miércoles, 29 de marzo de 2023

Las ventajas de llamarse Jéssica

El siguiente cuento fue publicado en la antología Eso es... puro cuento.  Volumen 2

Esta semana lo comparto, debido a un revuelo que hay con el borrador de la reforma pensional. Ya entenderán porqué¹. 

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LAS VENTAJAS DE LLAMARSE JÉSSICA


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba ®


Las filas para conseguir la comida se hacen cada día más largas, en la misma proporción en que se acortan las esperanzas de que la situación mejore. Volvimos a la época de los años 70s, cuando había que hacer filas de tres y cuatro horas, para conseguir un litro de leche. Ahora ocurre lo mismo para comprar una libra de carne.

La situación en el país ha empeorado, y no sólo en el ámbito económico. La salud es cada vez más esquiva y consultar a un médico implica tener que madrugar desde las cuatro de la mañana para obtener un ficho y si se está de buenas, acceder a una cita para dentro de una semana. Todo para poder conseguir un ibuprofeno sin tener que costearlo una misma.

Pero no sólo la situación es mala en salud. En educación, las cosas van de mal en peor. Ya a los jóvenes no les enseñan nada, y para poder obtener un puesto de barrendero hay que tener un doctorado en administración, en tanto que para ser gerente sólo se necesita tener un apellido de prestigio y que su padre sea amigo del gobernante de turno. 

En el ámbito laboral cada vez hay menos probabilidades de conseguir un trabajo estable y aún menos posibilidades de lograr una jubilación. En el aspecto social, ni qué decir. Ahora es más digno ser gay o lesbiana que heterosexual. Si una entra a una cafetería con su esposo tomado de la mano, un montón de parejas homosexuales la miran a una con desprecio. ¿Qué culpa tiene una de haber nacido heterosexual?

Claro que no a todo mundo le ha ido tan mal. Qué mejor ejemplo, que lo que me contó la comadre Etelvina la última vez que hicimos fila para comprar pan.

Estábamos en una cola de más de media cuadra cuando se me ocurrió preguntarle por su exesposo.

—Ve, Etelvina… y, ¿qué hubo de Horacio? Hace mucho tiempo que no pasa por el barrio.

—Ay mija, con ese es mejor no contar ya. Vos sabés que la cosa estaba como maluca entre nosotros...

—Sí. Pues yo supe que se habían separado... pero a veces venía a dar vuelta por la casa… No te me hagás la santa, que yo sé que de vez en cuando venía y te hacía mantenimiento.

—Ay, boba… no digás estupideces.

—¿Ah no?, Varias veces lo vi salir de tu casa… en la madrugada

—Ve, si no me querés ver enojada, mejor ni me lo mencionés.

—Cómo así. ¿La cosa está así de mal?

—Mal, no… Peor…

—Perdóname la indiscreción. ¿Es que se consiguió otra?

La mirada de Etelvina me hizo reformular la pregunta.

—Bueno lo que pasa es que como hace un tiempo se había ido con una “sardina”… y hace como un año me dijiste que te estaba pidiendo cacao, porque la vieja esa lo había dejado por otro de más plata… yo pensé que otra vez estaba en sus andanzas y se había vuelto a conseguir otra.

Etelvina cambiaba de colores, y yo me callé pensando en lo indiscreta que había sido. Tal vez se me había ido la mano con el comentario.

Luego de unos minutos, bastante largos, por cierto, Etelvina se me acercó al oído y me dijo:

—¿Me prometés que no le vas a contar a nadie lo que te voy a decir?

—Lo juro —mentí.

Y es que, ¿cómo puede una jurar que no va a contar algo, cuando lo que sigue es una bomba más grande que la de Hiroshima y Nagasaki juntas?

—Te lo juro. No le voy a decir a nadie. 

—Pilas pues… yo veré.

—Contá, contá.

—El Horacio se cambió de sexo.

—¡Nooo!

—Shhh, que nos van a oír.

—¿Que Horacio se cambió de sexo?

—Que te callés, o no te cuento nada.

Afortunadamente en ese momento, alguien, unos veinte puestos más adelante, se estaba colando en la fila y la algarabía que se armó no dejó que nadie escuchara mi última frase.

—¿Que Horacio se cambió de sexo? ¿Me estás viendo la cara de pendeja, o qué?

—No mija, es verdad… ¿de dónde voy a sacar yo semejante historia?

—Pero… ¿Horacio, que siempre había sido tan hombre y tan macho? Ni para qué decirle que de vez en cuando intentaba tocarme las tetas y meterme mano cuando nos encontrábamos en la acera, al sacar la basura…

—Sí, mija. Con todo lo macho y todo… ahora se llama Jéssica.

—Nooo… ¿Jéssica?

—Siii.

—¡Imposible!

—Ay, mija. Esta sociedad está podrida.

—¿Y cómo pasó?

—Pues, ¿te acordás que hace un tiempo el gobierno sacó una ley que permitía que las personas se cambiaran de sexo?

—Sí, claro. Eso lo hicieron muchos famosos. Hasta el papá de una modelo de televisión se cambió de sexo… y hasta quedó más bonita que la hija…

—Pues resulta y acontece, que a uno de esos genios del gobierno le dio porque uno, sin necesidad de operación, podía ir a cualquier notaria y cambiarse el sexo en la cédula, dizque porque si un hombre se sentía una mujer no se le podía coartar su libertad sexual.

—Qué estupidez…

—Pero esperáte te sigo contando... Un día en la fábrica donde trabajaba Horacio empezaron a despedir gente. Vos sabés que Horacio llevaba toda su vida trabajando allá, y en una reunión les dijeron que necesitaban salir de mucha gente. Imagináte. Horacio con cincuenta y siete años, ¿dónde iba a conseguir un nuevo trabajo…?

—Ah no, mija… y ni soñar con una pensión… 

—Ahí fue la cosa. Un día llegó al trabajo con un papel membreteado de la notaría. Ya no se llamaba Horacio. Se había cambiado el nombre por Jéssica. Ya era oficialmente una mujer.

—¡Nooo!

—¡Sí! Como que un abogado fue el que lo aconsejó. Con cincuenta y siete años, y más de treinta en la empresa inmediatamente le salió la pensión. Se había pasado de la edad de jubilación para una mujer…

—¿Así de fácil?

—Claro, mija. En la fábrica no lo podían echar, porque él los amenazó con acusarlos de discriminación por sus tendencias sexuales… la jubilación se la agilizaron porque él alegaba que era de la comunidad LGBTI y vos sabés que esa gente tiene prioridad para todo. En menos de un mes ya estaba recibiendo su pensión y rascándose las pelotas.

Era una historia difícil de creer. El compadre Horacio, machista como él solo, se había declarado mujer y se llamaba Jéssica. No me lo podía ni imaginar.

—¿Y de verdad se volvió gay?

—¡Cuál gay! Lo que es, es un vividor. Hizo eso para sacar ventaja.

—Es que no me cabe en la cabeza. Él, que odiaba a todos los maricas. ¿y se viste de mujer?

—No. Que va… me cuentan que mientras le resultaba la jubilación se iba para el trabajo con una peluca y ya.

—¿Y sus amigos que le decían?

—Ahhh, yo qué sé. Me imagino que lo acolitaban… todos eran una manada de vagos y borrachines… Hasta me contaron que después del supuesto cambio de sexo, siguió saliendo con sardinas… A los amigos les decía que era lesbiano… y se las comía a todas.

—¿Y dónde anda ahora? ¿Qué está haciendo Horacio?

—¡Horacio, no! ¡Jéssica…!

—Eh, no me voy a acostumbrar… ¿cómo le voy a decir, si me lo encuentro en la calle?

—Pues, no creo que te lo vayás a encontrar así de fácil.

—¿Por qué? ¿Se fue del país?

—No, que va, mija. Con la liquidación se compró un taxi y en una rasca se llevó una casa por allá en Manrique… como que hubo hasta muerto y todo.

—¿Lo tienen en la cárcel? 

—Sí, lo tienen encerrado. Le dieron cinco años.

—¿Y vos vas a visitarlo?

—Ni riesgos. Lo metieron al Buen Pastor, la cárcel de mujeres… ¡Yo a qué voy a ir a visitarlo!… Él está feliz allá y parece que las otras internas están muy contentas con Jéssica. Ojalá le peguen el SIDA a ese desgraciado… 

Viéndolo bien, llamarse Jéssica tiene sus ventajas.

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Eso es... puro cuento.   
Antología. Vol 2.


ISBN 978-958-52246-7-4
Editorial Libros para Pensar
Materia: Narración de cuentos
Público objetivo:  General / adultos
Número de edición:1
Número de páginas:352
Tamaño:14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Idioma:Español

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1. La reforma pensional propuesta permite que un hombre que se percibe como una mujer pueda pensionarse a los 57 años, edad en que las mujeres se pensionan en Colombia. (los hombres deben esperar a los 62)






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