"SOMOS ENANOS EN HOMBROS DE GIGANTES" (Bernardo de Chartres - S. XII)
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miércoles, 23 de febrero de 2022

Dos cuentos para pensar: Impunidad y Eugenesia

Los siguientes microcuentos estaban destinados a salir publicados en un libro.  Pero, dadas las circunstancias¹, el parto debió adelantarse. 

A veces no hay mejor argumento que la literatura. 




IMPUNIDAD

 Carlos Alberto Velásquez Córdoba.


La primera vez que quisieron matarlo, usaron un veneno. Por varios días estuvo sometido a dolores insufribles y a convulsiones incontrolables, pero sobrevivió milagrosamente. En vista de que continuaba vivo, fue atacado, unos días más tarde, con un objeto metálico con la intención de mutilarlo. Hubiera sido desmembrado de no haber permanecido acurrucado y en silencio en la oscuridad de su guarida. Dos días más tarde volvieron a entrar por él, pero tampoco esta vez pudieron dañarlo. Los sicarios eran inexpertos.

Veinte años después, él aún no olvidaba el intento de homicidio al que había sobrevivido. Solo sabía que había sido una mujer la que lo había dispuesto. Luego de mucho reflexionar, decidió investigar a profundidad y finalmente, al cabo de cinco años, dio con su paradero: Ella se había trasladado a otra ciudad y aunque cambió su apellido, la encontró. La estuvo vigilando por varios días. A simple vista parecía un ama de casa cualquiera, con un hogar conformado por unos hijos adolescentes y un esposo enamorado. Nadie podría imaginar que aquella mujer, años atrás, intentara perpetrar un homicidio.

Mucha gente le recomendó que dejara las cosas como estaban, que podía considerarse afortunado por ser un sobreviviente, pero él no olvidaba lo que ella había querido hacerle y acudió a las autoridades. Pretendía que pagara por haber intentado asesinarlo cinco lustros atrás. 

El fiscal que lo atendió, lo escuchó asombrado y finalmente le respondió que no había nada que pudiera hacerse contra ella o quienes le hubieran ayudado: en primer lugar, porque los hechos habían ocurrido hacía mucho tiempo y no había pruebas de nada. En segundo, porque ella podría justificarse diciendo que, cuando intentó asesinarlo, era apenas una adolescente desesperada, y que, al fallar en tres ocasiones, cambió de opinión y le dejó vivir.  Además, al pretender asesinarlo, ella estaba en todo su derecho.  Al fin y al cabo, intentar practicarse un aborto, ya era, para ese entonces, un procedimiento absolutamente legal.


FIN

 

(c) Carlos Alberto Velasquez Córdoba (2021)



 

EUGENESIA

 Carlos Alberto Velásquez Córdoba

 

En estos días estaba leyendo unos periódicos antiguos y descubrí que se gastaba mucha tinta en discusiones sobre el aborto.  En uno de ellos pude leer la frase de un opositor, que decía: “Es irónico que todos los que están a favor del aborto, hayan podido nacer”, y luego argumentaba que era una desfachatez que se pidiera el aborto para otros, mientras se tenía el privilegio personal de estar vivo. También en sentido contrario, leí defensas muy bien sustentadas apoyando el aborto, y pensé en la increíble y maravillosa forma cómo mi civilización suprimió por completo esa discusión. Ya nadie, en la actualidad, menciona ese tema.

¿Quién lo creyera?  Todo empezó con los estudios genéticos sobre el ADN. Primero se estudió in útero quién sufriría enfermedades genéticas al nacer, y posteriormente, quién padecería enfermedades crónicas.  Luego de tomar unas pocas células del embrión, no era difícil saber quién sufriría un infarto y a qué edad moriría, o quien sería diabético a los 43 años.

Media década después se tuvo conocimiento de cuál sería la inclinación sexual en su etapa adulta o sus gustos académicos. Con la simple muestra de una minúscula célula tomada del líquido amniótico, se podía prever quién sería médico, quién abogado, o quién artista.

El culmen llegó cuando se pudo identificar a través del estudio de su ADN, quién, de adulto, estaría a favor del aborto. A partir de entonces, todo embrión de pocas semanas, que en su material genético estuviera predestinado a ser promotor del aborto, fue abortado sin permitirle que naciera.

No existe ningún dilema ético al hacerlo, dado que, al estar de acuerdo con el aborto, se daba por entendido que no objetaría aplicar el procedimiento a sí mismo.  De hecho, ya no se llaman "abortos", puesto que realmente se trata de una eutanasia anticipada. 

Lo bueno de todo, es que nadie que haya nacido estaría a favor del aborto. Los que hubieran estado a favor, fueron abortados antes de nacer.    

¡Es una maravilla, la forma cómo mi civilización supo resolver un problema que por mucho tiempo había sido generador de conflicto!

 

FIN


(c) Carlos Alberto Velasquez Córdoba (2021) 

Espero que les haya gustado y les genere alguna reflexión. Si los quieren compartir, solo les pido que, citen al autor y la fuente (el blog de los lagartijos). 

_____________

¹En Colombia la Corte Constitucional acaba de despenalizar el aborto para gestaciones hasta de 24 semanas (seis meses de embarazo). Como médico elevo mi voz de protesta. No me hice médico para asesinar inocentes. 

No puedo hacer nada para cambiar esa ley. Pero si asesinar inocentes es ahora legal, me niego a cumplir esa ley. 

Señores magistrados: No cuenten conmigo. Si quieren matar a un ser indefenso, háganlo ustedes mismos.  





miércoles, 5 de enero de 2022

El inventor. Cuento

  Esta semana les comparto un cuento de mi libro Fuga de Ideas, publicado con la editorial Fallidos Editores.  Espero les guste. 


 

EL INVENTOR


Qué difícil fue conseguir la cita con el doctor Jiménez. El solo hecho de tener una cita con un psiquiatra es algo ate­morizante. Y cuando este es el que define qué contratos hace un hospital mental, la experiencia es aún más terrorífica. Sin embargo, tenía que acudir a esa cita.

Era mi mejor oportunidad para cerrar un contrato mi­llonario. Desde hacía varios meses había estado investigando y me había dado cuenta de que podía ofrecer al Hospital Mental un excelente seguro contra todo riesgo, con todo tipo de coberturas y con unas primas mucho más bajas que las que actualmente pagaba a la aseguradora que era nuestra compe­tencia. El dato me lo había dado un colega pasado de copas y quería aprovechar la oportunidad de obtener una gran comi­sión si lograba convencer al doctor Jiménez de que tomara el seguro con mi compañía y abandonara la de siempre.

Por supuesto, mis compañeros de oficina no perdieron la oportunidad de molestarme cuando se enteraron, gracias a la indiscreción de la secretaria de la sucursal, de que el doctor Jiménez, el director del hospital mental, me concedería una cita a las once de la mañana.

Me sentí un poco intimidado cuando atravesaba la por­tería externa y pasaba por el camino que llevaba al pabellón principal. A mi lado había praderas bien cuidadas, árboles frutales y una que otra banca donde se veían algunos pacientes en pijama acompañados por algunos visitantes y algún enfermero.

Me dirigí al segundo piso donde me habían informado que era la dirección del hospital. Una vez me identifiqué, la secretaria con unos grandes lentes me miró apenada y me explicó que el doctor Jiménez había tenido un percance y no llegaría a tiempo para la cita.

—Si desea puedo darle otra cita… digamos… ¿para el mes entrante….?

—Señorita, ¿y no hay una cita más pronto?

—Lo siento… El doctor Jiménez se mantiene muy ocu­pado. La cita más próxima es en un mes. Si quiere podemos dejar tentativa esa fecha y si resulta algo antes, yo le aviso.

—¿Y será que hoy es imposible que me atienda? —dije, sin perder la esperanza— yo puedo esperar lo que sea nece­sario.

—Pues, no sé… Él me llamó y me dijo que cancelara las citas del medio día porque tenía un inconveniente y que estaría llegando aproximadamente a las dos de la tarde...

La pobre mujer comprendió que ya había hablado de más. Apenas cayó en la cuenta de que había cometido la indiscreción de revelar la llegada de su jefe, intentó remediar la situación.

—Si quiere puede venir a esa hora. No le prometo nada, de pronto el doctor Jiménez puede abrirle un espacio. Tal vez llegue antes.

—Sí —respondí con mi mejor sonrisa—, no sabe cuán­to le agradezco. Es usted un ángel. No sabe el favor que me hace —y agregué un guiño rápido que la hizo sonrojar—.Vendré a las dos.

—Mejor venga antecitos. Puede que llegue antes de lo planeado.

No tenía otra cosa para hacer. Ya no tenía tiempo de ir hasta la oficina y volver antes de las dos. Además, yo había programado una cita con otro cliente a las 3 pm en esa misma zona y debía “quemar tiempo”.

—¿Sabe qué? Mejor me quedaré, caminaré un poco por ahí… El hospital es muy bonito…

—Sí. Lo tenemos muy lindo. Vaya tranquilo. Si el doc­tor llega antes, yo lo busco —respondió ella con un guiño que pareció un coqueteo.

Siempre había tenido curiosidad de saber cómo era un manicomio y no iba a perder esa oportunidad. Me habían dicho que los locos peligrosos los mantenían encerrados por lo que no creí que hubiera peligro en dar una vuelta por ahí.

Era un día soleado y con pocas nubes. Caminé durante unos minutos feliz de sentir la grama bajo mis pies. Los vendedores de seguros vivimos rodeados por concreto. Fue agradable sentir el olor del pasto recién cortado en mi nariz, y la sensación blanda que da la hierba.

Luego de deambular un poco, vi que al frente del sitio donde había dejado mi carro había una banca de madera sobre un prado verde. Un frondoso árbol le ofrecía su sombra. Fui a sentarme allí para disfrutar del trino de los pájaros y el olor a hierba.

Dos figuras que se acercaban captaron mi atención. Un hombre de saco y corbata con un maletín de cuero caminaba al lado de otro hombre en pijama y de pantuflas. El segundo hombre tenía un balde en cada mano. Por la forma en que este caminaba parecía que uno de los baldes estaba lleno y el otro estaba vacío.

A pocos pasos de mí, el hombre de traje le dijo al de pijama que se iba a sentar un rato a descansar, y señaló mi banca; el otro hombre, que parecía un paciente asintió y se sentó en la hierba. Descargó sus baldes y comenzó un extraño ritual: tomó un trapo del balde vacío y lo sumergió en el que parecía estar lleno de agua. Luego lo sacó, lo sostuvo sobre el balde vacío y lo exprimió para echar el agua allí.

Repitió el procedimiento mientras que el hombre de traje se sentó a mi izquierda. Dejó su maletín al lado, sobre la hierba recostado en la pata de la banca. Luego de unos incó­modos segundos se dirigió a mí.

—Bonito día.

—Sí, muy bonito —respondí.

—Parece que hoy no va a llover.

—No, parece que no.

Después de algunos otros segundos, mientras que yo observaba al paciente empapar el trapo en el balde y escurrirlo en el otro, el hombre de traje volvió a hablar.

—Siquiera el clima ha mejorado.

—Sí —respondí—, estos últimos días ha llovido mucho. Al menos hoy está soleado.

Mientras hablaba conmigo el paciente nos miró, son­rió y dijo algo que no pude entender, como una especie de balbuceo, mientras mostraba el trapo empapado en agua. El hombre que estaba a mi lado lo animó a continuar. “Muy bien, muy bien. Lo estás haciendo muy bien”.

—¿Es familiar suyo? —pregunté en un acto de indiscreción.

—No, no somos familiares.

—Perdone, no quise molestarlo.

—No, no me molesta para nada. Ahí donde lo ve, ese hombre es el ser más inteligente sobre la tierra.

Miré al paciente. Un hombre de unos sesenta o setenta años, canoso, piel arrugada, despeinado al estilo de Einstein. Menudo y casi desnutrido, vestido con una pijama a rayas y unas pantuflas. Parecía empeñado en pasar toda el agua de un balde al otro a fuerza de mojar un trapo y volverlo a escurrir. Su acompañante no tendría más de cuarenta años. Muy elegante, bien peinado y con corte de pelo clásico. Traje im­pecable, zapatos bien lustrados, un anillo de oro en su mano derecha que parecía una insignia de alguna universidad.

—Perdone mi falta de modales —dijo el acompañante del loco—, me llamo Claudio. Él es Antonio —dijo señalando al paciente—. Antonio es mi amigo. Éramos socios, antes de que enloqueciera. Él no tiene familia y solo me tiene a mí.

—¿Y qué es lo que hace con esa agua?

—¿Eso? El agua es su vida, y también fue su perdición.

—No comprendo.

—Verá —dijo Claudio—, ahí donde lo ve ese hombre hizo el invento más grande de la humanidad.

Quizá fue porque lo miré con escepticismo. Quizá por­que en ese momento Antonio logró llenar el otro balde y río a carcajadas y comenzó a aplaudir, que Claudio pareció un poco arrepentido de haber dicho que ese hombre era un genio. Sin embargo ya había picado mi curiosidad. Mis años de entre­namiento para leer los gestos de las personas me hizo saber que Claudio estaba ansioso de contar la historia de Antonio.

—Sí, a veces los genios parecen personas normales —dije lanzando el anzuelo.

—Usted no me creería lo que inventó Antonio… —y mirando a todos lados para cerciorarse de que nadie más es­cuchaba, Claudio se acercó un poco más a mí y me dijo con voz muy queda—, ese hombre que usted ve ahí, inventó el agua en polvo.

—¿EL AGUA EN POLVO?

—¡Shhhhh! —me reprendió Claudio tratando de que nadie lo escuchara.

—¿Cómo así que el agua en polvo? —repliqué también susurrando— ¿Me está usted tomando el pelo?

—No, cómo se le ocurre. Perdone usted si lo he ofendi­do. En ningún momento quise molestarlo.

—Pero es que el agua en polvo no existe.

—Eso es lo que la gente cree.

—No entiendo.

—Verá. Antonio era ingeniero químico. Yo lo conocí porque él trabajaba en el laboratorio farmacéutico que tenía mi papá. Cuando empezó allí, Antonio tendría unos cuarenta años. Varios años después, a mi papá le dio una embolia y yo asumí el manejo de la empresa. La obsesión de Antonio era el agua. Una vez me llamó aparte y me mostró un frasco con una sustancia extraña. “Es agua en polvo”, me dijo. Yo tuve la misma reacción de usted. Sin embargo, cuando vació ese extraño polvo en un vaso y lo toqué con los dedos quedé ma­ravillado. Era la cosa más extraordinaria que hubiera visto en mi vida. Agua en polvo. Eso resolvería todos los problemas del mundo.

Claudio me miró y me descubrió haciendo una mueca de incredulidad.

—¿Se ha puesto usted a pensar las ventajas que tendría el poder disponer de agua en polvo? En primer lugar, si se riega, no mojaría nada. Imagine usted que tiene un vaso de agua líquida en su escritorio. Si se le regara, le dañaría todos sus documentos, le dañaría el computador si le cae encima. En cambio con el agua en polvo lo único que tiene que hacer es recogerla con un papel y volverla a echar al vaso.

Ahora imagine que usted necesita hacer un viaje y desea llevar agua para el camino en una maleta. Si se rompiera una botella con agua líquida, la ropa quedaría mojada. Pero con agua en polvo lo único que tiene que hacer es sacudir la ropa y listo. Estaría seca.

Imagine las aplicaciones en la industria farmacéutica, tan solo piense en la industria automotriz. Trate de dimen­sionar las aplicaciones a nivel mundial. Poder llevar agua só­lida a los sitios donde no llega el agua.

—Pero si existiera el agua en polvo, ¿de qué serviría? Eso no se podría tomar.

—En eso se equivoca, mi querido amigo. El agua en pol­vo que Antonio sintetizó sirve para quitar la sed y tiene los mismos usos del agua normal, pero solo que en forma sólida.

—¿En forma sólida? ¿El hielo no es acaso agua sólida? Yo puedo hacer agua sólida en la nevera de mi casa.

Claudio me miró con odio como si le hubiera irrespe­tado su ser más querido sobre la tierra. Luego me miró con dulzura como si yo fuera un niño que no comprende la ley conmutativa de la multiplicación.

—Una cosa es el hielo. Otra cosa es el agua en polvo. El agua congelada se derrite y moja lo que toque. Además re­quiere que haya una cadena de frío para que no se descongele. No amigo mío, esto es muy diferente. El agua en polvo es un agua que viene en pequeñas partículas como el azúcar o la sal. Se puede empacar en una bolsa de tela sin que se filtre, puede tolerar cualquier temperatura sin derretirse y sin mojar el re­cipiente que lo contiene. ¿Se imagina comerse una cucharada de agua en polvo para calmar su sed? ¿Tiene una fruta y no tiene agua para hacer un jugo?, pues simplemente toma dos o tres cucharadas del agua en polvo… ¡et voilà!

—Entonces, si el agua en polvo es tan maravillosa, ¿por qué nadie la conoce?

Mientras conversábamos, Antonio sentado en la hierba continuaba pasando agua de un balde a otro con la única ayuda del trapo, tratando de evitar que ni una sola gota se desperdiciara. A veces reía a carcajadas o en ocasiones tara­reaba una melodía desconocida para mí. Cuando un balde se vaciaba y el otro quedaba lleno, invertía el proceso para devolver el agua al balde del cual había salido.

—Nadie lo conoce porque fuimos bloqueados por las grandes potencias.

—¿Cómo así?

—Verá. Cuando Antonio me contó de su invento, yo comencé a calcular cuánta inversión necesitaríamos para producirla en grandes cantidades. Estaba como loco frente a la perspectiva económica de vender agua en polvo a todo el planeta. Antonio por el contrario quería que su invento no tuviera un dueño. Quería hacer públicas sus investigaciones. Finalmente lo convencí de esperar unos años antes de regalar su invento al mundo.

Presentamos al INVIMA en Bogotá los estudios pre­liminares para que nos autorizaran montar una planta para completar los estudios de estabilidad de la molécula antes de iniciar la producción de agua en polvo para el público. Mi función era conseguir los inversionistas y socios para la empresa.

—¿Y qué dijeron en el INVIMA?

—Primero, nada. Luego de muchas cartas sin respuesta, decidimos viajar a Bogotá. Allí un funcionario que no enten­día nada de lo que le decíamos, dijo que ellos no podían auto­rizar ningún producto para consumo humano que no tuviera el aval de otros organismos internacionales. Definitivamente ellos no darían en permiso “porque ni siquiera los americanos que eran tan inteligentes habían pensado en hacer agua en polvo”.

Ese fue un duro golpe para Antonio. Entonces lo con­vencí de abrir otras puertas y buscar ayuda en otros sitios. Estuvimos en Colciencias y nos cerraron las puertas. Nece­sitábamos el aval de una universidad reconocida. Escribió a Harvard, Oxford, Cambridge, el MIT y otras universidades buscando la ayuda de colegas. Casi todos guardaron silencio. Unos pocos respondieron que lo que pretendía era una locura. Que no era posible obtener el agua en polvo. Antonio quería dar la fórmula para que fuera reproducida en otro laboratorio pero yo lo convencí de que guardara el secreto hasta no tener el permiso por parte de alguna agencia internacional para su producción a gran escala. Quizás cometí un error…

Me pareció que sendas lágrimas asomaron a los ojos de Claudio mientras rememoraba hechos pasados. Mientras hablaba, miraba con cariño al pobre viejecito que jugaba con agua como si fuera un niño de dos años.

—¿Y qué pasó después?

—Acudimos a la FDA en los Estados Unidos, la EMA en Europa. Todo fue una pérdida de tiempo. Nadie respondía nada. Entonces acudimos a los japoneses. Enviamos una carta solicitando una cita para exponer el proyecto. Ya no teníamos dinero. Nos lo habíamos gastado todo intentando abrir puer­tas en Europa y Estados Unidos, pero había que intentarlo. Fueron muchos años de tocar puertas y encontrarlas cerradas.

Un día Antonio me llamó a la una de la mañana. Estaba muy asustado. Me pidió que fuera a su casa. Me contó que unos hombres con acento norteamericano lo habían visitado y lo habían amenazado por haber seguido intentando. “Mejor olvide lo del agua en polvo”. Antonio me contó que hacía va­rios meses había estado recibiendo llamadas ordenándole que dejara sus pretensiones, pero él había pensado que eran otros colegas celosos y nunca pensó que su vida corriera peligro.

Aunque fuimos a la policía nos dijeron que no podían hacer nada sin evidencias concretas de quién lo estaba aco­sando. Se rieron de nosotros cuando dijimos que podía ser la CIA.

Como Antonio no tenía familia, le ofrecí mi casa para que se quedara unos días.

Una semana después volvió a la suya. Todo transcurrió con tranquilidad por un tiempo. Antonio quería completar sus estudios de estabilidad del agua en polvo para poder demostrar que era segura para todos.

Tres meses después de aquella madrugada, fue él el que se apareció en mi casa. Unos hombres, esta vez con acento ruso, lo habían contactado. Debía suspender la investigación:“el agua en polvo acabarría con la economía mundial”. Lo que más le sorprendió a Antonio fue que los rusos le habían dicho que “no querrían a Coca—Cola en quiebrrra si salía al merrrcado una bebida en polvo”. Antonio no entendía que tenían qué ver los rusos con la Coca Cola Company.

La historia no me parecía coherente y se lo hice saber a Claudio:

—Un momento, ¿y por qué a los rusos les puede pre­ocupar que se quiebre una empresa norteamericana? —dije.

—El mundo, amigo mío, no es lo que parece —respon­dió Claudio.

—¿Y entonces, qué hicieron ustedes?

—Decidimos que trabajaría en secreto. Empecé al día siguiente a buscar una bodega en algún pueblo cercano donde estuviera lejos de miradas indiscretas mientras que podíamos tener más estudios que sustentaran la seguridad del agua en polvo. Mientras tanto le sugerí que se mudara al laboratorio. Para ser sincero, me dio miedo ofrecerle mi casa para que viviera allá.

Una semana después a las tres de la mañana recibí una llamada de los bomberos. Mi laboratorio se había incendiado. Un vecino había dado mi teléfono. Se necesitaron tres máquinas de bomberos para controlar el incendio. Pregunté por Antonio. Me dijeron que no sabían nada. Que necesitaban que me presentara.

Cuando llegué solo encontré ruinas humeantes. El que aparentaba ser el jefe me dijo que al parecer el incendio había sido provocado por un corto circuito. Me aseguraron que no había nadie adentro, pero no me dejaron entrar.

Yo insistía que Antonio estaba viviendo en el labora­torio, pero ellos aseguraban que no había indicios de que al­guien se hubiera calcinado adentro. No había víctimas, dijo el informe final.

Hablé con la policía, la fiscalía, la defensoría del pueblo, la personería. Todos decían que harían lo posible por encon­trarlo. Nunca perdí la esperanza de hallarlo. Lo busqué como si fuera mi propio padre.

Aproximadamente un año después del incendio, duran­te la inauguración de un pequeño laboratorio que abrí con lo que me había pagado el seguro, recibí una llamada anónima con un acento extranjero que no pude distinguir: “su amigo Antonio está debajo del puente del metro junto la estación de San Antonio”

Dejé al administrador a cargo y salí como un rayo para allá.

Casi no lo reconozco. Estaba tirado en el suelo entre un grupo de indigentes. Tenía varios dedos de las manos con fracturas. Las uñas de sus manos y pies habían sido arrancadas. Lo peor de todo: Parecía un ente. Por supuesto, se alegró de verme pero no era el mismo Antonio. Había perdido su chispa. Tan solo reía y cantaba canciones infantiles mientras jugaba con una botella de agua. Nunca me contó lo que le ha­bía pasado. Nunca volvió a tener una conversación coherente. Tan solo dejaron el ente que ahora ve usted.

Me quedé mirando a Antonio. Se veía tan feliz jugando con el agua. Quién pensaría en semejante tragedia. Cuánto bien hubiera podido hacer un invento como esos. Pero tam­bién, cuántas personas influyentes se habrían sentido ame­nazadas por ese invento extraordinario. ¿Cuántas multina­cionales hubieran sucumbido ante la posibilidad de que el agua en polvo reemplazara el agua líquida y esta ya no fuera imprescindible para la vida?

—Qué gran tragedia —murmuré.

—Sí. Una gran tragedia —respondió Claudio con un dejo de nostalgia mientras Antonio riendo le mostraba el trapo empapado y comenzaba nuevamente el proceso de trasladar el agua de un balde al otro.

Solo en ese momento me percaté de que los dedos del pobre hombre estaban deformes.

—¿Fue torturado?

—No lo sé. Nunca ha hablado de lo que pasó en esos meses que estuvo perdido.

—Y dígame una cosa. ¿La fórmula? ¿Quién quedó con ella?

—Todo se perdió cuando el laboratorio se quemó. El único que sabía el secreto era Antonio y ya lleva diez años encerrado en este manicomio. Su secreto quedó sepultado en su cabeza.

—Y sáqueme de una duda, ¿cómo era el agua en polvo?, ¿A qué sabía?

—Solo le puedo decir que es lo más maravilloso que ha existido sobre la tierra. Una sola cucharada de agua en polvo puede quitarle a usted la sed durante una semana. Y su sabor es algo que jamás podrá repetirse. Sabe a todas las frutas del mundo y sabe a agua al mismo tiempo. Es algo indescriptible.

Antonio seguía con su proceso de pasar agua de un balde a otro con el trapo. Una enfermera salió del pabellón más cercano y miró en derredor como buscando a alguien; al ver a Antonio se acercó apresuradamente por la grama.

Súbitamente Claudio pareció tener una idea.

—¿Le gustaría ver el agua en polvo?

—¿No me dijo usted que la fórmula se había perdido?

—Toda la fórmula se perdió, pero me quedó un botellón en mi casa —y tomando el maletín que tenía al lado lo puso en sus piernas.

—¡Pues claro!, usted ha despertado mi curiosidad.

Con mucho cuidado Claudio destrabó el broche dorado de su maletín y lo abrió con extrema delicadeza. De reojo miré en su interior. Tenía una serie de documentos que parecían de carácter legal. En un lado había un frasco de plástico blanco muy parecido a los de antiácido. Lo tomó y lo agitó en el aire. Sonaba como si contuviera arena.

Cuando se disponía a abrirlo, la enfermera llegó hasta nosotros. Primero se dirigió a Antonio y le dijo algo al oído. Antonio se paró, recogió sus baldes y echó en uno de ellos el trapo, y comenzó a caminar torpemente hacia el pabellón.

Luego la enfermera dirigiéndose a mí, dijo:

—Veo que ya conoció a don Claudio —y sin esperar respuesta se dirigió a él—. Don Claudio, espero que no esté molestando al señor con sus historias. Ya es hora de la pastilla — extendiendo en su mano un pequeño vaso plástico con una tableta la entregó a mi compañero de conversación.

Claudio me miró como disculpándose. Se encogió de hombros, recibió la pastilla, la echó en su boca, abrió el frasco que tenía en su mano y tomó un pequeño sorbo.

La enfermera le tocó el hombro y le recordó que ya era hora del almuerzo.

—Despídete del señor, Claudio —dijo la enfermera tendiéndole su mano en espera de la suya.

Claudio cerró el frasco, lo guardó y se levantó de la banca con el maletín en una de sus manos. Me hizo un gesto de adiós con la otra mientras la enfermera lo conducía por el brazo caminando por la hierba en dirección al pabellón.

En ese preciso momento apareció la secretaria del doctor Jiménez y me dijo que el psiquiatra ya había llegado y me podía atender. Preferí decirle que no, que lo dejara para otro día. Por alguna razón yo ya estaba sospechando de la enfermera que había ido por Antonio y Claudio. Me había parecido que la mujer tenía acento ruso.

©  Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Prohibida su reproducción parcial o total sin premiso del autor

 


Fuga de Ideas. 

Libro de cuentos fantásticos bajo el sello editorial de Fallidos Editores y con prólogo de los profesores Luis Fernando Macías y Memo Anjel

Categoría: Literatura Colombiana (cuentos)
Primera edición: Nov 2019
número de páginas: 82
ISBN: 978-958-48-7357-6
Editorial: Fallidos Editores
Formato: 14 x 21 cm (con solapa), Rústico (pegado-cosido)
Interior: Papel Ecológico

miércoles, 29 de diciembre de 2021

La pluma estilográfica. Cuento de Carlos Alberto Velásquez


LA PLUMA ESTILOGRÁFICA

Desde mucho antes de que el húngaro, nacionalizado en Argentina, Ladislao Biro inventara en 1938 el primer bolígrafo, la gente de clase solía escribir con plumas.

Las aves habían sido por muchos siglos una fuente inagotable de instrumentos para la escritura. Bastaba de una buena pluma, el filo de una navaja para darle punta, un recipiente con tinta, y una mano prolija unida a un buen cerebro para que un texto pudiera salir a la luz.

Pero entre el bolígrafo actual, como lo conocemos, y la pluma de ave, hubo un invento que trasformó la escritura. En 1827 un inventor rumano tuvo la magnífica idea de crear una pluma metálica unida a un pequeño recipiente que podía contener tinta. Lo llamó pluma estilográfica o pluma fuente.

Los invito a escuchar este extraordinario cuento que fue publicado en mi libro "COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO"


Agradecimientos al doctor Emilio Alberto Restrepo y al canal regional Teledonmatías quienes hicieron posible este video.  

Si les ha gustado, denle "like" y compártanlo con sus amigos.

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Cola de cerdo, el suicida fallido


ISBN 978-958-49-1505-4

Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español



Puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro),
 en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí),  Librería Grámmata, o en la Editorial Libros para pensar. (envío a domicilio) 

Pedidos directos al autor: calveco@une.net.co 
WhatsApp: 305 3997940 (domicilio)

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Matar al lobo: Novedad literaria

Hace cerca de cinco años escribí un cuento corto sobre un general israelí, Benjamín Goldstein, que en el año 2028 construía una máquina para viajar en el tiempo y matar a Adolf Hitler antes de que se convirtiera en el canciller de Alemania y arrastrara con su locura a la guerra más sangrienta que ha sufrido la humanidad. 

Después fueron apareciendo nuevos capítulos del general en su lucha por impedir la segunda guerra mundial y el holocausto judío. El resultado fue una novela de ciencia ficción que combinaba la historia de la primera mitad del siglo XX con los viajes en el tiempo.   

Este libro quedó en tercer lugar en la convocatoria del Ministerio de Cultura en la modalidad de Obra Inédita (2018), obteniendo "Mención de Honor y suplencia". Por poco gana la beca para ser publicado, pero había dos mejores, y se sabe que algunos libros deben recorrer muchos senderos (a veces fallidos) antes de encontrar la ruta para ser publicados. (Y este es un consejo que le doy a los que apenas comienzan:  No se desesperen. Todo libro, tarde o temprano, encontrará su camino y llegará al lugar que le corresponde). 

El camino recorrido con Matar al lobo fue largo, y lleno de tropiezos. Por muchos años estuve tocando puertas en diversas editoriales. En algunas ni siquiera respondieron. En otras, la respuesta fue un rotundo "No", hasta que por fin, una de ellas creyó en el proyecto de Goldstein: La editorial de la Universidad de Antioquia. 

Luego de varios meses de trabajo, hace pocos días me avisaron que el libro Matar al Lobo ya estaba en las librerías digitales y que próximamente estaría en formato físico. 


Para mi es un orgullo presentarles este libro, pero ello no hubiera sido posible sin la participación de muchas personas a quien debo agradecer. 

En primer lugar, debo empezar agradeciendo a mi familia que pacientemente entendió mis largos trasnochos mientras luchaba con la palabra precisa, la cadencia de una frase, o consultaba e hilvanaba por horas los datos históricos. 

A mi profesor de literatura Luis Fernando Macías quien siempre creyó que el libro sería un éxito y quien me honró con sus palabras en el texto de presentación. 

A mis compañeros del taller de escritores de COMEDAL (a todos, pero muy especialmente a  Sonia Emilce García, Angela Ramirez, y Luisa Fernanda Mesa), quienes me retaban a que cada semana les llevara nuevos capítulos, y siempre estuvieron atentas a detectar las fallas en la sintaxis y los errores en el texto.

Al profesor Nahum Mont quien me escribió animándome a publicarlo por otros medios, cuando no logré acceder a la beca del Ministerio. 

Al profesor Memo Anjel, quien lo leyó desinteresadamente, y me hizo unas excelentes observaciones. Fue él quien me recomendó presentarlo a la Universidad de Antioquia, cuando tantas puertas estaban cerradas.   

De la Universidad de Antioquia debo agradecer a Doris Aguirre, quien en medio de la pandemia me explicó pacientemente los trámites para poner en consideración el libro ante la editorial, a los evaluadores que dieron el aval para el libro y al comité editorial que tomó la decisión de su publicación. 

Debo un agradecimiento muy especial a Silvia García Sierra, mi editora, por sus enormes contribuciones al libro para que saliera sin errores y estuviera mejor escrito. Sin ella, el libro estaría plagado de imprecisiones y errores. Su tremendo ojo crítico y sus vastos conocimientos, evitaron que se publicaran yerros imperdonables. 

Por último quiero agradecer a todo el equipo editorial:  A quien hizo el diseño de portada, a los que hicieron la maquetación y a los que trabajaron en la producción y mercadeo. No los conocí durante el proceso, pero les estoy muy agradecido. 

No queda más que invitarlos a comprarlo y a compartirlo. Estoy seguro que esta novela les encantará. Disfruten este viaje por la historia y por los sueños del general Goldstein y su grupo de valientes voluntarios que contra todo pronóstico dieron sus vidas para Matar al lobo. 




Pueden adquirirlo en la librería de la Universidad de Antioquia, Cooprudea, CIS y Al pie de la letra.  (o escribiendome directamente) . 

A continuación les comparto los enlaces donde lo pueden adquirir en formato digital. En los enlaces siguientes podrán leer los primeros capítulos en forma gratuita. 


Espero se diviertan leyéndolo y quedo atento a sus comentarios.
  


miércoles, 1 de diciembre de 2021

Certificado de supervivencia. Cuento Carlos Alberto Velasquez Cordoba

Del libro, Cola de Cerdo, el suicida fallido, esta semana les traigo uno de los cuentos, titulado: Certificado de supervivencia. 

Espero lo disfruten. 






Agradecimientos al doctor Emilio Alberto Restrepo y al canal regional Teledonmatías quienes hicieron posible este video.  

Si les ha gustado, denle "like" y compártanlo con sus amigos.

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Cola de cerdo, el suicida fallido


ISBN 978-958-49-1505-4

Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español



Puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro),
 en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí),  Librería Grámmata, o en la Editorial Libros para pensar. (envío a domicilio) 

Pedidos directos al autor: calveco@une.net.co 
WhatsApp: 305 3997940 (domicilio)




miércoles, 24 de noviembre de 2021

Medicina narrativa para una medicina mas humana.

¿Para qué sirve la medicina narrativa? ¿Por qué los médicos deben leer literatura?

Un médico recibe en su consultorio a un paciente que tiene una tuberculosis. Al conversar con él, el hombre le cuenta de sus accesos de tos, su esputo sanguinolento, su debilidad. Le relata de su sudoración nocturna. Posiblemente le hable de su temor de no mejorar o el miedo a contagiar a su familia.

Sin embargo, el contacto con su paciente solo será de unos pocos minutos. 

Al anochecer, el médico tomará el libro de su mesa de noche. Leerá sobre una mujer que tose y se cubre con un pañuelo. Descubrirá el miedo a que alguien más vea la pinta de sangre, leerá sobre la forma de cerrar su mano para que su acompañante no descubra la mancha roja. Entenderá sus mecanismos para distraer a los presentes y poder ocultar su pañuelo sin que nadie más lo note. El lector acompañará esa mujer en su angustia sobre el temor a morir; sus pensamientos de desesperanza, su dilema de contarle a su pretendiente y perderlo, u ocultar su enfermedad y hacerle un  daño mortal. Sentirá su temor a ser excluida de la sociedad y la ansiedad que le produce encontrarse en medio de una conversación cuando llegue un nuevo acceso de tos. Por eso la mujer casi no ha hablado en la reunión: cuando habla mucho la tos ataca con más facilidad. Todos los asistentes opinan que el silencio es una virtud. La mujer, por el contrario, sabe que calla porque teme caer presa de los espasmos de una tos.

El médico cierra por un momento el libro dejando un dedo entre las páginas. El paciente del consultorio ahora parece más real. En la media hora que estuvo con él, solo hablaron de un poco de su enfermedad y medicamentos. Pero en el libro, aunque solo ha leído una media hora, ha vivido por una semana con una mujer tuberculosa. ¡Qué enfermedad tan horrible!

Leer hace que la práctica médica sea más humana. 

Los invito a escuchar esta conversación sobre la medicina y la literatura. Les aseguro que les va a encantar. 

Quiero agradecer a mi colega y amigo, Sebastián Alba Ospina, fundador de Revive, entrenamiento médico, el haberme dado esta oportunidad de contar un poco, lo que es la Medicina Narrativa. 


Espero lo disfruten.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Insectos: cuento de Carlos Alberto Velasquez C

Del libro, Cola de Cerdo, el suicida fallido, esta semana les traigo uno de los cuentos, titulado:  Insectos. 

Espero lo disfruten. 





Este video fue posible gracias a la invitación de mi colega y amigo Emilio Alberto Restrepo y del canal regional Teledonmatías. 

Mi gratitud para ellos.

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Cola de cerdo, el suicida fallido


ISBN 978-958-49-1505-4
Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español

Pedidos: calveco@une.net.co 

WhatsApp: 305 3997940

También puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro) y en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí) o directamente en la Editorial Libros para pensar.

 


miércoles, 27 de octubre de 2021

Obsolescencia programada

Esta semana les traigo un cuento de mi autoría, publicado en el libro "COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO. 


Espero lo disfruten: 

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OBSOLESCENCIA PROGRAMADA

Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Cuando mi profesor de medicina interna decía que debíamos creerle a los enfermos, yo me convencí de que tenía toda la razón. Incluso cuando el doctor González, mi profesor de psiquiatría nos presentaba sus pacientes, siempre tuve la certeza de que a pesar de que por muy disparatada que fuera la idea delirante de alguno, siempre había algo de cierto en ella.

Eso fue lo primero que pensé cuando a mi consulta llegó por primera vez don Guillermo, un hombre de unos cincuenta y cuatro años, que solicitaba mis servicios por un motivo que jamás yo había escuchado.

—Doctor, vengo a que me oriente. Desde hace tres meses vengo sintiendo cosas muy extrañas. A veces veo y en otras escucho un mensaje en mi cabeza que dice: “Su cerebro está llegando a la capacidad máxima de almacenamiento. Por favor póngase en contacto con el servicio técnico para hacerle mantenimiento”.

Mi primera reacción fue mirar si el hombre tenía algún tipo de cámara escondida en el botón de su camisa. Era la consulta más disparatada que yo hubiera escuchado en treinta años de ejercicio.

Por supuesto, mi ética profesional me impidió soltar una carcajada. Con el tacto que había aprendido de mis maestros, comencé mi anamnesis con las consabidas preguntas: cuándo le empezó la condición, cómo le empezó, a qué lo atribuye, etc.

Fue así como pude enterarme de que el paciente era un hombre con una vida relativamente normal. Hasta el momento no había sufrido de ninguna patología relevante.

Era antropólogo, y se desempeñaba como profesor en el área de humanidades, en una prestigiosa universidad. Tenía un matrimonio convencional, y nada de su vida podía catalogarse como fuera de lo común.

Me contó que hacía cerca de tres o cuatro meses había tenido una especie de ceguera temporal mientras leía el diario. Todo se le puso negro por unas centésimas de segundo y mejoró al parpadear. El siguiente evento ocurrió unos días después, mientras leía un libro. Esta vez la duración de la oscuridad fue mayor y vio —como si se encontrara en una sala de cine— una advertencia que decía que su cerebro estaba llegando a la capacidad crítica de almacenamiento y que debía comunicarse con el servicio técnico para programar el mantenimiento.

—Era un letrero escrito en letras verdes sobre un fondo negro. Estaba rodeado por un marco del mismo color —agregó.

Por supuesto don Guillermo pensó inicialmente que se había tratado de un microsueño, que no dejaba de ser extraño, pero no prestó atención hasta que la advertencia volvió a aparecer a los pocos días, mientras calificaba unos exámenes.

El hombre consultó a un oftalmólogo, quien le recetó unos lentes ya que, había descubierto una leve deficiencia visual, pero no encontró nada que explicara la imagen observada. Le recomendó que consultara a un psiquiatra, cita que ya había pedido el paciente desde el mismo día del evento.

El psiquiatra tampoco encontró ninguna alteración de percepción que pudiera enmarcarse en una psicopatología. Su diagnóstico fue agotamiento, y le dio una incapacidad por una semana que el paciente aceptó a regañadientes.

Cuando reanudó su actividad académica no sólo volvieron a aparecer los letreros, sino que también escuchaba en su cabeza una sensual voz femenina, con acento español, que sobre una música de fondo le recordaba que su cerebro se acercaba a un nivel crítico de almacenamiento y debía ponerse en contacto con el servicio técnico para adelantar labores de mantenimiento.

Consultó varios psiquiatras, fonoaudiólogos, oftalmólogos, sin que ninguno pudiera encontrar la causa de sus visiones y alucinaciones auditivas. Las advertencias se hicieron más frecuentes.

—¿Y por qué cree usted que yo puedo ayudarlo?

—Doctor, usted es uno de los mejores neurólogos del país, y me dijeron que tal vez, podría tratarse de un problema neurológico.

El paciente sacó de su maletín una carpeta con todo tipo de estudios: Tomografías, resonancias magnéticas cerebrales, electroencefalogramas, pruebas de sangre y de orina: todo absolutamente normal.

El examen físico no arrojó ninguna información adicional con excepción de un retardo en los reflejos osteomusculares, posiblemente debidos a la fuerte medicación antipsicótica que había prescrito el último psiquiatra.

Tuve que ser honesto y confesar que yo tampoco encontraba la causa para sus alucinaciones y sugerí que todo apuntaba a un trastorno psiquiátrico.

—Usted está siendo víctima de alucinaciones visuales y auditivas. Aunque dichas manifestaciones pueden verse en algunos tipos de tumores, las tomografías y resonancias no muestran ninguna masa mayor a tres milímetros que pueda ser detectada. Es probable que se trate de un trastorno psiquiátrico por lo que lo más prudente es continuar la medicación que le ordenó el psiquiatra y seguir buscando otras posibles causas. Le di una orden para que se hiciera otros estudios y le programé con mi secretaria, una revisión en ocho días.


Esa noche, en mi casa relaté el caso tan extraño que me había llegado, por supuesto sin violar la confidencialidad de mi paciente.

—Pá, ¿no será un caso de obsolescencia programada?

—¿Un qué?

—Un caso de obsolescencia programada —respondió mi hijo que ya se sentía un ingeniero, a pesar de que apenas iba en la mitad de la carrera.

—¿Y eso qué es?

—Eh, Ave María, Pá. ¿No sabe? —dijo con aire de suficiencia— Eso es lo que hacen las empresas para que las cosas se dañen a propósito y poder fidelizar sus clientes.

—Sigo sin entender…

—Muy sencillo. ¿Recuerda la impresora que dejó de funcionar y sacó un aviso para que la lleváramos a mantenimiento? La mayoría de las veces no se necesita. Pero ellos ponen un chip para que luego de 5.000 impresiones deje de funcionar y uno tenga que llevarla. Lo mismo que pasa con los celulares de ahora: están hechos para que cada dos años uno los tenga que cambiar, porque no le caben las aplicaciones.

—Eso es porque las cosas de ahora están mal hechas…

—No, Pá, las hacen muy bien, pero las programan para que se dañen más rápido… En la universidad nos contaron que uno de los primeros bombillos que hizo Thomas Alva Edison lleva más de cien años encendido sin fundirse¹. ¿Se imagina una empresa que haga bombillos y ninguno se queme? ¿O un pantalón que no se rompa ni se decolore? Hay que hacer cosas que se dañen rápido para que haya trabajo para todos.

—Eso está muy mal. En mi época las cosas no se dañaban. Mi mamá todavía tiene una nevera General Electric que compró cuando se casó.

—Pero es que ya no estamos en tu época. Es la época de nosotros —afirmó en plan de sorna.

—¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Obsolescencia programada.

—Voy a tener que leer sobre eso. Nunca lo había oído mencionar. Aprendí una cosa nueva, gracias.

—¿Para qué estudiamos ingeniería? —respondió con picardía mientras terminaba la cena.

A la semana siguiente mi paciente no llegó a la revisión. Pedí a la secretaria que lo llamara, y se disculpó porque había olvidado la cita. Le abrimos espacio para el día siguiente.

—Doctor, la situación se ha vuelto peor. Cada vez es más frecuente el aviso, con el agravante de que se me están olvidando las cosas y en ocasiones, es como si me quedara en standby. Haga de cuenta que uno fuera un computador y el cerebro se “reseteara”. A veces mis estudiantes me tienen que hablar fuerte, porque dando la clase me quedo bloqueado.

Fui honesto con él. Su caso excedía mis conocimientos. Le prometí que trataría el tema en un staff, aunque le recomendé continuar el manejo por psiquiatría. Mientras tanto comencé a enfocarme en una posible isquemia cerebral transitoria, aunque eso no explicaba las alucinaciones.

Cuando comenté el caso con el grupo de colegas del hospital, se rieron pensando que lo de los avisos era una broma mía. Por más de que les aseguré que hablaba en serio, no me tomaron en cuenta. Uno de ellos, incluso, preguntó si también había películas y a qué horas se presentaban. Finalmente, ante mi insistencia, accedieron a que a la próxima reunión yo llevara al paciente.

Un día cercano a esa fecha, mi secretaria me recibió con una mala noticia. La familia de don Guillermo había llamado. Tuvieron que llevarlo de urgencias a un centro hospitalario. En la mañana no se había levantado y cuando fueron a ver lo que le ocurría, el hombre no podía hablar.

Pedí los datos y me dirigí al Instituto Neurológico. Me identifiqué como su neurólogo y descubrí que visitaba a otros tres. Uno de ellos, el doctor Eusebio Ramírez, antiguo condiscípulo, también había ido a visitarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos. Luego de saludarnos efusivamente, después de no vernos por varios años, hablamos con el médico a cargo, que nos contó que el paciente había tenido un infarto cerebral masivo y que su pronóstico era reservado. Aún se desconocía la causa.

La reacción de mi colega fue imprevista. Se puso pálido y tuvimos que acercarle una silla para que no se cayera. Nunca había visto un grado tal de empatía con un paciente.

Unos minutos más tarde, cuando el doctor Ramírez se repuso, nos sentamos en la cafetería a hablar de nuestro paciente y comparar impresiones.

—Es el caso más extraño que he tenido —dije—. Inicialmente pensé que se trataba de un cuadro psiquiátrico, pero luego me incliné por una epilepsia del lóbulo temporal. Eso explicaría las alucinaciones visuales y auditivas. Después pensé que se trataba de un problema isquémico, pero todas las pruebas habían salido normales.

—¿Y qué te hace pensar que las advertencias fueron alucinaciones?

—¿Y qué otra cosa puede ser? ¿Acaso crees que el aviso era real?

Entonces el doctor Ramírez puso su mano sobre mi antebrazo y se inclinó hacia mí.

—¿Puedo pedirte un favor muy especial?

—Claro, Eusebio. Dime qué necesitas.

—Estoy asustado. Necesito averiguar en dónde o quienes prestan el Servicio Técnico. Ayer recibí el primer aviso. 




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Cola de cerdo, el suicida fallido


ISBN 978-958-49-1505-4

Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español

Pedidos: calveco@une.net.co 
WhatsApp: 305 3997940

También puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro) y en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí) o directamente en la Editorial Libros para pensar.

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1.  Aquí les dejo un video de Veritasium que habla de la obsolescencia programada y de la famosa bombilla de Edison.