miércoles, 2 de febrero de 2022

¿Cómo educar el hijo ajeno? Juan Carlos Rodríguez Jaillier

Todos los que somos padres hemos dudado alguna vez en el esfuerzo de educar nuestros propios hijos.  ¡Ah!.. pero somos especialistas (con doctorado y todo) cuando se trata de educar a los hijos de los demás. Sabemos, o creemos saberlo todo, cuando se trata de la educación de los hijos ajenos: Damos consejos, criticamos su enseñanza y asesoramos en la educación de esas bestias ajenas, cuando muchas veces no supimos educar a nuestros propios retoños. 


Por eso me alegré tanto cuando Juan Carlos Rodríguez, excelente médico, inmejorable padre y mejor amigo, me envío el borrador de su libro "COMO EDUCAR AL HIJO AJENO".  En sus páginas plasmaba, con una serie de anécdotas y reflexiones, temas tan cruciales como el amor, los castigos, el perdón, las pataletas, los conflictos de la adolescencia y tantas otras preocupaciones que han sacado canas a más de uno. 

Cómo él mismo lo plantea: "somos muy buenos educando a los hijos de los demás"

Conozco hace mas de treinta años al autor y siempre lo he considerado un ser humano ideal: comprometido consigo mismo, con su familia y con su comunidad. Médico y cirujano, con especialización en áreas administrativas, dedicó varios años de su vida a trabajar en una clínica pediátrica, donde fortaleció su amor por la infancia. Su esposa, a quien conozco desde los  tiempos de la universidad, ha sido su amiga y compañera por largos años (pocos para ellos). Entre ambos levantaron una familia como la que todos ambicionamos.  Fruto de ello, surgió este libro, entretenido por sus anécdotas (basta con leer el título de uno de sus capítulos: "Hijo, ponte chaqueta y bufanda que tu mamá tiene frío…"), y edificante por las enseñanzas que trae.

Otro dato que puede hablar bien de su autor es que todos las ganancias resultantes de la venta de este libro son para la Clínica Noel, una fundación que se encarga de la atención de los niños en situación de vulnerabilidad. 




Con el permiso del autor les comparto uno de sus capítulos: 


Capítulo 6

EL CASTIGO

 

Este es quizá uno de los puntos más complejos en el proceso de educación de nuestros hijos. Aquí algunos elementos que considero “no negociables” y las que podría mencionar como reglas de oro del castigo o “Decálogo del Castigo”:

1.    Inamovible.

2.    Impredecible.

3.    No intercambiable / Temporalidad.

4.    Graduable.

5.    Proporcional a la falta.

6.    Progresivo.

7.    Nunca con rabia.

8.    Equidad / Respeto por la dignidad.

9.    Nunca físico.

10.  Por consenso de pareja o por adhesión.

 

Inamovible

 Una vez impuesto un castigo, debe mantenerse indemne en intensidad, duración y características. No puede atenuarse un castigo después de impuesto. Peor aún, no puede NUNCA levantarse el castigo después de impuesto. Ceder frente a las variables del castigo abre una puerta muy riesgosa y permite que el hijo reciba un mensaje confuso. La consistencia, persistencia y coherencia resultan determinantes en el proceso formativo. Los hijos habitualmente tienen la perseverancia para procurar un espacio de “amnistía”. Sin embargo, ceder ante ello deja sin efecto el propósito formativo. De modo que, si se ha asegurado el cumplimiento del decálogo, la tarea resultará menos compleja. Como experiencia, una vez impuesto el castigo, lo único que obtenían Simón y Camila frente a la solicitud de levantamiento o atenuación, era un incremento de la sanción impuesta. Con amor, sin rabia, con claridad, firmeza y precisión, exponía a mis hijos el “porque” del castigo y una vez impuesto, sólo habría una posibilidad de variación: y era el incremento del castigo cuando ocasionalmente trataron de “negociarlo”. Pronto entendieron que, una vez impuesto, no habría otra opción que aprender de la situación y capitalizar esta experiencia. No existían “amnistías”, exoneraciones, ni mucho menos indultos o “levantamientos” de castigos. Sólo permanecía una única y última palabra, y así fue siempre, sin titubeos, sin vacilación.

 

Impredecible

 Si el castigo siempre es el mismo, el hijo estará dispuesto a asumir la consecuencia de la falta si acaso la ecuación “riesgo/beneficio” lo justifica. De este modo, el castigo siempre debe ser impredecible. La incertidumbre se constituye en un valioso elemento que impide que el hijo esté dispuesto a correr el riesgo del “elemento sorpresa”. Acatará las normas y se ajustará a los preceptos de comportamiento establecidos. El no saber con qué gradualidad o qué tipo de castigo podrá sobrevenir o cual podrá ser la intensidad o duración, limita la disposición a asumir el riesgo. Sin embargo, el “apetito de riesgo” de todos los hijos es variable. Tu coherencia y firmeza determinarán la claridad del aprendizaje. Mantén el elemento sorpresa, pero recuerda: una vez impuesto el castigo, no hay reversa.

 

No Intercambiable / Temporalidad

 En ocasiones el castigo puede tener consecuencias para los mismos padres. Por ejemplo: Este fin de semana no sales de la casa. Y justo ese fin de semana nos invitan de paseo. La tentación de “intercambiar” el castigo aflora. Sin embargo, materializar este intercambio desvirtúa el mensaje. Si bien vamos a mencionar la conveniencia de no aplicar el castigo con rabia y ello puede implicar que nos demos un tiempo y espacio para revisar la falta de forma racional y pausada, la imposición del castigo debe tener una temporalidad razonable entre la comisión de la falta y la imposición del castigo. Un castigo atemporal resulta irracional y puede dar un mensaje incoherente. En resumen, el castigo debe imponerse tan pronto como sea posible luego de cometida la falta y evaluada la situación. La decisión no debe distanciarse más de lo estrictamente necesario de la comisión de la falta.

 

Graduable

 El castigo debe ajustarse o graduarse en función a la intencionalidad, recurrencia, e incluso las circunstancias en las que ocurrió la falta. Existen atenuantes que deben considerarse. Llevar a cabo un ejercicio de “calibración” del castigo a partir del cual se comparta con el hijo nuestra visión de la falta, los hechos, circunstancias y razón para aplicar el castigo, resultará de mucho beneficio. Nuestro hijo debe reflexionar, entender y compartir que sus acciones y actuaciones tienen consecuencias. El “graduar” el castigo en función a una “calificación de la falta” le permitirá comprender mejor el mensaje. En nuestro caso les permitimos ocasionalmente sugerir su propio castigo lo cual ocurrió luego de haber sostenido con ellos una conversación y haber recibido de su parte la aceptación de la falta, y haber entendido y reconocido su error. Y sobre su propuesta de castigo, llevábamos a cabo una “graduación” que bien podría ser en aumento o en decremento del castigo sugerido por ellos. Siempre acompañado de una explicación de por qué se debería incrementar o incluso por qué se debería reducir y ocurrió esta segunda opción la cual brindó seguramente una oportunidad de aprendizaje profundo.

 Como ilustraré en el acápite del castigo físico, la explicación sobre los hechos y los valores comprometidos en la falta, resultan definitivos en el proceso de educación del hijo. Nuestro hijo debe asimilar que fue lo que hizo o dejó de hacer y que es lo que estuvo mal en ello. Dialogar con él sobre lo ocurrido resulta de mucho valor, pero si bien una buena conversación funciona muchísimas veces, no siempre es suficiente. En ocasiones, el castigo debe trascender la “amonestación verbal”.

 En la graduación de la falta es muy importante considerar las siguientes dimensiones:

  •     La intención
  •     La recurrencia de la falta
  •     El compromiso (violación) en la escala de valores.

 

Proporcional a la falta

 Como se refirió en el punto anterior debe existir proporcionalidad. La falta no es mayor o menor en función al impacto económico del daño sino al nivel de los valores comprometidos en la comisión de la ésta, la intencionalidad y la recurrencia.

 Para explicarlo mejor, cuando al niño le hemos permitido jugar con balón dentro de la casa y accidentalmente rompe un jarrón costoso, es un accidente y quizá somos tanto o más responsables que el niño. No es el valor económico del jarrón roto, sino la existencia o no de intencionalidad, si mintió cuando hizo el “daño”, si ocultó información, si inculpó a alguien, etc. Si el niño accidentalmente rompió algo y de forma honesta cuenta lo ocurrido, se apena por ello y no hubo intencionalidad, esto es un simple accidente. Por otro lado, si el niño de forma deliberada sustrajo un juguete, aun cuando fuese viejo o incluso roto, de la casa del vecino, la falta es mayor y el castigo debe ser proporcional al valor comprometido.

 Estaba muy pequeño y mi tía Angela (mi casi hermana), vivía con nosotros. Mi abuela falleció a temprana edad y mi abuelo se volvió a casar, Angela se fue a vivir con nosotros. Un día fuimos a visitar al abuelo y su esposa. Habían tenido un hijo (tengo un tío unos cuatro o cinco años menor que yo). Estando de visita, recuerdo que guardé en el bolsillo un muñeco que mi pequeño tío Mauricio había estado mordiendo. Era uno de estos muñecos de plástico, amorfos, que vienen al interior de los snacks. En esencia, casi “basura”. Cuando llegamos a casa, Angela se percató que yo tenía este muñeco. De inmediato me preguntó si me lo habían regalado. La verdad, no recuerdo haber pensado en sustraer el muñeco (o lo que quedaba de él), pero el hecho es que estaba en mi bolsillo y no era mío. Sin embargo, Angela firmemente me cuestionó y me reiteró lo mal que había hecho. No era mío. Eso era suficientemente claro. Me había “hecho” de algo ajeno. De inmediato me tomó de su mano y regresamos a la casa de mi abuelo. Era un domingo, pasaban las ocho de la noche. Tuvimos que ir caminando (no era tan cerca). Y al tocar el timbre, me obligó a entregar el muñeco, pedir excusas y reconocer que me había llevado algo que no me pertenecía. No recuerdo qué edad tenía yo, posiblemente unos cuatro años. Esto ocurrió cuando apenas empiezas a tener memoria, pero esta lección me quedó grabada, por siempre.

 Algún día, Simón jugaba fútbol con unos amigos al interior del condominio. Rompieron una lámpara de una casa vecina. Todos sus amigos corrieron, huyeron del lugar, dejaron a Simón solo, enfrentando la situación. Era la casa del vecino más bravo. Los niños le temían muchísimo. Simón tocó el timbre e informó a nuestro vecino que había roto su lámpara. Asumió la situación y la responsabilidad de lo ocurrido, y en un gesto de lealtad, asumió íntegramente la responsabilidad sin titubear para reservarse el nombre de los demás niños. Adicionalmente le pidió al vecino que le permitiese esperar a que en la noche que yo llegara a casa, iría conmigo para proponer una solución. Cuando llegué a casa Simón me contó lo ocurrido. Fuimos juntos. Simón pidió excusas a nuestro vecino. Yo me comprometí a reponer su lámpara (lo cual hicimos al día siguiente). ¿Qué castigo esperas que se debe imponer en una situación como ésta? Jugar es parte de la vida de nuestros hijos. Tenía prohibido salir del condominio de modo que la opción de que los niños jugaran dentro del condominio resultaba inevitable. Los padres (vecinos) habíamos dispuesto las condiciones y habíamos consentido que los niños jugaran dentro del condominio, de modo que romper algo jugando con el balón fue sencillamente un accidente, era una situación probable dentro del escenario y espectro de riesgo dispuesto por nosotros mismos. La consecuencia debía ser asumida sin duda. Mi vecino no tenía por qué verse perjudicado por lo que había hecho mi hijo. No obstante, el caso evidencia varios elementos. Los demás niños huyeron. Simón se mantuvo firme y reconoció de inmediato su error. Él fue quien informó y reconoció a mi vecino el daño causado.

 El castigo pretende un aprendizaje: en lo sucesivo, más cuidado. Dejarle claro que “su libertad termina donde empieza la de los demás”. No obstante, para mí, Simón había asumido la situación con valentía y honestidad. Ya había tenido su castigo. De algún modo él se había “autoimpuesto” un castigo: reconocer su falta. Haber enfrentado la situación había sido su aprendizaje. Pero su actuación debía ser reforzada. Al llegar a casa lo abracé y lo felicité. Había hecho lo correcto. Había actuado con honestidad, cortesía y valentía, pese a que su “grupo” había optado por otro camino: habían huido, él tomó la decisión correcta y enfrentó la situación.

 Los padres de los otros niños posiblemente nunca se enteraron. Seguramente los otros niños no tuvieron esta misma oportunidad de aprendizaje. Las circunstancias de este evento me llevaron a aplicar el concepto de “proporcionalidad” y consecuentemente “graduar” el castigo, lo actuado por Simón y por su propia iniciativa, había sido suficiente para conseguir el objetivo. El caso estaba cerrado. Días después, me encontré con mi vecino quién con mucha emoción y generoso en elogios, me felicitó por Simón, me sentí orgulloso y di gracias a Dios. Sentí que nuestros hijos estaban asumiendo un camino correcto.

 Es posible que algunos lectores encuentren estas situaciones muy triviales, pero insisto: es en el “fondo” de los acontecimientos en lo que debemos centrar nuestra fuerza en la formación de los hijos.

 

Progresivo

 Una primera mentira, amerita una falta, la recurrencia intencionada de una falta debe ir incrementando la severidad, duración o tipología del castigo de forma progresiva. No se puede imponer la máxima severidad de un castigo cuando una situación no lo amerita y este error se comete frecuentemente cuando impones un castigo con rabia. Adicionalmente si nuestro hijo sabe que cada recurrencia traerá una consecuencia superior e impredecible, tendrá la oportunidad de reflexionar y reconsiderar su actuar.

 Una vez tus hijos están formados, la progresividad cambia. Han crecido y han tomado o van tomando el control de sus vidas. Puede incluso percibirse como si la evolución del castigo fuese una “regresividad”. Hace unos días viajamos a Medellín por carretera, Había mucho tráfico y Simón llevaba la línea de la carretera atrás de una camioneta la cual de pronto frenó de forma súbita (por un accidente que ocurrió dos vehículos más adelante con un camión enorme o “tractomula”). El auto que colisionó con la “tractomula” venía por el carril contrario (adelantando en curva), y Simón alcanzó a ver algo que explotó. El súbito frenazo de la camioneta no permitió que Simón pudiese detener oportunamente su camioneta e impactó al vehículo del otro conductor. De inmediato me detuve y corrí hacia ellos. Me aseguré de que estuviesen bien tanto Simón como los ocupantes del otro vehículo. Por fortuna, no había nadie herido. Todo se limitó a daños materiales. Un gran accidente sin consecuencias sobre la salud de nadie. La lección: la distancia que Simón conservaba no fue suficiente. No conducíamos rápido, se los aseguro, pero se habría podido evitar. Era necesario ser más conscientes de las condiciones del terreno y adoptar consecuentemente las previsiones necesarias. ¿El castigo? Simón es instructor de motociclismo en ruta. Sin duda, uno de los mejores pilotos en Colombia. Obtuvo la certificación de instructor en Alemania, siendo el más joven del mundo en lograrlo. Él ya se estaba castigando solo. Yo sólo debía apoyarlo. Él sabía lo que había ocurrido y el error cometido. Sin duda accidental.

 Todos estamos en riesgo al conducir un vehículo, este no ocurrió por una negligencia, imprudencia o similar, pero ocurrió y por fortuna sin que hubiese nada diferente a un daño material. De modo que en estas circunstancias nuestro rol de padres estaba en acompañar la situación asegurando el bienestar de las personas del otro vehículo, atender las diligencias con la autoridad de tránsito, esperar la grúa. Mi silencio sobre el tema era más aleccionador. Luego cuando al día siguiente Simón quiso abordar el tema, hicimos un análisis “técnico” de lo ocurrido. Coincidimos en que podría haber sido diferente para evitar el accidente. Simón me dijo:

—Lección aprendida.

Estoy seguro de que así fue. Sólo puedo dar gracias a Dios por que no resultó nadie lastimado. Los daños materiales pueden ser reparados. Lo único verdaderamente importante son las personas y aprender que cuando conduces un vehículo no sólo debes cuidarte a ti y a quienes van contigo, sino que también debes cuidar de las demás personas del entorno. Llega el momento en que tus hijos crecen y debes estar allí para acompañarlos en sus decisiones, en las consecuencias de sus actos. Ya es su vida. En ocasiones aún cabrá una “amonestación verbal”, pero muchos otros esquemas de castigo ya no aplican. Ellos tomarán las riendas de sus vidas y deben ser responsables de ello.

 

Nunca con rabia

 Al momento de imponer un castigo, debemos haber procesado lo ocurrido. Debemos analizar los hechos con cabeza fría, las circunstancias, los atenuantes, la recurrencia, la intencionalidad y especialmente la autoría de la falta. Este análisis nos permitirá obrar con justicia y establecer un castigo que cumpla con las reglas del decálogo. Lo contrario augura una alta posibilidad de error. Es muy duro equivocarse en la imposición de un castigo. Una vez has regañado a tu hijo injustamente es como cuando arrugas una hoja de papel. Luego tratas de restaurarla. Puedes pasarle una plancha caliente pero las señales de las arrugas perdurarán. La premura, la rabia, la exaltación; son pésimos compañeros en la educación de nuestros hijos y especialmente en la imposición de un castigo.

 

Equidad / Respeto por la dignidad

 El castigo tiene que ser equitativo. A faltas iguales, castigos iguales. Obviamente habrá de entenderse que la falta es igual si se dio bajo las mismas circunstancias, periodicidad, intencionalidad, etc. Y en consecuencia con ello, el castigo debería ser proporcional, gradual y justo. Adicionalmente debe respetar siempre la dignidad. Exponer al hijo a un castigo público, delante de los amigos, bajo cualquier parámetro que atente contra su dignidad, resulta inadmisible. El ejercicio de extrema autoridad en público es violento. En general considero que el castigo debe darse desde la reflexión y el diálogo con los hijos y consecuentemente debe llevar cierto nivel de privacidad. En ocasiones será necesario que castigues a tus hijos en presencia de sus hermanos, siempre y cuando la situación lo amerite a fin de brindar un aprendizaje para todos. El mensaje en el castigo siempre tiene que ser coherente.

 

Nunca físico

 Personalmente Tata y yo siempre consideramos inadmisible el castigo físico. No obstante, alguna vez mis hijos ya grandecitos me preguntaron si yo hubiese sido capaz de aplicarles un castigo físico (“darles correa”), la respuesta fue tan firme como inesperada para ellos:

—Hasta ahora no han cometido la falta que lo justifique… preservando la regla de “impredecible”.

 Hoy puedo confesar que no estoy de acuerdo con el castigo físico y nunca lo hubiese aplicado y siendo mis hijos hoy adultos, esta confesión ya fue hecha. La aplicación de las reglas sugeridas, será suficiente y evitará siempre el reprochable uso del castigo físico el cual no sólo reviste el riesgo de lesiones, sino que también violenta psicológicamente al niño y adicionalmente vulnera la dignidad ante la aplicación de la fuerza en una condición de supremacía física.

 Crecí en un hogar sólido, amoroso. Mi padre, un hombre diametralmente opuesto al que otros veían en él, era un padre cariñoso, afectuoso, en extremo dedicado a sus hijos, a su hogar, juguetón. Aún recuerdo como al medio día, cuando llegaba a almorzar, era literalmente “ensillado” para fungir como el más brioso corcel y cabalgar conmigo a “lomo” por toda la casa. Él, un hombre santandereano, habiendo recibido parte de su instrucción en la escuela naval, y siendo casi el penúltimo de 7 hermanos, perdió a su madre a la muy temprana edad de dos años. De este modo fue educado por su padre y sus hermanas mayores. Todas estas circunstancias forjaron su carácter. Muchos elementos prevalecían en su esquema de creencias y valores: amor por el trabajo, perseverancia, tesón, los resultados como premio al esfuerzo y dedicación, honestidad. Creía firmemente que la educación era el principal legado que podría dejar a sus hijos, quienes además deberíamos conseguir los bienes materiales por nuestros propios medios. Mi madre, trabajadora incansable fue pilar fundamental en la economía del hogar. Ella que de manera increíble poseía una mente abierta, podía sostener cualquier tipo de diálogo con sus hijos manteniendo una relación de profunda amistad. En ambos casos, las creencias a las cuales se aferraban, los llevaba a considerar el castigo físico como “forjador del carácter”. Consideraban éste como un elemento mandatorio para la verdadera educación de los hijos, de modo que “el hijo ajeno mal portado” era “por falta de rejo”. A los doce años, yo ya había alcanzado una gran estatura, el deporte (baloncesto) había contribuido en mi opinión a lograrlo. En una ocasión cuyo detonante no recuerdo, llevó a que mi papá intentase sacarse la correa para reprenderme (acto que por demás llevaba a cabo con insuperable velocidad y maestría). No obstante, pude sujetarlo y luego de sostener una muy prolongada discusión durante la cual siempre mantuve la calma y de forma reiterativa insistía en que deberíamos conversar, al cesar su rabia, pude convencerlo de que a partir de entonces nos entenderíamos con diálogo. Pude causarle una angina de pecho si sus coronarias no hubiesen estado sanas. No obstante, hubo un “quiebre” muy importante en sus creencias. De allí en adelante, el castigo físico se mantuvo ausente al menos en mi relación padre-hijo. Unos años después, tendría yo quince años y vivíamos aquel Medellín de violencia, narcotráfico, terrorismo y bombas, ante la invitación que me hiciera un amigo para pasar la noche en su casa luego de la fiesta que tendríamos, la negativa de mi papá para conceder el permiso se fundaba sencillamente en un “NO” rotundo porque “yo lo digo”, “aquí mando yo”. Desde sus creencias, los hijos sencillamente deberíamos obedecer sin cuestionamiento alguno. Pero adicionalmente, los padres no tenían por qué dar explicación o argumento. Sostuvimos una larga discusión y al cabo de casi dos horas, más por cansancio que por argumentación, extenuado respondió:

—Tengo miedo… tengo miedo de las bombas… tengo miedo de que algo te pueda ocurrir.

 Mi respuesta fue:

—Este es un argumento de peso. No comparto el fundamento de tu temor, pero sí tu sentimiento. Si vas a estar sufriendo porque estoy fuera, sencillamente me quedo.

 Era simple, necesitaba su argumento. De allí en adelante nunca más hubo una discusión. Teníamos la confianza para compartir nuestros sentimientos. En ocasiones su respuesta podía ser simplemente:

—No salgas hoy, quisiera compartir contigo. Nos hemos visto poco —esto era suficiente.

 

Por consenso de pareja o por adhesión

 Cuando uno de los dos miembros de la pareja impone un castigo, el otro debe adherirlo incondicionalmente. El desacuerdo de la pareja, vulnera los parámetros y el efecto del castigo. Resta solidez y contundencia, abre una puerta para erogar las ventajas y solidez del castigo. Da el espacio para que el hijo busque “sombra” en el padre que cede. Idealmente la imposición del castigo debería mediar una revisión por parte de la pareja, sin embargo, también es importante la temporalidad entre la ocurrencia de los hechos y la imposición del castigo de modo que puede ser impuesto por uno de los padres y el otro deberá suscribir y adherir el castigo impuesto sin permitir se perciba desacuerdo alguno entre la pareja. Más grave aún resultaría la desautorización y atenuación o levantamiento de la falta por parte de la pareja. Una vez esto ocurra, tus hijos vivirán “sin Dios ni ley”

 

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