Me gustaría decir que porque me gusta inventar historias. Tal vez porque quiero cambiar el mundo, o tengo la ambición de ganarme el nobel. Quizás en el fondo deseo fama y fortuna...
Sin embargo en mi interior, la respuesta es mucho más sencilla: Luego de mas de cuarenta años escribiendo historias, creo que solo hay una respuesta posible:
¿Por qué escribo? Porque no puedo evitarlo.
Siempre que me hacen la pregunta recuerdo la historia del ciempiés que danzaba sobre una piedra al sol.
Pero dejemos que sea Michel Ende quien nos la cuente.
A continuación transcribo su texto, que fue publicado en su libro "Carpeta de Apuntes" (Alfaguara 1996), y que responde mejor a esa pregunta que todo escritor se hace.
Sobre el eterno infantil
(Conferencia dictada en Tokio por Michael Ende. )
“Distinguidas señoras, señores:
¡Minasama!
¿Por qué se escribe para los niños? Así reza el tema de este congreso y estoy seguro de que en los próximos días escucharemos muchas cosas interesantes y sustanciosas al respecto. Pero yo no soy un estudioso de la literatura, ni un filósofo de la cultura, no soy tan siquiera un verdadero experto en literatura internacional infantil y juvenil, por eso todo lo que yo pueda decirles no pretende tener validez general sino que será únicamente mi respuesta personal a la pregunta planteada. Tampoco tengo experiencia como orador, soy sólo un narrador de historias. Permítanme por ello comenzar con una pequeña historia. Su autor es el escritor alemán Gustav Meyrink, o en cualquier caso fue él quien la escribió por primera vez.
Sobre una piedra grande y lisa bailaba cada día, cuando brillaba el sol, a una hora determinada, un ciempiés. Los otros animales venían de lejos para contemplarle cuando, a su manera inimitable llena de encanto, trazaba sus lazos y sus espirales, mientras su cuerpo fulguraba a la luz y brillaba como si estuviese hecho de piedras preciosas. Era un placer mirarle y todos los animales encomiaban su arte y su gracia. Sin embargo, el ciempiés no bailaba para conseguir la fama y la admiración de los demás. Apenas echaba de ver a sus espectadores, tan ensimismado estaba en su danza.
Pero he aquí que vivía cerca de él, bajo las raíces de un árbol, un sapo grande y gordo, y a éste le irritaba lo que hacía el ciempiés. Ya fuese porque tenía envidia de su gracia y su fama, ya fuese porque estaba en contra de actividades inútiles como la danza, lo cierto es que había decidido aguarle la fiesta al ciempiés. Pero eso, por otra parte, no era tan fácil, pues lo que él no quería era exponerse a las críticas y reproches de los demás animales. Estuvo reflexionando largo tiempo y un día le vino una idea grandiosa, y escribió al ciempiés una carta que decía más o menos lo siguiente:
«¡Oh tú, admirable, maestro en el danzar armonioso y en los complicados lazos y espirales! Yo sólo soy una cosita pobre, húmeda, viscosa, y no tengo más que cuatro patas pesadas y torpes. Por eso te admiro sobremanera a ti, que consigues mover con tan maravilloso orden tus cien pies. Me gustaría tanto aprender un poquito de ti. Por eso dime, admirable maestro: cuando empiezas a bailar ¿mueves primero el primer pie izquierdo y luego el número noventa y nueve de la derecha? ¿O comienzas por el número cien de la izquierda y echas después el número cincuenta y tres de la derecha, moviendo después el tercero de la izquierda y luego el número setenta y dos de la derecha? ¿O lo haces al revés? Explica, por favor, a este ser tan pobre, húmedo, viscoso, con sólo cuatro patas, cómo te las ingenias, para que yo, indigno y reptante bicho, aprenda a moverme con un poquitín de gracia.»
El sapo colocó la carta sobre la piedra bañada por el sol y cuando el ciempiés llegó para bailar, allí la encontró y la leyó. Comenzó entonces a reflexionar sobre cómo lo hacía. Movió un pie, luego el otro, tratando de recordar cómo lo había hecho hasta entonces. Y comprobó que no lo sabía. Y no pudo hacer el menor movimiento. Estaba allí, inmóvil, y pensaba, pensaba, y movía tímidamente alguna de sus cien patas, pero lo que ya no podía era bailar. En efecto: lo de bailar había pasado a la historia.
Yo, naturalmente, no quiero compararme en modo alguno con tan gran artista como el ciempiés: la modestia me lo impide. Y mucho menos pretendo poner en relación, ni remotamente, a nuestros amables y distinguidos anfitriones con el alevoso sapo: eso lo exige la amistad y la buena educación. Y sin embargo quiero confesarles sinceramente que me pasó algo semejante a lo del ciempiés cuando me enteré del tema sobre el que tenía que hablarles a ustedes aquí:
¿Por qué se escribe para los niños?
Sí, ¿cuál será el motivo? Aquí estoy yo desde entonces moviendo tímidamente -para quedarnos en el símil del ciempiés- a veces esta pata, a veces esta otra, y no estoy en absoluto seguro de que lo haya sabido alguna vez. Lo único que espero es reconquistar, con los pensamientos que voy a exponer, mi despreocupación originaria. Y, con toda seguridad, no puedo responder por otros, sino sólo por mí.
Así que: ¿por qué escribo yo para los niños?
Ya aquí me quedo parado y compruebo que, para poder continuar, tengo que plantearme la pregunta de otra manera, pues en el fondo yo no escribo en absoluto para los niños. Quiero decir que, mientras escribo, no pienso nunca en los niños, no reflexiono sobre cómo he de expresarme para que me entiendan los niños, no elijo o desecho un tema porque éste sea o no sea apropiado para niños. En el mejor de los casos podría decir que escribo los libros que me habría gustado leer de niño. Esta fórmula suena bien, pero no corresponde del todo a la verdad, pues tampoco escribo recordando o reflexionando sobre mi propia adolescencia. El niño que fui una vez sigue hoy viviendo en mí, no hay un abismo -el del paso a la edad adulta- que me separe de él, en el fondo me siento como el mismo que era entonces. Llegado a este punto estoy viendo con mi mirada interior a más de un psicólogo que frunce el entrecejo y murmura: ése nunca ha llegado a la edad adulta.
Lo cual se tiene hoy por gravísima falta.
Bueno, qué se le va a hacer, lo admito, seguramente nunca he llegado a ser de verdad una persona adulta. Durante toda mi vida he procurado no convertirme en lo que hoy día llamamos adulto de verdad, o sea, ese ser mutilado, desencantado, banal, ilustrado, que existe en un mundo desencantado, banal, ilustrado, el mundo de los llamados hechos. Y me acojo aquí a las palabras de un gran poeta francés: cuando hemos dejado definitivamente de ser niños, ya hemos muerto.
Yo creo que en toda persona que todavía no se ha vuelto completamente banal, completamente a-creativa, sigue vivo ese niño. Creo que los grandes filósofos y pensadores no han hecho otra cosa que replantearse las viejísimas preguntas de los niños: ¿de dónde vengo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Adónde voy? ¿Cuál es el sentido de la vida? Creo que las obras de los grandes escritores, artistas y músicos tienen su origen en el juego del eterno y divino niño que hay en ellos: ese niño que, prescindiendo totalmente de la edad exterior, vive en nosotros, ya tengamos nueve o noventa años; ese niño que nunca pierde la capacidad de asombrarse, de preguntar, de entusiasmarse; ese niño en nosotros, tan vulnerable y desamparado, que sufre y que busca consuelo y esperanza; ese niño en nosotros que constituye, hasta nuestro último día de vida, nuestro futuro.
Si se me permite, quisiera asociar a las palabras de Goethe del «eterno femenino», con toda la modestia que hace al caso, el eterno infantil sin el cual el hombre deja de ser hombre.
Para ese niño en mí y en todos nosotros cuento yo mis historias, pues ¿por quién o por qué valdría la pena hacer cualquier cosa?
No son, por tanto, miras pedagógicas o didácticas las que impulsan mi labor. El haber elegido la forma que pueden ustedes ver en mis libros tiene exclusivamente razones artísticas y poéticas. Si ustedes quieren contar determinados hechos maravillosos, tienen que describir el mundo de tal manera que tales hechos sean posibles y probables en él. Esto, por su parte, es cuestión del tono de voz, del estilo.
Cuando en los cuadros de Marc Chagall sobrevuelan parejas de enamorados los tejados de París; cuando sobre el tejado de una choza hay un carnero que toca el violín; cuando los ángeles hablan con los mendigos como con sus iguales, todo ello es plausible -y en Chagall es más que plausible, es incontestable realidad- porque la manera como nos cuenta esas cosas el pintor da con el tono exacto del eterno infantil. Y el eterno infantil en nosotros reacciona porque sabe -más allá de toda inteligencia racional exterior- que existe todo eso, que eso es incluso más real que toda la realidad de acá.
Es, sin embargo, característico de nuestra situación espiritual actual que, hablando de un pintor como Chagall, se haya comentado -incluso en ambientes de críticos y expertos de arte- que pese a todo se trata de «auténtica» pintura, o sea, de pintura seria; pero si un escritor o poeta se atreve a presentar en sus libros un mundo maravilloso infantil similar, entonces se le cuelga la etiqueta -todavía peyorativa- de «autor de libros infantiles». Ello quiere decir que los libros infantiles son un género inferior de literatura -si es que se los incluye en la literatura-, que cultivan únicamente personas que carecen de suficiente talento para ser verdaderos escritores. Ahora bien, esa opinión -lamentablemente muy extendida aún- sólo pone en evidencia los conocimientos artísticos deplorablemente escasos de quienes tienen tal opinión y son además tan necios como para exponerla en público. ¡Pero basta ya! Hoy no quiero caer en la polémica. Lo he hecho bastante en otro lugar y seguramente no faltará ocasión de ello en el futuro.
Volvamos, pues, a nuestro tema. Una vez que he explicado -de modo relativamente comprensible, espero- en qué sentido yo no escribo para niños, aún queda por responder la pregunta de por qué escribo.
Pues bien, tradicionalmente hay dos respuestas de poetas y escritores a esta pregunta, una por así decir misteriosa y una por así decir razonada.
La respuesta misteriosa reza mas o menos así: «Un escritor tiene que escribir. Una orden interior, una vocación numinosa le impulsan a ello. Moriría si no pudiese escribir».
La explicación por así decir razonada reza así: «El arte y la literatura tienen justificación sólo si ejercen una función clarificadora. Su misión es hacer reproducciones de la realidad con el fin de transformar esa realidad. Un escritor, por tanto, tiene que ser una especie de maestro de su público».
Ahora bien, para confesárselo a ustedes ya de entrada con toda claridad: para mí, la existencia del artista y del escritor no es ni misteriosa ni razonada. Ambas respuestas, aunque parezcan proceder de posiciones totalmente opuestas, tienen sin embargo algo en común: son el resultado de un pensamiento burgués, es decir, de un pensamiento para el que lo razonable no se concibe de otra manera que como equivalente de lo útil. De lo contrario, se trata de un fenómeno patológico.
Miren ustedes, distinguidos oyentes, la primera respuesta, la misteriosa, por así decir, convierte al escritor en una especie de neurótico obsesivo, en una persona que, en razón de una enigmática maldición o de una gracia especial, se halla bajo la obsesión interior de tener que expresarse a sí mismo. En el caso más feliz se le declara genio, es decir, se libera uno de la incómoda pregunta que plantea su existencia haciendo de él un hombre especial, un poseso o un carismático, en cualquier caso un anormal que de alguna manera, si bien lejana, está emparentado con los santos y los locos. Por consiguiente, un escritor así no tiene que aspirar a hacerse comprensible por su público sino que el público tiene la obligación de entender al escritor. No quiero nombrar a nadie aquí -a ustedes ya se les ocurrirán bastantes nombres-, pero en cualquier caso creo que una gran parte de nuestro actual quehacer literario, en todas las partes del mundo, está basado en esta manera de pensar. Ejércitos enteros de expertos en literatura se afanan analizando e interpretando tales obras, y nos explican lo que quería decirnos realmente el poeta. A mí, ya durante la época escolar, siempre me venía espontáneamente la pregunta de por qué el poeta no lo había dicho, si era eso lo que quería decir. Por lo visto -así pensaba yo entonces- los escritores son personas completamente incapaces de expresarse con claridad y necesitan un intérprete que haga inteligible su balbuceo.
La otra, la respuesta por así decir razonada a la pregunta de por qué se escribe, tiene aún más difusión y curiosamente está considerada -por más que sea típico producto del siglo XIX- como progresista. Especialmente en mi país, en Alemania, durante los treinta años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, la totalidad de la vida literaria estaba marcada por el afán verdaderamente angustioso de ver todo, absolutamente todo, bajo el aspecto crítico-social, político, emancipatorio o, de una manera u otra, clarificador. El escritor que quería ser tomado medianamente en serio en los ambientes culturales oficiales tenía que llevar a cabo sin falta los correspondientes y obligatorios ejercicios. Todo género de literatura que no se consideraba socialmente relevante pasaba ya a priori por ser literatura de evasión, o sea, de huida de la realidad y, en consecuencia, totalmente rechazable. El escritor, se decía, era la conciencia de la nación. Y como la conciencia, naturalmente, sólo tiene una función plausible cuando es una conciencia con remordimientos, nuestros escritores se superaban unos a otros formulando acusaciones, denunciando abusos, criticando la sociedad, la cultura, la situación social, las personas. Cada vez se iba cayendo en una vorágine más y más profunda de negatividad, de ira, de amargura, de tedio. Quien no seguía esa corriente pasaba por superficial o por tonto. El criterio decisivo por el que se juzgaba a un escritor era el llamado mensaje que contenían sus libros. Sólo eso era objeto de discusión. Sobre eso se pueden escribir a maravilla artículos y ensayos, y anti-artículos, y réplicas, en una palabra, mantener en funcionamiento todo el ruidoso aparato de la fanfarronería intelectual.
El escritor estaba por así decir ante un imaginario tribunal de justicia, ya fuese como fiscal del Estado o como defensor y abogado, y su libro, su pieza teatral, su poema tenían que probar algo: una culpa, un hecho social, un desarrollo histórico. Esa prueba era después examinada con vistas a su carácter conclusivo, era refutada, se presentaban pruebas en contra, que eran refutadas a su vez, en resumen, se veía toda la literatura desde una única perspectiva, la del argumento. Esto valía también para el libro infantil y hasta para los libros ilustrados.
Por favor les pido, señoras y señores, que no me entiendan mal. Con esta exposición algo polémica no quiero decir en absoluto que yo considere innecesaria o superflua toda esta corriente literaria. No lo es. Es y ha sido siempre una parte necesaria e importante de la literatura universal. Lo que yo ataco decididamente es ese rabioso dogmatismo que propugnaban y siguen propugnando los representantes de tal literatura. Mediante esa funesta unilateralidad, a muchos escritores cuyo punto fuerte no es la argumentación se les priva literalmente del aire que respiran. ¿Y no son precisamente las mayores obras de la literatura universal las que están más allá de toda argumentación? La Odisea y la Ilíada, Las mil y una noches, Don Quijote de La Mancha, nuestros cuentos populares, el Fausto, las grandes novelas de Balzac o Dostoievski, los dramas y las comedias de Shakespeare: todas ellas ni prueban ni refutan nada. Son algo. Presentan mundos pero no explican el mundo.
Una cosa es defender valores y otra crear o renovar valores ¿De qué sirve toda la argumentación crítico-social contra el envenenamiento y destrucción de la naturaleza si, en el fondo, el árbol como tal ya no nos dice nada? Pero un poeta que, con una poesía, me hace vivir la belleza de un árbol, la fraternidad de ese ser misterioso, pasa por ser anacrónico, una reliquia casi ridícula del pasado, mientras que el autor que escribe un furioso panfleto contra la destrucción del medio ambiente, aunque para él personalmente el monte no sea más que la base biológico-química de nuestra propia vida, es tenido por una persona progresista e incluso valiente.
Los valores no existen por sí solos, no son por así decir innatos y obvios, sino que los valores tienen que ser creados y constantemente renovados, para que existan. Toda crítica social parte de un valor común, el valor del hombre. La misión de los poetas es crear y recrear ese valor: cada uno a su manera, cada uno en su época y su cultura. Si no lo hacen, ese valor pierde rapidísimamente color y perfil, pierde realidad, y la consecuencia es el salvajismo y la brutalidad. Los escritores y artistas que se complacen en degradar y destruir cada vez más, en nombre de un muy dudoso amor a la verdad, el valor del hombre puede que tengan mucho éxito en nuestra actual civilización del puro intelectualismo, pero lo que están haciendo, en realidad, es destruir la base sobre la que ellos mismos descansan.
Y con esto he llegado al punto de mis reflexiones en que he de sacar el gato del saco, como se dice en alemán, o sea, en que tengo que decir claramente por qué escribo. Quizás noten ustedes, señoras y señores, que estoy vacilando, y eso tiene su razón de ser, pues soy consciente de que todo lo que pueda decir en relación con esta cuestión es diametralmente opuesto a lo que hoy se considera importante y acertado. Quiero, no obstante, intentarlo.
Seguramente conocen ustedes la célebre frase de Friedrich Nietzsche: «En cada hombre hay escondido un niño que quiere jugar». Yo quisiera tomarme la libertad de enmendar un poco esta frase de aquel gran despreciador de las mujeres y decir, «En cada persona hay escondido un niño que quiere jugar».
Lo confieso, pues, sin avergonzarme: el impulso verdadero, real, que me mueve mientras escribo es el placer del juego, libre y espontáneo, de la imaginación. Para mí, el trabajar en un libro es cada vez un nuevo viaje cuya meta no conozco, una aventura que me enfrenta con dificultades que yo no conocía antes, una aventura que hace surgir en mí vivencias, pensamientos, ocurrencias de las que yo nada sabía y al final de la cual me he convertido en otro distinto del que era al principio. Tal juego sólo se puede llevar a cabo sin un plan preconcebido, pues quien quiera saber o planificar por anticipado a dónde le llevará tal aventura está impidiendo de esa manera que suceda tal cosa.
Cuando yo, por ejemplo, escribía La historia interminable y había iniciado, junto con Bastian, mi pequeño protagonista, el largo y aventurero viaje por Fantasía, no sabía en absoluto dónde iba a estar la salida de Fantasía que nos posibilitaría a ambos el regreso a la realidad exterior. Tuve que acompañar a Bastian de etapa en etapa y más de una vez perdí la esperanza de que existiese siquiera tal salida. Pero yo me repetía a mí mismo constantemente: Fantasía no es una trampa. Confiaba en que la solución se presentaría en el momento adecuado, si yo me atenía con honradez y firmeza a las reglas de juego establecidas por mí mismo. Esa inseguridad me torturaba a veces hasta el punto de acabar totalmente agotado y desanimado. Con esa historia he luchado, literalmente, por salvar la piel. Esto puede parecer exagerado, pero todo aquel que conozca ese género de proceso creador comprenderá cómo hay que entender esta confesión. Sólo en el penúltimo capítulo, y verdaderamente sólo entonces -cuando Bastian depone ante Atreyu el signo de la emperatriz infantil, renunciando así a todo lo de Fantasía- vi yo también con claridad que ese signo era al mismo tiempo la salida que permitía regresar al mundo de los hombres.
¿Qué es, en definitiva, ese juego libre, creador? ¿No es un mero pasatiempo, un lujo intelectual? ¿O es una de las más hondas necesidades de la vida humana, algo sin lo cual el hombre deja de ser hombre? Yo podría desplegar aquí, ante ustedes, una larga lista de contundentes testimonios de muchos siglos y muchas culturas, testimonios que ensalzan el juego desprovisto de finalidad como verdadero campo de la libertad y dignidad humanas: empezando con el Ion de Platón y terminando con la célebre frase de Picasso: «Yo no busco. Encuentro». Hasta el Creador de este nuestro mundo jugó cuando creó la naturaleza, pues nadie podrá convencerme jamás de que la infinita variedad de formas y colores del mundo de los animales, plantas y piedras ha surgido únicamente por la imperiosa necesidad de sobrevivir y adaptarse. Pero no quiero desarrollar ante ustedes, distinguidos oyentes, una filosofía del juego. Eso llevaría de seguro muy lejos, y ni el lugar ni la hora son los adecuados. Sin embargo, quisiera llamarles la atención sobre una única cosa curiosa del juego, por parecerme importante en nuestro contexto.
El juego, si sigue siendo juego de verdad, no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral, es decir, está fuera de todas las categorías morales. Piensen en el juego de ajedrez, en los juegos de circo, en los juegos infantiles: nunca es cuestión de moralidad mientras que la totalidad de los participantes se atengan a las reglas del juego, o sea, mientras el juego siga siendo juego. Quien no se atiene a las reglas destruye ese carácter lúdico, por entremezclar los planos.
Voy a intentar hacer comprensible lo que estoy diciendo con un drástico ejemplo: si van ustedes por la calle y ven que en la acera de enfrente un tipo está apaleando a una mujer, se encuentran ustedes instantáneamente ante una situación que exige una decisión moral. Pueden ustedes tratar de buscar ayuda, pueden ir allí ustedes mismos para prestar socorro a la mujer, pueden también hacer como si no hubiesen visto nada y continuar su camino: en cualquier caso, han tomado una decisión moral, buena o menos buena. Pero si están en el teatro viendo cómo Otelo estrangula a Desdémona, sería extremadamente ridículo que se precipitaran ustedes al escenario para impedírselo. No sólo no hace falta que ustedes intervengan, sino que, al contrario, en cierto sentido incluso están disfrutando el crimen. Saben que se trata de una representación, de un juego, que lo que está pasando tiene lugar en lo imaginario y que por eso lo bueno y lo malo están igualmente justificados. En lo que dure la representación, ustedes están exentos de cualquier obligación moral. En eso justamente estriba la vivencia de la libertad, en el placer que procura el arte. Y entiendo arte aquí como la forma más elevada de juego.
Ahora bien, yo entiendo perfectamente, por supuesto, que a mucha gente el punto de vista que aquí defiendo les pueda parecer casi blasfemo. Vivimos en un mundo amenazado por la bomba atómica, un mundo en que ha habido y sigue habiendo en gran medida dictaduras y campos de concentración, un mundo en que existen la injusticia social y la explotación, en que parecen aumentar a diario la agresividad y la brutalidad, el abuso de la droga y todo género de deterioro psíquico: ¿y en ese mundo el arte y la poesía, justamente esos dos, se van a sustraer a todo imperativo moral? ¿Van a limitarse a ser un juego desprovisto de intencionalidad? ¡No podrá afirmarse en serio tal cosa! Sería puro cinismo.
Pues bien, lo que estoy diciendo es tan poco cínico y tan poco blasfemo como el comportamiento de un médico que durante una guerra o epidemia intenta sanar a los enfermos, salvar a los heridos, consolar a los moribundos. Si es un buen médico, no intentará aleccionar o mejorar la conducta de sus pacientes, intentará simplemente curarlos.
Miren ustedes, señoras y señores: vivimos en un siglo ideológico en que cada uno trata de imponer al otro sus opiniones y puntos de vista, convencerle, apabullarle con argumentos. Todos discursean a todos, y en la algarabía general muchas veces se pierden justamente las cosas sobre las que se doctora con tanto ahínco. Una de esas cosas es el hecho de que el arte y la poesía tienen fundamentalmente una finalidad terapéutica. Pues el arte verdadero, la poesía verdadera, nacen siempre de la totalidad de cabeza, corazón y sentidos, y restablecen esa totalidad en los hombres que tienen acceso a ellas, o sea, devuelven la salud, sanan a los hombres. Cuando ustedes regresan de un buen concierto, no ha aumentado su inteligencia, pero han tenido una experiencia que ha restablecido su totalidad, en ustedes ha sanado algo que antes estaba perturbado, separado.
Pienso, llegado a este punto, en un titiritero ruso a quien tuve una vez el honor de conocer. Aquel hombre había estado durante años en un campo de concentración nacionalsocialista. A base de diminutas sobras de puré de patatas, se había ido modelando poco a poco una serie de marionetas con las que, si no había cerca ningún guardián, les representaba cuentos a los niños. Hacía reír a los niños. También les representaba su propio destino, y hasta su muerte. Más tarde iban a él muchos reclusos en edad adulta y jugaba con ellos a lo mismo. Con frecuencia, en la noche anterior a la ejecución, les hacía a los condenados a muerte un juego de marionetas sobre lo que iba a sucederles. Y el modo como lo hacía devolvía a esas personas el sentimiento de la propia dignidad. Morían, pero morían de otra manera, con más serenidad, algunos incluso más consolados.
Puede uno preguntarse, indudablemente, de qué les sirvió todo eso a aquellas personas. Pero yo no plantearía así la pregunta. Para mí, aquel titiritero era un hombre de gran valentía y un verdadero artista.
Esa totalidad de cabeza, corazón y sentidos, que sólo nos puede regalar el juego carente de intencionalidad ¿qué otra cosa es, según su más honda esencia, sino belleza?
Sobre esta mutua relación entre juego libre y belleza escribió Friedrich Schiller su célebre ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre. Nunca, ni antes ni después, se ha dicho nada más lúcido sobre el tema, y mejor le iría, sin duda ninguna, al arte y a la literatura actuales si más personas a las que atañe esta cuestión se tomaran la molestia de leer a fondo esa obra.
En la cima de sus reflexiones y como una especie de resumen lógico de sus ideas escribe allí Schiller la frase siguiente, extrañamente paradójica: «El hombre debe jugar sólo con la belleza, pero con la belleza sólo debe jugar».
¿Qué significa esto? El valor del juego libre -y por tanto también del arte y de la poesía, que constituyen para Schiller la forma más elevada de juego- viene determinado por su belleza. Pues la belleza -¡y sólo ella!- ennoblece y redime al hombre y lo libera de todas las constricciones de la naturaleza y de las leyes espirituales y morales. La belleza libera al hombre y en ello reside al mismo tiempo para Schiller el más elevado valor moral. Pero, continúa diciendo, sólo allí, sólo en el juego libre, puede tener validez absoluta esa norma de la belleza. Arrancada de ese contexto del juego, la exigencia radical de belleza se volvería necesariamente inhumana.
Un medicamento que, debidamente aplicado, puede devolver la salud al hombre puede convertirse siempre, si se abusa de él, en droga que destruye al hombre. En la misma medida en que sería absurdo introducir categorías morales en el juego libre, sería nocivo convertir las normas estéticas en fundamento de decisiones de la vida diaria. El fallo que emite un juez ha de ser justo. Es irrelevante si es bello o no. Un resultado de la investigación científica ha de ser verdadero. Su belleza no tiene la menor importancia. La decisión de un político debe estar impulsada por el sentido de la responsabilidad frente a los ciudadanos. ¡Adónde íbamos a parar si los poderosos se dejasen llevar en sus decisiones por categorías estéticas! Más pronto o más tarde acabarían comportándose como el emperador Nerón, que prendió fuego a la ciudad de Roma con el fin de tener un escenario espectacular para recitar sus poemas.
Ahora bien, nuestra actual vida cultural y espiritual tiende, más que cualquier otra de las anteriores, a confundir todas las categorías en lugar de a distinguir unas de otras. Lo que se preferiría es tener una única llave maestra que abriera todas las puertas. Debido a esa comodidad en el pensar se ha abandonado y olvidado la cuestión de la belleza. La discusión sobre una obra moderna de arte, una representación teatral, un libro, gira fundamentalmente en torno a lo que dice, si es original, si es nueva -¡sobre todo ha de ser nueva!-, pero prácticamente nunca es objeto de discusión el hecho de si es o no bella. Entonces, lógicamente, una gran parte de nuestra literatura y arte modernos ni siquiera reivindica tal cosa. La belleza ya ni siquiera constituye una aspiración.
¿A qué se debe eso?
La belleza es, por su misma esencia, trascendente. No es abarcable únicamente por el lado de acá. No es objetivable, o sea, no es posible medirla, pesarla o contarla. La belleza, para que sea percibida, necesita personas capaces de ello. ¿Es por eso sólo una vivencia subjetiva? El pensamiento materialista sólo puede comprobar que todas las culturas del mundo, todos los siglos, e incluso cada una de las generaciones, han desarrollado distintos conceptos de belleza, tan diferentes en ocasiones que llegan a ser totalmente contrapuestos. ¿Dónde está entonces el elemento común? Como el pensamiento formado en el empirismo de la ciencia no podía reconocer ese elemento común, toda la cuestión de la belleza se vio relativizada. Bello es -eso se dijo- lo que se considera en su momento como tal. La belleza de por sí no existe.
Peor aún: se llegó a hacer la absurda afirmación de que la belleza era una especie de embellecimiento encubridor, o sea, un amable embuste con el que se intenta velar, minimizar o incluso recubrir totalmente la vileza y brutalidad de nuestro mundo. ¡Cuando lo que ante todo se quería tener era veracidad! Se quería representar lo intolerable como intolerable, lo vil como vil, lo brutal como brutal. Así, en nombre de una exigencia mal entendida de veracidad, lo repugnante queda prácticamente declarado norma artística y poética. Entre ciertos críticos y grupos artísticos nació un auténtico culto a la fealdad. El hecho de que ni Homero ni Dante, ni Goya ni Grunewald, hubiesen prescindido en sus obras de lo horrible e insoportable, el hecho de que no encubriesen nada y que, sin embargo, transformasen todo en belleza, eso ya no se comprendió.
¿Y el público, la gente? Permanecían en silencio, intimidados y acongojados. Pues una gran parte del periodismo cultural quería convencerles de que, si lo que esperaban era belleza, formaban parte de la burguesía reaccionaria. Así que se encogían de hombros y se sometían, pues ¿a quién le agrada ser tenido por reaccionario? Tal intimidación dura hasta hoy. Pero así y todo, en la mayoría de la gente, sigue habiendo hoy -y quizás incluso más que nunca- una nostalgia, casi una verdadera sed de belleza. Yo creo que los hombres nada agradecen tanto como el que les ofrezcan un poquito de belleza. Esto es aplicable a los niños más aún que a las personas mayores. Y si se les priva de esa belleza, entonces echan mano del sucedáneo, del sustitutivo, del kitsch, para calmar la sed.
He dicho que la belleza es, por su misma esencia, trascendente, o sea, que no es abarcable únicamente del lado de acá. Es, por así decir, un reflejo luminoso que proviene de otros universos y que ilumina el nuestro transformando el sentido de todas las cosas. La esencia de la belleza es lo misterioso y lo maravilloso. Las banalidades de este mundo se convierten, a su luz, en revelaciones de otra realidad de la que todos venimos y a la que todos retornaremos, y que todos añoramos a lo largo de nuestra vida aunque la hayamos olvidado.
El escritor francés André Breton escribió en su Manifiesto del surrealismo: «Lo maravilloso siempre es bello. E incluso sólo lo maravilloso es bello».
Señoras y señores: les ruego que consideren una vez hasta qué punto hemos conseguido los hombres modernos desencantar nuestro mundo, despojarlo de todos sus misterios y milagros, echarlo a perder mediante la explicación racional. Observemos juntos por un instante la visión del mundo que hoy tiene todo hombre moderno instruido y que, ya desde la escuela, se inculca a todos los niños.
Así que, alguna vez, en alguna parte, en algún rincón perdido del universo, hubo una gran nebulosa de hidrógeno que -no se sabe por qué- empezó a girar. Poco a poco se fue formando una serie de grumos de materia que rodaban en torno a un sol común. Al cabo de algunos miles de millones de años y bajo la influencia de los rayos cósmicos, surgió en uno de esos grumos de materia una primera célula de albúmina que empezó a reproducirse. En el transcurso, nuevamente, de inimaginables períodos de tiempo, esa célula albuminosa se desarrolló más y más -siempre por la necesidad de adaptarse y por la selección natural- hasta que finalmente salió el hombre. Ese hombre era al principio tonto y supersticioso, la naturaleza que le rodeaba se la imaginaba él poblada de seres misteriosos, de elfos, ondinas, enanos, y seres semejantes, creía que en las estrellas y más arriba de ellas vivían seres divinos, e incluso los veneraba y les dirigía oraciones, pensaba que debía estar agradecido a su madre tierra por todo lo que le regalaba, y sobre todo estaba convencido de poseer un alma inmortal. Hoy sabemos que todo eso no son sino enternecedores desatinos. El alma del hombre no constituye otra cosa que la suma de todos los procesos electroquímicos del cerebro y del sistema nervioso. Precisamente mediante ese género de pensamiento, ilustrado, libre de valoraciones, hemos logrado dominar poco a poco la naturaleza y convertirla en esclava sin voluntad propia. Y caso de que la humanidad no ponga fin prematuramente, mediante una guerra atómica, a la vida que hay sobre este grumo de materia llamado tierra, ese sistema seguirá rodando otro par de millones o de miles de millones de años hasta que, conforme a las leyes de la entropía, muera alguna vez por efecto del frío o del calor. En el tenebroso silencio cósmico que reinará después, toda la historia de la humanidad, con sus sufrimientos y sus triunfos, con sus civilizaciones y guerras, con sus santos, genios y locos, no habrá sido otra cosa que un diminuto intervalo, apenas perceptible, en una inmensa y gigantesca serie de sucesos formidables pero absurdos.
Les ruego, señoras y señores, que tengan verdaderamente presente todo el desconsuelo, toda la banalidad de tal visión del mundo. A mí, por lo menos, no me asombra que la gente, sobre todo la gente joven, que acepta esta visión del mundo como la entera verdad, cuando en sus vidas surge la menor dificultad se metan una bala en la cabeza o se aniquilen a sí mismos con drogas. De semejante visión del mundo ya no pueden resultar valores morales, religiosos ni estéticos. Todo -incluso la más insignificante función vital- se vuelve, dentro de una tal concepción, aberrante y absurdo.
Va siendo hora de contraponer a esa visión del mundo otra que devuelva al mundo su sacrosanto misterio y al hombre su dignidad. En esa tarea, los artistas, poetas y escritores habrán de tener una participación importante, pues su labor consiste en prestar a la vida encanto y misterio.
Y aquí llego al cuarto y último punto de mis reflexiones. Yo debía dar una explicación de por qué escribo para los niños o de por qué escribo, sin más. Mi primera respuesta ha sido el libre juego de la imaginación. De él resultó la norma de la belleza. La belleza, a su vez, nos llevó a lo maravilloso v misterioso. Si se me permite llamar a estos tres conceptos, por así decir, los puntos cardinales de mi paisaje poético, todavía falta el cuarto, que es el humor.
Miren ustedes: todo lo que he dicho hasta ahora podría inducirle a uno a establecer una especie de dogmática, podría hacer del escritor algo así como un gurú de su público, un maestro esotérico de sus lectores. Ello significaría, sin embargo, que ejercería su influencia con medios que no son exclusivamente artísticos. De ese modo se convertiría sólo en propagandista de su mensaje, un propagandista que utiliza la poesía como una especie de envoltorio. Y eso exactamente es lo que había que evitar.
De ello le salva a uno, exclusivamente, el humor.
Tampoco del humor se puede dar una definición exhaustiva, como es natural. Tampoco a él se le puede medir o cuantificar, y menos aún experimentar. El humor se sustrae a cualquier intención. El humor no puede ser nunca fanático ni dogmático. Es siempre humano y amable. Es esa actitud de conciencia que nos da la posibilidad de admitir sin amargura la propia insuficiencia y no tomarla tan en serio. Y también tomar nota con una sonrisa de las insuficiencias de los demás. El humor no es idéntico a la sabiduría pero es un pariente cercano de ella.
Los inventores del humor son, creo, los judíos. Y ello tiene su razón de ser. En la mayor parte de las otras culturas se es o idealista o realista. Si se es idealista, se dirige la mirada sólo a lo esencial, a lo sublime, a lo divino. Se pasan por alto las molestas banalidades de la vida. Pero si se es realista, sólo se ve la miseria del mundo y se tiene por ilusión todo lo que es más elevado. Los judíos han aprendido en una larga y dolorosa historia a mantener bien agarrados los dos extremos. Viven en esa tensión entre arriba y abajo y la soportan con su famosa tozudez. Saben cuán dolorosos pueden ser los pies planos y saben del Dios eterno. Y consiguen, con toda modestia, plantarse con sus pies planos ante el trono de Dios. Y ése es el verdadero humor.
Y puesto que aquí queremos hablar sobre todo de literatura para niños o para el niño que hay en todos nosotros: seguro que no les digo a ustedes nada nuevo si añado que los niños para nada son tan receptivos como para el auténtico humor, pues éste les dice que se pueden tener y cometer faltas, más aún, que se nos quiere precisamente a causa de nuestras faltas. Y así creo que la curva nos lleva, de modo imperceptible y por sí sola, a nuestro punto de partida, al juego libre y desprovisto de finalidad.
El ciempiés puede danzar de nuevo.
Muchas gracias. ¡Domo arigato gosaimashita!”.
[Michael Ende, “Cuaderno de Apuntes”]
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