Capítulo 6
EL
CASTIGO
Este es quizá uno de los puntos más
complejos en el proceso de educación de nuestros hijos. Aquí algunos
elementos que considero “no negociables” y las que podría mencionar como
reglas de oro del castigo o “Decálogo del Castigo”:
1.
Inamovible.
2.
Impredecible.
3.
No intercambiable / Temporalidad.
4.
Graduable.
5.
Proporcional a la falta.
6.
Progresivo.
7.
Nunca con rabia.
8.
Equidad / Respeto por la dignidad.
9.
Nunca físico.
10. Por consenso de pareja o
por adhesión.
Inamovible
Una vez impuesto un castigo, debe
mantenerse indemne en intensidad, duración y características. No puede
atenuarse un castigo después de impuesto. Peor aún, no puede NUNCA levantarse
el castigo después de impuesto. Ceder frente a las variables del castigo abre
una puerta muy riesgosa y permite que el hijo reciba un mensaje confuso. La
consistencia, persistencia y coherencia resultan determinantes en el proceso
formativo. Los hijos habitualmente tienen la perseverancia para procurar un
espacio de “amnistía”. Sin embargo, ceder ante ello deja sin efecto el
propósito formativo. De modo que, si se ha asegurado el cumplimiento del
decálogo, la tarea resultará menos compleja. Como experiencia, una vez
impuesto el castigo, lo único que obtenían Simón y Camila frente a la
solicitud de levantamiento o atenuación, era un incremento de la sanción
impuesta. Con amor, sin rabia, con claridad, firmeza y precisión, exponía a
mis hijos el “porque” del castigo y una vez impuesto, sólo
habría una posibilidad de variación: y era el incremento del castigo cuando
ocasionalmente trataron de “negociarlo”. Pronto entendieron que, una vez
impuesto, no habría otra opción que aprender de la situación y capitalizar
esta experiencia. No existían “amnistías”, exoneraciones, ni mucho menos
indultos o “levantamientos” de castigos. Sólo permanecía una única y última
palabra, y así fue siempre, sin titubeos, sin vacilación.
Impredecible
Si el castigo siempre es el mismo, el
hijo estará dispuesto a asumir la consecuencia de la falta si acaso la
ecuación “riesgo/beneficio” lo justifica. De este modo, el castigo siempre
debe ser impredecible. La incertidumbre se constituye en un valioso elemento
que impide que el hijo esté dispuesto a correr el riesgo del “elemento
sorpresa”. Acatará las normas y se ajustará a los preceptos de comportamiento
establecidos. El no saber con qué gradualidad o qué tipo de castigo podrá
sobrevenir o cual podrá ser la intensidad o duración, limita la disposición a
asumir el riesgo. Sin embargo, el “apetito de riesgo” de todos los hijos es
variable. Tu coherencia y firmeza determinarán la claridad del aprendizaje.
Mantén el elemento sorpresa, pero recuerda: una vez impuesto el castigo, no
hay reversa.
No
Intercambiable / Temporalidad
En ocasiones el castigo puede tener
consecuencias para los mismos padres. Por ejemplo: Este fin de semana no
sales de la casa. Y justo ese fin de semana nos invitan de paseo. La
tentación de “intercambiar” el castigo aflora. Sin embargo, materializar este
intercambio desvirtúa el mensaje. Si bien vamos a mencionar la conveniencia
de no aplicar el castigo con rabia y ello puede implicar que nos demos un
tiempo y espacio para revisar la falta de forma racional y pausada, la
imposición del castigo debe tener una temporalidad razonable entre la
comisión de la falta y la imposición del castigo. Un castigo atemporal
resulta irracional y puede dar un mensaje incoherente. En resumen, el castigo
debe imponerse tan pronto como sea posible luego de cometida la falta y evaluada
la situación. La decisión no debe distanciarse más de lo estrictamente
necesario de la comisión de la falta.
Graduable
El castigo debe ajustarse o graduarse
en función a la intencionalidad, recurrencia, e incluso las circunstancias en
las que ocurrió la falta. Existen atenuantes que deben considerarse. Llevar a
cabo un ejercicio de “calibración” del castigo a partir del cual se comparta
con el hijo nuestra visión de la falta, los hechos, circunstancias y razón
para aplicar el castigo, resultará de mucho beneficio. Nuestro hijo debe
reflexionar, entender y compartir que sus acciones y actuaciones tienen
consecuencias. El “graduar” el castigo en función a una “calificación de la
falta” le permitirá comprender mejor el mensaje. En nuestro caso les permitimos
ocasionalmente sugerir su propio castigo lo cual ocurrió luego de haber
sostenido con ellos una conversación y haber recibido de su parte la
aceptación de la falta, y haber entendido y reconocido su error. Y sobre su
propuesta de castigo, llevábamos a cabo una “graduación” que bien podría ser
en aumento o en decremento del castigo sugerido por ellos. Siempre acompañado
de una explicación de por qué se debería incrementar o incluso por qué se
debería reducir y ocurrió esta segunda opción la cual brindó seguramente una
oportunidad de aprendizaje profundo.
Como ilustraré en el acápite del
castigo físico, la explicación sobre los hechos y los valores comprometidos
en la falta, resultan definitivos en el proceso de educación del hijo. Nuestro
hijo debe asimilar que fue lo que hizo o dejó de hacer y que es lo que estuvo
mal en ello. Dialogar con él sobre lo ocurrido resulta de mucho valor, pero
si bien una buena conversación funciona muchísimas veces, no siempre es
suficiente. En ocasiones, el castigo debe trascender la “amonestación
verbal”.
En la graduación de la falta es muy
importante considerar las siguientes dimensiones:
- La intención
- La recurrencia de la falta
- El compromiso (violación) en la escala de valores.
Proporcional
a la falta
Como se refirió en el punto anterior
debe existir proporcionalidad. La falta no es mayor o menor en función al
impacto económico del daño sino al nivel de los valores comprometidos en la
comisión de la ésta, la intencionalidad y la recurrencia.
Para explicarlo mejor, cuando al niño
le hemos permitido jugar con balón dentro de la casa y accidentalmente rompe
un jarrón costoso, es un accidente y quizá somos tanto o más responsables que
el niño. No es el valor económico del jarrón roto, sino la existencia o no de
intencionalidad, si mintió cuando hizo el “daño”, si ocultó información, si
inculpó a alguien, etc. Si el niño accidentalmente rompió algo y de forma
honesta cuenta lo ocurrido, se apena por ello y no hubo intencionalidad, esto
es un simple accidente. Por otro lado, si el niño de forma deliberada
sustrajo un juguete, aun cuando fuese viejo o incluso roto, de la casa del
vecino, la falta es mayor y el castigo debe ser proporcional al valor
comprometido.
Estaba muy pequeño y mi tía Angela (mi
casi hermana), vivía con nosotros. Mi abuela falleció a temprana edad y mi
abuelo se volvió a casar, Angela se fue a vivir con nosotros. Un día fuimos a
visitar al abuelo y su esposa. Habían tenido un hijo (tengo un tío unos
cuatro o cinco años menor que yo). Estando de visita, recuerdo que guardé en
el bolsillo un muñeco que mi pequeño tío Mauricio había estado mordiendo. Era
uno de estos muñecos de plástico, amorfos, que vienen al interior de los
snacks. En esencia, casi “basura”. Cuando llegamos a casa, Angela se percató
que yo tenía este muñeco. De inmediato me preguntó si me lo habían regalado.
La verdad, no recuerdo haber pensado en sustraer el muñeco (o lo que quedaba
de él), pero el hecho es que estaba en mi bolsillo y no era mío. Sin embargo,
Angela firmemente me cuestionó y me reiteró lo mal que había hecho. No era
mío. Eso era suficientemente claro. Me había “hecho” de algo ajeno. De
inmediato me tomó de su mano y regresamos a la casa de mi abuelo. Era un
domingo, pasaban las ocho de la noche. Tuvimos que ir caminando (no era tan
cerca). Y al tocar el timbre, me obligó a entregar el muñeco, pedir excusas y
reconocer que me había llevado algo que no me pertenecía. No recuerdo qué
edad tenía yo, posiblemente unos cuatro años. Esto ocurrió cuando apenas empiezas
a tener memoria, pero esta lección me quedó grabada, por siempre.
Algún día, Simón jugaba fútbol con unos
amigos al interior del condominio. Rompieron una lámpara de una casa vecina. Todos
sus amigos corrieron, huyeron del lugar, dejaron a Simón solo, enfrentando la
situación. Era la casa del vecino más bravo. Los niños le temían muchísimo. Simón
tocó el timbre e informó a nuestro vecino que había roto su lámpara. Asumió
la situación y la responsabilidad de lo ocurrido, y en un gesto de lealtad,
asumió íntegramente la responsabilidad sin titubear para reservarse el nombre
de los demás niños. Adicionalmente le pidió al vecino que le permitiese
esperar a que en la noche que yo llegara a casa, iría conmigo para proponer
una solución. Cuando llegué a casa Simón me contó lo ocurrido. Fuimos juntos.
Simón pidió excusas a nuestro vecino. Yo me comprometí a reponer su lámpara
(lo cual hicimos al día siguiente). ¿Qué castigo esperas que se debe imponer
en una situación como ésta? Jugar es parte de la vida de nuestros hijos. Tenía
prohibido salir del condominio de modo que la opción de que los niños jugaran
dentro del condominio resultaba inevitable. Los padres (vecinos) habíamos
dispuesto las condiciones y habíamos consentido que los niños jugaran dentro
del condominio, de modo que romper algo jugando con el balón fue sencillamente
un accidente, era una situación probable dentro del escenario y espectro de
riesgo dispuesto por nosotros mismos. La consecuencia debía ser asumida sin
duda. Mi vecino no tenía por qué verse perjudicado por lo que había hecho mi
hijo. No obstante, el caso evidencia varios elementos. Los demás niños
huyeron. Simón se mantuvo firme y reconoció de inmediato su error. Él fue
quien informó y reconoció a mi vecino el daño causado.
El castigo pretende un aprendizaje: en
lo sucesivo, más cuidado. Dejarle claro que “su libertad termina donde
empieza la de los demás”. No obstante, para mí, Simón había asumido la
situación con valentía y honestidad. Ya había tenido su castigo. De algún
modo él se había “autoimpuesto” un castigo: reconocer su falta. Haber
enfrentado la situación había sido su aprendizaje. Pero su actuación debía
ser reforzada. Al llegar a casa lo abracé y lo felicité. Había hecho lo
correcto. Había actuado con honestidad, cortesía y valentía, pese a que su
“grupo” había optado por otro camino: habían huido, él tomó la decisión
correcta y enfrentó la situación.
Los padres de los otros niños
posiblemente nunca se enteraron. Seguramente los otros niños no tuvieron esta
misma oportunidad de aprendizaje. Las circunstancias de este evento me
llevaron a aplicar el concepto de “proporcionalidad” y consecuentemente
“graduar” el castigo, lo actuado por Simón y por su propia iniciativa, había
sido suficiente para conseguir el objetivo. El caso estaba cerrado. Días
después, me encontré con mi vecino quién con mucha emoción y generoso en
elogios, me felicitó por Simón, me sentí orgulloso y di gracias a Dios. Sentí
que nuestros hijos estaban asumiendo un camino correcto.
Es posible que algunos lectores
encuentren estas situaciones muy triviales, pero insisto: es en el “fondo” de
los acontecimientos en lo que debemos centrar nuestra fuerza en la formación
de los hijos.
Progresivo
Una primera mentira, amerita una falta,
la recurrencia intencionada de una falta debe ir incrementando la severidad,
duración o tipología del castigo de forma progresiva. No se puede imponer la
máxima severidad de un castigo cuando una situación no lo amerita y este
error se comete frecuentemente cuando impones un castigo con rabia.
Adicionalmente si nuestro hijo sabe que cada recurrencia traerá una
consecuencia superior e impredecible, tendrá la oportunidad de reflexionar y
reconsiderar su actuar.
Una vez tus hijos están formados, la
progresividad cambia. Han crecido y han tomado o van tomando el control de
sus vidas. Puede incluso percibirse como si la evolución del castigo fuese
una “regresividad”. Hace unos días viajamos a Medellín por carretera, Había
mucho tráfico y Simón llevaba la línea de la carretera atrás de una camioneta
la cual de pronto frenó de forma súbita (por un accidente que ocurrió dos
vehículos más adelante con un camión enorme o “tractomula”). El auto que
colisionó con la “tractomula” venía por el carril contrario (adelantando en
curva),
y Simón alcanzó a ver algo que explotó. El súbito frenazo de la camioneta no
permitió que Simón pudiese detener oportunamente su camioneta e impactó al
vehículo del otro conductor. De inmediato me detuve y corrí hacia ellos. Me
aseguré de que estuviesen bien tanto Simón como los ocupantes del otro
vehículo. Por fortuna, no había nadie herido. Todo se limitó a daños
materiales. Un gran accidente sin consecuencias sobre la salud de nadie. La
lección: la distancia que Simón conservaba no fue suficiente. No conducíamos
rápido, se
los aseguro, pero se habría podido evitar. Era necesario ser más conscientes
de las condiciones del terreno y adoptar consecuentemente las previsiones
necesarias. ¿El castigo? Simón es instructor de motociclismo en ruta. Sin
duda, uno de los mejores pilotos en Colombia. Obtuvo la certificación de
instructor en Alemania, siendo el más joven del mundo en lograrlo. Él ya se
estaba castigando solo. Yo sólo debía apoyarlo. Él sabía lo que
había ocurrido y el error cometido. Sin duda accidental.
Todos estamos en riesgo al conducir un
vehículo, este no ocurrió por una negligencia, imprudencia o similar, pero
ocurrió y por fortuna sin que hubiese nada diferente a un daño material. De
modo que en estas circunstancias nuestro rol de padres estaba en acompañar la
situación asegurando el bienestar de las personas del otro vehículo, atender
las diligencias con la autoridad de tránsito, esperar la grúa. Mi silencio
sobre el tema era más aleccionador. Luego cuando al día siguiente Simón quiso
abordar el tema, hicimos un análisis “técnico” de lo ocurrido. Coincidimos en
que podría haber sido diferente para evitar el accidente. Simón me dijo:
—Lección aprendida.
Estoy seguro de que así fue. Sólo puedo
dar gracias a Dios por que no resultó nadie lastimado. Los daños materiales
pueden ser reparados. Lo único verdaderamente importante son las personas y
aprender que cuando conduces un vehículo no sólo debes cuidarte a ti y a
quienes van contigo, sino que también debes cuidar de las demás personas del entorno.
Llega el momento en que tus hijos crecen y debes estar allí para acompañarlos
en sus decisiones, en las consecuencias de sus actos. Ya es su vida. En
ocasiones aún cabrá una “amonestación verbal”, pero muchos otros esquemas de
castigo ya no aplican. Ellos tomarán las riendas de sus vidas y deben ser
responsables de ello.
Nunca
con rabia
Al momento de imponer un castigo,
debemos haber procesado lo ocurrido. Debemos analizar los hechos con cabeza
fría, las circunstancias, los atenuantes, la recurrencia, la intencionalidad
y especialmente la autoría de la falta. Este análisis nos permitirá obrar con
justicia y establecer un castigo que cumpla con las reglas del decálogo. Lo
contrario augura una alta posibilidad de error. Es muy duro equivocarse en la
imposición de un castigo. Una vez has regañado a tu hijo injustamente es como
cuando arrugas una hoja de papel. Luego tratas de restaurarla. Puedes pasarle
una plancha caliente pero las señales de las arrugas perdurarán. La premura,
la rabia, la exaltación; son pésimos compañeros en la educación
de nuestros hijos y especialmente en la imposición de un castigo.
Equidad
/ Respeto por la dignidad
El castigo tiene que ser equitativo. A
faltas iguales, castigos iguales. Obviamente habrá de entenderse que la falta
es igual si se dio bajo las mismas circunstancias, periodicidad,
intencionalidad, etc. Y en consecuencia con ello, el castigo debería ser
proporcional, gradual y justo. Adicionalmente debe respetar siempre la
dignidad. Exponer al hijo a un castigo público, delante de los amigos, bajo
cualquier parámetro que atente contra su dignidad, resulta inadmisible. El
ejercicio de extrema autoridad en público es violento. En general considero
que el castigo debe darse desde la reflexión y el diálogo con los hijos y
consecuentemente debe llevar cierto nivel de privacidad. En ocasiones será
necesario que castigues a tus hijos en presencia de sus hermanos,
siempre y cuando la situación lo amerite a fin de brindar un aprendizaje para
todos. El mensaje en el castigo siempre tiene que ser coherente.
Nunca
físico
Personalmente Tata y yo siempre
consideramos inadmisible el castigo físico. No obstante, alguna vez mis hijos
ya grandecitos me preguntaron si yo hubiese sido capaz de aplicarles un
castigo físico (“darles correa”), la respuesta fue tan firme como inesperada
para ellos:
—Hasta ahora no han cometido la falta
que lo justifique… preservando la regla de “impredecible”.
Hoy puedo confesar que no estoy de
acuerdo con el castigo físico y nunca lo hubiese aplicado y siendo mis hijos
hoy adultos, esta confesión ya fue hecha. La aplicación de las reglas
sugeridas, será suficiente y evitará siempre el reprochable uso del castigo
físico el cual no sólo reviste el riesgo de lesiones, sino que también
violenta psicológicamente al niño y adicionalmente vulnera la dignidad ante
la aplicación de la fuerza en una condición de supremacía física.
Crecí en un hogar sólido, amoroso. Mi
padre, un hombre diametralmente opuesto al que otros veían en él, era un
padre cariñoso, afectuoso, en extremo dedicado a sus hijos, a su hogar,
juguetón. Aún recuerdo como al medio día, cuando llegaba a almorzar, era
literalmente “ensillado” para fungir como el más brioso corcel y cabalgar
conmigo a “lomo” por toda la casa. Él, un hombre santandereano, habiendo
recibido parte de su instrucción en la escuela naval, y siendo casi el
penúltimo de 7 hermanos, perdió a su madre a la muy temprana edad de dos
años. De este modo fue educado por su padre y sus hermanas mayores. Todas
estas circunstancias forjaron su carácter. Muchos elementos prevalecían en su
esquema de creencias y valores: amor por el trabajo, perseverancia, tesón,
los resultados como premio al esfuerzo y dedicación, honestidad. Creía
firmemente que la educación era el principal legado que podría dejar a sus
hijos, quienes además deberíamos conseguir los bienes materiales por nuestros
propios medios. Mi madre, trabajadora incansable fue pilar fundamental en la economía
del hogar. Ella que de manera increíble poseía una mente abierta, podía
sostener cualquier tipo de diálogo con sus hijos manteniendo una relación de
profunda amistad. En ambos casos, las creencias a las cuales se aferraban,
los llevaba a considerar el castigo físico como “forjador del carácter”.
Consideraban éste como un elemento mandatorio para la verdadera educación de
los hijos, de modo que “el hijo ajeno mal portado” era “por falta de rejo”. A
los doce años, yo ya había alcanzado una gran estatura, el deporte
(baloncesto) había contribuido en mi opinión a lograrlo. En una ocasión cuyo
detonante no recuerdo, llevó a que mi papá intentase sacarse la correa para
reprenderme (acto que por demás llevaba a cabo con insuperable velocidad y
maestría). No obstante, pude sujetarlo y luego de sostener una muy prolongada
discusión durante la cual siempre mantuve la calma y de forma reiterativa
insistía en que deberíamos conversar, al cesar su rabia, pude convencerlo de
que a partir de entonces nos entenderíamos con diálogo. Pude causarle una
angina de pecho si sus coronarias no hubiesen estado sanas. No obstante, hubo
un “quiebre” muy importante en sus creencias. De allí en adelante, el castigo
físico se mantuvo ausente al menos en mi relación padre-hijo. Unos años
después, tendría yo quince años y vivíamos aquel Medellín de violencia,
narcotráfico, terrorismo y bombas, ante la invitación que me hiciera un amigo
para pasar la noche en su casa luego de la fiesta que tendríamos, la negativa
de mi papá para conceder el permiso se fundaba sencillamente en un “NO”
rotundo porque “yo lo digo”, “aquí mando yo”. Desde sus creencias, los hijos
sencillamente deberíamos obedecer sin cuestionamiento alguno. Pero
adicionalmente, los padres no tenían por qué dar explicación o argumento.
Sostuvimos una larga discusión y al cabo de casi dos horas, más por cansancio
que por argumentación, extenuado respondió:
—Tengo miedo… tengo miedo de las
bombas… tengo miedo de que algo te pueda ocurrir.
Mi respuesta fue:
—Este es un argumento de peso. No
comparto el fundamento de tu temor, pero sí tu sentimiento. Si vas a estar
sufriendo porque estoy fuera, sencillamente me quedo.
Era simple, necesitaba su argumento. De
allí en adelante nunca más hubo una discusión. Teníamos la confianza para
compartir nuestros sentimientos. En ocasiones su respuesta podía ser
simplemente:
—No salgas hoy, quisiera compartir
contigo. Nos hemos visto poco —esto era suficiente.
Por
consenso de pareja o por adhesión
Cuando uno de los dos miembros de la
pareja impone un castigo, el otro debe adherirlo incondicionalmente. El
desacuerdo de la pareja, vulnera los parámetros y el efecto del
castigo. Resta solidez y contundencia, abre una puerta para erogar las
ventajas y solidez del castigo. Da el espacio para que el hijo busque
“sombra” en el padre que cede. Idealmente la imposición del castigo debería
mediar una revisión por parte de la pareja, sin embargo, también es
importante la temporalidad entre la ocurrencia de los hechos y la imposición
del castigo de modo que puede ser impuesto por uno de los padres y el otro
deberá suscribir y adherir el castigo impuesto sin permitir se perciba
desacuerdo alguno entre la pareja. Más grave aún resultaría la
desautorización y atenuación o levantamiento de la falta por parte de la
pareja. Una vez esto ocurra, tus hijos vivirán “sin Dios ni ley”
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