"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Suplantación: cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Esta semana les comparto un cuento que fue publicado en la columna FUGA DE IDEAS, de la Revista Cronopio, revista que ya va por la edición 102.


SUPLANTACIÓN


por Carlos Alberto Velásquez Córdoba ®


Digan lo que digan los sociólogos, no se puede negar que el término «desechable» sí se aplica a algunos indigentes. Si no, mire mi caso. Déjeme le cuento mi historia y al final entenderá mi punto.

Jamás se imaginaría cómo llegué a las calles. Si me hubiera conocido usted, hace veinte años, me habría tomado por el gerente de una compañía. Bueno, eso era lo que yo quería llegar a ser.



Comencé como un ejecutivo joven que se esforzaba en trepar peldaños en una empresa de inversiones. No era difícil hacer que mis jefes notaran que yo era el que sobresalía del grupo. No sólo era apariencia, también fue un arduo trabajo para lograr escalar puestos. Había comenzado como encargado del archivo y lentamente fui avanzando en la empresa. A pesar de que mi sueldo inicial no era muy alto, siempre trataba de verme como un hombre exitoso; trajes elegantes y corbatas de seda, zapatos bien lustrados y relojes finos. Así fue como conquisté a mi esposa. Ella también trabajaba en la misma compañía. Decía que lo que le gustaba de mí era que yo era un hombre que sabía muy bien a dónde quería llegar. Me casé con ella cuando fui ascendido al cargo de analista de cuenta.

Cuando me nombraron coordinador de área, sabía que lograría mi objetivo de obtener al menos una subgerencia de una sucursal. Con el nuevo salario mi esposa dejó de trabajar y se dedicó al hogar.

Me instalaron en una oficina individual, con una gran ventana al patio central. Tenía una secretaria a la entrada, que se encargaba de enviar mis cartas y recibir la correspondencia. No era una oficina lujosa, no. Tan sólo era un espacio de unos pocos metros cuadrados con un escritorio y sendas sillas de madera. Completaban el mobiliario dos archivadores, que se podían ver desde afuera a través de sus paredes de vidrio. Quedaba al frente de los cubículos de los analistas por lo que si quería privacidad, debía bajar las persianas. Soñaba con que algún día tendría mi oficina en el último piso, con paredes de concreto, enchapadas en madera, un escritorio más lujoso, sillas de cuero, y sobre todo, un ventanal grande con vista hacia el parque.

Mientras lo lograba, disfrutaba mi empleo y trataba a toda costa de cumplir todas mis tareas. Todos los días llevaba trabajo a mi casa con la esperanza de que los jefes vieran en mí a un hombre confiable y ambicioso. Llegaba más temprano que todos en la empresa y era de los últimos en irme. Durante la jornada sólo sacaba un tiempo para comer algo o ir al baño.

Recuerdo muy bien un día que estaba en el lavamanos cuando me percaté de que una de las celosías del baño estaba quebrada y miré a través de ella. Vi mi oficina al otro lado del edificio, en el séptimo piso sobre el patio central. Nunca se me había ocurrido mirar por la ventana del baño y no había visto cómo se veía mi puesto de trabajo desde allí. Entonces, vi una sombra que se movía en mi oficina. Casi nunca subía completamente la persiana al patio y ese día la había dejado arriba. La sombra iba de un lado para otro. A pesar de la distancia que me separaba de la oficina, pude distinguir muy bien que se trataba de la empleada del aseo que había entrado a organizar un poco el lugar como solía hacer todos los días. Me hice un memorándum mental de no volver a dejar arriba la persiana mientras estuviera en la oficina o correría el riesgo de que cualquier persona pudiera espiarme desde cualquier sitio que tuviera acceso al patio central.

A partir de entonces, cada que entraba al baño miraba furtivamente mi lugar de trabajo. Empecé a dejar conscientemente la persiana elevada cuando salía de la oficina, para verla desde otra perspectiva. A veces veía a la secretaria dejarme algún papel sobre el escritorio, otras veces al personal del aseo recoger la papelera llena de borradores de cartas y otros documentos destruidos. Si alguien husmeaba en mis cajones, fácilmente yo le vería desde la ventana del baño.

Poco a poco, en cada ida al baño me quedaba unos minutos más de lo necesario mirando por esa ventana. Incluso comencé a ir con más frecuencia. Allí solía imaginarme a mí mismo sentado al escritorio leyendo los reportes, revisando las cuentas o escribiendo los informes. Me gustaba visualizarme desde allí y soñaba con tener un doble que hiciera mi trabajo en tanto que yo me demoraba largos minutos haciendo pompas de jabón mientras me lavaba las manos.

Imaginaba lo gratificante que sería si al salir de la oficina, entrara un «alter ego» y se pusiera a hacer mi trabajo mientras que yo me tomaba un descanso o me iba a mi casa a tomar una siesta. Soñaba con que al regresar ese «yo» me entregara todos los informes listos. Por supuesto, soñar es un gusto que cualquier persona y de cualquier condición puede y debe permitirse.

Un día pasó algo que me asustó. Estaba frente al orinal cuando a través de la celosía me pareció ver en la oficina un hombre de traje que se sentaba al escritorio y comenzaba a digitar algo. Sólo cuando pude acercarme a la ventana pude constatar que había sido una ilusión óptica. No había nadie en ella.

Dos o tres días después volví a verlo. Esta vez me estaba secando las manos, por lo que pude acercarme a la ventana. Abrí un poco más la celosía y casi caigo al suelo. Era la imagen de un hombre exactamente igual a mí. Tenía incluso el mismo pantalón gris que tenía puesto y la misma camisa blanca con las mangas dobladas en los antebrazos. Salí rápidamente del baño y corrí hasta mi oficina. Al llegar, todos los analistas levantaron sus cabezas intrigados al ver mi apuro —es que creí escuchar mi teléfono— me disculpé. A través de los ventanales era evidente que no había nadie adentro. Nada faltaba en la oficina. Estaba tal y como la había dejado.

A partir de entonces, cada que salía dejaba la persiana al patio central abierta con la esperanza de volver a ver aquel intruso. Unas semanas después, en un momento particularmente difícil porque era cierre de mes y debía entregar un informe gerencial, salí unos minutos de la oficina a comer algo. Al regresar vi que el informe en el cual ya estaba formulando mis conclusiones había sido terminado y reposaba impreso al lado del teclado. Supuse que lo había terminado mi secretaria. Revisé las conclusiones. Mejor no había podido hacerlo yo. Cuando la secretaria entró a archivar unos documentos, le agradecí.

Ella me miró extrañada, y me dijo que no había sido ella quien lo había terminado. Era algo muy sospechoso. Quien hubiera sido, había redactado el texto como yo solía hacerlo. Tenía las ideas que me habían surgido mientras elaboraba el informe. De algún modo había leído mi mente. Incluso había planteado unas ideas adicionales que ni siquiera las había contemplado.

Inquieto, no me levanté del escritorio en el resto de la mañana.

Al medio día antes de ir a almorzar pasé por el baño y ahí fue cuando vi por segunda vez a mi doble en la oficina. Tenía la misma ropa que yo. Desde la ventana pude ver cómo sacaba unos documentos de un cajón, los ponía sobre el escritorio y se sentaba a digitar algo en el computador.

Nuevamente corrí a la oficina atropellando varias personas en el pasillo. Al llegar, ya todos habían salido. Los empleados estaban en su hora de almuerzo por lo que no había nadie a quien le pareciera sospechoso mi proceder. Entré a la oficina. Miré bajo el escritorio por si acaso se había ocultado allí.

Yo era la única persona en el lugar. Sobre el escritorio estaba el reporte de ingresos y egresos del mes. En la pantalla del computador vi que habían diligenciado las casillas correspondientes a los meses que necesitaba entregar. Sólo faltaban unos cuantos datos. Alguien estaba haciendo mi trabajo. Y el condenado sabía cómo hacerlo.

No fui a almorzar. Preferí quedarme terminando el cuadro de ingresos y egresos que debía entregar y cuando llegó la secretaria le pedí que me ordenara un sánduche en el sitio de la esquina, bajo el pretexto de que tenía mucho trabajo y había decidido no salir.

También le pedí que llamara a un cerrajero. De un momento a otro me había parecido peligroso tener los cajones del escritorio sin ningún tipo de seguridad.

Esa tarde alrededor de las cuatro, no aguanté más. Debía salir a vaciar mi vejiga. Dejé convenientemente todas las persianas arriba y me dirigí al baño.

Mientras estaba desocupando mi vejiga, volví a verlo por entre las celosías. Tan pronto pude tomé mi teléfono y llamé a la secretaria.

—Rita, ¿quién está en mi oficina?

—Pues usted, don Jorge.

—No. Allá hay alguien más.

—No señor. Está usted solo, desde aquí lo veo por el ventanal, a propósito, ¿por qué me está llamando desde el celular?

Sentí una cosa muy extraña. Efectivamente mi doble estaba sentado en mi escritorio, con una mano cerca a la oreja. Aparentemente estaba usando su teléfono celular.

—¿Don Jorge…?, ¿don Jorge…?

Quedé mudo. El personaje de mi oficina se había levantado y me miraba desafiante desde mi propia ventana. Creí ver a lo lejos una sonrisa a la vez que con su mano me hacía un gesto de saludo.

—¿Don Jorge… se encuentra bien?

Fue lo último que escuché en el celular antes de que la llamada se colgara. A través de la ventana vi que mi secretaria había entrado a la oficina y aparentemente conversaba con mi doble.

Intenté llamarla para advertirle, marqué al número privado de la oficina con la esperanza de que fuera Rita quien contestara, pero un problema de señal no dejó que la llamada saliera.

Nuevamente corrí a la oficina. Al llegar Rita ya estaba en su escritorio. Me miraba de forma extraña.

—Don Jorge, ¿seguro que no quiere que le llame un médico?

—No. Claro que no. Con quién estaba conversando usted hace unos minutos en la oficina.

—Pues con usted, don Jorge… Me está haciendo asustar…

—No. No era yo.

—Claro que sí. Usted me llamó desde su celular a este teléfono y me preguntó que quién había adentro. Por eso entré a hablar con usted… Me pareció raro.

—¿Y, yo qué le dije…? Cuando usted entró a hablar «conmigo», ¿yo que le dije?

—Que simplemente, era una broma. Hoy está usted muy raro…

—¿Cierto que sí? Estoy pensando que mejor debo ir a que me revisen. No me siento nada bien.

Y era verdad. Me sentía mareado. ¿Sería que me estaba enloqueciendo? Esa noche llegué a la casa mucho más temprano de lo que acostumbro. Le conté a mi esposa lo sucedido y me dijo que a lo mejor era cansancio. Estrés. No le dio mayor importancia al asunto.

Dormí mal y al día siguiente me reporté enfermo. Le dije a Rita que consultaría al médico y que no iría en la mañana.

Fui a trabajar a las dos de la tarde.

—Rita, ¿hubo algo importante esta mañana?

—No señor, ya envié los informes que usted me entregó antes de irse a almorzar.

—¿En la mañana?

—Sí, claro. Me alegro de que finalmente hubiera venido a trabajar. Que tal que usted no hubiera estado aquí, cuando vino el doctor Urdiola.

—¿Urdiola estuvo acá?

—Jefe, ¿de verdad se siente bien?

—Es que yo esta mañana no vine

—Claro que vino, usted me llamó y me dijo que iba a ir al médico y al rato se apareció diciendo que ya estaba bien. ¿Acaso lo olvidó?

—Y Urdiola, ¿qué dijo?

—A mí, nada, pero parece que iba muy contento con lo que ustedes hablaron.

Cuando entré a la oficina, quedé más preocupado aún. A pesar de haber cambiado las cerraduras de mi escritorio, mi doble parecía tener copia de las llaves. Tenía acceso a todos mis cajones. Sobre el escritorio había unos documentos que guardaba en la gaveta inferior. El cerro de cuentas por revisar que había estado posponiendo, estaba en el lugar de «revisados» y tenían mi firma como visto bueno. Y ERA MI FIRMA.

Quien estuviera suplantándome, lo hacía muy bien.

Al finalizar la tarde, recibí una llamada de la secretaria del doctor Urdiola. El presidente de la compañía quería hablar conmigo.

—Doctor Urdiola, ¿cómo le va?

—Muy bien, Martínez, muy bien… Oiga, me quedó sonando eso de sacar un nuevo producto para los universitarios. Como lo llamó usted, ¿plan Universia?

Esa fue la tapa. El plan Universia era una idea que había tenido yo hacía varios años y consistía en comprar unos locales pequeños tipo taberna o discoteca, muy discretos. El negocio consistía en buscar socios universitarios que compraran un paquete de acciones a un bajo precio, digamos un millón de pesos. Con doscientos universitarios se tendría 200 millones de pesos, capital suficiente para dotar y mejorar el sitio. La parte interesante era que, si un universitario era «socio» de una discoteca, todas las reuniones de universitarios las harían en «sus negocios».

Era una propuesta que no tenía pérdida. Se contaba con socios que no tenían que poner mucho capital. Y eran socios que generarían un flujo constante de clientes. Yo quería desde hacía mucho tiempo proponer esa idea, pero no se habían dado las condiciones. Además, quería cierta participación por la idea ya que no contaba con mucho capital para invertir.

—Vea Martínez. Prográmese este domingo y vamos a jugar golf. Me quedó gustando eso de que nuestra empresa tenga al menos el treinta por ciento de la participación en el negocio. Por supuesto, tenemos que hablar sobre el porcentaje con el que usted entraría. Eso del veinte por ciento por dar la idea es un poco alto, pero me gustaría escuchar esas otras ideas que usted tiene.

Le respondí que sí. Que nos veríamos el domingo a las ocho de la mañana en el Club. Colgué y comencé a temblar. No le había dicho a nadie del proyecto. Lo venía incubando por bastante tiempo. El nombre de «Universia» se me había ocurrido hacia poco y nadie lo conocía, excepto yo.

No me quedaba la menor duda, era un clon perfecto el que me estaba suplantando. ¿Y si había sido el poder de mi mente el que había creado un ser de la nada capaz de suplantarme y hacer más productiva mi vida?

Eso sonaba de locos, pero la evidencia era contundente. Estaba sucediendo.

Al domingo siguiente fui a jugar golf con el presidente de la empresa. Me sentía extraño. Era la primera vez que jugaba Golf y se lo hice saber al doctor Urdiola y a sus socios. Rieron conmigo y me aceptaron como uno de ellos. Hablaban de caballos, de yates, de viajes, de los gastos exorbitantes de sus esposas y sus amantes y yo pensaba que sería bueno irme acostumbrando a ese tipo de vida. Esa había sido mi meta todo el tiempo.

Entre hoyo y hoyo fui explicando mi idea y Urdiola y sus socios escuchaban y hacían preguntas sobre cómo funcionaría el proyecto. Al final Urdiola, a solas, me confesó que había pensado en mí para el cargo de gerente de cuenta.

De regreso a mi casa, me sentía agradecido con mi doble por haberme dado la oportunidad que tanto había esperado.

¿Qué le puedo decir? Cada vez mi doble aparecía más por la oficina hasta el punto de que yo a veces me ausentaba por horas sin que nadie se percatara de ello. Bastaba con dejar una nota en el escritorio, o dejar un informe empezado, y al volver a la oficina el trabajo estaba hecho.

El ascenso fue efectivo en pocas semanas. Me trasladaron dos pisos más arriba, y me dieron una oficina más espaciosa. Pedí que me dejaran llevar a Rita conmigo. Aparentemente se entendía muy bien con mi doble hasta el punto de no sospechar que éramos dos personas distintas.

Mi rutina por mucho tiempo fue llegar a la oficina, planear el trabajo, y luego salir a dar una vuelta por el parque o irme a un café a leer el diario, mientras mi otro yo hacía el trabajo aburridor.

Al principio me daba temor encontrarme con alguien conocido y que se descubriera el fraude. Pero las pocas veces que me encontraba con alguien, asumían que mi trabajo permitía algunas escapadas de la oficina. Casi siempre volvía a tiempo para las reuniones importantes. Y siempre al llegar, mi doble había salido de la oficina con alguna excusa por lo que nadie notaba que realmente éramos dos personas turnándonos el trabajo con una perfecta sincronización. Nunca llegamos a encontrarnos en el mismo sitio a la misma hora.

Algunas veces no alcanzaba a llegar a alguna junta, pero mi doble se apañaba para hacerme quedar como un rey. Al fin y al cabo, conocía mi forma de pensar y teníamos las mismas metas y proyectos.

Me fui relajando hasta el punto de que a veces no iba a trabajar y me quedaba en la casa con mi esposa. El sexo no podía ser mejor. Tenía toda la energía del mundo y todo el tiempo del que yo quisiera disponer. En esos cinco primeros años tuvimos nuestros dos hijos.

A mi esposa nunca le pareció extraño que yo pasara tanto tiempo en casa. Desde antes de casarnos le había prometido que yo sería gerente y ella nunca se molestó en cuestionar la vida que llevábamos.

El nuevo apartamento, los autos lujosos, los ascensos, no hubieran sido posibles sin el trabajo de mi alter ego. Y nunca tuve la oportunidad de agradecérselo personalmente.

Era extraño que nunca pudiéramos vernos cara a cara. Quizás al crearlo en mi mente, implícitamente había alguna ley cósmica que impidiera llegar a tocarnos. Nunca lo vi a corta distancia, a pesar de que al principio lo intenté varias veces.

Mis cuentas bancarias fueron creciendo en la medida de que mi productividad se había incrementado. Entré a participar con un cinco por ciento del plan Universia, con la posibilidad de manejar la cuenta personalmente. Todo iba a las mil maravillas. O bueno, casi todo.

A veces me sobraba más tiempo del que quería. Mi esposa después de unos años, comenzó a reprocharme el estar en casa tanto tiempo. Entonces tomaba el carro y me iba para cine o algún café a pasar el rato. Comencé a comprar apartamentos en la ciudad y algunas propiedades en las afueras. En ocasiones llevaba allí a mis conquistas confiando en que mi doble hiciera mi trabajo de la oficina y mi esposa creyera que yo estaba allí.

Una noche en que no pude ligar a una muchacha en un bar, llegué a la casa con ganas de sexo. Los niños dormían. Había quedado «empezado» y comencé a acariciar a mi esposa tratando de excitarla. Casi me desmayo cuando ella, bastante molesta, me dijo que ya no quería más sexo, que si no había tenido ya suficiente en la tarde mientras los hijos estaban en el colegio.

Fue como caer al abismo. Mi doble había pasado el día en mi casa, teniendo sexo con mi mujer mientras que yo andaba por ahí buscando aventuras.

Me levanté y me fui al estudio. Allí pasé la noche pensando cosas horribles.

A primera hora, en el trabajo, llamé a Rita. Quería asegurarme si mi doble había ido a la oficina y le pregunté por el trabajo del día anterior.

—No entiendo, don Jorge.

—Por favor, recuérdeme ¿a qué horas fue que me reuní con los del Banco?

—Pues don Jorge, usted estuvo con ellos hasta las doce y luego salió para la junta hasta las dos ¿acaso lo olvidó?

—Pero las entrevistas de por la tarde… ¿finalmente no se hicieron, verdad?

—Claro que se hicieron. Usted entrevistó a todos los candidatos y me dijo que contratara a la doctora Fernández. ¿No fue así?

—Sí… sí, claro. Yo le dije que contratara a esa doctora… sí, fui yo… Ehhh… a propósito, ¿me puede traer su hoja de vida para volverla a revisar? Hay algo que quiero volver a mirar.

La conversación con mi secretaria me había dado la certeza de que mi doble había estado todo el día en la oficina. Entonces, ¿quién sería el que había estado con mi esposa?

Cuando Rita me trajo la hoja de vida de la nueva empleada, tuve una visión fugaz de lo que estaba pasando. Así como yo había creado un doble para que hiciera mi trabajo, ¿no sería posible que mi doble hubiera imaginado otro más para que hiciera el trabajo y así poder tener tiempo libre?

Aunque parecía una locura, era completamente factible. Si yo, con mi imaginación había creado otro «yo» que hiciera mi trabajo, ¿qué le impedía a mi «otro yo», imaginar «otro él» que hiciera el suyo?

Al principio intenté retomar el control de mi trabajo. Decidí empezar a ir a mi oficina desde temprano, como solía hacerlo en mis inicios, trabajar toda la jornada y de allí salir para mi casa. Mi nueva oficina tenía baño, por lo que ni siquiera salía. En esos días mi doble no apareció.

Después de unas semanas creí que todo estaba solucionado y que mi doble no volvería a aparecer, hasta que una noche mi esposa me dijo que necesitaba hablar conmigo. Ya no me amaba y sentía que sólo estaba con ella por sexo. Le prometí que intentaría cambiar, pero dudaba si podría mantener mi promesa. Me había dado cuenta de que él aparecía en casa cuando yo iba al trabajo y no sabía con certeza si el cumpliría también mi promesa.

Por si fuera poco, los porteros de los edificios donde tenía mis apartamentos me dieron a entender que alguno de mis dobles seguía llevando mujeres hermosas en plan de conquista.

Ahora yo era el que estaba trabajando mientras mis «gemelos» disfrutaban de la vida.

Tomé la decisión de no volver al trabajo. No sería yo el que me partiera la espalda en la oficina mientras uno de mis dobles se revolcaba con mi mujer y otro de ellos conquistaba modelos y actrices y disfrutaba de mis otras propiedades.

Fui a la policía. No me tomaron en serio. ¿Acaso alguien lo haría? Pensaron que estaba loco.

Intenté contarle toda la historia a mi esposa, pero no me creyó. Lo atribuyó a una supuesta crisis de la edad madura. Mis hijos no habían notado nada raro en mí. Mi esposa lo único que quería era seguir el nivel de vida a la que la había acostumbrado. La sentía fría y distante. Muy tarde me di cuenta de que entre los dos no había amor, sólo costumbre.

Decidí dejarla. No tenía nada que hacer en esa casa. Yo ya me había acostumbrado a vivir sin trabajar; a tener todo el tiempo libre del mundo y no estaba dispuesto a trabajar como una mula en una oficina para que otros se beneficiaran de mi trabajo. Tomé la determinación de cambiar de vida.

Hablé con Rita. No había notado nada, aunque descubrí que aún seguía un poco preocupada por mi salud mental. Le di las gracias por todo y le pedí perdón por cualquier cosa que le hubiera molestado de mí. Me despedí con un fuerte abrazo. Sospecho que pensó que me iba a suicidar. Nunca jamás volví a la oficina, aunque creo que ella no lo ha notado aún.

Conseguí unos documentos falsos y cambié de identidad. En esos años, mi doble me había permitido acumular una suma considerable de dinero. Tomé cuanto pude y lo transferí a otra cuenta bajo mi nuevo nombre. No me fue posible hacer lo mismo con las propiedades: mis dobles habían sospechado lo que pensaba hacer y transfirieron los títulos de las propiedades a otras personas para evitar que yo reclamara lo que era mío.

Por un tiempo traté de llevar el ritmo de vida al que me había acostumbrado. Compré un penthouse, conseguí un carro lujoso y seguí saliendo con mujeres hermosas. Pero al cabo de un tiempo, vi que no sería fácil mantenerme así. El dinero se me fue acabando poco a poco. Vendí el penthouse y conseguí un pequeño apartamento en un barrio marginal. Traté de ganar dinero haciendo unas inversiones que terminaron en fracaso. Los acreedores se quedaron con el apartamento y el carro.

Luego de pasar tantos años casi sin trabajar, había perdido mi «toque». Descubrí que mis habilidades financieras se habían quedado con mis dobles. Con mi nueva identidad, era un total desconocido en el medio. No encontré ninguna persona dispuesta a contratar a un hombre maduro sin antecedentes laborales y que nadie conocía. Me gasté hasta el último peso.

Visité amigos y familiares y todos habían sido advertidos por mi otro yo, de que alguien físicamente parecido intentaba suplantarlo. En una ocasión la policía me retuvo cuando intenté entrar a mi antigua casa para hablar con mi esposa. Les aseguré que yo era el original. Me llevaron esposado a la estación, me tomaron huellas dactilares y me dijeron que ellas no correspondían con Jorge Martínez, el «doctor» exitoso que yo decía ser. Por alguna razón que todavía no entiendo los documentos falsos terminaron siendo reales. Mi nueva identidad era genuina según ellos. Di los datos de quien me había hecho los documentos falsos, pero ignoraron mi delación. Pedí que me hicieran la prueba del ADN para demostrar que yo era quien decía. Se rieron de mí. Finalmente, luego de retenerme unos días, me dejaron libre. No había cometido ningún crimen ni había razón para mantenerme encerrado. Me aconsejaron que dejara de acosar «al doctor Martínez», a sus familiares o amigos. Me impusieron una orden de restricción. Si me acercaba a menos de cien metros de alguno de ellos, me meterían treinta días a la cárcel.

A pesar de todo volví a intentar recuperar mi vida. Mi esposa y mis amigos amenazaron con llamar a la policía.

Traté de hablar con Rita, mi secretaria. Ni siquiera me dejaron entrar al edificio. Fue horrible. Llegó la policía y me encerraron dos meses en el manicomio. El siquiatra quiso convencerme de que tenía una esquizofrenia y creía ser un ejecutivo importante. Tuve que seguirle la corriente para poder salir de ahí.

Finalmente terminé aquí, viviendo en este parque, con todo el tiempo libre del mundo. Sin preocuparme por horarios de oficina ni fechas de vencimiento de nada. De vez en cuando veo a mi doble. Ahora es el gerente general de una prestigiosa empresa de seguros. Tiene una oficina en una zona exclusiva de la ciudad. Ocasionalmente pasa por aquí camino a aquel edificio de la esquina, donde una vez lo imaginé a él en el piso séptimo. Tal vez viene a hacer algún negocio o a saludar a alguien. Ni siquiera nota mi presencia. Ahora es importante y sale con frecuencia en las noticias nacionales. Es una persona exitosa, pero se le ve cansado, muy cansado.

La otra noche mientras pedía limosna en un semáforo lo vi en un lujoso auto. Iba con una mujer joven que no era mi esposa. Me dio una moneda y pareció no reconocerme.

¿Quién sabe?, a lo mejor era otro doble acompañado por su «conquista», mientras que yo me he convertido en un «desechable».

Carlos Alberto Velásquez Córdoba ®

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Este cuento fue publicado en el libro EL RETRATO DEL SEÑOR ROSSI, Y OTROS CUENTOS.

ISBN 978-958-49-5892-1
Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías - Emilio Restrepo
Diseño: María Isabel Velásquez E.
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2022-04-30
Número de edición: 1
Número de páginas: 216
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español



Pedidos: calveco@gmail.com 
WhatsApp  305 3997940

También disponible en librerías Grammata o en la página web de la Editorial Libros para Pensar.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

El cuento de la historia clínica

Los seres humanos somo contadores de historias por naturaleza, contamos lo que nos sucede y lo que ha sucedido a través del tiempo, incluyendo la historia de nuestras enfermedades, lo que se conoce como historia clínica.

Toda enfermedad, como en un cuento literario, tiene un inicio, un nudo y un desenlace.

Tiene, además, un protagonista (paciente), unos personajes secundarios (familia, cuidadores, etc), un villano (la enfermedad o el trauma). Tiene una trama compuesta de inicio, nudo y sesenlace. Como cualquier novela tiene una época y un entorno.

Les comparto un artículo publicado en la revista Anales de la Academia de Medicina de Medellín, que explora la capacidad del ser humano de contar historias y plantea la semejanza de la historia clínica con el cuento literario.

El médico que hace una historia clínica debe saber investigar el inicio y desenredar el nudo, para ayudar a escribir el mejor desenlace posible.

Los invito a leer el artículo directamente de la fuente, y de paso, conocer la revista de la Academia de Medicina de Medellin. No es solo para médicos. Es de gran valor para el público en general.


Haga clic en la imagen para abrir el artículo




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miércoles, 11 de septiembre de 2024

El cerebro privilegiado de Mozart

Hace muchos años vi la película Amadeus. Para entonces, yo ya era un melómano que disfrutaba de ese tipo de música. 

Una de las escenas que más me impactó fue en la que Antonio Salieri supuestamente ayuda a Mozart a escribir su requiem. (no hay evidencia histórica de ello). La parte donde escriben el Confutatis, maledictis, es una de las mejores escenas de la película. A la vez que muestra la instrumentación de la obra, deja intuir la mente prodigiosa del joven músico. 

Les recomiendo ver este video aunque no les guste Mozart, ni la música clásica. Verán lo magistral de una obra que es "estructural" y no lineal. Es decir, no se trata de una simple melodia. Es toda una construccion ladrillo por ladrillo de una obra tridimencional de grandes magnitudes. Una alabanza al cerebro humano, y si se quiere, a la perfección. 


Por cierto, Wolfgang nunca terminó la obra y correspondió a 
Süssmayr, su alumno, terminarla con base en algunos  bocetos dejados por el compositor. 

A continuación, el texto en latín del Confutatis. 

5 Confutatis

Confutatis maledictis,
flammis acribus addictis:
Voca me cum benedictis.
Oro supplex et acclinis,
Cor contritum quasi cinis:
Gere curam mei finis.


5 Confutatis

Arrojados los condenados,
a las terribles llamas,
acógeme entre los elegidos.
Suplicante y prosternado te ruego,
con el corazón contrito y reducido a cenizas:
que cuides de mi hora postrera.

Para quienes quieran leer el texto completo y escuchar la obra, les dejo este enlace
El Requiem de Mozart

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Amadeus 

Película estadounidense de 1984, dirigida por Miloš Forman y escrita por Peter Shaffer, basada en su propia obra de teatro. Está inspirada en la vida de los compositores Antonio Salieri y Wolfgang Amadeus Mozart, pero a través de una supuesta la rivalidad entre ambos hombres. La película recibió cuarenta premios, entre ellos: ocho Premios Óscar, cuatro BAFTA, cuatro Globos de Oro y un Premio del Sindicato de Directores. Es catalogada como una de las principales peliculas del siglo XX, y la que dio a conocer a este compositor entre una población más joven. 





miércoles, 4 de septiembre de 2024

El mejor vendedor del mundo

El siguiente texto lo leí por primera vez hace muchos años en una revista del Reader's Digest. 

Hace poco lo volví a encontrar en la web.  Lo comparto. Desconozco su autor. 


"El mejor vendedor del mundo"


Un hombre va a solicitar trabajo en una supertienda moderna de la capital.
Lo entrevista el gerente de personal y le pregunta:
—¿Tiene experiencia en ventas?
—Si señor, trabajé vendiendo ropa...
El gerente decide hacerle una prueba así que le dice:
—Ven a trabajar mañana a las 9 a.m., trabajas todo el día y por la tarde te hago una evaluación para saber si quedas contratado o no.


Efectivamente el hombre al otro día trabaja toda la jornada y al final el jefe llega a hacerle la evaluación y pregunta:
—Bien, ¿cuántas ventas hiciste?
—Solo una señor...
—¿Una nada más? —Exclama el gerente —. Muy mal, muy mal... ¿Y de cuánto fue esa venta?
— De 75.000€ a un cliente, señor...
—¿75.000€, pero qué le vendiste?
—Pues vera usted señor, primero le vendí un anzuelo pequeño, después le vendí una caja completa de anzuelos, y enseguida le vendí una nueva caña de pescar.
Luego le pregunté que a donde iría a pescar, y me dijo que al Lago Grande.
Le informé que para la época actual el Lago Grande debería estar algo turbulento, así que sería mejor tener un buen bote, y le sugerí uno con doble motor fuera de borda.
Me dijo que tal vez su auto no podría con el bote, entonces lo llevé a la sección de autos y le vendí una Explorer 4X4 con el equipo necesario...
El jefe muy impresionado con el nuevo vendedor, le pregunta:
—¿Dices que el tipo vino a comprar un anzuelo y tú le vendiste un bote y una 4X4?
El joven vendedor tímidamente corrige a su jefe diciendo:
—¡No, no señor!... El cliente vino a comprar tampones para su mujer, y yo le dije: "Amigo ya se le jodió el fin de semana... ¿POR QUÉ NO SE VA DE PESCA?"





miércoles, 28 de agosto de 2024

Retrato. Antonio Machado

Hace algunos días he vuelto a encontrarme con mi viejo maestro, el poeta Antonio Machado. Ha sido un encuentro maravilloso volver a leer sus proverbios y cantares.  La primera vez que lo leí tenía yo acaso unos catorce años.  Ahora, medio siglo después de nuestro primer encuentro, y de ochenta y cinco años de su muerte, sigo aprendiendo de él. 

Esta semana les traigo su poema 97, del libro Poesías Completas.  Quien desee leer sus poemas pueden descargar su libro aquí.


XCVII

(RETRATO)


Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.


Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,

mas recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.


Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.


Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.


Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.


¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.


Converso con el hombre que siempre va conmigo

—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.


Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.


Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

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Antonio Machado Ruiz (Sevilla, 26 de julio de 1875-Colliure, 22 de febrero de 1939) fue un poeta español, el más joven representante de la generación del 98. Su obra inicial, de corte modernista (como la de su hermano Manuel), evolucionó hacia un intimismo simbolista con rasgos románticos, que maduró en una poesía de compromiso humano, de una parte, y de contemplación de la existencia, por otra; una síntesis que en la voz de Machado se hace eco de la sabiduría popular más ancestral. Murió en el exilio durante la guerra civil española.


miércoles, 21 de agosto de 2024

Cantares. Antonio Machado.

Mi primer contacto con la poesía de Antonio Machado fue a través de un profesor de sociales, Don Gabriel, que una vez dijo en clase: ¡Muchachos, nos se les olvide:  "Caminante no hay camino, se hace camino al andar"!

Los que reconocieron la frase dijeron que era una canción de  moda, que cantaba un tal Joan Manuel Serrat. Ese fue también mi primer contacto con el cantautor catalán. Recuerdo que unos años después, Por allá en 1980 encontré un libro de poemas de Antonio Machado en la biblioteca de una prima. Pensé que le habían copiado al cantante, y luego en la enciclopedia descubrí que el poeta habia sido muy anterior al cantate. "Cantares", la canción, reunía unos cantares del poeta español.  También descubrí que no estaban en ese mismo orden y que además la obra de Machado era aún mucho mas profunda.  

Aquí les traigo algunos de sus proverbios y cantares.  Quien desee leer sus poemas pueden descargar su libro aquí.


CXXXVI

(PROVERBIOS Y CANTARES)

I

Nunca perseguí la gloria

ni dejar en la memoria

de los hombres mi canción;

yo amo los mundos sutiles,

ingrávidos y gentiles

como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse

de sol y grana, volar

bajo el cielo azul, temblar

súbitamente y quebrarse.


IV

Nuestras horas son minutos

cuando esperamos saber,

y siglos cuando sabemos

lo que se puede aprender.


VIII

En preguntar lo que sabes

el tiempo no has de perder…

Y a preguntas sin respuesta

¿quién te podrá responder?


XXIII

No extrañéis, dulces amigos,

que esté mi frente arrugada;

yo vivo en paz con los hombres

y en guerra con mis entrañas.


XXIX

Caminante, son tus huellas

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino:

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,

sino estelas en la mar.


XLIV

Todo pasa y todo queda,

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo caminos,

caminos sobre la mar.


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Antonio Machado Ruiz (Sevilla, 26 de julio de 1875-Colliure, 22 de febrero de 1939) fue un poeta español, el más joven representante de la generación del 98. Su obra inicial, de corte modernista (como la de su hermano Manuel), evolucionó hacia un intimismo simbolista con rasgos románticos, que maduró en una poesía de compromiso humano, de una parte, y de contemplación de la existencia, por otra; una síntesis que en la voz de Machado se hace eco de la sabiduría popular más ancestral. Murió en el exilio durante la guerra civil española.

miércoles, 14 de agosto de 2024

Los hombres que asesinaron a Mahoma (cuento de Alfred Bester)

Un hombre descubre a su esposa cometiendo una infidelidad, y decide construir una máquina para viajar en el tiempo e impedir que ella exista. Una excelente historia...



Los hombres que asesinaron a Mahoma

Alfred Bester

Hubo un hombre que mutiló la historia. Derribó imperios y desarraigó dinastías. A causa de él, Mount Vernon no debía ser un santuario nacional, y Columbus, Ohio, debería llamarse Cabot, Ohio. A causa de él, el nombre Marie Curie debía ser maldecido en Francia, y nadie debería jurar por las barbas del profeta. En verdad estas realidades no sucedieron, porque ese hombre era un profesor loco; o, para decirlo de otra manera, sólo logró hacerlas irreales para sí mismo.

Ahora bien, el lector paciente conoce demasiado bien al profesor loco convencional, un hombre pequeño con grandes cejas, que crea monstruos en su laboratorio que invariablemente se rebelan contra su hacedor y amenazan a su encantadora hija. Esta historia no es sobre esa clase de hombre imaginario. Es sobre Henry Hassel, un auténtico profesor loco en una clase donde había hombres bien conocidos tales como Ludwig Boltzmann (ver Ley del Gas Ideal), Jacques Charles y André Marie Ampère (1775-1836).

Todos deberían saber que el amperio eléctrico recibió su nombre en honor a Ampère. Ludwig Boltzmann era un distinguido físico austríaco, tan famoso por su investigación sobre la radiación de los cuerpos negros como por la que se refería a los Gases Ideales. Podrían ustedes encontrarlo en el Volumen III de la Enciclopedia Británica, Balt a Bray. Jacques Alexandre César Charles fue el primer matemático que se interesó en el vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Éstos eran hombres reales. Eran también verdaderos profesores locos. Ampère, por ejemplo, iba camino a un importante encuentro de científicos en París. En su taxi tuvo una idea brillante (de naturaleza eléctrica, supongo) y sacó un lápiz y anotó la ecuación en la pared del bonito vehículo. Aproximadamente, decía: dH = ipdl/r2 donde p es la distancia perpendicular de P a la línea del elemento di; o dH = i sin dl/r2. Esto se conoce a veces como Ley de Laplace, aunque Laplace no estuvo en la reunión. De todas maneras, el taxi llegó a la Académie, Ampère bajó, pagó al conductor y corrió a la reunión para contar su idea a todos. Entonces se dio cuenta de que no tenía la nota con él, recordó dónde la había dejado, y tuvo que buscar ese taxi por las calles de París para recuperar la ecuación que se le había escapado. A veces imagino que así fue como Fermat perdió su famoso «Último Teorema», aunque Fermat tampoco estuvo en la reunión, porque había muerto unos doscientos años antes.

O consideremos a Boltzmann. Al dar un curso sobre «Gases Ideales Avanzados», salpicaba sus conferencias de cálculos implícitos, que resolvía en forma rápida y distraída en su cabeza. Tenía esa clase de mente. Sus alumnos tenían tantos problemas para tratar de resolver las matemáticas de oído que no podían seguir sus conferencias, y rogaron a Boltzmann que desarrollara sus ecuaciones en el pizarrón.

Boltzmann se disculpó y prometió ser más cuidadoso en el futuro. En la siguiente clase comenzó:

—Caballeros, al combinar la Ley de Boyle con la Ley de Charles, llegamos a la ecuación pv = 1%/v0(1 + at). Ahora bien, obviamente, si asb = f(x)dx + (a), entonces pv = RT y vS f (x,y,z) dV = 0. Es tan fácil como que dos más dos son cuatro. —En este punto Boltzmann recordó su promesa. Se volvió al pizarrón, escribió cuidadosamente dos más dos igual cuatro, y siguió rápidamente adelante, haciendo distraídamente los complicados cálculos en su cabeza.

Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles (a veces conocida como Ley de Gay-Lussac), tenía una pasión lunática por llegar a ser un famoso paleógrafo… es decir, un descubridor de antiguos manuscritos. Creo que el haberse visto obligado a aceptar a Gay-Lussac tal vez lo haya trastornado.

Pagó a un aparente impostor llamado Vrain-Lucas doscientos mil francos por holografiar cartas supuestamente escritas por Julio César, Alejandro el Grande y Poncio Pilatos. Charles, un hombre que veía a través de cualquier gas, ideal o no, realmente creyó en estas falsificaciones a pesar de que el malhadado Vrain Lucas las había escrito en francés moderno, en papel moderno con rayado moderno. Charles incluso trató de donarlas al Louvre.

Bien, estos hombres no eran idiotas. Eran genios que pagaban un alto precio por su genio, porque el resto de su pensamiento pertenecía a otro mundo. Un genio es alguien que viaja hacia la verdad por un camino inesperado. Lamentablemente, los caminos inesperados conducen al desastre en la vida cotidiana. Esto le sucedió a Henry Hassel, profesor de Compulsión Aplicada en la Universidad Desconocida en el año de 1980.

Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida o qué enseñan allí. Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos, y un cuerpo estudiantil de unos dos mil inadaptados… del tipo de los que permanecen anónimos hasta que ganan un premio Nobel o se convierten en el Primer Hombre en Marte. Siempre es posible ubicar a un graduado de la UD cuando uno pregunta a la gente dónde se ha educado. Si se obtiene una respuesta evasiva como «Estado», «Ah, en una universidad nueva de la que nunca has oído hablar», pueden ustedes estar seguros de que fue a la Desconocida. Un día espero decirles algo más sobre esta universidad, que es un centro de aprendizaje sólo en un sentido Pickwickiano.

De todas maneras, Henry Hassel salió de su casa para la oficina en el Centro Psicótico una tarde temprano, y echó a andar por la galería de Cultura Física. No es cierto que lo hizo para deleitarse ante los muchachos y chicas que practicaban Euritmia Arcana; más bien Hassel deseaba admirar los trofeos presentados en la galería en memoria de los grandes equipos Desconocidos que habían ganado el tipo de campeonato que ganan los equipos Desconocidos… en deportes como el Estrabismo, la Oclusión y el Botulismo. (Hassel había sido campeón single de Frambesia durante tres años seguidos). Llegó a su casa muy ensoberbecido, y entró alegremente sin llamar, sólo para descubrir que su esposa estaba en brazos de un hombre.

Allí estaba ella, una hermosa mujer de treinta y cinco años, con cabello pelirrojo y ojos almendrados, apasionadamente abrazada por una persona que tenía los bolsillos llenos de panfletos, aparatos microquímicos y un martillo para probar el reflejo en la rótula… un típico personaje de campus de la UD, en realidad. El abrazo era tan concentrado que ninguna de las partes culpables advirtió a Henry Hassel mirándolos con furia desde el pasillo.

Bien, recuerden a Ampère y a Charles y a Boltzmann. Hassel pesaba unos noventa kilos. Era musculoso y desinhibido. Para él habría sido juego de niños descuartizar a su esposa y al amante de ésta, y lograr así en forma simple y directa el fin que deseaba… Terminar con la vida de su esposa. Pero Henry Hassel pertenecía a la clase de los genios. Su mente simplemente no operaba de esa manera.

Hassel tomó aire, se volvió y entró en su laboratorio privado. Abrió un cajón etiquetado DUODENUM y sacó de allí una pistola calibre 45. Abrió otros cajones, con etiquetas más interesantes, y aparatos ordenados. En exactamente siete minutos y medio (tal era su furia) armó una máquina del tiempo (tal era su genio).

El profesor Hassel armó la máquina del tiempo alrededor de él, colocó un dial para el año 1902, tomó el revólver y apretó un botón. La máquina hizo un ruido como de cañerías rotas y Hassel desapareció. Reapareció en Filadelfia el 3 de junio de 1902, fue directamente al número 1218 de Walnut Street, una casa de ladrillos rojos con escalones de mármol, y tocó el timbre. Un hombre abrió la puerta y miró a Henry Hassel.

—¿El señor Jessup? —preguntó Hassel con voz ahogada.

—¿Si?

—¿Es usted el señor Jessup?

—Sí soy yo.

—¿Usted tiene un hijo, Edgar? Edgar Alan Jessup… que lleva ese nombre por la lamentable admiración que usted tiene por Poe.

—No que yo sepa —dijo el hombre desconcertado—. Todavía no me he casado.

—Ya se casará —repuso Hassel con furia—. Tengo la desgracia de estar casado con la hija de su hijo, con Greta. Perdone. —Levantó la pistola y disparó contra el futuro abuelo de su esposa.

—Ella habrá dejado de existir —murmuró Hassel, mientras salía humo del revolver—. Seré soltero. Hasta puedo casarme con otra… ¡Dios mío! ¿Con quién?

Hassel esperó impacientemente el llamado automático de la máquina del tiempo que lo llevaría de vuelta a su propio laboratorio. Corrió al living. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos de un hombre.

Hassel quedó como herido por un rayo.

—De manera que ésas tenemos —gruñó—. Una tradición familiar de infidelidad. Bien, veremos qué hacemos. Existen formas y medios. —Se permitió una risa hueca, volvió a su laboratorio, y se envió a sí mismo de vuelta al 1901, donde mató a Emma Hotchkiss, la futura abuela materna de su esposa. Volvió a su propia casa y a su propio tiempo. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos del otro hombre.

—Pero yo sé que esa vieja puta era tu abuela —murmuró Hassel—. El parecido es evidente. ¿Qué carajo falló?

Hassel estaba confundido y perturbado, pero no sin recursos. Fue a su estudio, tuvo dificultades en levantar el receptor del teléfono, pero finalmente logró llamar al laboratorio de Errores en la Práctica. Su dedo marcaba con furor en los agujeros del disco.

—¿Sam? —dijo—. Habla Henry.

—¿Quién?

—Henry.

—Habla más alto.

—¡Henry Hassel!

—Ah, buenas tardes, Henry.

—Háblame del tiempo.

—¿Del tiempo? Mmmmm… —La computadora Simplex-y-Multiplex se aclaró la garganta mientras esperaba que los circuitos de datos se eslabonaran.

—Ajá. Tiempo. Uno: Absoluto. Dos: Relativo. Tres: Recurrente.

Uno Absoluto: Período, contingente, duración, carácter diurno, perpetuidad…

—Lo lamento, Sam. La pregunta estaba mal formulada. Volvamos atrás. Quiero Tiempo, referente a la sucesión de, viaje en.

Sam hizo el cambio necesario y comenzó otra vez. Hassel escuchaba atentamente. Asintió. Gruñó.

—Ajá. Ajá. Bien. Ya veo. Eso pensaba. Un continuo, ¿eh? Los actos que se realizan en el pasado deben alterar el futuro. Entonces estoy bien encaminado. Pero el acto debe ser significativo, ¿no es cierto? Masa-acción-efecto. Las cosas triviales no pueden diversificar las corrientes existentes de fenómenos. Mmmm. Pero ¿cuán trivial es una abuela?

—¿Qué intentas hacer, Henry?

—Matar a mi mujer —saltó Hassel. Colgó el receptor. Volvió a su laboratorio. Se puso a pensar, siempre en medio de una furia de celos.

—Voy a hacer algo significativo —murmuró—. Borrar a Greta. Borrarla del todo. ¡Bien, por Dios! Ya verán.

Hassel volvió al año 1775, visitó una granja en Virginia y disparó contra un joven coronel en el pecho. El nombre del coronel era George Washington, y Hassel se aseguró de que estuviera muerto. Volvió a su propio tiempo y a su propia casa. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos de otro.

—¡Carajo! —dijo Hassel. Se estaba quedando sin municiones. Abrió una nueva caja de balas, regresó en el tiempo y masacró a Cristóbal Colón, Napoleón, a Mahoma y a media docena más de celebridades—. ¡Con esto debería alcanzar, por Dios! —dijo Hassel.

Volvió a su propio tiempo, y encontró a su esposa como antes.

Se le doblaron las rodillas; sus pies parecieron fundirse con el suelo. Volvió a su laboratorio, caminando entre arenas movedizas de pesadillas.

—¿Qué carajo es lo significativo? —se preguntaba Hassel penosamente—. ¿Cuánto tiempo lleva cambiar el futuro? Por Dios, con el tiempo realmente lo cambiaré. Me iré a la quiebra.

Viajó a París a comienzos del siglo XX y visitó a Madame Curie en un taller en una bohardilla cerca de La Sorbona.

—Madame —dijo en su execrable francés—, para usted soy un completo extraño, pero soy todo un científico. Conociendo sus experimentos con radio… ¿cómo? ¿Todavía no ha llegado al radio? No importa. Estoy aquí para darle todo sobre la fisión nuclear.

Le enseñó. Tuvo la satisfacción de ver a París elevarse en un hongo de humo antes de que el llamado automático lo llevara a casa.

—Eso enseñará a las mujeres a ser infieles —gruñó… ¡ahhh! Esto se le escapó de los labios al ver que su esposa pelirroja todavía… pero no hace falta insistir en lo obvio.

Hassel avanzó entre nieblas hasta su estudio y se sentó a pensar. Mientras él piensa será mejor que les advierta que éste no es un cuento convencional sobre el tiempo. Si imaginan por un momento en que Henry va a descubrir que el hombre que acaricia a su esposa es él mismo, están equivocados. El maldito no es Henry Hassel ni su hijo ni un pariente ni siquiera Ludwig Boltzmann (1844-1906). Hassel no hace un círculo en el tiempo, terminando donde comienza la historia… para satisfacción de nadie y furia de todos, por la simple razón de que el tiempo no es circular ni lineal ni tándem ni discoide ni en zigzag, ni longuícuito ni pandicularteado. El tiempo es un asunto privado, eso fue lo que descubrió Hassel.

—Tal vez me haya equivocado en algún punto —murmuró Hassel—. Será mejor que lo averigüe. —Luchó con el teléfono, que parecía pesar cien toneladas, y por fin consiguió comunicarse con la biblioteca.

—¿Hola, con la biblioteca? Habla Henry.

—¿Quién?

—Henry Hassel.

—Hable más fuerte, por favor.

—¡HENRY HASSEL!

—Ah. Buenas tardes, Henry.

—¿Qué tienen sobre George Washington?

La biblioteca hacía ruidos sordos mientras sus unidades exploradoras buscaban en los catálogos.

—George Washington, primer presidente de los Estados Unidos, nació en…

—¿Primer presidente? ¿No fue asesinado en 1775?

—Realmente, Henry. Qué pregunta absurda. Todo el mundo sabe que George Wash…

—¿Nadie sabe que lo balearon?

—¿Quién lo baleó?

—Yo.

—¿Cuándo?

—En 1775.

—¿Cómo lograste hacerlo?

—Tengo una pistola.

—No, quiero decir, ¿cómo es que lo hiciste hace doscientos años?

—Tengo una máquina del tiempo.

—Bien, como no hay registro de eso aquí —dijo la biblioteca—, en mis archivos todavía está bien. Debes de haber errado.

—No erré. ¿Y Cristóbal Colón? ¿Hay algún registro de su muerte en 1489?

—Pero descubrió el nuevo mundo en 1492.

—No es posible. Lo asesinaron en 1489.

—¿Cómo?

—Con una bala de una .45 en la garganta.

—¿También tú, Henry?

—Sí.

—Aquí no está registrado —insistió la biblioteca—. Debe de haber sido un mal disparo.

—No quiero perder los estribos —dijo Hassel con voz temblorosa.

—¿Por qué no, Henry?

—Porque ya están perdidos —gritó—. ¡Muy bien! ¿Y Marie Curie? ¿Descubrió o no la bomba de fisión que destruyó París a fin de siglo?

—No la descubrió. Enrico Fermi…

—Sí la descubrió.

—No la descubrió.

—Se lo enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.

—Todos dicen que eres un maravilloso teórico, pero un mal profesor, Henry. Tu…

—Vete al diablo, gallina vieja. Eso requiere una explicación.

—¿Por qué?

—No me acuerdo. Estaba pensando en algo, pero no importa ahora. ¿Qué sugerirías tú?

—¿Realmente tienes una máquina del tiempo?

—Por supuesto que tengo una máquina del tiempo.

—Entonces vuelve atrás y fíjate qué ha pasado.

Hassel volvió al año 1775, visitó Mount Vernon e interrumpió la siembra de primavera.

—Perdone, coronel —comenzó.

El hombre corpulento lo miró con curiosidad.

—Hablas en forma extraña, desconocido —dijo—. ¿De dónde eres?

—Ah, de una nueva universidad sobre la que nunca has oído hablar.

—Tienes aspecto raro también. Un tanto neblinoso, por así decirlo.

—Dígame, coronel, ¿qué sabe usted de Cristóbal Colón?

—No mucho —respondió el coronel Washington—. Hace doscientos o trescientos años que murió.

—¿Cuando murió?

—En mil quinientos y algo, por lo que recuerdo.

—No. Murió en 1489.

—Tienes mal las fechas, amigo. Descubrió América en 1492.

—Gaboto descubrió América. Sebastián Gaboto.

—No. Gaboto vino un tiempo después.

—¡Tengo una prueba irrefutable! —comenzó Hassel, pero se interrumpió cuando un hombre corpulento y algo gordo, con el rostro ridiculamente enrojecido por la rabia, se aproximó a él. Llevaba pantalones grises, abolsados, y una chaqueta de tweed dos tamaños más grandes que para él. Llevaba una pistola .45. Sólo después de haberlo mirado un momento, Henry Hassel se dio cuenta de que se estaba mirando a si mismo y que no le gustaba su aspecto.

—¡Dios mío! —murmuró Hassel—. Soy yo, que vuelvo de asesinar a Washington esa primera vez. Si hubiera hecho mi segundo viaje una hora más tarde, habría encontrado muerto a Washington. ¡Eh! —gritó—. Todavía no. Espera un minuto. Tengo que arreglar algo primero.

Hassel no se prestaba atención a sí mismo; en realidad no parecía tener noción de sí mismo. Fue directamente hacia el coronel Washington y le pegó un tiro en el estómago… el coronel Washington cayó muerto. El primer asesino inspeccionó el cuerpo, y luego, ignorando el intento de Hassel de detenerlo e iniciar una discusión con él, se volvió y se fue, murmurando cosas venenosas para sí.

—No me oyó —se dijo Hassel—. Ni siquiera me sintió. ¿Y por qué no me recuerdo a mí mismo tratando de detenerme la primera vez que disparé contra el coronel? ¿Qué diablos sucede?

Considerablemente perturbado, Henry Hassel visitó Chicago y entró en las canchas de squash de la Universidad de Chicago a principios de 1940. Allí encontró a un científico italiano llamado Fermi.

—Según veo repite usted el trabajo de Marie Curie, dottore —dijo Hassel.

Fermi echó una mirada a su alrededor como si hubiera oído un leve sonido.

—¿Repitiendo el trabajo de Marie Curie, dottore? —rugió Hassel.

Fermi lo miró extrañamente.

—¿De dónde es usted, amico?

—Del Estado.

—¿Del Departamento de Estado?

—Simplemente del Estado. Es verdad, ¿no, dottore, que Marie Curie descubrió la fisión nuclear alrededor de 1900?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Fermi—. Nosotros somos los primeros, y todavía no hemos llegado. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!

—Esto quedará registrado —gruñó Hassel. Sacó su confiable .45, la vació en el pecho del doctor Fermi, y esperó el arresto y la inmolación en los archivos de los diarios. Ante su consternación, el doctor Fermi no cayó. Sólo exploró su pecho y, a los hombres que respondieron a sus gritos, les dijo:

—No es nada. Tengo una repentina sensación de quemadura, que puede ser una neuralgia del nervio cardíaco, pero lo más probable es que sean gases.

Hassel estaba demasiado agitado como para esperar el llamado automático de la máquina del tiempo. En cambio volvió de inmediato a la Universidad Desconocida bajo su propio poder. Esto debería haberle dado una clave, pero estaba demasiado ofuscado como para advertirla. Fue en esta época (1913-1975) cuando lo vi por primera vez… una figura oscura que merodeaba entre los autos estacionados, las puertas cerradas y las paredes de ladrillos, con la cara iluminada por una determinación lunática.

Se escurría en la biblioteca, se preparaba para una discusión exhaustiva, pero no lograba hacerse oír ni aparecer en los catálogos. Iba al Laboratorio de Malpraxis, donde Sam, la computadora Simplex-y-Multiplex, tiene instalaciones de sensibilidad que llegan a los diez mil setecientos amstrongs. Sam no veía a Henry, pero lograba oírlo a través de una especie de fenómeno de interferencia de ondas.

—Sam —dijo Hassel—, acabo de hacer un importante descubrimiento.

—Siempre estás haciendo descubrimientos, Henry —se quejó Sam—. Tu sector de datos está lleno. ¿Tendré que empezar otra cinta para ti?

—Pero necesito consejos. ¿Quién es la principal autoridad sobre Tiempo, referencia a sucesión de, viajar en?

—Debe de ser Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de Yale.

—¿Cómo me pongo en contacto con él?

—No podrás, Henry. Ha muerto. Murió en el setenta y cinco.

—¿Qué autoridad tienes sobre Tiempo, viajar en, vivir?

—Wiley Murphy.

—¿Murphy? ¿De nuestro Departamento de Traumas? Qué feliz casualidad. ¿Dónde está ahora?

—En realidad, Henry, fue a tu casa a pedirte algo.

Hassel fue a su casa volando, buscó en su laboratorio y estudio sin encontrar a nadie, y por fin flotó al living, donde su esposa pelirroja seguía en los brazos de otro hombre. (Todo esto, comprenderán ustedes, había tenido lugar en el espacio de pocos momentos después de la construcción de la máquina del tiempo, ésa es la naturaleza del tiempo y del viaje por el tiempo). Hassel carraspeó una o dos veces y trató de dar un golpecito a su esposa en el hombro. Sus dedos la atravesaron.

—Perdona, querida —dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy?

Entonces miró mejor y vio que el hombre que abrazaba a su esposa era Murphy mismo.

—¡Murphy! —exclamó Hassel—. Precisamente el hombre que buscaba. Acabo de tener la experiencia más extraordinaria. —Hassel de inmediato se lanzó a una lúcida descripción de su extraordinaria experiencia, que era más o menos así:

—Murphy, u-v = u12 − v14 (ua + uxvy + vb) pero cuando George Washington F(x) y2 dx y Enrico Fermi F (u12) dxdt la mitad de Marie Curie, entonces, ¿cómo se explica Cristóbal Colón por la raíz cuadrada de menos uno?

Murphy ignoró a Hassel, lo mismo que Mrs. Hassel. Yo anoté las ecuaciones de Hassel en la capota de un taxi que pasaba.

—Escúchame, Murphy —dijo Hassel—, Greta, querida, ¿te molestaría dejarnos solos un momento?… por Dios, ¿quieren dejar de hacer esa tontería? Hablo en serio.

Hassel trató de separar a la pareja. No podía tocarlos más de lo que ellos podían oírlo. Su rostro enrojeció nuevamente y se puso tan colérico que golpeó a la señora Hassel y a Murphy. Era como golpear a un Gas Ideal. Pensé que sería mejor interferir.

—¡Hassel!

—¿Quién es?

—Salga un momento. Necesito hablar con usted.

Salió atravesando la pared.

—¿Dónde está usted?

—Aquí.

—Lo veo un poco velado.

—A usted también.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Lennox. Israel Lennox.

—Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale…

—El mismo.

—Pero usted murió en el setenta y cinco.

—Yo desaparecí en el setenta y cinco.

—¿Qué quiere decir?

—Inventé una máquina del tiempo.

—¡Por Dios! —dijo Hassel—. Esta tarde. Me llegó la idea como un relámpago… no sé por qué… y tuve una experiencia extraordinaria. Lennox, el tiempo no es un continuo.

—¿No?

—Es una serie de partículas discretas… como perlas en un collar.

—¿Sí?

—Cada perla es un «ahora». Cada «ahora» tiene su propio pasado y futuro. Pero ninguno de ellos se relaciona con los otros. ¿Se da cuenta? Si a = a1 + a2 Ji + ⋔ a x (b1…

—La matemática no tiene importancia, Henry.

—Es una forma de transferencia quantum de la energía. El tiempo se emite en corpúsculos discretos de quanta. Podemos visitar a cada quantum individual y hacer cambios dentro de él, pero no hay cambios en ningún corpúsculo que acepte a otro corpúsculo. ¿De acuerdo?

—Está mal —dije, apenado.

—¿Qué quiere decir con eso de «está mal»? —preguntó él, haciendo un gesto furioso que atravesó a un estudiante que pasaba—. Tome las ecuaciones trocoides y…

—Mal —repetí con firmeza—. ¿Quiere escucharme, Henry?

—Bien, hable —dijo.

—¿No ha notado que se ha vuelto un poco insustancial? ¿Oscuro? ¿Espectral? ¿Que el espacio y el tiempo ya no lo afectan?

—Sí.

—Henry, tuve la desgracia de construir una máquina del tiempo en el año setenta y cinco.

—Eso dijo. Escuche, ¿y el consumo de energía? Supongo que estoy usando alrededor de 7,3 kilovatios por…

—El consumo de energía no importa, Henry. En mi primer viaje al pasado, visité el pleistoceno. Tenía mucho interés en fotografiar al mastodonte, un gigante de la Tierra, y al tigre con dientes de sable. Mientras retrocedía para poner al mastodonte completo en el campo de visión en f/6.3 a 1/100.º de segundo, o en la escala LVS…

—La escala LVS no tiene importancia —dijo.

—Mientras retrocedía, sin querer tropecé y maté a un pequeño insecto del pleistoceno.

—¡Ajá! —dijo Hassel.

—Me aterrorizó el incidente. Tuve visiones de volver a mi mundo y encontrarlo completamente cambiado como resultado de esta única muerte. Imagine mi sorpresa cuando volví a mi mundo y encontré que nada había cambiado.

—¡Ah! —dijo Hassel.

—Me despertó curiosidad. Volví al pleistoceno y maté al mastodonte. Nada había cambiado en 1975. Volví al pleistoceno y asesiné a toda la vida salvaje… sin ningún efecto. Bajé por todas las épocas, matando y destruyendo, en un intento de cambiar el presente.

—Entonces usted hizo lo mismo que yo —exclamó Hassel—. Qué extraño que no nos hayamos topado.

—No es extraño en absoluto.

—Yo llegué a Colón.

—Yo llegué a Marco Polo.

—Yo llegué a Napoleón.

—Yo pensé que Einstein era más importante.

—Mahoma no cambió mucho las cosas… yo esperaba más de él.

—Lo sé. Yo también lo encontré.

—¿Qué quiere decir con eso de que usted también lo encontró? —preguntó Hassel.

—Lo maté el 16 de septiembre del año 599. En el viejo estilo.

—Pero si yo lo maté el 5 de enero del año 598.

—Le creo.

—Pero ¿cómo pudo usted haberlo matado después de que lo había matado yo?

—Los dos lo matamos.

—Eso es imposible.

—Amigo —dije—, el tiempo es enteramente subjetivo. Es un asunto privado… una experiencia personal. No existe nada que pueda llamarse tiempo objetivo, así como no hay nada que sea amor objetivo o un alma objetiva.

—¿Es decir que un viaje por el tiempo es imposible? Pero nosotros lo hemos hecho.

—Claro que sí, y muchos otros, por lo que sé. Pero cada uno viaja a su propio pasado, no al de otra persona. No hay un continuo universal, Henry. Sólo hay billones de individuos, cada uno con su propio continuo: y un continuo no puede afectar al otro. Somos como millones de fideos en la misma cacerola. En ningún momento un viajero puede encontrarse con otro viajero en el pasado o en el futuro. Cada uno de nosotros debe viajar hacia arriba y hacia abajo por su propio fideo solamente.

—Pero ahora nos encontramos.

—Ahora no somos viajeros, Henry. Nos hemos convertido en la salsa de los fideos.

—¿En la salsa de los fideos?

—Sí. Usted y yo podemos visitar cualquier fideo que queramos, porque nos hemos destruido.

—No comprendo.

—Cuando un hombre cambia el pasado solo afecta su propio pasado… y el de ningún otro. El pasado es como la memoria. Cuando usted borra la memoria de un hombre, lo borra a él, pero no borra a ningún otro. Usted y yo hemos borrado nuestro pasado. Los mundos individuales de los otros continúan. Pero nosotros hemos dejado de existir. —Hice una pausa significativa.

—¿Qué quiere decir con eso de que hemos «dejado de existir»?

—Con cada acto de destrucción nos disolvimos un poco. Ahora estamos acabados. Hemos cometido un cronocidio. Somos fantasmas. Espero que la señora Hassel sea muy feliz con el señor Murphy… ahora volvamos a la Académie. Ampère está contando una gran historia sobre Ludwig Boltzmann.


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Autor: Alfred Bester

Título: Los hombres que asesinaron a Mahoma

Título Original: The Men Who Murdered

Publicado en: The Magazine of Fantasy & Science Fiction, 1958

Traducción: Alicia Steimberg



Alfred Bester escritor de ciencia ficción, nacido en Nueva York el 18 de diciembre de 1913 y fallecido en Pensilvania en 1987. Aunque publicó su primer relato en 1939, ​ su salto a la fama vino a comienzos de los cincuenta, después de una etapa en la que trabajó como escritor de guiones para radio y televisión