"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 9 de marzo de 2022

Secuestro. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Esta semana les comparto un cuento de mi libro Fuga de Ideas, publicado con la editorial Fallidos Editores.  Espero les guste. 



 

SECUESTRO

 

I

Ángela se levantaba temprano todos los días a despa­char a su pequeña hija al colegio. Luego, se sentaba frente al computador y trabajaba durante varias horas en su texto. A veces, en las noches pasaba largas horas frente a la pantalla tratando de darle forma a su nueva novela.

Algunas tardes, discutía el avance con su editor y oca­sionalmente leía alguno de los capítulos a sus amigos del taller de literatura. La construcción de una novela es un proce­so lento y arduo que solo muy pocos se dan el lujo de poder lograr.

Ángela tenía el tesón que le faltaba a sus colegas que escribían cuentos. El cuento trata de una acción específica. La novela por el contrario, es una intrincada red en que cada personaje tiene su propio mundo. Cada uno debe ser crea­do meticulosamente. Con precisión relojera, no sea que en alguna parte de la trama, la falta de un piñón impida que el engranaje pueda mover la obra.

Pero un día Ángela se sentó ante su teclado y por pri­mera vez en la vida las palabras no fluyeron. Había escuchado que los escritores en cualquier momento de su trabajo litera­rio tenían algún tipo de bloqueo. Quería escribir sobre su per­sonaje: Isolda, pero esta vez no se le ocurrió nada. Era como si hubiera olvidado quién era la protagonista de su novela.

 Fue a la cocina, se sirvió una segunda taza de café y re­pasó los capítulos anteriores. La historia de Isolda era cohe­rente, fluída, habían comentado algunos. El final ya lo tenía visualizado. Solo debía desarrollar la historia de su heroína desde el momento en que la protagonista había empezado a recordar su pasado.

Ángela intentó escribir otro capítulo más, pero algo se lo impedía. Cansancio. Tal vez era cansancio lo que sentía. Ese día apagó el computador y se dedicó a hacer otras cosas, esperando que al día siguiente volviera la inspiración.

Tres días después Ángela ya estaba desesperada. Se ha­bía puesto como meta escribir al menos dos capítulos a la se­mana. Quizás había estado demasiado inmersa en el mundo de Isolda y se había saturado de ello. Decidió escribir sobre otros temas.

Ángela no tuvo ningún inconveniente en escribir un ca­pítulo entero sobre Omar, otro de los personajes de la novela, que para el momento de la historia se encontraba en un lugar muy diferente al de la protagonista. Describió los lugares donde otros personajes vivían su momento y no tuvo problema con la coherencia del relato. Esa noche Ángela durmió tranquila pensando que su inspiración había vuelto.

Al día siguiente, luego de enviar a su hija para el co­legio, Ángela retomó el trabajo del día anterior. Uno de los personajes debía comunicarse con Isolda para darle la noticia que daría el giro al final de la trama. Pero al llegar a “Isolda”, Ángela sintió que había chocado contra un muro. Solo pudo digitar la letra “I” y quedó paralizada en el acto. No era capaz de digitar el nombre de su protagonista.

A ver, pensó, después de la “I” sigue la “S”, pero sus de­dos no respondieron. Trató de pronunciar el nombre que tan sonoramente había escogido para su protagonista, pero fue imposible. Un balbuceo torpe salió de su boca.

“Erre con erre cigarro…erre con erre barril” se oyó decir en voz alta y confirmó que era capaz de hablar sin dificultad. Cogió una pluma de su escritorio y escribió en un papel en blanco “Me llamo Ángela Ramírez. Vivo en Medellín. Soy escritora…”.

“Entonces, no tengo un accidente cerebrovascular. Estoy bien” se dijo a sí misma. Pero cuando intento escribir la palabra “Isolda” en el papel, la pluma cayó de su mano como si no tuviera fuerzas.

 

II

Los exámenes de sangre salieron normales. Igualmen­te la resonancia cerebral no había mostrado ningún tipo de lesión. Daniel y Ángela escuchaban cómo el neurólogo ex­plicaba que no había ninguna razón para estar preocupados. Todas las pruebas habían sido excelentes y no existía ninguna lesión neurológica que explicara el por qué no podía escribir esa palabra en especial. El diagnóstico definitivo fue agota­miento.

—Quizás es un bloqueo momentáneo —le decían sus compañeros escritores

—Sí. Has trabajado mucho en esa novela y quizás estás cansada —dijo alguien.

—Déjala un tiempo y trabaja en otros proyectos —recomendó otra voz.

Para Ángela no era fácil. Estaba obsesionada con esa novela que quizás la sacaría del anonimato. Había pensado que “Isolda” sería su Best Selller, pero tal vez sus compañeros tenían razón: debía dejar que la historia se aireara un poco. Su editor estuvo de acuerdo.

Durante dos semanas, Ángela estuvo escribiendo otros textos, evitando conscientemente su novela. Envió algunos cuentos a su editor quien le prometió revisarlos.

Una mañana luego de despedir a su hija, Ángela encen­dió su computador, abrió su procesador de texto y encontró una frase que la perturbó.

ISOLDA ESTÁ SECUESTRADA.

Daniel dormía plácidamente pero Ángela quería ahorcarlo. Ese tipo de broma no le hacía ninguna gracia y se lo hizo saber mientras desayunaban.

Su esposo aseguraba que él no había sido quien había escrito eso. Ángela no quiso creerle. Discutieron. Él se fue para el trabajo y ella quedó en casa muy molesta.

En la noche, ambos habían olvidado la discusión. Pero dos días después, al iniciar la mañana, el procesador de texto tenía otra nota.

SI QUIERES VOLVER A ESCRIBIR SOBRE ISOLDA, DEBERÁS SEGUIR LAS INDICACIONES.

—¡Esto es el colmo! —gritó Ángela mientras que se lanzaba contra Daniel que apenas abría los ojos. —Desgra­ciado, sabes que estoy pasando por un momento difícil de inspiración y disfrutas molestándome.

Daniel, asustado, miraba a Ángela que lo atacaba con una almohada, mientras trataba de entender qué era lo que estaba pasando.

—Te lo juro. No sé de qué me estás hablando.

—Claro que lo sabes, desgraciado. Estoy harta de que no me apoyes en mi trabajo. Siempre has estado en contra de que sea una escritora famosa.

—Eso no es cierto, y lo sabes.

—Mira, mejor déjame sola. No quiero verte.

—Claro que me iré. Podrás estar en paz.

Ángela había olvidado que Daniel tenía un viaje de tra­bajo en otra ciudad. Un viaje muy oportuno. Así tendría tres días para no discutir con él.

Daniel se bañó y se vistió. Mientras organizaba la maleta, trató de hablar con Ángela. No le quedaba claro el reproche que ella le hacía. Cuando Ángela señaló la frase en la pantalla, él se defendió diciendo que él no había sido. Ella por supuesto, no le creyó. La despedida fue un frío beso en la mejilla.

Ya sola en el apartamento, intentó nuevamente retomar la historia de Isolda. Fue imposible. No se le ocurría nada. Es más: no recordaba casi lo que había escrito en los primeros capítulos. Sabía que Isolda era un personaje de su libro, pero no recordaba qué diablos hacía en la historia.

A pesar de que el diagnóstico del médico había sido “cansancio”, estaba asustada por lo que le estaba pasando.

Las lágrimas comenzaron a brotar. Había sido muy dura con Daniel y lo llamó para disculparse. Él, aún dolido por lo que él creía que era una falsa acusación, contestó en un tono seco e impersonal. Debía colgar. Ya iba a abordar el avión. Ángela le recordó lo mucho que lo amaba y ofreció disculpas por el escándalo que había hecho. Era consciente de que se había alterado más de lo necesario. Él colgó.

 

III

Esa noche, Ángela, luego de acostar a su pequeña, in­tentó escribir algo, pero no pudo. Estaba agotada y se fue a la cama.

Quizá fue por la ausencia de Daniel, tal vez por la sen­sación de culpa, pero no pudo dormir. Se quedó dando vueltas en la cama pensando en cómo iba a resolver su novela y en lo que estaba experimentando.

De pronto escuchó un “bip” que provenía del estudio. Parecía el sonido que hacía su computador al encenderse. Por primera vez se le ocurrió que a lo mejor era su hija quien jugaba con ella. Le pareció extraño. Apenas, si sabía escribir. Se levantó y caminó sigilosamente hacia el estudio. Al pasar por la puerta de la habitación de su hija vio su silueta en la cama. Cuando llegó al computador notó que las luces de la CPU estaban encendidas. Quizás había olvidado apagarlo.

Encendió la pantalla para verificar que no había dejado ningún archivo abierto y poder apagarlo sin perder informa­ción, cuando vio asustada que en la pantalla había una hoja en blanco en la cual se estaba escribiendo una frase sin que nadie tocara el teclado.

—TENGO EN MI PODER A ISOLDA. SI QUIE­RES VOLVER A SABER DE ELLA DEBERÁS SE­GUIR MIS INSTRUCCIONES.

Con manos temblorosas, Ángela comenzó a digitar…

—¡Quién es? ¿Quién está escribiendo?

—YO

—¿Y quién eres?

—ESO NO IMPORTA. LO IMPORTANTE ES QUE ISOLDA ESTÁ SECUESTRADA Y NO ESTARÁ LIBRE HASTA QUE SIGAS LAS INDICACIONES.

—No entiendo…

—NO TIENES QUE ENTENDER NADA. ES UN SECUESTRO. SI QUIERES A ISOLDA TENDRÁS QUE HACER LO QUE TE DIGA.

Ángela, evitando dar un alarido oprimió instintivamen­te el botón “reset” del equipo, pero se arrepintió inmediatamente por haber actuado de forma tan apresurada. Pensó que debía haberlo dejado encendido, pero era la primera vez que le pasaba algo tan extraño.

En la mañana, después de enviar a su hija al colegio, llamó a su editor para contarle lo ocurrido.

—Puede ser eso que llaman “delito informático”. A lo mejor alguien está entrando a tu computadora. ¿Por qué no hablas con la policía?

—Sí. ¿Pero y eso qué tiene que ver con que no sea capaz de escribir sobre Isolda?

—Buen punto. No sé. Habla con ellos.

Cuando Ángela fue a la oficina de delitos informáticos de la Policía Nacional, pensaron que estaba loca. Una escritora estaba denunciando que habían secuestrado el personaje de una de sus novelas y que sus captores le escribían en una página de Word de su propio computador.

Sin embargo, el técnico que la atendió ante la insistencia de que el computador escribía sin que nadie digitara, le sugirió que lo hiciera revisar de un técnico. Quizás había sido víctima del algún hacker.

—¿Y eso no es lo que investigan ustedes? — preguntó Ángela bastante molesta.

—Señora, nosotros investigamos delitos informáticos. ¿No dijo usted que no tenía información personal o bancaria en su computador?

—Así es. Solo lo uso para escribir mis libros y hacer alguna consulta en internet.

—Entonces, no hay delito. Debe hacerlo revisar por un técnico particular para ver si se le coló un hacker.

—Pero…

—Lo siento, señora. Solo nos corresponde investigar si hay un delito.

—Pero… ¿y el secuestro de mi personaje?

Ángela se interrumpió bruscamente cuando se escuchó decir la frase. “¿Así hablaría una persona cuerda?” La mirada del técnico de la policía, la hizo recapacitar.

—Sí señor. Haré lo que me dice. Buscaré un técnico.Mil gracias —y salió lo más rápido que pudo antes de que la retuvieran por loca.

—Con mucho gusto señora —respondió el policía mientras pensaba en lo extraños que suelen ser los escritores.

 

IV

Al llegar a su casa, encontró el computador encendido. Estaba segura de que lo había dejado apagado.

—¿QUÉ DICES, ÁNGELA. QUIERES RECUPE­RAR A ISOLDA?

—¿Quién eres? —escribió Ángela, más enojada que asustada.

—SOY QUIEN ESTÁ BLOQUEANDO TU MEN­TE. SOY QUIEN TIENE SECUESTRADA A ISOLDA —las letras iban apareciendo, una a una en la pantalla.

—¿Qué quieres de mí?

—QUE ESCRIBAS UN CUENTO SOBRE SE­CUESTRO DE IDEAS.

—¿Y luego?

—PODRÁS VOLVER A ESCRIBIR SOBRE ISOLDA.

—¿Y si me niego?

—PONDRÍAS EN PELIGRO TU NOVELA. JA­MÁS PODRÁS TERMINARLA.

—Pero podría escribirla a mano.

—NO PUEDES. YA LO HAS INTENTADO, ¿VERDAD? NO ES ESTE EQUIPO EL QUE TE IM­PIDE ESCRIBIR. ISOLDA FUE SUSTRAÍDA DE TU MENTE. PERO HAS SIDO TAN NECIA QUE ME HAS IGNORADO POR COMPLETO. YO USO ESTE COMPUTADOR PARA COMUNICARME CONTI­GO, PERO ISOLDA NO FUE SECUESTRADA DE UN DISCO DURO. FUE SECUESTRADA DE TU HISTORIA, EN TU CABEZA. POR ESO NO PUEDES ESCRIBIR SOBRE ELLA. ISOLDA ES UNA IDEA SECUESTRADA.

Ángela sintió desmoronarse. Era una situación muy in­usual. Parecía que la ficción había entrado a su mundo, para quedarse. Miró el reloj. Era hora de recoger a su hija en el colegio. Era viernes y salía un poco más temprano. Empacó algunas de las pertenencias de la niña y habló con su madre. La llevaría con sus abuelos el fin de semana para tenerla fuera de la casa por un tiempo mientras resolvía la situación.

Antes de salir, Ángela imprimió la hoja de Word y la echó en su cartera por si acaso necesitaba pruebas. Dejó el computador encendido y salió por su hija.

Luego de dejarla donde los abuelos, llamó a su editor. Le contó lo que le habían dicho en la Estación de Policía y este le sugirió que hiciera lo mismo: hacer revisar su equipo por un técnico en sistemas. Le dio el teléfono de uno que había trabajado en la editorial. También le sugirió que escribiera un cuento sobre secuestro de ideas. Nada perdería con hacerlo, y qué mejor inspiración tenía, que una historia donde un protagonista imaginario era raptado de la mente de un escritor.

Cuando terminó de hablar con su editor, encontró en su celular una llamada perdida. Era Daniel que estaba un poco preocupado. Había llamado a la casa y nadie había contestado. Llorando, Ángela le contó lo que había pasado luego de que él se fuera de viaje. Daniel más preocupado aún, le sugirió que no regresara a casa y se quedara con sus padres. Ángela por el contrario se mostró partidaria de volver y es­cribir la historia en el computador. Quizás si el secuestrador veía que seguía sus instrucciones liberaría a Isolda. Daniel no estuvo de acuerdo y le insistió para que esperara su regreso que sería al día siguiente. Ángela no quiso esperar.

Llamó al técnico en sistemas. “Es viernes”, respondió él. ¿Sería posible la semana siguiente? No. Claro que no —res­pondió ella. La situación era apremiante. ¿El sábado? Costa­ría un poco más. No importa —contestó ella. ¿A las nueve? Perfecto. Ángela le dio la dirección de su apartamento.

Apenas Ángela llegó a su casa, se dirigió a su estudio. La página con la conversación estaba sin modificaciones en la pantalla. Dio clic en “documento nuevo” y comenzó a es­cribir la historia del secuestro de ideas. Trabajó en ella hasta muy entrada la noche. Era la historia de un escritor al que le secuestraban un personaje imaginario. La idea en sí era fasci­nante. Era una lástima que no se le hubiera ocurrido antes y que escribirla hubiera sido un acto forzado.

Cerca de las tres de la mañana, Ángela terminó la his­toria y la envió por correo electrónico a su editor. Pensó que quizás así, los captores de Isolda podrían ver que había cum­plido su parte. Se acostó muy cansada y se durmió sin proble­ma. Soñó con Isolda que reía y cantaba mientras transitaba por un bosque florido. En el sueño, Isolda se reunía con los demás personajes de la novela y departían animados.

Serían algo más de las nueve y media de la mañana del sábado, cuando el citófono la despertó. Había llegado el técnico. Mientras se ponía algo de ropa para hacerlo pasar Ángela descubrió que se sentía más ligera. Tenía cientos de ideas sobre cómo continuar su novela, cada idea mejor que la anterior. Incluso pensó que lo del técnico ya no era necesario. Había vuelto su inspiración. Sentía que podía terminar su novela si trabajaba todo el día.

Ángela hizo pasar al técnico y le contó lo del posible hacker, omitiendo cuidadosamente hablar del secuestro de su personaje. El técnico se sentó al teclado, digitó unas ins­trucciones y un fondo negro se desplegó en toda la pantalla, con un cursor intermitente que se desplazaba a medida que escribía unos comandos que Ángela desconocía. Ella respon­día todas las preguntas que el hombre hacía sobre el antivirus, sobre quién más tenía acceso a la máquina, instalación de programas recientes, descarga de música o videos, etc.

Finalmente, luego de correr varios programas, el vere­dicto del técnico fue contundente. El equipo había sido in­fectado por un virus que permitía el acceso remoto desde otra ubicación. Habría que formatear todo el disco duro. ¿Había riesgo de perder toda la información? Claro que sí. El virus había infectado varias carpetas del registro. Cualquier archi­vo podía estar infectado.

¿Habría forma de hacer un backup? No. El backup po­dría quedar con el virus. ¿Entonces qué podría hacer? Si no había hecho una copia de seguridad antes de la infección lo perdería todo.

Ángela recordó que cada mes enviaba sus textos a su editor. Además hacía un mes había guardado sus archivos en un disco externo. Si no estaban infectados podría reconstruir sus cuentos y novelas. Solo perdería lo escrito en las últimas tres semanas.

Quedó decidido, formatearían el disco duro. Solo hubo una solicitud. Pidió al técnico que imprimiera todos los últi­mos trabajos escritos en el último mes, incluyendo el cuento sobre el secuestro de las ideas.

El disco duro del equipo fue formateado y el técnico volvió pacientemente a instalar casi todas las aplicaciones que tenía originalmente. Fue una jornada larga. Hasta las tres de la tarde Ángela y el técnico estuvieron trabajando, tratando de reconstruir los archivos perdidos a partir de un disco duro externo. Las pruebas habían descartado que los archivos en él, estuvieran corruptos o infectados.

Luego de verificar que el equipo funcionaba a la perfec­ción y que la mayoría de los archivos quedaron restablecidos, con excepción de los del último mes, Ángela pagó al técnico una suma considerable de dinero. Luego de que este se fuera, llamó a su madre para preguntar por su hija y se sentó a revisar las nuevas aplicaciones que el técnico había dejado instaladas en su computador.

 

V

A las seis de la tarde, un ruido en la puerta la sobresaltó. Era Daniel que regresaba de su viaje. Se abrazaron como dos enamorados que no se veían en mucho tiempo.

Conversaron y se contaron las mutuas experiencias de los tres últimos días, Daniel sonreía viendo que la inspiración había regresado a su amada y le daba esa cara de felicidad que no había visto en las últimas semanas.

Tenían lo que quedaba del fin de semana para ellos so­los y se desatrasaron con pasión. El domingo en la tarde re­cogieron a la hija y la vida volvió a ser normal.

El lunes Ángela despachó a su hija para el colegio y a su esposo para el trabajo y se sentó nuevamente frente al teclado. Escribió y escribió como si nada hubiera pasado. Isolda había sido liberada y se reintegraba a la novela como si nunca hubiera estado ausente.

El miércoles llevó dos nuevos capítulos a su editor y el cuento impreso que había escrito sobre el rapto de una idea. Él ya lo había leído y le había parecido maravilloso.

En el taller de escritores contó la historia del hacker y les sugirió que hicieran una revisión de sus computadores, no fuera que tuvieran un virus en sus equipos. Sus compañeros estaban estupefactos. Quiso mostrar la página en la que pedían el rescate, pero por alguna extraña razón la hoja que había guardado en su bolso estaba en blanco. Se conformó con leerles el cuento que había escrito sobre el secuestro de ideas.

Mientras lo hacía, una de sus compañeras se movía in­cómoda en la silla. Cuando Ángela terminó su lectura, Luisa, una compañera comenzó a llorar.

—¿Qué te pasa, Luisa? No es una historia tan trágica para que te pongas así. Tuvo un final feliz.

—No es por eso. ¿Recuerdan ustedes la novela que em­pecé a escribir sobre Gabriela, la abogada?

—¿Qué hay con ella?

—¿Recuerdan que ustedes siempre me regañaban por­que la dejé inconclusa y nunca volví a trabajar en ella? Les voy a confesar algo. Gabriela, mi personaje, fue secuestrada…Nunca escribí la historia que me pedían como rescate y ella nunca volvió a mi cabeza. Solo Dios sabe quién la tiene secuestrada aún.

 

©  Carlos Alberto Velásquez Córdoba

 


Fuga de Ideas. 

Libro de cuentos fantásticos bajo el sello editorial de Fallidos Editores y con prólogo de los profesores Luis Fernando Macías y Memo Anjel

Categoría: Literatura Colombiana (cuentos)
Primera edición: Nov 2019
número de páginas: 82
ISBN: 978-958-48-7357-6
Editorial: Fallidos Editores
Formato: 14 x 21 cm (con solapa), Rústico (pegado-cosido)
Interior: Papel Ecológico


miércoles, 2 de marzo de 2022

El conflicto entre Ucrania y Rusia

Esta semana, y dados los hechos recientes, les traigo una buena explicación de lo que está ocurriendo en Ucrania. El problema es más antiguo de lo que muchos creen y sus raices mucho más  profundas, de lo que imaginan. 

Muchos medios lo ven como una infame invasión de un país grande a uno pequeño, que abre llagas no cicatrizadas sobre la triste y horrorrosa historia del holodomor, pero para otros es la respuesta de un país (Rusia) a un ataque lento y desapercibido que la OTAN ha trazado desde hace varias décadas violando pactos y anexando estados que antes eran fieles a la Unión Soviética, y sobre los cuales había prometido no avanzar. El equilibro se venia perdiendo desde hacía mucho y estas son las consecuencias. Esto no se trata de una lucha entre malos y buenos. A veces cuando uno profundiza, descubre que cada quien tiene sus razones. La insensatez humana no conoce límites.

El video con la explicación corresponde al programa "Nos cogió la noche" de Cosmovisión, emitido por el canal Teleantioquia .  El experto invitado es Juan David Escobar, politólogo.


Este video fue emitido el 24 de febrero de 2022.



Hasta la próxima semana. 

miércoles, 23 de febrero de 2022

Dos cuentos para pensar: Impunidad y Eugenesia

Los siguientes microcuentos estaban destinados a salir publicados en un libro.  Pero, dadas las circunstancias¹, el parto debió adelantarse. 

A veces no hay mejor argumento que la literatura. 




IMPUNIDAD

 Carlos Alberto Velásquez Córdoba.


La primera vez que quisieron matarlo, usaron un veneno. Por varios días estuvo sometido a dolores insufribles y a convulsiones incontrolables, pero sobrevivió milagrosamente. En vista de que continuaba vivo, fue atacado, unos días más tarde, con un objeto metálico con la intención de mutilarlo. Hubiera sido desmembrado de no haber permanecido acurrucado y en silencio en la oscuridad de su guarida. Dos días más tarde volvieron a entrar por él, pero tampoco esta vez pudieron dañarlo. Los sicarios eran inexpertos.

Veinte años después, él aún no olvidaba el intento de homicidio al que había sobrevivido. Solo sabía que había sido una mujer la que lo había dispuesto. Luego de mucho reflexionar, decidió investigar a profundidad y finalmente, al cabo de cinco años, dio con su paradero: Ella se había trasladado a otra ciudad y aunque cambió su apellido, la encontró. La estuvo vigilando por varios días. A simple vista parecía un ama de casa cualquiera, con un hogar conformado por unos hijos adolescentes y un esposo enamorado. Nadie podría imaginar que aquella mujer, años atrás, intentara perpetrar un homicidio.

Mucha gente le recomendó que dejara las cosas como estaban, que podía considerarse afortunado por ser un sobreviviente, pero él no olvidaba lo que ella había querido hacerle y acudió a las autoridades. Pretendía que pagara por haber intentado asesinarlo cinco lustros atrás. 

El fiscal que lo atendió, lo escuchó asombrado y finalmente le respondió que no había nada que pudiera hacerse contra ella o quienes le hubieran ayudado: en primer lugar, porque los hechos habían ocurrido hacía mucho tiempo y no había pruebas de nada. En segundo, porque ella podría justificarse diciendo que, cuando intentó asesinarlo, era apenas una adolescente desesperada, y que, al fallar en tres ocasiones, cambió de opinión y le dejó vivir.  Además, al pretender asesinarlo, ella estaba en todo su derecho.  Al fin y al cabo, intentar practicarse un aborto, ya era, para ese entonces, un procedimiento absolutamente legal.


FIN

 

(c) Carlos Alberto Velasquez Córdoba (2021)



 

EUGENESIA

 Carlos Alberto Velásquez Córdoba

 

En estos días estaba leyendo unos periódicos antiguos y descubrí que se gastaba mucha tinta en discusiones sobre el aborto.  En uno de ellos pude leer la frase de un opositor, que decía: “Es irónico que todos los que están a favor del aborto, hayan podido nacer”, y luego argumentaba que era una desfachatez que se pidiera el aborto para otros, mientras se tenía el privilegio personal de estar vivo. También en sentido contrario, leí defensas muy bien sustentadas apoyando el aborto, y pensé en la increíble y maravillosa forma cómo mi civilización suprimió por completo esa discusión. Ya nadie, en la actualidad, menciona ese tema.

¿Quién lo creyera?  Todo empezó con los estudios genéticos sobre el ADN. Primero se estudió in útero quién sufriría enfermedades genéticas al nacer, y posteriormente, quién padecería enfermedades crónicas.  Luego de tomar unas pocas células del embrión, no era difícil saber quién sufriría un infarto y a qué edad moriría, o quien sería diabético a los 43 años.

Media década después se tuvo conocimiento de cuál sería la inclinación sexual en su etapa adulta o sus gustos académicos. Con la simple muestra de una minúscula célula tomada del líquido amniótico, se podía prever quién sería médico, quién abogado, o quién artista.

El culmen llegó cuando se pudo identificar a través del estudio de su ADN, quién, de adulto, estaría a favor del aborto. A partir de entonces, todo embrión de pocas semanas, que en su material genético estuviera predestinado a ser promotor del aborto, fue abortado sin permitirle que naciera.

No existe ningún dilema ético al hacerlo, dado que, al estar de acuerdo con el aborto, se daba por entendido que no objetaría aplicar el procedimiento a sí mismo.  De hecho, ya no se llaman "abortos", puesto que realmente se trata de una eutanasia anticipada. 

Lo bueno de todo, es que nadie que haya nacido estaría a favor del aborto. Los que hubieran estado a favor, fueron abortados antes de nacer.    

¡Es una maravilla, la forma cómo mi civilización supo resolver un problema que por mucho tiempo había sido generador de conflicto!

 

FIN


(c) Carlos Alberto Velasquez Córdoba (2021) 

Espero que les haya gustado y les genere alguna reflexión. Si los quieren compartir, solo les pido que, citen al autor y la fuente (el blog de los lagartijos). 

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¹En Colombia la Corte Constitucional acaba de despenalizar el aborto para gestaciones hasta de 24 semanas (seis meses de embarazo). Como médico elevo mi voz de protesta. No me hice médico para asesinar inocentes. 

No puedo hacer nada para cambiar esa ley. Pero si asesinar inocentes es ahora legal, me niego a cumplir esa ley. 

Señores magistrados: No cuenten conmigo. Si quieren matar a un ser indefenso, háganlo ustedes mismos.  





miércoles, 16 de febrero de 2022

Brevemar. Lina Marcela Cardona García.

Hace poco recibí un regalo maravilloso: Un libro de una amiga, que publicaba su primera obra. 

Apenas leí las primeras páginas, no pude soltarlo, y he vuelto a él varias veces porque sencillamente es un libro excepcional. En sus páginas habla de su infancia, su familia, el amor hacia sus padres y el que recibió de ellos, sus recuerdos, sus amores pasados, su vida, la muerte de su padre... Es un libro muy íntimo y muy bello que quiero compartirles. 


Con el permiso de su autora les traigo este bello texto


Los remedios

Lina Marcela Cardona García

Mi mamá sabía más que los médicos. Cuantos consejos escuchaba de sus amigas o vecinas fueron experimentados en nosotros, los niños. Y eso que para ese tiempo, por fortuna, no existían las redes sociales ni la mensajería instantánea, por donde se propagan las noticias sobre curas inmediatas. Como éramos flacos y paliduchos, y las mamás prefieren a los que son gordos y con las mejillas rosadas, la nuestra dedicó parte de su vida a tratar de aliviarnos y mejorarnos. Yo no era precisamente una muñeca de catálogo: pelo escaso, y con unas uñas que parecían de papel, por lo que entiendo que ella instalara su esperanza en que me compusiera un poco, en que mi hermano también se compusiera.

Se inventaba razones para llevarnos a citas periódicas en el Seguro Social. Llegaba con una lista de dolencias de cada uno, pretendiendo mostrarnos enfermos y casi moribundos a los ojos de los doctores. “Hay que contar todo, todo, en las citas”, aconsejaba. Casi que dirigía la consulta, los galenos asentían sin tiempo de pensar ante semejante ráfaga. Gracias a su obstinación, terminábamos medicados con vitaminas e inyecciones.

Recuerdo el olor de las pastillas de complejo B, que se volvió propio del cajón. Mi mamá decía que servían para estimular el crecimiento del pelo y las uñas. Y apoyaba la medicación con recetas caseras. Tengo un recuerdo, de los iniciales, de una escena de resistencia, cuando ella trataba de aplicarme un ungüento, del que luego supe que era a base de guayaba agria, para aliviar mi primer dolor, el de las llagas.

Después fue el chocolate de ojo, que nos observaban mientras saboreábamos la canela que disfrazaba el gusto a carne. El hígado crudo licuado con moras, para la anemia y para ganar más sangre. Vapores de sauco y eucalipto para la gripa y las enfermedades respiratorias; con una toalla sobre la cabeza para aprovechar bastante el vaho que salía de la ponchera, pero con la precaución de no exponernos al sereno porque nos torceríamos. Jugo de guineo y gelatina sin sabor para la gastritis y el dolor de estómago. Límpido para curar los herpes de la boca. Tan oftalmóloga como era, nos hacía comer zanahoria a diario y en varias preparaciones para ver mejor y, además, frotarnos los ojos con alguna semilla o un huevo caliente para desaparecer un orzuelo.

Entre las prescripciones memorables se encuentran el remedio para engrosar las piernas y el que combatía la falta de hierro. Mi más grande complejo de niña era tenerlas flacas, defecto por el que me gané varios apodos. Pero a mi mamá le dijeron que echarse aceite de pata de res para engrosarlas, que era bendito. Y así, cada noche, me acostaba brillante y con ese olor como a caldo.

Y ¿qué más pertinente que el extracto de herradura para incrementar los niveles de ferritina? Sí, así fue: un agua sin sabor, procedente de un herraje rehervido sería la cura de la anemia que ella suponía evidenciábamos. Rendida por los no resultados, que debían traducirse en tener mejor color, terminó colgando la herradura tras la puerta como amuleto para espantar las malas energías. Siquiera gracias a la defensa de mi papá no llegamos a la boñiga con leche, que le recomendaron para que desarrolláramos defensas.

Ella también era experta en las recomendaciones de reposo y cuidado de enfermedades. Cuando tuve varicela, por ejemplo, me hacía acostarme cubierta de pies a cabeza, para no contagiar a nadie durante la noche. Y cuando sufrí de hepatitis, a mi color amarillo y al encierro, se les sumaron las advertencias. “Si caminas muy rápido, o corres, o te comes algo que tenga grasa, se te va a explotar el hígado”. Por días esperé la gran explosión, como de las caricaturas, pues hurté de la nevera una galleta rellena de chocolate que comí sin pensar en mi muerte.

Y así, una lista larga que evidencia la trayectoria médica y de prescripción de mi madre. Muchas de las recetas las fui olvidando. Aunque si se las pregunto, recibo la explicación de las bondades y las dosis requeridas.

Cuando hablaba de estos remedios y mezclas, mis amigos lloraban de la risa y me consideraban una sobreviviente, más de mi madre que de mis dolencias infantiles. Pero nosotros éramos los pacientes que creíamos ciegamente en ella y en su amor cuidador.

Adulta, en un hospital, esperando noticias sobre una cirugía compleja de mi mamá, era inminente pensar que cuando el origen de uno se enferma, el mundo, como lo conocíamos, tendría que ser diferente: ¿Quién nos cuidaría? Me gustaría haber tenido tantas ocurrencias como ella, y haber estado segura de que llegaría el alivio. Pero yo ya estaba en otros dolores, sobre todo los que producía el miedo a la orfandad y a perder ese amor, para los cuales los remedios con seguridad nunca serán suficientes.

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Lina Marcela Cardona García. 
Medellin, 1978. 

Contadora pública de la Universidad de Antioquia, con
especialización en Alta Gerencia de la Universidad de Medellín. Cursó la maestría en Hermenéutica literaria (2016) y el diplomado en edicion de textos (2020) en la Universidad EAFIT.  Actualmente se desempeña como líder de riesgos y controles en una multinacional.  Ha participado en talleres de escritura creativa y cursos literarios como la Escuela de Escritores de Madrid, (2020), Asmedas (desde 2019) con el escritor Luis Fernando Macías, y "Viajeros" con el escritor Pablo Montoya (2021). Hizo parte de la investigación histórica "100 empresarios, 100 historiasde vida: Francisco Luis Jiménez" de la Cámara de Comercio de Medellin.   
Brevemar es su primer libro de relatos y crónicas. 

Lina Marcela Cardona con el profesor 
Luis Fernando Macías,  autor del prólogo


Brevemar,  proyecto ganador en la sexta convocatoria de Fomento y Estímulos para el Arte y la cultura 2021, de la Secretaría de Cultura de Medellín.  

Editorial Otrabalsa - Crónica
ISBN 978-958-49-4445-0
Prólogo de Luis Fernando Macías
Ilustraciones Interiores:  Male Correa. 

miércoles, 9 de febrero de 2022

¡Oh Capitán!, ¡Mi capitán! Poema de Walt Whitman

Muchos de ustedes quizas recuerden la película "La sociedad de los poetas muertos", que protagonizó el genial Robin Williams.  Tal vez reconozcan la famosa frase "¡Oh, Capitain! ¡My Capitain!.

Pues bien, esta semana les traigo el poema completo. 

Creo que vale la pena ponerlos en contexto: Este poema lo escribió Walt Whitman luego del asesinato de Abraham Lincoln en 1865.  Fue publicado ese mismo año en su libro "Hojas de hierba"

Sin más preámbulos, el poema. 

¡O Captain my Captain!


O Captain my Captain! our fearful trip is done;
The ship has weather’d every rack, the prize we sought is won;
The port is near, the bells I hear, the people all exulting,
While follow eyes the steady keel, the vessel grim and daring:


But O heart! heart! heart!
O the bleeding drops of red,
Where on the deck my Captain lies,
Fallen cold and dead.


O Captain! my Captain! rise up and hear the bells;
Rise up—for you the flag is flung—for you the bugle trills;
For you bouquets and ribbon’d wreaths—for you the shores a-crowding;
For you they call, the swaying mass, their eager faces turning;



Here Captain! dear father!
This arm beneath your head;
It is some dream that on the deck,
You’ve fallen cold and dead.



My Captain does not answer, his lips are pale and still;
My father does not feel my arm, he has no pulse nor will;
The ship is anchor’d safe and sound, its voyage closed and done;
From fearful trip, the victor ship, comes in with object won;



Exult, O shores, and ring, O bells!
But I, with mournful tread,
Walk the deck my Captain lies,
Fallen cold and dead.


¡Oh, Capitán, mi Capitán!


¡Oh, Capitán, mi Capitán! Nuestro azaroso viaje ha terminado;
El barco capeó los temporales, el premio que buscamos se ha ganado;
Cerca está el puerto, ya oigo las campanas, todo el mundo se muestra alborozado,
la firme quilla siguen con sus ojos, el adusto velero tan audaz.

Pero, ¡Oh, corazón! ¡Corazón! ¡Corazón!
Oh, se derraman gotas rojas
en la cubierta donde yace mi Capitán
caído, frío y muerto.

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas;
levántate —por ti la enseña ondea— por ti suena el clarín;
por ti son las guirnaldas y festones —por ti se apiñan gentes en la orilla;
por ti claman, la inquieta masa a ti se vuelve ansiosa.


¡Escucha, Capitán! ¡Querido padre!
Te pongo el brazo bajo la cabeza;
Un sueño debe ser que en la cubierta
hayas caído frío y muerto.


Mi Capitán no contesta, están sus labios pálidos e inertes;
Mi padre no es consciente de mi brazo, no tiene pulso ya ni voluntad.
El barco sano y salvo ha echado el ancla, el periplo por fin ha concluido;
del azaroso viaje, el barco victorioso regresa logrado el objetivo.


¡Exultad, oh, costas!, y ¡sonad, oh, campanas!
Mas yo, con paso fúnebre recorro
la cubierta donde yace mi Capitán
caído, frío y muerto.



Walt (Walter) Whitman:   (1819 - 1892)

Poeta 
estadounidense, enfermero voluntario, ensayista, periodista y humanista. Su trabajo se inscribe en la transición entre el trascendentalismo y el realismo filosófico, incorporando ambos movimientos a su obra.  Ha sido fuente de inspiracion de miles de escritores. Tal vez uno de los mejores poetas de la lengua inglesa.


miércoles, 2 de febrero de 2022

¿Cómo educar el hijo ajeno? Juan Carlos Rodríguez Jaillier

Todos los que somos padres hemos dudado alguna vez en el esfuerzo de educar nuestros propios hijos.  ¡Ah!.. pero somos especialistas (con doctorado y todo) cuando se trata de educar a los hijos de los demás. Sabemos, o creemos saberlo todo, cuando se trata de la educación de los hijos ajenos: Damos consejos, criticamos su enseñanza y asesoramos en la educación de esas bestias ajenas, cuando muchas veces no supimos educar a nuestros propios retoños. 


Por eso me alegré tanto cuando Juan Carlos Rodríguez, excelente médico, inmejorable padre y mejor amigo, me envío el borrador de su libro "COMO EDUCAR AL HIJO AJENO".  En sus páginas plasmaba, con una serie de anécdotas y reflexiones, temas tan cruciales como el amor, los castigos, el perdón, las pataletas, los conflictos de la adolescencia y tantas otras preocupaciones que han sacado canas a más de uno. 

Cómo él mismo lo plantea: "somos muy buenos educando a los hijos de los demás"

Conozco hace mas de treinta años al autor y siempre lo he considerado un ser humano ideal: comprometido consigo mismo, con su familia y con su comunidad. Médico y cirujano, con especialización en áreas administrativas, dedicó varios años de su vida a trabajar en una clínica pediátrica, donde fortaleció su amor por la infancia. Su esposa, a quien conozco desde los  tiempos de la universidad, ha sido su amiga y compañera por largos años (pocos para ellos). Entre ambos levantaron una familia como la que todos ambicionamos.  Fruto de ello, surgió este libro, entretenido por sus anécdotas (basta con leer el título de uno de sus capítulos: "Hijo, ponte chaqueta y bufanda que tu mamá tiene frío…"), y edificante por las enseñanzas que trae.

Otro dato que puede hablar bien de su autor es que todos las ganancias resultantes de la venta de este libro son para la Clínica Noel, una fundación que se encarga de la atención de los niños en situación de vulnerabilidad. 




Con el permiso del autor les comparto uno de sus capítulos: 


Capítulo 6

EL CASTIGO

 

Este es quizá uno de los puntos más complejos en el proceso de educación de nuestros hijos. Aquí algunos elementos que considero “no negociables” y las que podría mencionar como reglas de oro del castigo o “Decálogo del Castigo”:

1.    Inamovible.

2.    Impredecible.

3.    No intercambiable / Temporalidad.

4.    Graduable.

5.    Proporcional a la falta.

6.    Progresivo.

7.    Nunca con rabia.

8.    Equidad / Respeto por la dignidad.

9.    Nunca físico.

10.  Por consenso de pareja o por adhesión.

 

Inamovible

 Una vez impuesto un castigo, debe mantenerse indemne en intensidad, duración y características. No puede atenuarse un castigo después de impuesto. Peor aún, no puede NUNCA levantarse el castigo después de impuesto. Ceder frente a las variables del castigo abre una puerta muy riesgosa y permite que el hijo reciba un mensaje confuso. La consistencia, persistencia y coherencia resultan determinantes en el proceso formativo. Los hijos habitualmente tienen la perseverancia para procurar un espacio de “amnistía”. Sin embargo, ceder ante ello deja sin efecto el propósito formativo. De modo que, si se ha asegurado el cumplimiento del decálogo, la tarea resultará menos compleja. Como experiencia, una vez impuesto el castigo, lo único que obtenían Simón y Camila frente a la solicitud de levantamiento o atenuación, era un incremento de la sanción impuesta. Con amor, sin rabia, con claridad, firmeza y precisión, exponía a mis hijos el “porque” del castigo y una vez impuesto, sólo habría una posibilidad de variación: y era el incremento del castigo cuando ocasionalmente trataron de “negociarlo”. Pronto entendieron que, una vez impuesto, no habría otra opción que aprender de la situación y capitalizar esta experiencia. No existían “amnistías”, exoneraciones, ni mucho menos indultos o “levantamientos” de castigos. Sólo permanecía una única y última palabra, y así fue siempre, sin titubeos, sin vacilación.

 

Impredecible

 Si el castigo siempre es el mismo, el hijo estará dispuesto a asumir la consecuencia de la falta si acaso la ecuación “riesgo/beneficio” lo justifica. De este modo, el castigo siempre debe ser impredecible. La incertidumbre se constituye en un valioso elemento que impide que el hijo esté dispuesto a correr el riesgo del “elemento sorpresa”. Acatará las normas y se ajustará a los preceptos de comportamiento establecidos. El no saber con qué gradualidad o qué tipo de castigo podrá sobrevenir o cual podrá ser la intensidad o duración, limita la disposición a asumir el riesgo. Sin embargo, el “apetito de riesgo” de todos los hijos es variable. Tu coherencia y firmeza determinarán la claridad del aprendizaje. Mantén el elemento sorpresa, pero recuerda: una vez impuesto el castigo, no hay reversa.

 

No Intercambiable / Temporalidad

 En ocasiones el castigo puede tener consecuencias para los mismos padres. Por ejemplo: Este fin de semana no sales de la casa. Y justo ese fin de semana nos invitan de paseo. La tentación de “intercambiar” el castigo aflora. Sin embargo, materializar este intercambio desvirtúa el mensaje. Si bien vamos a mencionar la conveniencia de no aplicar el castigo con rabia y ello puede implicar que nos demos un tiempo y espacio para revisar la falta de forma racional y pausada, la imposición del castigo debe tener una temporalidad razonable entre la comisión de la falta y la imposición del castigo. Un castigo atemporal resulta irracional y puede dar un mensaje incoherente. En resumen, el castigo debe imponerse tan pronto como sea posible luego de cometida la falta y evaluada la situación. La decisión no debe distanciarse más de lo estrictamente necesario de la comisión de la falta.

 

Graduable

 El castigo debe ajustarse o graduarse en función a la intencionalidad, recurrencia, e incluso las circunstancias en las que ocurrió la falta. Existen atenuantes que deben considerarse. Llevar a cabo un ejercicio de “calibración” del castigo a partir del cual se comparta con el hijo nuestra visión de la falta, los hechos, circunstancias y razón para aplicar el castigo, resultará de mucho beneficio. Nuestro hijo debe reflexionar, entender y compartir que sus acciones y actuaciones tienen consecuencias. El “graduar” el castigo en función a una “calificación de la falta” le permitirá comprender mejor el mensaje. En nuestro caso les permitimos ocasionalmente sugerir su propio castigo lo cual ocurrió luego de haber sostenido con ellos una conversación y haber recibido de su parte la aceptación de la falta, y haber entendido y reconocido su error. Y sobre su propuesta de castigo, llevábamos a cabo una “graduación” que bien podría ser en aumento o en decremento del castigo sugerido por ellos. Siempre acompañado de una explicación de por qué se debería incrementar o incluso por qué se debería reducir y ocurrió esta segunda opción la cual brindó seguramente una oportunidad de aprendizaje profundo.

 Como ilustraré en el acápite del castigo físico, la explicación sobre los hechos y los valores comprometidos en la falta, resultan definitivos en el proceso de educación del hijo. Nuestro hijo debe asimilar que fue lo que hizo o dejó de hacer y que es lo que estuvo mal en ello. Dialogar con él sobre lo ocurrido resulta de mucho valor, pero si bien una buena conversación funciona muchísimas veces, no siempre es suficiente. En ocasiones, el castigo debe trascender la “amonestación verbal”.

 En la graduación de la falta es muy importante considerar las siguientes dimensiones:

  •     La intención
  •     La recurrencia de la falta
  •     El compromiso (violación) en la escala de valores.

 

Proporcional a la falta

 Como se refirió en el punto anterior debe existir proporcionalidad. La falta no es mayor o menor en función al impacto económico del daño sino al nivel de los valores comprometidos en la comisión de la ésta, la intencionalidad y la recurrencia.

 Para explicarlo mejor, cuando al niño le hemos permitido jugar con balón dentro de la casa y accidentalmente rompe un jarrón costoso, es un accidente y quizá somos tanto o más responsables que el niño. No es el valor económico del jarrón roto, sino la existencia o no de intencionalidad, si mintió cuando hizo el “daño”, si ocultó información, si inculpó a alguien, etc. Si el niño accidentalmente rompió algo y de forma honesta cuenta lo ocurrido, se apena por ello y no hubo intencionalidad, esto es un simple accidente. Por otro lado, si el niño de forma deliberada sustrajo un juguete, aun cuando fuese viejo o incluso roto, de la casa del vecino, la falta es mayor y el castigo debe ser proporcional al valor comprometido.

 Estaba muy pequeño y mi tía Angela (mi casi hermana), vivía con nosotros. Mi abuela falleció a temprana edad y mi abuelo se volvió a casar, Angela se fue a vivir con nosotros. Un día fuimos a visitar al abuelo y su esposa. Habían tenido un hijo (tengo un tío unos cuatro o cinco años menor que yo). Estando de visita, recuerdo que guardé en el bolsillo un muñeco que mi pequeño tío Mauricio había estado mordiendo. Era uno de estos muñecos de plástico, amorfos, que vienen al interior de los snacks. En esencia, casi “basura”. Cuando llegamos a casa, Angela se percató que yo tenía este muñeco. De inmediato me preguntó si me lo habían regalado. La verdad, no recuerdo haber pensado en sustraer el muñeco (o lo que quedaba de él), pero el hecho es que estaba en mi bolsillo y no era mío. Sin embargo, Angela firmemente me cuestionó y me reiteró lo mal que había hecho. No era mío. Eso era suficientemente claro. Me había “hecho” de algo ajeno. De inmediato me tomó de su mano y regresamos a la casa de mi abuelo. Era un domingo, pasaban las ocho de la noche. Tuvimos que ir caminando (no era tan cerca). Y al tocar el timbre, me obligó a entregar el muñeco, pedir excusas y reconocer que me había llevado algo que no me pertenecía. No recuerdo qué edad tenía yo, posiblemente unos cuatro años. Esto ocurrió cuando apenas empiezas a tener memoria, pero esta lección me quedó grabada, por siempre.

 Algún día, Simón jugaba fútbol con unos amigos al interior del condominio. Rompieron una lámpara de una casa vecina. Todos sus amigos corrieron, huyeron del lugar, dejaron a Simón solo, enfrentando la situación. Era la casa del vecino más bravo. Los niños le temían muchísimo. Simón tocó el timbre e informó a nuestro vecino que había roto su lámpara. Asumió la situación y la responsabilidad de lo ocurrido, y en un gesto de lealtad, asumió íntegramente la responsabilidad sin titubear para reservarse el nombre de los demás niños. Adicionalmente le pidió al vecino que le permitiese esperar a que en la noche que yo llegara a casa, iría conmigo para proponer una solución. Cuando llegué a casa Simón me contó lo ocurrido. Fuimos juntos. Simón pidió excusas a nuestro vecino. Yo me comprometí a reponer su lámpara (lo cual hicimos al día siguiente). ¿Qué castigo esperas que se debe imponer en una situación como ésta? Jugar es parte de la vida de nuestros hijos. Tenía prohibido salir del condominio de modo que la opción de que los niños jugaran dentro del condominio resultaba inevitable. Los padres (vecinos) habíamos dispuesto las condiciones y habíamos consentido que los niños jugaran dentro del condominio, de modo que romper algo jugando con el balón fue sencillamente un accidente, era una situación probable dentro del escenario y espectro de riesgo dispuesto por nosotros mismos. La consecuencia debía ser asumida sin duda. Mi vecino no tenía por qué verse perjudicado por lo que había hecho mi hijo. No obstante, el caso evidencia varios elementos. Los demás niños huyeron. Simón se mantuvo firme y reconoció de inmediato su error. Él fue quien informó y reconoció a mi vecino el daño causado.

 El castigo pretende un aprendizaje: en lo sucesivo, más cuidado. Dejarle claro que “su libertad termina donde empieza la de los demás”. No obstante, para mí, Simón había asumido la situación con valentía y honestidad. Ya había tenido su castigo. De algún modo él se había “autoimpuesto” un castigo: reconocer su falta. Haber enfrentado la situación había sido su aprendizaje. Pero su actuación debía ser reforzada. Al llegar a casa lo abracé y lo felicité. Había hecho lo correcto. Había actuado con honestidad, cortesía y valentía, pese a que su “grupo” había optado por otro camino: habían huido, él tomó la decisión correcta y enfrentó la situación.

 Los padres de los otros niños posiblemente nunca se enteraron. Seguramente los otros niños no tuvieron esta misma oportunidad de aprendizaje. Las circunstancias de este evento me llevaron a aplicar el concepto de “proporcionalidad” y consecuentemente “graduar” el castigo, lo actuado por Simón y por su propia iniciativa, había sido suficiente para conseguir el objetivo. El caso estaba cerrado. Días después, me encontré con mi vecino quién con mucha emoción y generoso en elogios, me felicitó por Simón, me sentí orgulloso y di gracias a Dios. Sentí que nuestros hijos estaban asumiendo un camino correcto.

 Es posible que algunos lectores encuentren estas situaciones muy triviales, pero insisto: es en el “fondo” de los acontecimientos en lo que debemos centrar nuestra fuerza en la formación de los hijos.

 

Progresivo

 Una primera mentira, amerita una falta, la recurrencia intencionada de una falta debe ir incrementando la severidad, duración o tipología del castigo de forma progresiva. No se puede imponer la máxima severidad de un castigo cuando una situación no lo amerita y este error se comete frecuentemente cuando impones un castigo con rabia. Adicionalmente si nuestro hijo sabe que cada recurrencia traerá una consecuencia superior e impredecible, tendrá la oportunidad de reflexionar y reconsiderar su actuar.

 Una vez tus hijos están formados, la progresividad cambia. Han crecido y han tomado o van tomando el control de sus vidas. Puede incluso percibirse como si la evolución del castigo fuese una “regresividad”. Hace unos días viajamos a Medellín por carretera, Había mucho tráfico y Simón llevaba la línea de la carretera atrás de una camioneta la cual de pronto frenó de forma súbita (por un accidente que ocurrió dos vehículos más adelante con un camión enorme o “tractomula”). El auto que colisionó con la “tractomula” venía por el carril contrario (adelantando en curva), y Simón alcanzó a ver algo que explotó. El súbito frenazo de la camioneta no permitió que Simón pudiese detener oportunamente su camioneta e impactó al vehículo del otro conductor. De inmediato me detuve y corrí hacia ellos. Me aseguré de que estuviesen bien tanto Simón como los ocupantes del otro vehículo. Por fortuna, no había nadie herido. Todo se limitó a daños materiales. Un gran accidente sin consecuencias sobre la salud de nadie. La lección: la distancia que Simón conservaba no fue suficiente. No conducíamos rápido, se los aseguro, pero se habría podido evitar. Era necesario ser más conscientes de las condiciones del terreno y adoptar consecuentemente las previsiones necesarias. ¿El castigo? Simón es instructor de motociclismo en ruta. Sin duda, uno de los mejores pilotos en Colombia. Obtuvo la certificación de instructor en Alemania, siendo el más joven del mundo en lograrlo. Él ya se estaba castigando solo. Yo sólo debía apoyarlo. Él sabía lo que había ocurrido y el error cometido. Sin duda accidental.

 Todos estamos en riesgo al conducir un vehículo, este no ocurrió por una negligencia, imprudencia o similar, pero ocurrió y por fortuna sin que hubiese nada diferente a un daño material. De modo que en estas circunstancias nuestro rol de padres estaba en acompañar la situación asegurando el bienestar de las personas del otro vehículo, atender las diligencias con la autoridad de tránsito, esperar la grúa. Mi silencio sobre el tema era más aleccionador. Luego cuando al día siguiente Simón quiso abordar el tema, hicimos un análisis “técnico” de lo ocurrido. Coincidimos en que podría haber sido diferente para evitar el accidente. Simón me dijo:

—Lección aprendida.

Estoy seguro de que así fue. Sólo puedo dar gracias a Dios por que no resultó nadie lastimado. Los daños materiales pueden ser reparados. Lo único verdaderamente importante son las personas y aprender que cuando conduces un vehículo no sólo debes cuidarte a ti y a quienes van contigo, sino que también debes cuidar de las demás personas del entorno. Llega el momento en que tus hijos crecen y debes estar allí para acompañarlos en sus decisiones, en las consecuencias de sus actos. Ya es su vida. En ocasiones aún cabrá una “amonestación verbal”, pero muchos otros esquemas de castigo ya no aplican. Ellos tomarán las riendas de sus vidas y deben ser responsables de ello.

 

Nunca con rabia

 Al momento de imponer un castigo, debemos haber procesado lo ocurrido. Debemos analizar los hechos con cabeza fría, las circunstancias, los atenuantes, la recurrencia, la intencionalidad y especialmente la autoría de la falta. Este análisis nos permitirá obrar con justicia y establecer un castigo que cumpla con las reglas del decálogo. Lo contrario augura una alta posibilidad de error. Es muy duro equivocarse en la imposición de un castigo. Una vez has regañado a tu hijo injustamente es como cuando arrugas una hoja de papel. Luego tratas de restaurarla. Puedes pasarle una plancha caliente pero las señales de las arrugas perdurarán. La premura, la rabia, la exaltación; son pésimos compañeros en la educación de nuestros hijos y especialmente en la imposición de un castigo.

 

Equidad / Respeto por la dignidad

 El castigo tiene que ser equitativo. A faltas iguales, castigos iguales. Obviamente habrá de entenderse que la falta es igual si se dio bajo las mismas circunstancias, periodicidad, intencionalidad, etc. Y en consecuencia con ello, el castigo debería ser proporcional, gradual y justo. Adicionalmente debe respetar siempre la dignidad. Exponer al hijo a un castigo público, delante de los amigos, bajo cualquier parámetro que atente contra su dignidad, resulta inadmisible. El ejercicio de extrema autoridad en público es violento. En general considero que el castigo debe darse desde la reflexión y el diálogo con los hijos y consecuentemente debe llevar cierto nivel de privacidad. En ocasiones será necesario que castigues a tus hijos en presencia de sus hermanos, siempre y cuando la situación lo amerite a fin de brindar un aprendizaje para todos. El mensaje en el castigo siempre tiene que ser coherente.

 

Nunca físico

 Personalmente Tata y yo siempre consideramos inadmisible el castigo físico. No obstante, alguna vez mis hijos ya grandecitos me preguntaron si yo hubiese sido capaz de aplicarles un castigo físico (“darles correa”), la respuesta fue tan firme como inesperada para ellos:

—Hasta ahora no han cometido la falta que lo justifique… preservando la regla de “impredecible”.

 Hoy puedo confesar que no estoy de acuerdo con el castigo físico y nunca lo hubiese aplicado y siendo mis hijos hoy adultos, esta confesión ya fue hecha. La aplicación de las reglas sugeridas, será suficiente y evitará siempre el reprochable uso del castigo físico el cual no sólo reviste el riesgo de lesiones, sino que también violenta psicológicamente al niño y adicionalmente vulnera la dignidad ante la aplicación de la fuerza en una condición de supremacía física.

 Crecí en un hogar sólido, amoroso. Mi padre, un hombre diametralmente opuesto al que otros veían en él, era un padre cariñoso, afectuoso, en extremo dedicado a sus hijos, a su hogar, juguetón. Aún recuerdo como al medio día, cuando llegaba a almorzar, era literalmente “ensillado” para fungir como el más brioso corcel y cabalgar conmigo a “lomo” por toda la casa. Él, un hombre santandereano, habiendo recibido parte de su instrucción en la escuela naval, y siendo casi el penúltimo de 7 hermanos, perdió a su madre a la muy temprana edad de dos años. De este modo fue educado por su padre y sus hermanas mayores. Todas estas circunstancias forjaron su carácter. Muchos elementos prevalecían en su esquema de creencias y valores: amor por el trabajo, perseverancia, tesón, los resultados como premio al esfuerzo y dedicación, honestidad. Creía firmemente que la educación era el principal legado que podría dejar a sus hijos, quienes además deberíamos conseguir los bienes materiales por nuestros propios medios. Mi madre, trabajadora incansable fue pilar fundamental en la economía del hogar. Ella que de manera increíble poseía una mente abierta, podía sostener cualquier tipo de diálogo con sus hijos manteniendo una relación de profunda amistad. En ambos casos, las creencias a las cuales se aferraban, los llevaba a considerar el castigo físico como “forjador del carácter”. Consideraban éste como un elemento mandatorio para la verdadera educación de los hijos, de modo que “el hijo ajeno mal portado” era “por falta de rejo”. A los doce años, yo ya había alcanzado una gran estatura, el deporte (baloncesto) había contribuido en mi opinión a lograrlo. En una ocasión cuyo detonante no recuerdo, llevó a que mi papá intentase sacarse la correa para reprenderme (acto que por demás llevaba a cabo con insuperable velocidad y maestría). No obstante, pude sujetarlo y luego de sostener una muy prolongada discusión durante la cual siempre mantuve la calma y de forma reiterativa insistía en que deberíamos conversar, al cesar su rabia, pude convencerlo de que a partir de entonces nos entenderíamos con diálogo. Pude causarle una angina de pecho si sus coronarias no hubiesen estado sanas. No obstante, hubo un “quiebre” muy importante en sus creencias. De allí en adelante, el castigo físico se mantuvo ausente al menos en mi relación padre-hijo. Unos años después, tendría yo quince años y vivíamos aquel Medellín de violencia, narcotráfico, terrorismo y bombas, ante la invitación que me hiciera un amigo para pasar la noche en su casa luego de la fiesta que tendríamos, la negativa de mi papá para conceder el permiso se fundaba sencillamente en un “NO” rotundo porque “yo lo digo”, “aquí mando yo”. Desde sus creencias, los hijos sencillamente deberíamos obedecer sin cuestionamiento alguno. Pero adicionalmente, los padres no tenían por qué dar explicación o argumento. Sostuvimos una larga discusión y al cabo de casi dos horas, más por cansancio que por argumentación, extenuado respondió:

—Tengo miedo… tengo miedo de las bombas… tengo miedo de que algo te pueda ocurrir.

 Mi respuesta fue:

—Este es un argumento de peso. No comparto el fundamento de tu temor, pero sí tu sentimiento. Si vas a estar sufriendo porque estoy fuera, sencillamente me quedo.

 Era simple, necesitaba su argumento. De allí en adelante nunca más hubo una discusión. Teníamos la confianza para compartir nuestros sentimientos. En ocasiones su respuesta podía ser simplemente:

—No salgas hoy, quisiera compartir contigo. Nos hemos visto poco —esto era suficiente.

 

Por consenso de pareja o por adhesión

 Cuando uno de los dos miembros de la pareja impone un castigo, el otro debe adherirlo incondicionalmente. El desacuerdo de la pareja, vulnera los parámetros y el efecto del castigo. Resta solidez y contundencia, abre una puerta para erogar las ventajas y solidez del castigo. Da el espacio para que el hijo busque “sombra” en el padre que cede. Idealmente la imposición del castigo debería mediar una revisión por parte de la pareja, sin embargo, también es importante la temporalidad entre la ocurrencia de los hechos y la imposición del castigo de modo que puede ser impuesto por uno de los padres y el otro deberá suscribir y adherir el castigo impuesto sin permitir se perciba desacuerdo alguno entre la pareja. Más grave aún resultaría la desautorización y atenuación o levantamiento de la falta por parte de la pareja. Una vez esto ocurra, tus hijos vivirán “sin Dios ni ley”

 

Pedidos:  Fundación Clínica Noel.


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