miércoles, 3 de mayo de 2017

La Reconquista (cuento)

Esta semana les traigo un cuento que publiqué en mi libro La monja sin cabeza.

Espero que lo disfruten



LA RECONQUISTA


La época de la universidad es para muchos, una de las etapas más felices de sus vidas. Es el momento en que se tiene el mundo en sus manos. Se conocen nuevos amigos, nuevos profesores y se examinan nuevos horizontes. 

El universitario se cree dueño del mundo. Es el momento de adquirir nuevos conocimientos y por un corto tiempo creer que es posible cambiar el mundo. 

Muchos recuerdan con nostalgia el tiempo de la universidad. Los profesores, los amigos y por supuesto, los noviazgos. 

Recuerdo que durante nuestro paso por la universidad, varios de los compañeros tuvieron la fortuna, o el infortunio de enamorarse de alguna compañera de estudio. No estuve ajeno a ello. Estuve perdidamente enamorado y perdidamente mal correspondido, lo cual con el correr de los años agradezco inmensamente. Tan solo basta con encontrarse veinte años después con el amor platónico para darse cuenta de la suerte que tuvimos de que esa chica delgada y hermosa que nos desvelaba en las noches solitarias, no nos correspondiera. Veinte años después, algunas arrugas y treinta kilogramos de más, son la mejor prueba de que tuvimos suerte. 

Pero no quiero hablar de mí. Quiero hablar de Juan Carlos y Anita. Se conocieron desde el primer semestre de la carrera. Para el segundo semestre ya andaban juntos para todos lados. Para el tercer semestre, el noviazgo ya los había llevado a probar las dulces mieles del amor y para el quinto semestre ya había signos de hiperglicemia debido a tanta miel. 


Todos envidiábamos al principio a los dos tórtolos. Sin embargo las cosas cambiaron cuando Anita conoció a un estudiante de un semestre más avanzado. Aunque Juan Carlos trataba de estar a la altura que su novia pretendía, Anita había descubierto que los hombres mayores eran más interesantes. Había conocido a Roberto en una de las prácticas de la universidad y había sido conquistada por la madurez de éste. 

Para nadie es un secreto que las mujeres jóvenes prefieren a los hombres mayores que ellas. Mientras que Juan Carlos viajaba en bus, Roberto ya tenía su automóvil. Juan Carlos prefería las películas de acción pero Roberto había descubierto que a las mujeres les interesaban más los dramas y sabía que una velada romántica nunca empezaría con Rambo. Juan Carlos invitaba a perro caliente y Roberto invitaba a cenar a la luz de las velas en un restaurante lujoso. 

Las cosas comenzaron a empeorar cuando el Dr. Bedoya nos dejó a medio salón repitiendo su materia. Anita fue una de las afortunadas que pudo pasar al siguiente semestre y Juan Carlos y varios de nosotros vimos con tristeza y resignación que el grupo se partía en dos, lo que favorecía los encuentros de Anita y Roberto y limitaba el tiempo compartido entre Anita y Juan Carlos. 

Quien no ha sido herido en su corazón, es porque nunca ha amado. No hay nada más triste y desolador que sentir que la persona amada se aleja de nuestro lado. Y Juan Carlos no quería perder a Anita sin luchar. 


Todos en el grupo fuimos testigos de cómo Roberto se robaba a Anita ante las narices de Juan Carlos. Los hombres nos solidarizábamos con nuestro compañero, mientras las mujeres del grupo envidaban a Anita por haber atrapado semejante espécimen. Nuestro pobre compañero se lamentaba de cómo Anita describía a Roberto como el “hombre perfecto” mientras le echaba en cara lo infantil que era Juan Carlos. 

— Lo más triste de todo es que me la está quitando “Automán”. —decía Juan Carlos con tristeza. 

El apodo no podía ser mejor. En esa época había una serie de televisión que trataba de un policía que era un genio en programación de computadoras. Había inventado un programa cibernético que por medio de algún artificio se materializaba en el cuerpo de un hombre muy apuesto. Dicho personaje se llamaba Automán. La energía de la computadora daba vida a este hombre que colaboraba con el departamento de policía. Como era un programa de computadora, lo sabía todo, lo entendía todo y lo podía todo. Vestía un traje impecable, nunca se equivocaba, podía responder cualquier pregunta que se le hiciera con tal de que la respuesta estuviera en la base de datos. Podía materializar cualquier objeto: desde hacer aparecer un lujoso carro o un helicóptero, hasta viajar a la velocidad de la luz, modificando (o aprovechando) las leyes de la física. En resumen, Automán era el hombre perfecto. 

Así era como veía Juan Carlos a su rival. 

Muchos de nosotros le aconsejamos que saliera con otras personas. Que no le prestara atención a Anita. Otros, los más románticos le decían a Juan Carlos que no desistiera. Que Anita algún día descubriría que Roberto no era lo que ella creía. Casi todos estábamos convencidos que el tal Roberto era un hombre común como todos nosotros. 

Juan Carlos lo intentó. Volvió a llamar a antiguas amigas. Comenzó a salir con otras personas. Sin embargo, el corazón nunca escucha al cerebro. A pesar de que Juan Carlos estuvo saliendo con varias mujeres, nunca sacó de su cabeza a Anita, su novia desde primer semestre. Incluso estuvo en una corta relación con una estudiante de último semestre de derecho. Pero su corazón pertenecía a Anita. 

Una mañana durante la semana de exámenes finales estábamos varios compañeros reunidos en la cafetería discutiendo sobre deportes, cuando Juan Carlos pasó con un gesto triunfal. 

— Muchachos, ya lo decidí. Voy a reconquistar a Anita. 

Aunque parezca raro para cualquier lector que haya nacido en el siglo XXI, en la época en que ocurrió esta historia no había teléfonos celulares. Toda conversación telefónica había que hacerla desde un teléfono fijo. En este caso, el único teléfono disponible era un teléfono público ubicado en la bulliciosa cafetería. 


Juan Carlos llevaba en su mano varias monedas de un peso. (Aunque también parezca raro, en esa época, una llamada de tres minutos tenía el costo de un peso —increíble, ¿no?—). Para no desviarme mucho, les diré que cuando alguien se dirigía a un teléfono público con un puñado de monedas en sus manos, era que planeaba tener una conversación “interesante”. 

Luego de levantar la bocina, Juan Carlos introdujo la moneda en la ranura del teléfono y marcó el teléfono de Anita. Esperó unos segundos mientras contestaban del otro lado de la línea. 

Nosotros por nuestra parte, hicimos silencio para poder escuchar la conversación que se desarrollaría más o menos así: 

— Buenas… ¿Anita, por favor? 

Unos segundos de silencio…. 

— ¿Anita? Soy yo. 
—...
— No, por favor no me cuelgues... 
—...
— No, espera… por favor escúchame. 
— ...
—Es que… quería escuchar tu voz…. 
—...
— No he podido dejar de pensar en ti ni un solo segundo… 

Poco a poco la conversación de nuestra mesa se fue apagando para dar oídos a la conversación que se estaba dando en el teléfono. 

— Es que no soy capaz de seguir adelante si tú no estás conmigo… 
—...
— Lo sé, lo sé. Fui un estúpido por no haberme dado cuenta de ello. Por favor perdóname. 
—...
— A veces uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde…. 

Liliana que estaba en la mesa con nosotros soltó un suspiro. 

— Ay, tan lindo… 
— Shhh —respondió Walter— déjanos oír lo que pasa. 

Juan Carlos seguía en su empeño de lograr la reconquista. 

— Mira, Anita… Tu eres lo mejor que ha pasado por mi vida. 
—...
— Eres mi única razón para vivir. Eres el aire que respiro…. 

A medida que salían las frases de la boca de Juan Carlos, más y más estudiantes de las mesas vecinas iban dejando de conversar para ser testigos del drama que ha inspirado el mundo desde sus inicios: El amor imposible y la promesa de una reconquista. 

El teléfono público iba consumiendo monedas cada tres minutos, y nosotros, en un gesto de solidaridad con el enamorado, comenzamos a juntar todas las monedas de un peso que teníamos para que ese momento mágico no acabara para Juan Carlos. Pilas de monedas se fueron juntando al lado del compañero caído en desgracia. 

Durante varios minutos Shakespeare, Bécquer, Neruda, Mistral, Benedetti, y otros más estuvieron volando por el aire de la cafetería endulzando nuestros oídos. 

Con esperanza veíamos como las palabras de Juan Carlos se hacían más fluidas. Cómo su corazón se desnudaba en frases de amor, y su rostro se iba volviéndose cada vez más sereno y feliz. 

Ya no se escuchaba ni un murmullo en la otrora bulliciosa cafetería. Todos los oídos estaban escuchando a Juan Carlos. Todos los corazones palpitaban al unísono, confiando en que Anita y Juan Carlos se reconciliaran. 

— Si vuelves conmigo te juro que todo será distinto. Volveremos a ser uno solo. 
—...
— Te juro que no te voy a defraudar. 
—...
— Sí, lo admito. He cometido muchos errores, pero contigo a mi lado, sé que no voy a volver a fallar. 

Juan Carlos nos hizo señas con el pulgar en alto de que todo estaba saliendo de maravillas. Anita lo estaba perdonando. 

De pronto, la conversación tuvo un giro brusco. 

— No. Espera, eso que te contaron no es verdad… 
—...
— No. No te estoy engañando… 
—...
— Sí. Es cierto que estaba saliendo con otra persona… pero eso ya se acabó. 
—...
— Te lo juro hace más de tres meses que no salgo con nadie… 
—...
— Créeme que es verdad… 
—...
— Sí, es cierto. Ella era una estudiante de último semestre de derecho… 
—...
— Sí, pero eso ya se acabó…. Yo con ella ya terminé. Es que me aburrí de ella… 
—...
— En serio…te prefiero a ti… ¡qué pereza salir con alguien que es más inteligente que uno!… 

Si alguna vez ha habido un silencio absoluto, fue en ese momento en la cafetería. "…qué pereza salir con alguien que es más inteligente que uno…" La última frase había resonado hasta en los sitios más recónditos de la cafetería. Hasta el ronroneo del congelador paró en aquel instante. Nadie respiraba. No se escuchaba ni una mosca. 

— No, Anita… yo no te estaba diciendo bruta. 
—...
— No te pongás así. Escucháme… 
—...
— No… espera… yo no quise decir eso. 

Una vorágine acabó con todo en pocos segundos. 

— No, Anita… ¡no me cuelgues…! 
—...
— Por favor…. ¡ANITAAAAAA!


La cara de Juan Carlos estaba desfigurada cuando dio la vuelta hacia nosotros. En su mano izquierda aún le quedaban unas cuantas monedas. En su mano derecha el auricular a medio camino entre la oreja y el aparato. Con ademán lento terminó de colgar, al momento que con voz compungida nos dijo lo que ya sabíamos. 

— Me colgó… 

Fueron unos cinco segundos de silencio por el compañero caído. De pronto, una sonora carcajada de cientos de estudiantes retumbó por toda la facultad. 

Mientras Juan Carlos salía cabizbajo por la amplia puerta, los estudiantes retomaron sus charlas con un nuevo tema de conversación. La atestada cafetería volvió al bullicio habitual. 





Carlos Alberto Velásquez Córdoba





No hay comentarios.:

Publicar un comentario