paleolítico?

—Bastante buenos, también. Pero los artistas modernos tienen ideas muy curiosas. Siempre nos representan con pieles atadas a la cintura. En verano no llevábamos ninguna clase de piel, y en invierno nos las echábamos sobre los hombros, pues así nos abrigaban de verdad. Y después representan a esos hombres altos que ustedes llaman de Cro-Magnon perfectamente afeitados. Si no recuerdo mal, todos ellos llevaban unas barbazas imponentes. ¿Con qué quiere usted que se afeitasen?

—Yo creo —objetó McGannon— que los representan sin barba para... para poder mostrar la forma del mentón. Las barbas les taparían estos detalles anatómicos.

—¿De veras es ése el motivo? Pues podían decirlo en los rótulos. —El hombre retorcido se frotó su mentón huidizo—. Me gustaría que las barbas volviesen a estar de moda. Mi aspecto es mucho más humano con barba. Nunca estuve mejor que en el siglo XVI, cuando todo el mundo llevaba barba. Esta es una de las cosas que me sirven para recordar los sucesos pasados: los peinados y adornos capilares, que llevaba la gente. Recuerdo que una vez, camino de Milán, la carreta que yo conducía perdió una rueda y cuatro sacos de harina se desparramaron por el suelo. Eso ocurrió en el siglo XVI, antes de irme a Irlanda, porque recuerdo que entre el gentío que se reunió, la mayoría de los hombres eran barbudos. Un momento... quizás me equivoco y eso ocurriese en el siglo XIV. En ese siglo también había muchas barbas.

—¿Y por qué no se le ocurrió a usted llevar un diario? —preguntó McGannon con un gruñido de exasperación.

El hombre retorcido se encogió de hombros, gesto en él característico.

—¿Y transportar conmigo seis baúles llenos de papeles cada vez que me mudase? No, gracias.

—Pues yo... bien... ¿cree usted que podría explicarme la verdadera historia de Ricardo III y los príncipes encerrados en la Torre de Londres?

—¿Cómo quiere usted que lo sepa? Yo no era más por aquel entonces, que un pobre herrero, o un campesino, o un sencillo hombre del pueblo. Yo no alternaba con la nobleza. Desde mucho tiempo antes ya había desechado toda ambición. No tenía más remedio que hacerlo, al ser tan distinto de los demás. Por lo que puedo recordar, el único rey de verdad que pude ver bien de cerca fue Carlomagno, cuando un día se dirigió al buen pueblo de París. Era un hombre alto y majestuoso con una barba de Papá Noel y voz chillona.


A la mañana siguiente, McGannon y el hombre retorcido celebraron una sesión con Svedberg en el Museo. Después McGannon llevó a Gaffney en su coche al bufete del abogado, que estaba en el tercer piso de un cochambroso edificio para oficinas situado en la calle 50 Oeste. James Robinette parecía un artista de cine, aunque tenía ciertos rasgos de ardilla. Consultó su reloj y dijo a McGannon:

—No tardaré mucho. Si no le importa esperarme, después me encantará comer con usted.

La verdad era que sentía una ligera desazón por el hecho de quedarse solo con aquel extraño cliente, aquel monstruo de feria o lo que fuese, con su corpachón que parecía un barril y su voz profunda y pausada. Ultimado el asunto y cuando el hombre retorcido se hubo ido con su manager a recoger sus cosas en Coney, Robinette comentó:

—¡Uf! Por su aspecto, parece un retrasado mental, pero le aseguro que no tiene un pelo de tonto. Hubiera tenido que ver usted cómo repasaba las cláusulas del contrato. Ni que hubiera sido el contrato de las obras del metro. ¿Pero ese tipo qué es, vamos a ver?

McGannon le contó al atónito abogado lo que sabía.

—¿Y usted se cree este cuento? Oh, ¡tomaré jugo de tomate y filete de lenguado con salsa tártara, solamente que sin la salsa tártara, por favor.

—Para mí lo mismo. En cuanto a lo que me pregunta, Robinette, le diré que sí, que lo creo. La doctora Saddler, también. Y lo mismo puedo decir de Svedberg, del Museo. Y ambos son eminencias en sus respectivas disciplinas. La doctora Saddler y yo lo hemos entrevistado, y Svedberg le hizo un reconocimiento físico. Aunque, claro, no pasa de ser una opinión. Fred Blue sigue convencido de que es un fraude o bien... algún tipo de demencia. Ninguno de nosotros puede demostrar nada.

—¿Por qué no?

—Pues verá... ¿cómo podemos demostrar, por ejemplo, que vivió hace cien años? Tomemos un caso: Clarence afirma que dirigió una serrería en 1906 y 1907, en Alaska, y precisamente en la localidad de Fairbanks, bajo el nombre de Michael Shawn. ¿Cómo podemos averiguar si un hombre llamado así dirigió una serrería en Fairbanks en esa época? Y en el caso de que en un registro apareciese el nombre de Michael Shawn, ¿cómo podríamos saber si él y Clarence fueron la misma persona? No hay ni una posibilidad entre un millón de encontrar una fotografía o una descripción detallada que nos permitieran hacer comparaciones. Y sería dificilísimo, después de tanto tiempo, encontrar a alguien que aún se acordase de él. Luego ayer, Svedberg se dedicó a palpar el rostro de Clarence y dijo que ningún Homo sapiens ha tenido jamás un par de arcos cigomáticos como los de nuestro amigo. Pero cuando se lo dije a Blue él se ofreció a enseñarme fotografías de cráneos humanos de las mismas características. Sé lo que pasaría. Blue diría que los arcos son prácticamente los mismos, y Svedberg aseguraría que son totalmente distintos. Y cada uno se quedaría en sus trece.


Robinette musitó:

—Parece extraordinariamente inteligente para ser un hombre-mono.

—Es que en realidad no lo es. Los neanderthalenses eran una rama separada de los homínidos; en algunos aspectos eran más primitivos que nosotros, pero en otros eran más avanzados. Clarence puede ser lento, pero después de rumiar sale casi siempre con la solución correcta. Me imagino que entre los suyos ya destacaba por su inteligencia. Y se ha beneficiado de una experiencia increíble. Lo que sabe da vértigo. Conoce perfectamente a los seres humanos; adivina todos nuestros impulsos y motivos.


El pequeño y sonrosado historiador arrugó la frente.

—Ojalá no le ocurra nada. En su cabezota almacena una cantidad fabulosa de datos valiosísimos. La información que posee no tiene precio. No tanto sobre guerra y política —evitaba estas cosas por puro instinto de conservación—, sino sobre la pequeña historia, sobre las costumbres de las gentes, sobre lo que los hombres pensaban hace miles de años. A veces se arma ciertas confusiones históricas, pero siempre termina desenredando la madeja, si se le da tiempo. Tendrá que presentárselo a Pell, el lingüista. Clarence conoce docenas de antiguos idiomas, como el gótico y el galo. Le hice un ligero examen sobre algunos de ellos, como el bajo latín, y esa fue una de las cosas que me convencieron. Y no hablemos de lo que interesaría este hombre a los arqueólogos y los psicólogos... Con tal de que no ocurra algo que lo asuste. Si desapareciese, jamás lo encontraríamos. No sé qué puede pasar... Entre una antropóloga que se pirra por los hombres y un cirujano que quiere hacerse autobombo... no sé cómo terminará todo...


El hombre retorcido entró con aspecto inocente en la sala de espera de la clínica de Dunbar. Como era su costumbre, buscó con la mirada la butaca más cómoda y se arrellanó en ella. Entró Dunbar y se quedó de pie ante él. Sus ojos de mirada penetrante brillaban con avidez detrás de sus antiparras.

—Tendrá usted que esperar una media hora, Mr. Gaffney —profirió—. Ahora estamos ocupados. Voy a enviarle a Mahler; él se ocupará de que no le falte nada.

La mirada de Dunbar recorrió amorosamente la rechoncha figura del hombre retorcido. ¿Qué fascinantes secretos descubriría cuando penetrase en su interior? Mahler hizo su aparición. Era un jovenzuelo de aspecto saludable. ¿En qué podía servir a Mr. Gaffney? ¿Deseaba algo especial? El hombre retorcido hizo su acostumbrada pausa, en espera de que funcionasen los macizos engranajes de su cerebro. Un extraño barrunto le llevó a pedir que le mostrasen los instrumentos que emplearían en la operación. Mahler tenía sus órdenes, pero esta petición le pareció inofensiva. Así es que fue y regresó con una bandeja llena de relucientes instrumentos de acero.

—Mire —dijo—. Estos se llaman escalpelos.

El hombre retorcido preguntó, cogiendo un instrumento de aspecto peculiar:

—¿Y esto, qué es?

—Oh, éste ha sido inventado por el propio doctor. Sirve para la disección del cerebelo.

—¿El cerebelo? ¿Y qué hace aquí?

—Pues para la disección de su... Perdón, debe de haber sido un error...

Se formaron unas finísimas arrugas en torno a los singulares ojos color de avellana.

—¿Ah, sí?


Recordó entonces la mirada que le había dirigido Dunbar, y la reputación no muy favorable de que gozaba el cirujano.

—Oiga, ¿podría telefonear?

—Pues... supongo que sí... ¿Para qué quiere telefonear?

—Quiero llamar a mi abogado. ¿Le molesta?

—No, claro que no. Pero aquí no hay teléfono.

—¿Entonces, cómo llama usted a eso?


El hombre retorcido se levantó y se dirigió al instrumento, perfectamente visible sobre un mesita. Pero Mahler se le adelantó y le cerró el paso.

—Este no funciona. Tienen que arreglarlo.

—¿Me permite que lo pruebe?

—No, le digo que tienen que arreglarlo. No funciona, se lo aseguro.


El hombre retorcido observó al joven interno durante unos segundos.

—Okey, en ese caso, buscaré uno que funcione.

Y se encaminó a la puerta.

—¡Oiga, no puede salir! —gritó Mahler.

—¿Qué no puedo? Míreme y verá si puedo.

—¡Eh!


Como invocados por aquel alarido, surgieron más hombres de bata blanca. Tras ellos apareció el eminente cirujano.

—Sea usted razonable, Mr. Gaffney —dijo, apaciguador—. No hay motivo para que ahora se vaya. Dentro de poco podremos atenderle.

—¿Dice que no hay motivo para que me vaya? —La enorme cabeza del hombre retorcido giró sobre su robusto cuello, y sus ojos color avellana se movieron en sus órbitas. Todas las salidas estaban bloqueadas—. Pues me voy.

—¡Sujétenlo! —ordenó Dunbar.


Los enfermeros avanzaron. El hombre retorcido levantó una pesada butaca como si fuese una pluma. La butaca giró silbando con tanta celeridad, que parecía una ráfaga de color. Fragmentos de madera volaron por la habitación, cayendo por el suelo, con un leve chasquido. Cuando el hombre retorcido dejó de blandir la butaca, de la que sólo le quedaba un trozo de pata en ambas manos, un enfermero estaba tendido en el suelo y otro, blanco como el papel, se apoyaba en la pared, gimiendo, con un brazo roto.

—¡Adelante! —gritó Dunbar, dando ánimos a sus hombres. Los restantes enfermeros se abalanzaron sobre el hombre retorcido, pero inmediatamente se hicieron atrás. El poderoso individuo había agarrado al joven Mahler por los tobillos, y, con ambos pies bien separados, se puso a voltearlo como una maza, sin hacer caso de sus chillidos, abriéndose así paso hacia la puerta. Al llegar a ella se volvió, hizo girar vertiginosamente a Mahler sobre su cabeza, y por último soltó el cuerpo, que por suerte para él ya había perdido el conocimiento. Mahler salió volando y cayó como un proyectil sobre el grupo de enfermeros, derribándolos en confuso montón. Pero aún quedaba uno de pie. Acuciado por Dunbar, se lanzó de un salto hacia el hombre retorcido, que en aquel instante estaba sacando su bastón del paragüero del vestíbulo. El nudoso puño pasó silbando bajo la nariz del enfermero. Este saltó hacia atrás y cayó sobre una de las víctimas. La puerta de entrada se cerró con un portazo y se oyó un vozarrón que gritaba:

—¡Taxi!

—¡Vamos! —vociferó Dunbar—. ¡Saquen la ambulancia!


James Robinette estaba sentado en su bufete, pensando las cosas que los abogados piensan cuando no tienen nada que hacer, cuando de pronto oyó unos pesados pasos en el corredor, una sorprendida protesta de su secretaria en la recepción, y el extraño cliente de la víspera se plantó ante su mesa, jadeante.

—Soy Gaffney —gruñó entre jadeo y jadeo—. ¿Me recuerda? Creo que me han seguido hasta aquí. Subirán dentro de un momento. Quiero que usted me ayude.

—¿Subirán? ¿A quién se refiere usted?

Robinette hizo una mueca ante el impacto del perfume barato contra su pituitaria. El hombre retorcido principió el relato de sus desventuras. Estaba aproximadamente a la mitad cuando se escucharon nuevas protestas de Miss Spevak, y el doctor irrumpió en el despacho seguido por sus enfermeros.

—Este hombre es nuestro —dijo Dunbar, cuyas antiparras lanzaban extraños reflejos.

—Es un hombre-mono —dijo el enfermero del ojo a la funerala.

—Es un loco peligroso —dijo el enfermero del labio cortado.

—Venimos en su busca —remachó el enfermero de la bata desgarrada.


El hombre retorcido se plantó sobre sus pies separados y empuñó el bastón por su parte inferior, como un bate de béisbol. Robinette abrió un cajón de su mesa y sacó un pistolón.

—Al que dé un paso más lo abraso. El empleo de la violencia está justificado cuando se trata de impedir un delito, en este caso un secuestro.

Los cinco hombres retrocedieron ligeramente. Dunbar dijo:

—Esto no es un secuestro. Sólo se pueden secuestrar personas, pero este individuo no es un ser humano, y yo puedo demostrarlo.

El enfermero del ojo a la funerala soltó una risita bobalicona y dijo:

—Si desea protección, vale más que se busque a un guardabosques y no a un abogado.

—Esto es lo que usted piensa —repuso Robinette—. Pero usted no es un jurista. Según la ley, este señor es un ser humano. Incluso las sociedades, los idiotas y los niños aún no nacidos se consideran personas jurídicas, y él es mucho más humano que una sociedad, un idiota y un niño por nacer.

—Pero es que además es un loco peligroso —dijo Dunbar.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está su orden de detención? Las únicas personas que pueden solicitarla son: a) los parientes próximos del interesado, y b) funcionarios públicos encargados del mantenimiento del orden. Ustedes no son una cosa ni otra.


Dunbar seguía sin querer dar su brazo a torcer:

—Tuvo un arrebato de locura en mi clínica y dejó malheridos a dos de mis hombres. Creo que esto nos confiere ciertos derechos sobre él.

—Efectivamente —asintió Robinette—. No tiene usted más que dirigirse a la comisaría de policía más próxima y presentar una denuncia. —Se volvió entonces hacia el hombre retorcido—. ¿Seguimos recitándoles el Código, Gaffney?

—Como usted quiera —dijo su robusto cliente, volviendo a hablar con su habitual lentitud—. Lo único que deseo es tener la seguridad de que esa gentuza me dejará en paz.

—Okey. Ahora escúcheme, Dunbar. El menor gesto de hostilidad por parte de usted y le denunciaremos por retención indebida, agresión con alevosía, intento de rapto, conspiración criminal y escándalo público. Presentaremos una querella criminal, además, por daños y perjuicios, a saber: lesiones, privación de derechos civiles, amenazas, atentado frustrado contra la vida de mi cliente, y unas cuantas cosas más que ya se me irán ocurriendo.

—No conseguirá usted nada —rezongó Dunbar—. Cuento con testigos.

—¿Ah, sí? ¿Y no ha pensado en cómo va a quedar a los ojos de la opinión el gran doctor Dunbar defendiendo actos tan vituperables? Algunas de las señoras que se deleitan con sus libros quizás sospecharán que, a fin de cuentas, usted no es el caballero de armadura resplandeciente que ellas soñaban. Podemos hundirle profesionalmente, y usted lo sabe.

—Está usted destruyendo la posibilidad de un gran descubrimiento científico, Robinette.

—El descubrimiento puede irse al cuerno. Mi deber es proteger a mi cliente. Ahora, lárguense todos, antes de que se me ocurra llamar a la policía.

Y movió amenazadoramente su mano izquierda hacia el teléfono. Dunbar se agarró a una última esperanza.

—Hum... ¿Ya tiene permiso para esa pistola?

—En toda regla. ¿Quiere verlo?

Dunbar suspiró.

—No importa. Desde luego, lo raro sería que no lo tuviese.


Vio que se le estaba escapando de entre las manos la mayor oportunidad de alcanzar la fama que había tenido en su vida. Pero no le tocaba más remedio que emprender la retirada. Al ver que se iba, el hombre retorcido le interpeló:

—Hágame un favor, doctor Dunbar. He olvidado mi sombrero en su clínica. Puede enviarlo a Mr. Robinette. Me resulta muy difícil encontrar sombreros de mi medida.


Dunbar le miró sin pronunciar palabra y salió seguido por sus esbirros. El hombre retorcido estaba dando más detalles al abogado cuando sonó el teléfono. Contestó Robinette:

—Diga, doctora Saddler. Sí, aquí está... Su amigo el doctor Dunbar se proponía asesinarlo para poder hacerle la disección... Okey. —Se volvió hacia Clarence—. Su amiga, la doctora Saddler, le está buscando. Dice que viene en seguida.

—¡Cáspita! —exclamó Gaffney—. Pues me voy volando.

—¿No quiere usted verla? Estaba telefoneándome desde la misma esquina. Si ahora se va, se tropezará con ella. ¿Cómo supo que estaba aquí?

—Yo le di su número. Supongo que llamó primero a la clínica y a mi pensión, y después a usted como último recurso. Esta puerta comunica con el vestíbulo, ¿verdad? Pues bien, cuando ella entre por la puerta de las visitas, yo me iré por ésta. Pero usted no le diga dónde he ido. He tenido mucho gusto en conocerle, Mr. Robinette.

—¿Pero qué le pasa? Ahora ya no tiene por qué huir. Dunbar no puede hacerle nada, y además tiene usted amigos que le defenderán. Yo soy uno de ellos.

—Lo siento, pero me voy. La cosa se está liando demasiado. Si he logrado sobrevivir durante todos estos siglos ha sido evitando meterme en complicaciones. Con la doctora Saddler bajé la guardia, y fui al cirujano que ella me recomendó. Primero me encontré con los planes para descuartizarme a fin de ver qué tengo por dentro. Si aquel instrumento para el cerebro no hubiese despertado mis sospechas, ahora el mío ya estaría en un tarro de formol. Después se produjo una pelea, y por una suerte increíble no maté a un par de aquellos internos, o como se llamen, con lo que me hubiera ido a la cárcel por homicidio. Y ahora Matilda me busca con un interés que va más allá de la simple amistad. Sé lo que significa cuando una mujer le mira a uno así y le llama «querido». Eso no me importaría si ella no fuese una persona importante, de las que están siempre en primer plano de la actualidad, pues tarde o temprano me vería envuelto en nuevas complicaciones. Y como puede usted ver, huyo de ellas como de la peste.

—Pero oiga, Gaffney, yo creo que desorbita las cosas; lo que pasa es que ahora está excitado...

—¡Silencio!


El hombre retorcido recogió su bastón y se dirigió de puntillas a la entrada particular, al oír la clara voz de la doctora Saddler en la recepción. Salió furtivamente y la puerta acababa de cerrarse, cuando la antropólogo entró en el despacho del abogado. Matilda Saddler era un caso notable de intuición femenina. Robinette apenas había tenido tiempo de abrir la boca cuando corrió hacia la puerta particular, la abrió y huyó por ella gritando: «¡Clarence!» Robinette oyó rápidas pisadas en la escalera. Ni el perseguido ni su perseguidora se detuvieron a esperar el desvencijado ascensor. Asomándose a la ventana, el abogado vio como Gaffney saltaba al interior de un taxi. Matilda Saddler salió corriendo tras del vehículo, gritando: «¡Clarence, vuelve!» Pero no había mucha circulación y por lo tanto no pudo alcanzar al taxi. Solo una vez volvieron a tener noticias del hombre retorcido. Tres meses después de lo que antecede, Robinette recibió una carta que incluía, con enorme estupor por su parte, diez billetes de diez dólares. Era una sola hoja mecanografiada, incluso la firma. Decía así:


Querido Mr. Robinette:

Ignoro cuáles son sus honorarios acostumbrados, pero confío en que la cantidad que le incluyo bastará para abonar los valiosos servicios que me prestó en el mes de junio. Desde que salí de Nueva York he tenido diversos empleos. Tiré de un carro —como solemos decir— en Chicago, y luego hice de pitcher en un equipo de béisbol de segunda división. Hubo un tiempo en que me ganaba el sustento matando conejos y otros bichos a pedradas, y aún tengo bastante buena puntería. Y tampoco soy malo manejando un garrote, como un bate de béisbol. Pero mi cojera me resta velocidad para correr de una parte a otra, y pasará algún tiempo antes de que me decida a intentar de nuevo que me operen. Actualmente tengo un empleo cuyo carácter no puedo revelarle porque no deseo que localicen mi paradero. No se fije usted en el matasellos; no vivo en Kansas City, pero tengo un amigo allí que se ofreció a echarme esta carta al correo. Para un hombre en mi peculiar situación sería una locura tener ambiciones. Me doy por satisfecho con un trabajo que me permita subvenir a mis necesidades esenciales, ir de vez en cuando al cine y tener algunos amigos con los que pueda tomar una cerveza y charlar.


Lamenté tener que irme de Nueva York sin poder despedirme del doctor Harold McGannon, que se portó muy bien conmigo. Le agradecería que le explicase los motivos que me obligaron a irme tan precipitadamente. Puede ponerse en contacto con él a través de la Universidad de Columbia. Si Dunbar le envió mi sombrero como le pedí, haga el favor de enviarlo en un paquete a Lista de Correos, Kansas City. Mi amigo lo recogerá allí. En la población donde vivo no he encontrado un solo sombrero de mi medida. Con mi mayor agradecimiento, reciba un cordial saludo de su afectísimo,


HALCÓN RESPLANDECIENTE, 

Alias CLARENCE ALOYSIUS GAFFNEY.