miércoles, 8 de septiembre de 2021

El infinito en un Junco. Irene Vallejo

Un libro te permite conocer los pensamientos y la forma de hablar de alguien que existió cientos o miles de años atrás. 

Escribir te permitirá decirle a alguien al oído lo que piensas, lo crees, lo que sueñas, sin que ningún intermediario se lo cuente. Nunca será lo mismo que alguien te cuente lo que pensaba tu tatarabuelo, que leer lo que escribió tu ancestro, y que llegó hasta ti en la forma de una carta o un diario. 

La escritura es el invento más maravilloso que jamás podrá existir; el libro, el objeto más mágico y trascendental que se haya hecho en toda la historia de la humanidad. 

Esta semana les quiero recomendar un libro que habla de los libros:  El infinito en un junco, de la filóloga española Irene Vallejo.   

Trascribo aquí un pequeño fragmento para que se antojen de su lectura¹.  Un libro maravilloso que vale la pena conocer y disfrutar. 

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Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras solo existían en la voz. Encontrabas por todas partes los dibujos mudos de las letras, pero no significaban nada para ti. Los adultos que controlaban el mundo, ellos sí, leían y escribían. Tú no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque te bastaba hablar. Los primeros relatos de tu vida entraron por las caracolas de tus orejas; tus ojos aún no sabían escuchar. Luego llegó el colegio: los palotes, los redondeles, las letras, las sílabas. En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura.

Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.

Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.

En esos años, fui perdiendo los dientes de leche, uno a uno. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo —la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, y el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía—.

Y, cuando llegábamos a episodios especialmente emocionantes —una persecución, la proximidad del asesino, la inminencia de un descubrimiento, la señal de una traición—, mi madre carraspeaba, fingía un picor de garganta, tosía; era la señal pactada de la primera interrupción. Ya no puedo leer más. Entonces me tocaba suplicar y desesperarme: no, no lo dejes aquí; sigue un poquito más. Estoy cansada. Por favor, por favor. Interpretábamos la pequeña comedia, y luego ella seguía adelante. Yo sabía que me engañaba, claro, pero siempre me asustaba. Al final, una de las interrupciones sería de verdad, y ella cerraría el libro, me daría un beso, me dejaría a solas en la oscuridad y se entregaría a esa vida secreta que viven los mayores por la noche, sus noches apasionantes, misteriosas, deseadas; ese país extranjero y prohibido para los niños. El libro cerrado se quedaría sobre la mesilla, callado y terco, expulsándome de los campamentos del Yukón, o de las orillas del Misisipi, o de la fortaleza de If, de la posada del Almirante Benbow, del monte de las Ánimas, de la selva de Misiones, del lago de Maracaibo, del barrio de Benia Kirk, en Odesa, de Ventimiglia, de la perspectiva Nevski, de la ínsula Barataria, del antro de Ella Laraña en la frontera de Mordor, del páramo junto a la mansión de los Baskerville, de Nijni Nóvgorod, del castillo de Irás y No Volverás, del bosque de  Sherwood, del siniestro laboratorio de anatomía de Ingolstadt, de la arboleda del barón Cosimo en Ombrosa, del planeta de los baobabs, de la misteriosa casa de Yvonne de Galais, de la guarida de Fagin, de la isla de Ítaca. Y, aunque yo abriese el libro en el lugar oportuno, señalado por el marcapáginas, no serviría de nada, pues solo vería líneas llenas de patas de araña que se negarían a decirme una mísera palabra. Sin la voz de mi madre, la magia no se hacía realidad. Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.

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Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) es una filóloga y escritora española. Ha recibido numerosos premios literario, entre otros, el  Premio Nacional de Ensayo 2020 por su libro El infinito en un junco.​

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1.  Como ustedes saben, no suelo publicar textos ajenos sin permiso de los autores.  He enviado una solicitud a la autora de este bello fragmento, para compartirlo en el blog, pero no he recibido respuesta aún. He decidido publicarlo porque me gusta creer que alguien que ama tanto los libros no se negaría a compartir esta vivencia con otras personas. 


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