Se acerca el día del médico el 3 de diciembre, y para esta ocasión les quiero compartir uno de mis cuentos que está incluído en el libro Ane-Doctas de un médico desmemoriado y en el libro La monja sin cabeza y otros cuentos.
Este cuento fué escrito en 1997 y ganó el primer premio en el concurso Literario "Humorismo y Medicina" - Jorge Franco Vélez, de la Cooperativa Médica de Antioquia COMEDAL en 2003. También fue publicado en el diario Occidente (en Cali.).
Espero sus comentarios...
y felicidades a mis colegas en su día
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LA PUNCIÓN LUMBAR
Cuando el Dr. Víctor Espinal se encontraba haciendo su residencia en Anestesiología, nos narró la siguiente historia que aunque despierta la risa en quien la escucha, puede llegar a ilustrar sobre la escasa y mala información que los médicos damos a los pacientes acerca de sus propias enfermedades y tratamientos. Es de aclarar que los nombres y los hechos han sido alterados un poco para proteger a los inocentes y a los no inocentes.
En cierto prestigioso hospital,
el médico interno iba a practicar una punción lumbar a un paciente con la
asesoría del anestesiólogo. Dicho
procedimiento consiste en introducir una larga aguja por el espacio que existe
entre las vértebras en la columna lumbar, con el fin de extraer líquido
cefaloraquídeo. La aguja consta de dos
elementos: una aguja hueca que es llamada camisa,
y otra especie de aguja delgada llamada alma
que va por dentro de la camisa, y que se retira para que salga el líquido
una vez se haya llegado al sitio adecuado.
Cuando el médico interno y su
profesor llegaron a la sala de procedimientos, el paciente ya reposaba
intranquilo en una camilla. Sin zapatos
ni medias; sin pantalón, camisa o ropa interior; tan solo con una bata verde
clara abierta por la espalda, daba la impresión de que el paciente había sido
condenado a la silla eléctrica.
Conocedor de la naturaleza
humana, el anestesiólogo se dirigió a su paciente y lo tranquilizó con las
conocidas palabras: “Mire don Joaquín,
el procedimiento que el doctor (refiriéndose al novato interno) le va a
practicar, es un procedimiento sencillo que no tomará más de veinte
minutos. Es muy simple. Solo se introducirá una aguja por la espalda
hasta llegar a la médula espinal, y
se le sacará un poco de líquido de allí.”
Cuando el paciente apenas estaba
tratando de descifrar que era una espina
medular o menuda espinular o cosa parecida el anestesiólogo cambió su
expresión y con cara de drácula ante la visión de las venas del cuello de una
damisela, continuó con el ultimátum:
- “Pero
tengo que advertirle que durante el procedimiento necesitamos toda su
colaboración. No debe moverse por nada
del mundo. Si llegara a moverse, podría
incluso quedar paralítico. Hay que tener
en cuenta que con la aguja vamos a
llegar hasta muy adentro”.
Y sin dar tiempo a que el
paciente reaccionara, y pidiera auxilio salió de la sala con su pupilo detrás
con la intención de lavarse las manos, mientras que una enfermera que parecía
un sargento del ejército alemán le embadurnaba la espalda a su víctima con un
jabón café.
Pocos minutos más tarde, cuando
el paciente había contemplado todas las formas imaginables de escapar (desde
una pelea cuerpo a cuerpo, bisturí en mano contra la enfermera-sargento, hasta
arrojarse por la ventana de la sala -ubicada en un séptimo piso- caer envuelto
en las cortinas y desaparecer del país), entraban los dos médicos, profesor y
alumno, con sendas mascarillas cubriendo su rostro y con guantes de cirujano en
sus manos levantadas.
Ya resignado a su suerte, el
paciente se acomodó en la camilla de examen, en tanto que profesor y alumno se
ubicaban a su espalda. Luego de que el
médico interno ubicó el sitio entre las vértebras y colocó con una pequeña jeringa la anestesia
local, el anestesiólogo tomó el alma de la aguja y la introdujo en la camisa de
la misma y con acto solemne entregó aquel instrumento a su nervioso discípulo.
Mientras el paciente y el médico
interno sudaban profusamente, el primero por miedo y el segundo también, el
profesor iba explicando cada paso:
- Lo
primero que se atraviesa es la piel. ¿La siente usted?
Y el alumno asentía.
- Ahora,
muy lentamente va introduciendo la aguja (camisa y alma) y va penetrando el
tejido subcutáneo. ¿Lo siente usted?
Y el alumno iba introduciendo
lentamente, milímetro a milímetro la aguja mientras asentía.
-
Ahora
atravesará los ligamentos de la espalda, ligamento interespinoso, ligamento
amarillo, y luego sentirá que se perderá la resistencia al paso de la
aguja. Eso indica que ha atravesado las
membranas meníngeas y ha llegado al espacio raquídeo.
El interno muy lentamente
introducía la aguja, milímetro a milímetro, mientras gotas de sudor recorrían
su frente. El paciente muy quieto,
inmovilizado por el terror, más que por el dolor que le producía la delgada aguja. El interno casi no respiraba tratando de no
introducir la aguja más de la cuenta. De
repente, sintió que la delgada aguja había atravesado una membrana y que ya
deslizaba más fácilmente. Volteó a mirar
a su profesor buscando su aprobación.
El anestesiólogo con la serenidad
que lo había caracterizado durante todo el procedimiento preguntó al interno:
-
¿Sintió
que se perdió la resistencia y que llegó al espacio raquídeo?
-
Sí,
señor - dudó el joven.
-
Muy
bien, pues si ya llegó al espacio raquídeo, entonces sáquele el alma.
A lo que el paciente prorrumpió
en llanto:
- No el
alma no, por lo que más quieran, no me saquen el alma. ¡¡¡EL ALMA NO!!!.
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