"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 26 de octubre de 2011

Gertrudis, la institutriz afortunada. Cuento de Stephen Leacock.

Después de muchos años, volví a la Biblioteca Pública Piloto. Quedé gratamente sorprendido de lo cambiada que estaba. Fui con mi hijo y estuvimos recorriendo sus anaqueles llenos de libros.   

Encontré un libro que leí hace unos 20 o 25 años: Antología de humoristas ingleses contemporáneos.  (Monigote de papel. Barcelona. 1952. 2da. edición. 257 páginas. Traducción y selección Simón Santaines.)  Me dio tristeza ver que dicho libro lleva mas de diez años sin ser prestado. Muchas de sus páginas están rotas. De  uno de sus autores, Stephen Leacock les traigo el siguiente cuento que como dirían en mi tierra, es una completa mamadera de gallo.  Hace una burla muy inglesa de las novelas rosas del siglo XIX



GERTRUDIS, LA INSTITUTRIZ AFORTUNADA


Aquella noche, en la costa occidental de Escocia, la tempestad hacía estragos. Por lo demás, esto no afecta para nada a la historia que sigue, porque el lugar de la acción no es precisamente la costa occidental de Escocia. Pero el tiempo era también malísimo en la costa oriental de Irlanda.


No importa. La escena de este relato se encuentra al sur de Inglaterra, y más concretamente en Knotacentinum Towers (pronuncien: Nosham Taws), propiedad de Lord Knotacent (pronuncien: Nosh). Aunque no es necesario pronunciar estos nombres al leerlos.

Nosham Taws era el prototipo de las mansiones inglesas. La parte principal del castillo estaba construida de ladrillos estilo Elisabeth, mientras que la parte más antigua, de la que el conde estaba particularmente orgulloso, mostraba los contornos de un castillo normando, al que se había agregado una prisión y un asilo de huérfanos. Alrededor del edificio se extendían bosques de encinas y de olmos seculares y cerca de los muros se veían macizos de frambuesa y alfombras de geranios plantados por los cruzados.

El aire que rodeaba aquella noble mansión vibraba con el susurro de las lechuzas, el lamento de las perdices y el armonioso y dulce respirar de las cornejas, mientras que ciervos, antílopes y otros cuadrúpedos retozaban por la pradera. Aquella era, en suma, una verdadera casa de fieras.

Lord Nosh se hallaba de pie ante la chimenea de la biblioteca. Aunque diplomático experto y hombre de Estado íntegro su rostro aristocrático y severo estaba alterado por el furor.

-Hijo mío –dijo a su descendiente-, te casarás con esa mujer; si no, te desheredaré. ¡Dejarás de ser mi sucesor!
El joven Lord Ronald respondió a su padre con una mirada henchida de igual hostilidad.
-¡Yo también te reto! –dijo-. A partir de hoy ya no eres mi padre. Voy a proporcionarme otro. Sólo me casaré con la mujer que ame. Esa muchacha a la que no he visto nunca.
-¡Imbécil! –murmuró el conde-. Comprometes nuestra fortuna y nuestro apellido que tiene dos mil años de existencia. Además, me han dicho que esa muchacha es muy hermosa. Su tía consiente. Son de origen francés…
-Pero, ¿cuáles son tus razones, papá?
-No te las daré. Escúchame, Ronald: te concedo un mes. Continuarás aquí, y si al cabo de un mes sigues negándote, te suprimiré la manutención.

Lord Ronald no respondió nada. Se precipitó fuera de la habitación. Se lanzó sobre su caballo y desaparecido en una dirección desconocida.
Cuando la puerta de la biblioteca se cerró tras Ronald, el conde se recostó en un diván. Su rostro cambió. Ya no fue el del activo aristócrata, sino el del criminal acosado.
-Es preciso que se case con esa mujer –murmuró-. Pronto ella lo sabrá todo. Touchmoilsky se ha escapado de Liberia. Está al tanto y hablará. Las minas serán propiedad suya; estas tierras también, y yo… Pero, ¡basta ya!

Se levantó, abrió una alacena, bebió un gran vaso de gin y de bitter y tornóse de nuevo en el perfecto gentleman británico.

-Entretanto, un cochecito conducido por un groom que llevaba la librea de los condes de Nosh, entraba en la avenida de Nosham Taws. Al lado del doméstico iba sentada una muchacha. Llevaba un sombrero en forma de pagoda, sobrecargado de flores y lazos negros que velaban un rostro tan semejante a una luna llena, que un astrónomo se hubiera equivocado. Era -¿habrá que decirlo?– la joven Gertrudis, que aquel mismo día debía entrar en funciones en Nosham Taws.

En el momento en que el cochecito entraba en la avenida por uno de los extremos, se hubiera podido ver, penetrando a caballo por el otro extremo, a un doncel cuya faz larga y aristocrática revelaba su muy alto nacimiento, y que montaba un “pura sangre”, cuya cabeza era aun más larga que la suya.
¿Quién era, pues, aquel joven que avanzaba hacia Gertrudis a cada paso de su caballo, mientras que la muchacha se acercaba asimismo a él? ¿Quién, vamos, quién? Yo me pregunto si mis lectores habrían adivinado que este jinete no era otro que Lord Ronald. Ambos estaban destinados a encontrarse. Helos aquí, aproximándose el uno al otro. Más cerca… Más aún… ya se cruzan. Al pasar, Gertrudis levanta la cabeza y clava en el aristocrático mancebo dos pupilas refulgentes como soles, mientras que Lord Ronald lanza hacia los ocupantes del cochecito una mirada que delata su violenta emoción.


¿Era el despertar del amor?
Esperemos.

Hablemos más bien de Gertrudis. Gertrudis de Mongmorencei Mac Figgin no había conocido a su padre ni a su madre. Ambos habían muerto mucho antes de que ella naciese. De su madre sabía únicamente que era francesa, extraordinariamente hermosa, y que todos sus antepasados, hasta sus amistades de playa y sus proveedores, habían perecido durante la revolución.
Sin embargo, Gertrudis veneraba la memoria de sus padres. Sobre su pecho llevaba el medallón que contenía una miniatura de su madre, mientras que de su cuello colgaba un daguerrotipo de su padre. Llevaba también un retrato de su abuela en la manga, había introducido en sus zapatos los retratos de sus primos, mientras que bajo su… Pero basta. No continuemos.


Gertrudis no sabía nada de su padre, sino que como gentleman inglés había viajado a través del mundo. Legó a Gertrudis una gramática rusa, un vocabulario rumano, una piedra falsa y una obra erudita sobre minería.
Desde su más tierna infancia, Gertrudis fue educada por su tía, que la habían instruido según los principios cristianos, y, para mayor seguridad, según los mahometanos, asimismo. Cuando Gertrudis tenía diecisiete años, su tía murió de rabia, en condiciones por lo demás bastante misteriosas. Aquel día, un hombre barbudo, vestido a la rusa, había ido a verla. Cuando se marchó, Gertrudis encontró a su tía sumida en un síncope del que no volvió nunca. A fin de evitar un escándalo, se atribuyó aquello a hidrofobia, y la pobre Gertrudis quedó así sola en el mundo.
¿Qué hacer?

Un día que meditaba sobre su suerte, leyó este anuncio:
“Se desea institutriz conociendo el francés, el italiano, el ruso, el rumano, la música y los trabajos de mina. Sueldo, 30 francos al año. Presentarse entre las once y media y las doce menos veinticinco en el número 41 bis, Belgravia Terrace. Condesa de Nosh”.

Gertrudis tenía un carácter vivo y resuelto. No necesitó reflexionar más de media hora para quedar sorprendida por aquella extraordinaria coincidencia entre los conocimientos exigidos y sus propias aptitudes.
Se presentó a la condesa, que la recibió con tanta afabilidad que sintiese súbitamente a disgusto.
-¿Habla usted francés? –preguntó la condesa, haciéndola sentarse en el primer peldaño de la escalera, en el vestíbulo.
-Oh, oui!
-¿E italiano?
-O, sí!
-¿Y alemán?
-Ach ja!
-¿Y ruso?
-Da!
-¿Rumano?
-Yep!

Estupefacta ante aquel extraordinario conocimiento de las lenguas vivas, la condesa la examinó de más cerca. ¿Dónde había visto aquellas facciones? Pasó, meditabunda, su mano por su frente, escupió en el mármol del hall… Y, sin embargo, aquel rostro la desconcertaba.

-Está bien –dijo-. La admito. Mañana irá usted a Nosham Taws y empezará a dar lecciones a los niños. Además, se encargará usted de llevar la correspondencia rusa del conde. Tiene participación en una mina en Tschminsk.
¡Tschminsk! ¿Por qué esta sencilla palabra resonó extrañamente en los oídos de Gertrudis? Porque era el nombre escrito sobre el título del libro de su padre.
¿Qué misterio era aquel?

Al día siguiente, Gertrudis penetró en la avenida del castillo, descendió del cochecito, pasó ante una falange de lacayos con librea, alineados en siete filas, les dio una libra a cada uno, y entró en la morada.
-Sea usted bienvenida –dijo la condesa, ayudándole a subir sus maletas a su habitación.

La muchacha descendió, y fue conducida a la biblioteca. Allí fue presentada al conde que, al contemplarla, manifestó su sorpresa. ¿Dónde había visto aquellas facciones? ¿En las carreras? ¿En el teatro? ¿En el autobús? No. Un trabajo sutil de memoria se efectuó en su cerebro. Se aproximó al armario, extrajo una copa de coñac y se convirtió en el acto en el perfecto gentleman británico. Pero aprovechémonos de que Gertrudis ha ido a la nursery a fin de hacer su conocimiento con los dos niños de cabellos de oro, para dar algunos detalles más sobre el conde y su hijo.

 

Lord Nosh era el tipo acabado de aristócrata y el hombre de Estado inglés. Los años que había pasado como diplomático en Constantinopla, en Petrogrado, en Enghien, le habían prestado un refinamiento especial, mientras que su larga permanencia en Santa Helena, en la isla de la Gran Jatte y en Lisle Adam marcaron su carácter con una sombrosa impasibilidad. Como auxiliar de tesorero de la milicia del condado, había podido apreciar la nobleza de la vida militar, y por su cargo hereditario de chambelán de Calzón dominical, le fue factible entrar en contacto directo con la familia real.
Su pasión por la vida al aire libre le había hecho popular entre sus granjeros. Deportista consumado, sobresalía en cazar mariposas, y en tirar al zorro, al mochuelo y al murciélago.

Su hijo, Lord Ronald, se parecía bastante a él. Desde la niñez había manifestado las más felices disposiciones. En el colegio de Eton se había distinguido en la raqueta y el volante; en Cambridge era el primero de su clase en los trabajos de aguja. Se le designaba ya como el campeón probable de Inglaterra en el juego del chito, lo que, de ser así, no dejaría de asegurarle su elección en el Parlamento.

Y ahora, Gertrudis ya estaba instalada en Nosham Taws.
Los días y las semanas pasaron.
El encanto sencillo de la hermosa huérfana atraía a todos los corazones. Los dos jóvenes alumnos se tornaron esclavos suyos.
-¿Me quieres de verdad? –preguntaba la pequeña Reschellfrida, posando su cabeza dorada en las rodillas de Gertrudis.

Los propios criados la adoraban. El jardinero jefe, antes de que ella se levantase, le llevaba un ramo de magníficas rosas.  El jardinero segundo le ofrecía una guirnalda de coliflores. El tercero le subía un manojo de plantas de espárrago. Hasta el décimo y el undécimo jardinero le daban ramilletes de remolacha o brazadas de heno. Su habitación estaba siempre repleta de jardineros.
Por la noche, el viejo maitre d¨hotel, emocionado por la melancolía de la muchacha, llamaba despacito a su puerta y le ofrendaba un whisky con soda o una cajita de confites. Hasta las criaturas irracionales parecían admirarla a su silenciosa manera. Las cornejas se posaban en su hombro, y todos los perros de la comarca la seguían moviendo la cola.

¿Y Ronald? ¡Ah, Ronald! Pues, sí; se encontraron y se hablaron.
-¡Qué mañana más triste! –dijo Gertrudis.
-¡Desagradable! –respondió Ronald-. ¡Muy desagradable!
Esta palabra había resonado todo el día en los oídos de Gertrudis como una música encantadora.

Después de aquella conversación se vieron con frecuencia.  Jugaban al tenis o al marro durante el día. Por la noche, conforme al severo reglamento del castillo, se sentaban cerca del conde y la condesa y jugaban un modesto póker de cinco reales. Más tarde se reclinaban en la balaustrada y miraban la luna, que flotaba en el horizonte.

Gertrudis tardó en darse cuenta de que Ronald sentía por ella más inclinación que por el marro. A veces, en presencia suya, sobre todo tras la cena, caía en accesos de profunda meditación. Una noche, cuando Gertrudis se había retirado a su cuarto y comenzaba a desnudarse, vislumbró el rostro de Ronald. Estaba abajo, sentado en un montón de piñas, y su faz, vuelta hacia el cielo, tornábase de una palidez horrible.
Los días siguieron transcurriendo. La vida en Nosham Taws se deslizaba como de ordinario en un castillo inglés. A las siete, un toque de gong anunciaba el despertar. A las ocho, tocaban la trompa para desayunar. A las ocho y media, un toque de silbato invitaba a la oración. A la una, una bandera, izada a medias, significaba que el almuerzo estaba servido. A las cuatro, un cañonazo daba la señal del té. A las nueve, al primer toque de campana, se vestían. A las nueve y cuarto, al segundo toque de campana, continuaban vistiéndose. Y a las nueve y media se lanzaba un cohete al cielo para anunciar la cena. A medianoche, la sirena avisaba que la comida había concluido, y a la una de la madrugada, un último carrillón invitaba a los criados a la oración nocturna.

El plazo de un mes concedido por el conde transcurrió. Era el 15 de julio. Dentro de uno o dos días sería 17 y muy poco después, 18. A veces, el conde encontraba a Ronald en el hall y le decía severamente:
-Supongo que no lo habrás olvidado… tu consentimiento, o te desheredo.

Por desgracia, los sentimientos del conde respecto a Gertrudis ponían una gota de amargura en la copa de la felicidad de la muchacha. Por motivos desconocidos, el conde demostrábale señales de la más viva antipatía. Un día que paseaba ante la puerta abierta de la biblioteca, le arrojó un diccionario a la cabeza. Otro día, en que almorzaban solos, la había golpeado bruscamente en la cara con su cucharilla de helado.
Las funciones de Gertrudis, entre otras, eran traducir la correspondencia rusa del conde. Pero en vano ella trataba de aclarar aquel misterio.
Un día trajeron al conde un telegrama ruso. Gertrudis lo tradujo en voz alta.
“Touchmolsky ha ido a ver a la mujer. Ella ha muerto.”

Luego, en tanto que el conde partía para una cacería de murciélagos, ojeó su correspondencia. Movíala un sentimiento de delicadeza muy femenino.
Y de pronto encontró la llave del misterio. Lord Nosh no era el legítimo dueño del castillo. Su primo lejano, el verdadero heredero, había muerto en la cárcel rusa, a donde le condujeron las maquinaciones del conde cuando era embajador en Tschminok. La hija de su primo era la verdadera propietaria de Nosham Taws.

La historia de la familia exhibíase allí ante sus ojos. Sólo faltaba el nombre de Gertrudis. ¡Oh extravagancia del corazón femenino! ¿Creéis que Gertrudis odió al conde? No. Su triste suerte habíala enseñado la conmiseración. Y, sin embargo, el misterio duraba. ¿Por qué el conde se estremecía visiblemente cada vez que la miraba? A veces enrojecía cuatro o cinco centímetros, de suerte que se adivinaba claramente el trastorno de su alma. En estos casos apresurábase a absorber un vaso de ron y de agua de Vichy, e instantáneamente volvía a ser el perfecto gentleman británico.

Pero el desenlace se aproximaba.
Gertrudis no lo olvidó jamás.


Hubo un gran baile en el castillo. Todos los vecinos habían sido invitados. El corazón de Gertrudis latía muy fuerte, mientras la joven registraba su armario para buscar un traje digno de su querido Ronald. Porque, como se sabe, era muy pobre. Pero el gusto innato de la toilette que había heredado de su madre francesa, le sirvió en esta ocasión. Adornó sus cabellos con una rosa de papel matamoscas y se confeccionó con algunos periódicos viejos y la tela de un paraguas, un traje que podía lucirse en las galas de la Corte. Anudó alrededor de su cintura un trozo de bramante y colgó de su oreja un cabo de puntilla antigua que había pertenecido a su madre.
Gertrudis fue el punto de mira de todos los ojos. Marchando ligera a los sones rítmicos de la música, parecía el símbolo de la más pura inocencia, y nadie podía contemplarla sin sumirse en un profundo éxtasis.
El baile estaba en su apogeo; Ronald y Gertrudis, en un rincón del jardín, se miraban sin decir palabras.
-Gertrudis –exclamó él, de súbito-, la amo.
Frase muy simple y que sin embargo emocionó a la joven hasta las más íntimas fibras de su traje.
-¡Ronald! –respondió, arrojándose a su cuello.
Poco después apareció el conde detrás de ellos, recortándose en el claro de la luna; su rostro severo y el plastón de su camisa estaban alterados por la indignación.
-Así, pues –dijo, dirigiéndose a Ronald -, ¿has hecho tu elección?
-En efecto –replicó el joven con altivez.
-¿Prefieres casarte con esta muchacha pobre, a hacerlo con la heredera que te he elegido?
Gertrudis, estupefacta, miró al padre y al hijo.
-Sí –dijo Ronald.
-Pues bien, sea –exclamó el conde, sacando repentinamente una botellita de gin que llevaba siempre consigo. Y, recobrando instantáneamente su calma, añadió:
-Te desheredo. Abandona este lugar y no vuelvas nunca.
-Ven, Gertrudis, -murmuró Ronald amorosamente-. Vámonos juntos.


Gertrudis se irguió entre los dos. La rosa de papel matamoscas se había desprendido de su cabeza. El encaje cayó de su oreja y el bramante se desató de su cintura. Los periódicos se habían arrugado lastimosamente. Pero, a pesar del desorden de su atavío, era dueña de sí misma.
-¡Nunca! –declaró con firmeza-. ¡Ronald, usted no hará ese sacrificio por mí!
Después, volviéndose hacia el conde, agregó con un tono glacial:
-Señor, mi orgullo es tan grande como el suyo. La hija de Metscknikoff Mac Figgin no necesita favores de nadie.
El conde se estremeció. “¡Este nombre! ¡Este rostro! ¡Esta fotografía!” Pero es inútil continuar. Mis lectores lo han adivinado hace mucho tiempo. Gertrudis era la heredera del conde de Nosh. Los dos enamorados cayeron el uno en brazos del otro, mientras que el rostro orgulloso del conde se humanizó al cabo.
-¡Dios la bendiga! –dijo.

La condesa y sus huéspedes acudieron al jardín y el día naciente iluminó con sus resplandores malva el encanto anacreóntico de aquella escena emocionante.

Gertrudis y Ronald se casaron. ¿Habrá que decir más? Añadamos sencillamente que el conde murió en una cacería de murciélagos; que la condesa fue aniquilada por un rayo; que los dos niños cayeron en un pozo, y que, la dicha de Gertrudis y Ronald fue completa.

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Stephen Leacock. Nació en Swanmore, Hampshire (Inglaterra) en 1869. A los seis años se mudo a Canadá. Vivió en Toronto, Chicago (donde obtuvo un doctorado en economía y ciencias políticas), y posteriormente en Montreal. Aunque publicó muchos trabajos de carácter político es mas conocido como escritor y humorista. Murió en  1944

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