miércoles, 3 de junio de 2020

El nuevo decameron

Esta semana quiero compartir con ustedes un texto que escribí, muy relacionado con los miedos y temores frente a la Pandemia que atravesamos, y con el que participé en la Convocatoria de Estímulos Especiales UNIDOS POR LA VIDA 2020 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia (ICPA). El jurado ha tenido la deferencia de concederme el premio.

La convocatoria proponía enviar un texto relacionado con la pandemia por COVID-19 y que tuviera una extensión entre dos y cinco páginas. Mi propuesta, que me place compartirles a continuación, es un pequeño relato con varios microcuentos, que espero sean de su agrado. 

EL NUEVO DECAMERON

Carlos Alberto Velásquez Córdoba ©

A las 4:50 pm comenzaron a conectarse los primeros y a aparecer en las pantallas. Algunos muy bien peinados y pulcramente vestidos, otros, por el contrario, con camisetas raídas y el pelo desordenado. Pero no importaba. Como todos los jueves desde hacía más de cinco años, acudían a su taller semanal de literatura. Ni siquiera la cuarentena obligatoria los había hecho renunciar; solo que habían tenido que recurrir a la tecnología para poder reunirse en forma virtual en los últimos dos meses.
Una vez cumplidos los saludos de rigor, el moderador, buen escritor y mejor profesor, dio por iniciada la sesión.
—Bueno, comencemos que ya son las cinco.  ¿Quién empieza leyendo su texto?
—¡Yo!—, respondió Carlos, a lo que el moderador apagó los otros micrófonos

LA PESTE NEGRA
La peste había llegado por el mar y entró al país para quedarse. Las ciudades caían por decenas; nobles y campesinos morían por igual. La gente de las ciudades veía cómo La Muerte se llevaba a sus familiares y luego regresaba por ellas.  Algunas ciudades levantaron empalizadas y construyeron murallas para evitar que La Muerte entrara a sus casas.
Entonces el rey y sus cortesanos se aprovisionaron de víveres y decidieron cerrar el acceso al castillo. Con grandes vigas y largos clavos aseguraron todas las puertas. La madera de las mesas sirvió para tapar cualquier ventana al exterior. No dejaron ningún resquicio por donde pudiera entrar La Muerte. Adentro, iluminados con velas y antorchas, el rey y sus cortesanos comenzaron a bailar, a beber y comer hasta hartarse convencidos de que La Muerte no podía entrar al castillo.
Después de unas semanas, la alegría se volvió aburrimiento. A los primeros días de desenfreno siguieron otros de tedio y tristeza. Estaban cansados de sentirse encerrados.
Todos murieron adentro. Sin embargo, La Muerte nunca entró al castillo. Por una rendija, sin que nadie se diera cuenta, se les había escapado La Vida.

“Muy bien, Carlos”, aclamaron algunos cuando se habilitaron los micrófonos. Alguien dijo que le recordaba un cuento de Poe, varios sugirieron alguna que otra corrección. En los monitores de todos se veía la cara de orgullo de su autor.
—¿Quién sigue? —dijo el profesor luego de dar su concepto y redondear algunas ideas.
—¡Sigo yo! —Dijo Santiago, y comenzó a leer su cuento—. Se titula pandemia. 

 PANDEMIA
Un día la Muerte llamó a su amiga la Epidemia, y le dijo:
—Hay muchos humanos en el planeta.  ¡Son más de siete mil millones!  Quiero que inventes una pandemia que solo los afecte a ellos y que los vaya matando hasta reducir su número.
Semanas después, la Muerte regresó.
—¿Qué pasa? ¿Por qué aún hay tanto humano vivo? Necesito que mueran muchos más.
—Mi señora —respondió Epidemia—, esos humanos son muy listos.   Descubrieron que si se esconden en sus casas la enfermedad no los encuentra. Y es que tuvieron ayuda: Hygeia, la diosa griega les enseñó sobre el lavado de manos y el aislamiento como forma de prevenir su contagio.
—...mmm.  Tenemos que hacer algo. Aún son muchos. ¿Sabes qué?  Llama a la otra griega, Panacea, y dile que invente una vacuna.
—Pero señora, eso antes lograría el efecto contrario.  ¡Podrán prevenir la enfermedad!
—Te equivocas Epidemia. Conozco a los humanos desde mucho antes de que fueran creados. Les daremos solo un millón de vacunas. Con la ayuda de Egoísmo y Miseria, ellos mismos se matarán entre sí por conseguirlas. 
—¿Y si no funciona? ¿Qué tal si Panacea decide hacer vacunas suficientes para todos los humanos?
—Entonces les enviaremos a la Mentira y la Ignorancia.  Los mismos humanos se encargarán de que nadie se vacune. Morirán de todos modos.

“Magnífico”, respondió Sonia; “Me gustó tu cuento”, dijo Javier. Y así, fueron participando cada uno. Era notorio que aquellos hombres y mujeres, acostumbrados a escribir de todo, habían coincidido en el mismo tema. Tal era el efecto que la pandemia y la cuarentena había producido en ellos en solo unos meses. Alberto, por su parte, leyó otro texto titulado:  "Como las arenas del desierto"

 “COMO LAS ARENAS DEL DESIERTO”.
Se dice que cuando Sem, el hijo de Noé, estaba limpiando el Arca, encontró tras unas tablas un pequeño cofre que al parecer tenía escondido su padre. Picado por la curiosidad iba a abrirlo, cuando un grito lo sobresaltó.
—¡No lo abras!
—¡Qué susto me diste, padre!  ¿Qué guardas aquí?
—Es algo que me fue confiado. Y no debe ser abierto por ahora.
—Pero, ¿y qué es?
—¿Recuerdas que Dios le dijo a nuestro padre Adán “¿Sed fecundos, creced y multiplicaos, como las arenas del desierto”?
—Claro, eso es lo que nos has enseñado; a mí y a mis hermanos.
—A mi muerte, elegiré a uno de ustedes para que guarde el cofre, y que así se haga de generación en generación. Y un día, cuando seamos tantos como las arenas del desierto, llegará el momento de abrirlo.
—¿Pero ¿qué hay adentro?
—No lo sé, hijo mío.  Y espero que nunca llegue el día de saberlo.

Luego de elogios y críticas, cada uno fue leyendo su texto. Sonia, una comedia sobre una ciudad que fue maldecida por un indigente, originando una epidemia. Ángela, sobre una trágica violación en un hogar durante el confinamiento. Cada uno leía y los demás opinaban. El último en leer fue Jacobo.
—El mío también es un cuento corto. —anunció—. Lo titulé "orfandad" 

ORFANDAD
Riiing,  Riing
—¡Aló?
—Buenos días, estoy buscando al señor Fredy Tangarife —dijo una voz femenina.
— ¿Quién lo necesita?
—Estamos llamando del Hospital General de Medellín. Necesitamos hablar con el señor Fredy Tangarife.
—¿Para qué lo necesita?
—¿Es usted don Fredy? El que busco está casado con Sofía y es padre de Clara, Roberto y Juan.
El hombre prefirió guardar prudente silencio. La mujer que llamaba tenía información muy concreta y sintió curiosidad.  La voz de la mujer continuó.
—Es con respecto al señor José Restrepo.
—¿Quién?
—José Restrepo.
—No, no lo conozco.
—Mire, soy Mónica, una de las enfermeras que atendió a don José. Desde hace una semana estaba hospitalizado por Coronavirus. Se agravó y unos minutos antes de su muerte me dio su teléfono y me pidió que lo llamara. Dijo que quería disculparse por haberlo abandonado en el orfanato, hace cincuenta y un años, luego de la muerte de su madre.
—Creo que hay un error. Yo no tengo padre.
—Entonces, ¿usted sí es Fredy Tangarife, y quedó huérfano de niño?
—Se trata de un error, señorita. Por favor no vuelva a llamarme. No soy el que busca…
—En la semana que estuve cuidándolo, Don José me habló mucho de usted— insistió la mujer—. Me contó por qué lo había llevado al Orfanato San José donde permaneció usted hasta que cumplió los catorce años y fue trasladado a un centro juvenil. Que se casó a los 22 y tuvo tres hijos: Clara, Roberto y Juan. Me habló de los tres nietos que usted tiene, los de su hijo Roberto; que Clara se casó hace diez años y aún no tiene hijos, y que Juan todavía está en la universidad. Me contó que Usted aún trabaja en la fábrica de empaques y que hace un año lo ascendieron como supervisor. Don José estaba muy orgulloso de que usted se hubiera convertido en un hombre de bien y quería decírselo algún día, pero le faltó valor. Deseaba que usted supiera que siempre estuvo desde la sombra, acompañándolo y cuidándolo.
—No señorita.  Está hablando con la persona equivocada. Yo no soy ese, a quien usted busca.
—Pero, don Fredy... Necesitamos saber qué hacer con el cuerpo, y con las pocas pertenencias de su papá...
—¡Ya le dije que se trata de un error!
—Pero, don Fredy... Entiendo que pueda usted estar confundido, pero…
¡Clic!
—¡Maldita Pandemia! —dijo Fredy en voz baja, aun con el auricular en la mano —, dejarlo a uno huérfano por segunda vez...

Cuando el moderador abrió nuevamente los micrófonos para que opinaran sobre el texto leído, fue el mismo Jacobo quien apagó el suyo. 
Algunos se apresuraron a dar sus impresiones, pero poco a poco fueron callando al descubrir que Jacobo, sin percatarse de que la cámara de su portátil permanecía encendida, lloraba desconsoladamente como si fuera un chiquillo.



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