miércoles, 28 de febrero de 2024

Lanzamiento del libro ESO ES PURO CUENTO vol. 4

El 15 de febrero de 2024,  se realizó el lanzamiento del libro Eso es puro cuento, volumen 4,  editado por Libros para Pensar, y en el cual participaron 20 autores. 

El evento tuvo una asistencia de mas de 90 personas, que acompañaron a los 20 autores. 

El inicio estuvo amenizado por Jesus David Bernal quien nos deleitó con dos canciones (Vive, y A mis amigos)

La presentacion estuvo a cargo de Juan Andres Alzate (autor del libro y editor y fundador de la Revista Cronopio), el maestro Javier Echeverri (Escritor consagrado, quien hizo el prologo) y Carlos Alberto Velasquez, autor de varios libros  y coordinador de varios talleres de creación literaria de la editorial. 

Durante el evento se plantearon ciertas preguntas que motivaron una conversación muy interesante.: 

¿Vale la pena contar historias?

¿Que valor tiene una antología? 

¿Será el libro reemplazado por otro formato algún día?

¿Qué pasa con la tradición de narración oral en los tiempos modernos?


A continuación les compartimos la grabación del evento. 



Gracias a todos por su asistencia. Compartimos algunas imágenes del evento.  Agradecemos también al parque biblioteca de Belén por habernos cedido este espacio. 








miércoles, 21 de febrero de 2024

¡Poetas!

Escribir poesía no es lo mismo que escribir adornado. Por el contrario, un buen escritor encuentra las palabras precisas cuando quiere decir algo. No se extiende innecesariamente ni da vueltas con el idioma, porque conoce el sentido exacto de cada palabra. 

Hace poco en internet alguien en un grupo lanzó un reto:  


Un escritor no diría:

"Quiero que te vayas. Estoy harto de verte".

Un escritor diría.....


La mayoría de los miembros del grupo se explayaron enviando parrafos y parrafos de lo que ellos creían que un escritor diría. Daban vueltas innecesarias para decir algo que se podría resumir en "¡Lárgate y no regreses!"

¿Por qué será que la mayoria de las personas creen que para ser escritor hay que dar vueltas con las palabras? 

Igual me sucede con un grupo virtual de escritores al que me invitaron, (donde hay muchos autonombrados "poetas") que para dar los buenos dias, tienen que ir hasta el olimpo, y hacer cabalgar a Apollo con su carruaje brillante sobre el éter abovedado. ¿Acaso no pueden decir "Buenos dias"?

En ese chat algunos "poetas" escriben cosas que a veces no se entienden porque les interesa más mostrar su erudición y su "enorme léxico" que decir lo que quieren decir. Me molestan esos falsos poetas que no pierden la oportunidad de armar frases con palabras rebuscadas; que buscan declamar sus obras en público, pero que no escuchan a los demás pensando sólo en lo que ellos van a decir. Que se deshacen en elogios al que recitó una retahila insufrible porque temen decir la verdad:  "No entendí lo que dijiste", o peor aún, porque temen que no los elogien luego a ellos cuando vomiten palabras inconexas. 

Odio aquellas reuniones donde se reunen poetas con la esperanza de vender sus poemas pero que no tienen la menor intencion de comprar algunos versos ajenos. Que su única motivación es que los conozcan. 

Pocas veces en los encuentros de poesía encontrarás un poeta bueno. Los verdaderos poetas no escriben mucho, no hablan mucho, porque la mayor parte del tiempo la pasan maravillados por la vida. Esos son los poetas imprescindibles. 


A continuación comparto un texto que encontré en las redes. Desconozco si fue un diálogo real del programa de Roberto Gomez Bolaños o si es un texto que se le atribuye a él. 

De todos modos está genial. 

______________________


"- Oye Lucas, ¿Tú crees que sea útil ser poeta?

- Claro que sí, Chaparrón, si no, ¿Qué pretexto vas a encontrar para morirte de hambre?

- Sí, pero yo quiero decir: ¿Tú crees que si hubiera más poetas la gente avanzaría con más seguridad por la vida?

- No, Chaparrón, para avanzar con más seguridad lo que hace falta es sincronizar los semáforos.

- Estás en lo cierto, pero de cualquier manera para algo deben servir los poetas…

- Bueno, yo los utilizaría para disolver manifestaciones.

- ¿Para disolver manifestaciones?

- Sí, Chaparrón, ¿No te has fijado en cómo se desbarata una reunión en cuanto alguien se para a declamar un poema?

- Estás en lo cierto.

- Además, en esta época, ¿A quién le interesa que la luna sea blanca?

- A los del Ku Klux Klan.

-  No, pero yo estoy hablando de gente no de animales. [..] Pero de  cualquier manera tú no debes darte por vencido. Acuérdate de que los poetas  no son los únicos seres inútiles que existen en el mundo. También hay  abogados, economistas, críticos de teatro, empresarios de boxeo; con el  agravante de que el abogado te manda a la cárcel, el economista te manda  a la bancarrota, el crítico de teatro te manda a la televisión y el  empresario de boxeo te manda al manicomio, si no es que al cementerio.  En cambio, los poetas a lo que más que pueden mandarte es al diccionario  para que averigües qué fue lo que quisieron decir".

📺 Los Chifladitos (1992)

miércoles, 14 de febrero de 2024

39 semestres y una sopa salada

A veces me he preguntado si Colombia podrá salir adelante luego de que un anterior presidente nos dividió en dos grupos antagónicos al formular una pregunta con una redacción amañada que hacía ver a los que no queríamos un acuerdo  que favorecía la delicuencia y el narcotráfico como enemigos de la paz. 

En mi concepto esa pregunta ha sido lo más dañino que ha ocurrido en el país en los últimos 500 años y todo porque la gran mayoría no leyó el acuerdo o no lo entendió. 

Personalmente lo leí y descubrí que se premiaba al violento mientras se cometía una injusticia con el campesino que nunca habia tomado un arma. Se le daban concesiones a los malos y se ignoraba a los que siempre habian sido buenos. Se daban beneficios al cultivador de coca pero no se daba ningún beneficio al que cultivaba frijol, café o plátano. Se daba salario al que tuviera un arma, pero no se daba nada al que siempre habia tenido un azadón. Se daba dinero al que hubiera matado o secuestrado (para que no lo hiciera más), y el dinero salía de los impuestos de los que nunca habian matado, secuestrado o extorsionado, y toda su vida habían trabajado de forma pacífica. 

En otras palabras el acuerdo era otra extorsión: "o me sostienes económicamente, o te sigo secuestrando, extorsionando o matando". "Si no quieres que te ataque, deberás pagar mi manutención". 

La pregunta, tal como estaba formulada, insinuaba que solo los que votaran "Si" querían la paz. Muchos, creyeron que votar "NO" era preferir la guerra. Esa pregunta dividió a la población entre "buenos y malos". Polarizó al país y generó posturas que parecen irreconciliables. 

Quisiera pensar que hay esperanza de que las partes se acerquen, pero veo que nuestra sociedad no está preparada para hacerlo. Por el contrario, cada vez hay más polarización, menos diálogo y más deseos de imponer puntos de vista. De marcar posturas y pelear para mantenerlas. 

Hace unas semanas el recién posesionado gobernador de Antioquia pidió en el Consejo Directivo de la Universidad de Antioquia que le informaran la cantidad de estudiantes que llevaban 14 o más semestres cursando el mismo programa en la universidad. 

El resultado fue posteado en la cuenta X: Más de dos mil estudiantes llevaban 14 o más semestres estudiando el mismo programa. Pero lo que causó más revuelo fue que hubiera personas que llevaban mas de 20 semestes. Uno incluso llevaba estudiando 39 semestres ¡la misma carrera!

Las redes sociales se encendieron. Suponiendo que todos los programas académicos duraran 5 años (muchos duran menos y solo unos pocos como medicina duran 7 años) el dato mostraba que hay al menos 13 mil semestres adicionales que estamos financiando los contribuyentes. Es claro que no todos pueden empezar y terminar la carrera en forma continua. Muchos deben trabajar y solo pueden matricular una o dos materias por semestre. (La universidad se promulgó al respecto, en defensa de las personas que quieren estudiar y deben hacerlo lentamente). Pero que haya personas que demoran 15 o 20 años para terminar una carrera de cinco pone a dudar sobre si esa persona de verdad tiene interés en graduarse o si carece de capacidades académicas para hacerlo. 

Consecuente con esto último, publiqué en mis redes sociales la siguiente frase: Cuando te sientas mal por no entender algo, piensa en que en la UdeA hay un imbécil que lleva 39 semestres sin poderse graduar. 

Las reacciones no se hicieron esperar. Muchos tomaron el mensaje como un ataque personal y comenzaron una diátriba de defensas de los estudiantes, de la universidad, de la educación pública, ¡como si yo los estuviera atacando a ellos! La interpretaciones fueron mas allá del estudiante vago. Adicionalmente, me preocupó la comprensión lectora de algunos que respondieron. 

Una amiga, por ejemplo, me respondió "Juemadre:  yo llevo 34, soy una imbécil"  No tuve más remedio que responderle que si llevaba 34 semestres estudiando la misma carrera, no cabía duda de que sí era una imbécil. Sé que no era el caso. Ella ha hecho varias carreras. (yo llevo mas de 50 años estudiando muchas cosas). Me llamó la atención que se hubiera dado por aludida como si no hubiera leído bien mi comentario. ¿Problemas de comprensión lectora? ¿necesidad de controvertir cualquier cosa? 

Muchos amigos y compañeros me respondieron explicando cómo ellos habian demorado más años de lo usual porque debían trabajar y estudiar, y mencionaba cómo habian cursado una o dos materias en un semestre, etc... ¿Quien estaba hablando de esos estudiantes? ¿Acaso yo estaba criticando que algunos se demoraran un poco más?  Mi texto era muy claro:  Un estudiante (uno solo) llevaba 39 semestres. Nunca hablé de los demás estudiantes del trino del gobernador.  

Otros me acusaron de atacar a la universidad ("no puedes generalizar" me dijeron varios. "no puedes atacar a la univesidad, por un solo estudiante"). Es evidente que yo no estaba generalizando ni mucho menos atacando a la universidad. Estaba hablando de un estudiante (uno solo) que por vago, por estúpido o por cualquier otro interés, no terminaba carrera. Los que generalizaban eran ellos. 

También me acusaron de hacer "un discurso distractor" para desviar la atención "de los problemas profundos de la universidad". Dijeron que estaba criticando a los estratos de bajos recursos que no podían estudiar en forma continua (¿cuándo mencioné eso?). Me dieron sermones de que debía entender las condiciones personales de cada uno de los estudiantes antes de lanzar acusaciones temerarias. (??)

Fue impresionante la cantidad de personas que se sintieron atacadas y se armaron de argumentos para defender lo que nadie había atacado. 

Eso demuestra que lo que llamamos "generación de cristal", que se ofende por todo y se victimiza a sí misma, no es esclusiva de los jóvenes. Hay adultos mayores que también se ofenden fácilmente, que toman como personal cualquier crítica específica y la mueven a otro terreno para plantar batalla y defender puntos de vista que nunca fueron atacados. Las reacciones generadas a mi comentario sobre ese estudiante generó reacciones sobre calidad de la universidad, sobre la desfinanciación de la educación, sobre la desproteccion de los sectores menos favorecidos, sobre el ausentismo universitario, etc. Y no estaban discutiendo el trino del gobernador (que tampoco atacaba a nadie), estaban discutiendo mi comentario. 

Recordé la historia de la mujer a la que el esposo le dice que la sopa quedó salada y ella le pide el divorcio porque asume que la está acusando de mala cocinera, de pésima esposa y de querer envenenarlo. 

Ese tema de la victimización es muy complejo. Cuando uno lee la respuesta que dió la universidad, no entiende por que asumen el papel de víctimas ofendidas (y muchos amigos de la universidad se formaron en dicha linea). Asumieron que el preguntar por estos estudiantes eternos es un acto de agresión contra la universidad, y contra los buenos estudiantes. 

Yo me puedo hacer responsable de lo que digo (o escribo) pero no me puedo hacer responsable de lo que los demás entiendan o interpreten. Mi mensaje era claro. Pero las ganas de controvertirlo todo pueden hacer que un simple comentario se vaya a otros terrenos imprevistos. 

No me arrepiento de haber publicado mi comentario. Sin quererlo, funcionó como un experimiento social. 

¿Estamos los colombianos en capacidad de leer los mensajes y entenderlos textualmente? ¿Somos capaces de ser imparciales frente a un comentario y analizarlo independiente de nuestros prejuicios? ¿Acaso estamos tan polarizados que proponemos batalla para defender un punto de vista personal que nadie ha atacado? 

Colombia es una olla a presión a punto de estallar. Veo una hipersensibilidad aumentada. Cualquier roce produce una reacción severa. La mención de un tema genera batallas encarnizadas. La gente no está dispuesta a dialogar para tratar de entender puntos de vista sino que toda conversación transcurre en un intento de encontrar fallas en el argumento ajeno e imponer nuestro punto de vista. Ponemos en boca de otros argumentos que nunca fueron planteados y luego los debatimos con toda la fuerza de nuestros prejuicios.  Preocupa mucho que la gente considere que todo comentario en redes sociales es una provocación, una invitación a la guerra. 

Tengo que admitirlo, yo también me dejé llevar y caí en el juego de debatir otros temas que no tenian que ver mi trino inicial. Cuando empezaron a tocar otros temas que no tenián que ver con el comentario mío, también participé en la discusión a sabiendas de que no podría convencer al que tiene ya sus ideas prefijadas. 

Debo también decir que la gran mayoría de comentarios fueron respetuosos y bien intencionados. Pero no deja de preocuparme que la gente esté tan sensible, que hasta una simple brisa pueda tener consecuencias de huracán. 

No sé si los que participaron en las discusiones leerán esta nota. No sé si ellos se verán reflejados. Lo único que puedo hacer es sacar mis propios aprendizajes: 

-Seguiré pensando, que no puedo sentirme mal por no entender algo o por abandonar un curso de dos semanas que me aburrió, cuando hay un sujeto en una universidad que lleva 39 semestres estudiando la misma carrera y no la ha terminado.

-Debo estar muy pendiente para no dejarme llevar a otros terrenos en una discusion cuando otros quieran pelear en un tema que no tiene nada que ver con lo que dije. 

-Seguiré pensando que un estudiante que demora 15 años en una carrera que dura cuatro, tiene algún interes oculto en no terminar la carrera o tiene serias dificultades cognitivas que lo imposibilitan para ser un buen profesional. 

Por último, debo aprender a ser más objetivo. Si hago una sopa y alguien me dice que quedó salada, no cometeré el error de acusarlo por llamarme "asesino". Al fin y al cabo cuando eché la sal, no pretendía envenenarlo. Debo entender que solo me dijo que la sopa estaba salada.

Posdata: Ya que la discusión pasó a otro terreno más profundo (que el tema del estudiante de mi comentario), y que ya hay respuestas de las directivas de la universidad mostrándose en el papel de víctimas de unas críticas despiadadas, quiero hacer una reflexion. 

13.888 semestres adicionales equivalen a mucho dinero que sale del bolsillo de los contribuyentes. Qué bueno que se haya planteado la discusión por parte de la gobernación y ojalá que cada caso sea evaluado individualmente. Hay muchos estudiantes que demoran mucho más del tiempo usual para graduarse, y eso no es malo, pero si amerita un estudio profundo. Es función de la universidad (y de todos) ayudar a que esos estudiantes se graduen y sean productivos para la sociedad. 

Es inaceptable que alguien se demore 20 años haciendo una carrera de cuatro o cinco años. 

Algunos medios han publicado los datos (con foto) del personaje que lleva 20 años en la misma carrera. Dichas publicaciones denuncian que es un miembro de la guerrilla. Desconozco si ello es verdad.  No me consta. Pero cuando era estudiante, hace mas de treinta años, conocí estudiantes  de la Universidad que estaban financiados por la guerrilla. Me explicaban en ese entonces, que no se podían graduar sin permiso de su comandante. También supe de estudiantes financiados por el paramilitarismo. Ese fenómeno no es nuevo. Ocurria en los años 80s, y parece seguir ocurriendo.

Recientemente han querido desviar la opinión publicando entrevistas a otras personas que terminan una carrera y comienzan otra por el simple gusto de aprender. Ese no era el punto inicial del debate. Nadie ve con malos ojos que la gente quiera seguir estudiando cosas nuevas. (Yo también soy un eterno estudiante. Termino una carrera y comienzo a estudiar otra cosas).La pregunta del gobernador era muy específica y era sobre estudiantes que no han terminado la misma carrera.  

Hay en nuestro país mucha gente que quiere estudiar, graduarse y trabajar en una profesión, pero ni siquiera pueden entrar a la universidad porque hay unos pocos (espero que sean apenas unos cuantos) que ocupan esos cupos sin intención de terminar. Es bueno hacer veeduría a la educación pública. 

No nos equivoquemos, la universidad no está siendo víctima de ataques. Las verdaderas víctimas son los jovenes que no encuentran cupo en la univesidad porque alguien no quiere terminar una carrera y porque algunos directivos y profesores lo permiten. 

Las víctimas son los que no pueden conseguir un cupo porque hay 2164 estudiantes cursando 13.888 semestres adicionales en un país donde, de entrada, son limitados los cupos para ingresar a la universidad. 


miércoles, 7 de febrero de 2024

La droga salvadora. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Este cuento lo escribí hace mucho tiempo (por alla en 1987) y fue publicado por primera vez en mi libro La Monja Sin Cabeza y otros cuentos. 

Hace poco la Editorial Libros Para Pensar me ofreció participar en una excelente antología y quise compartir este cuento que sé que será del agrado de muchos.

______________


LA DROGA SALVADORA


Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Todos mis compañeros decían que yo era un «lambón». Que sólo me quedaba a hacer turnos en la noche con el fin de que mis profesores me pusieran una mejor calificación que los demás. Claro que eso estaba entre mis planes, aunque muy en el fondo. ¿A quién no le gustaba sacar una nota destacada al final del semestre? Pero lo que me interesaba era aprovechar al máximo la rotación por el servicio de urgencias del Instituto de los Seguros Sociales. Aunque no era obligatorio hacerlo, el coordinador de prácticas había hecho la sutil «sugerencia» de hacer algunos turnos nocturnos en el servicio «para que el futuro médico se vaya empapando de la vida nocturna en una clínica». Y yo estaba convencido en ese entonces, como lo estoy ahora, de que el «arte» de la medicina no se aprende en los libros sino en la práctica diaria.

Corría el año de 1986 y yo me encontraba en el sexto semestre de Medicina. Mi tutor, de quien no mencionaré su nombre era apodado por sus compañeros como «Padre-mío». Aunque no era un hombre de vastos conocimientos en cuanto a medicina interna o a farmacología, era un excelente médico en el área de la traumatología, y la ortopedia. Nunca lo vi amilanarse ante un paciente que presentara las heridas más espeluznantes, y siempre lo vi actuar acertadamente con aplomo y seguridad para proporcionar la ayuda inicial aun cuando, muchos médicos compañeros suyos, incluso especialistas en las diferentes ramas de la medicina, palidecían y titubeaban.

Del doctor Padre-mío aprendí a reducir luxaciones y fracturas mucho antes de que llegara al semestre de ortopedia, aprendí a hacer muchos procedimientos que en la actualidad son prerrogativa de médicos especialistas. También aprendí que existen casos que parecen urgencias vitales y que muchas veces son manifestaciones somáticas de personas con dificultades familiares, sociales o económicas y que reaccionan ante éstas con síntomas similares a los de enfermedades graves. Y aprendí sobre todo a hacer frente a las situaciones más angustiantes con inteligencia y cabeza fría.

Recuerdo en especial una noche en que las consultas estaban particularmente disminuidas. Un turno calmado, pensaba para mis adentros, cuando escuchamos todos una algarabía que provenía de la entrada a urgencias. Todos los médicos y enfermeras nos asomamos con curiosidad y vimos un grupo conformado por unas ocho o diez personas. Todos muchachos jóvenes que traían a uno de los suyos en brazos. Algunos de ellos tenían armas en las manos. Unos pocos tenían revólveres y pistolas de manufactura casera. Otros, (la mayoría) puñales y cuchillos. Al ver el conjunto se podía intuir rápidamente a qué se dedicaban. Todos de aspecto agresivo, profiriendo palabras soeces, el cabello cortado a ras con una melena larga que colgaba en la nuca. Usaban camisillas de colores chillones, jeans desteñidos y tenis de colores vistosos. Era la usanza de los sicarios empleados por los mafiosos. Recordemos que en ese entonces el narcotráfico estaba en todo su apogeo y pululaban grupos de estos en toda la ciudad.

Lo primero que imaginamos era que uno de ellos venía herido, quizás de algún «trabajito» fallido. Ante el grito de «sálvenlo, sálvenlo», Padre-mío tomó la delantera y se acercó a ellos.

—Cálmense muchachos. A ver, qué es lo que le pasa al compañero suyo.

—Mire, hijueputa. Usted tiene que salvarlo —contestó uno de ellos mientras los otros no se cansaban de repetir—. ¡Sálvenlo!... ¡sálvenlo!... tiene un ataque... ¡tiene un ataque al corazón!... ¡Sálvenlo!

Instintivamente tornamos a mirar al supuesto herido. Tenía ambas manos crispadas sobre el corazón. Con una mueca histriónica y con los ojos saltones parecía más un payaso representando una obra teatral que un verdadero enfermo. Respiraba rápidamente y movía sus ojos y su cuello de un lado para el otro como presa de un delirio paranoide, muy propio de quienes consumen estupefacientes. Aunque las manos permanecían rígidas sobre el pecho, con sus pies pateaba a todos los que se encontraban cerca, incluso a aquellos que lo traían cargado.

Muchos de los médicos de más experiencia fueron abandonando el sitio y yo ya le iba a preguntar a mi tutor si aquello era una crisis conversiva (estado de ansiedad) cuando otro de ellos colocando su «changón» en la cara de Padre-mío le increpó:

—Vea «parce». Si usté no lo salva, usté se muere.

Las enfermeras gritaron y corrieron, los médicos desaparecieron antes que ellas, como por arte de magia, y sólo quedamos allí el doctor «padre-mío» y yo. En aras de la verdad, tengo que admitir que lo mío no fue un acto de valentía. Fue que al girar y correr choqué con la camilla metálica que se tenía a la entrada, y caí al suelo.

Ya me preguntaba qué se sentiría cuando una bala entrara en mi cabeza, cuando unos gritos me sacaron de mi ensimismamiento. Era Padre-mío que, con un aplomo digno de cualquier soldado ateniense, me decía que le ayudara a subir al paciente a la camilla, en tanto que les decía a los agresivos acudientes:

—Vean muchachos. Este amigo suyo está muy grave. Vamos a ver si lo podemos salvar, pero no podemos asegurarles nada. Mientras que le hacemos la resucitación, necesito que todos ustedes vayan a buscar a los familiares del joven ya que necesitamos treinta y siete donantes de sangre que sean familiares. Sirven primos y hermanos. Mientras tanto, el doctor —refiriéndose a mí —y yo, vamos a llevarlo a practicarle una cirugía muy delicada.

Ante la insistencia de algunos de ellos de no dejarlo solo, el doctor les dijo que a él le servía más que fueran a conseguir «todo ese montón de gente». Como era de esperar, la mayoría salieron corriendo de lugar, no sin antes asegurarnos que nos matarían si no lo salvábamos. Unos pocos quedaron en la entrada para asegurarse de que no escaparíamos y «por si al “dóctor” —con tilde en la primera sílaba— se le ocurría otra cosa que se necesitara».

Como pudimos entramos la camilla con el «enfermo» que continuaba pateando, brincando y contorneándose, como presa de alucinaciones, y nos dirigimos a la sala número cuatro, no sin antes asegurarnos de que ningún acompañante nos seguía. A medida que pasábamos por el corredor, se iban abriendo las puertas y se asomaban las cabezas de una que otra enfermera y algún médico curioso que quería saber qué había pasado con nosotros.

Padre-mío los tranquilizaba diciéndoles que todo estaba bajo control, que era una simple crisis conversiva. Yo, sin embargo, sufría al pensar qué ocurriría conmigo si el doctor estuviera equivocado y el paciente falleciera. No quería ni imaginarme lo que haría esa turba enardecida.

Al llegar a la sala me extrañó que el doctor arrinconó la camilla contra la pared y con toda la calma del mundo se sentó en su escritorio a seguir escribiendo la historia clínica del paciente anterior. Yo, asustado, miraba al paciente que cada cinco o seis segundos lanzaba un grito o un suspiro y adoptaba otra mueca diferente para permanecer así hasta el siguiente suspiro.

Bastante preocupado y con la voz temblando le pregunté al profesor si le íbamos a colocar algo o a hacerle algún tratamiento, a lo que él respondió que no. Que lo dejaríamos ahí hasta que decidiera levantarse por sus propios medios. Y añadió: Ese paciente no tiene nada.

Palabras funestas. Inmediatamente vi como el paciente se tornaba rígido, brotaba sus ojos y dejaba de respirar.

—¡Doctor! – grité, mientras comenzaba a revisar sus pupilas y sus reflejos los cuales eran normales. Su presión arterial y su pulso eran del todo adecuados.

El doctor Padre-mío alzó la mirada hacia el paciente, lo observó unos pocos segundos y levantando sus hombros como restándole importancia me respondió:

—No le parés bolas a eso. Ese muchacho no tiene nada. Ahora verás que vuelve a respirar.

Palabras proféticas. A los pocos segundos me sobresaltó una bocanada de aire que tomó con avidez como si hubiera estado sumergido en una piscina por mucho tiempo. Una sola bocanada y volvió a quedarse rígido.

Por mi cabeza pasaron los criterios para el diagnóstico del trastorno de conversión que aparecían en el DSM III (en ese entonces) y que establecía las bases para hacer el susodicho diagnóstico psiquiátrico anteriormente llamado «crisis histérica».

Repasaba mentalmente los criterios y cada vez me convencía de lo acertado del diagnóstico, cuando en esas entró el doctor Vélez, y, con el volumen de la voz un tanto alto para lo pequeño del consultorio, preguntó a Padre-mío:

—¿Qué vamos a hacer, pues, con este hombre?

—No te preocupés —respondió Padre-mío hablando todavía más fuerte—, ahorita lo bajamos a la morgue y lo dejamos allá. Cuando ya esté muerto, le sacamos los órganos, para los trasplantes.

Al escuchar semejante cosa retrocedí varios pasos, pues supuse que el presunto enfermo saltaría como loco de su camilla.

Nada. Permanecía con aquella mueca, los ojos igual de abiertos, y las manos crispadas sobre el pecho. Ni un parpadeo, ni un ápice de movimiento. Parecía una estatua de cera.

El doctor Vélez sonriendo maliciosamente se acercó a la camilla mientras decía: «listo, ¿qué estamos esperando?» Cogió el borde de aquella, y la zarandeó con un movimiento corto, pero brusco. Ello fue suficiente para resucitar al paciente.

En milésimas de segundo la supuesta víctima del ataque al corazón corría por los corredores, tambaleándose quizá por la «traba» y tal vez por el desespero. Chocaba con camillas y muros por igual, mientras gritaba a todo pulmón:

—¡Médicos hijueputas!, con razón en esta clínica dejan morir a los pacientes. ¡Hijueputaaas!, ¡malparidooos!...

Instintivamente torné a mirar a Padre-mío, quien ya corría por el corredor contrario rumbo a la sala de espera. Sin más dilaciones, me precipité detrás para saber qué era lo que ocurría y alcancé a llegar justo cuando Padre-mío explicaba a los compañeros de nuestro paciente (de los que quedaban, unos seis o siete) los pormenores de la atención.

—Muchachos, ese compañero suyo estaba más grave de lo que pensé. Si se hubieran demorado más en traerlo no sé qué hubiera pasado. Aquí llegó muy mal. Prácticamente llegó muerto. Tuvimos que darle masaje cardiaco y respiración boca a boca, pero nada, no reaccionaba...

Un murmullo de desconsuelo corrió por la sala.

—Le pusimos adrenalina, pero… ¡nada! Incluso tuvimos que desfibrilarlo, esas cosas que les ponen en el pecho a los pacientes y les ponen corriente, pero ¡nada! Este muchacho no nos respondía. Finalmente —seguía improvisando, Padre-mío, ante los atónitos acompañantes—, tuvimos que utilizar una droga nueva que está en experimentación. Es lo último que ha salido, pero aún no es ciento por ciento segura. Con eso logramos salvarle la vida, pero tiene un problema: el amigo suyo puede quedar con alucinaciones de por vida. No se asusten si de pronto le da por ver dinosaurios que se lo quieren comer, o si le da por creer que unos marcianos se lo quieren llevar...

En eso, un estruendo nos sobresaltó. La puerta de doble ala se abrió de par en par de una patada. Nuestro paciente, pálido como un papel, sudoroso, con una mirada fulminante y con el brazo extendido señalando con el índice a mi profesor gritó una verdad contundente:

—Ese médico hijueputa me quería matar para sacarme los órganos.

—¡Ay, Dios! —dijo Padre-mío con los ojos entornados al cielo cual beato en oración—, ¡ya empezaron las alucinaciones!

Todo sucedió rápido. El «resucitado» se abalanzó hacia sus compañeros tratando desesperadamente de arrebatarles algún arma con la cual atacarnos gritando en medio de su «delirio».

—¡Prestáme el fierro!, ¡prestáme el fierro, que yo tengo que matar a este hijueputa!

Los compañeros trataban de calmarlo:

—Tranquilo mijo, tranquilo mijo, que eso es una alucinación.

—Sí —decía otro—, usté estaba muy grave y el “dóctor” lo salvó.

—Sí, quedáte tranquilo, que vos debés reposar.

—Pobrecito —decía Padre-mío—, esas alucinaciones como son de horribles —y miraba a nuestro paciente con ternura angelical.

—¡Qué alucinaciones, ni que hijeputas!... este H.P. me iba a meter a la morgue y me iba a sacar los órganos. Me quería matar. ¡Prestame el fierro! —y forcejeaba para tratar de alcanzar alguna de las armas de sus compañeros.

Varios amigos lo cogieron de los brazos mientras él luchaba desesperadamente por liberarse.

—Doctor, ¿y esas alucinaciones duran mucho? —preguntó uno de ellos que hasta el momento me había parecido el más calmado.

—Pues no sé, gordo — respondió Padre-mío con aire de desconsuelo—, eso es impredecible. Pueden durar pocos días o quedar para toda la vida.

—Les digo que me quería matar. ¡Créanme! —gritaba el pobre paciente.

—¿Saben que es lo que más me preocupa, muchachos? —dijo Padre-mío captando la atención de todos nosotros. (De todos menos de la víctima claro está, que luchaba por liberarse y hacerse con un arma)— Que este pobre muchacho en una de esas alucinaciones le dé por hacerme algo... y con todo lo que luché para que no se muriera.

—Tranquilo, mi doc, no se preocupe—, dijeron casi a coro todos los acompañantes —No se preocupe que, mientras que Milton tenga esas alucinaciones no vamos a dejar que «huela» ningún arma. Nosotros se lo prometemos.

—Sí, doctor, no se preocupe, que usted salvó a nuestro compañero y a usted lo vamos a cuidar.

Y como si todo estuviera finiquitado, salieron de la sala de urgencias hacia la oscuridad de la noche, felices de haber recuperado a su amigo, a su compañero del alma que fue robado de las garras de la muerte y traído nuevamente al reino de los vivos.

Fin

_____________


Aprovecho para invitarlos al lanzamiento del libro el próximo 15 de febrero de 2024 en la sala mi barrio del Parque biblioteca de Belén.