miércoles, 31 de mayo de 2023

Arturo Perez-Reverte y James Bond

Este artículo es extraído de la columna Patente de Corzo, del genial Arturo Perez-Reverte, a quien concedo todos los créditos: 


Bond, James Bond

Puestos a imaginar, imaginen que estás en casa dándole a la tecla, y llega la visita. Buenos días, caballero —ahora todos somos caballeros—, venimos a ver si le interesa escribir el guión de la nueva película de Bond, James Bond. Y le vamos a pagar una pasta. Así que, interesado en lo de la pasta, los haces pasar, les sirves un café y te sientas a discutir los términos del asunto. La verdad es que me apetece, dices, pues siempre me gustó mucho, tanto en las novelas como en las películas, ese toque de chulería masculina, marca de la casa y del personaje, que tan bien encarnaron Sean Connery —mi favorito— y Pierce Brosnan, incluso Daniel Craig en Casino Royale, pero que parece perderse en las más recientes películas. Porque en la última, con el oso de peluche y las lágrimas y tal, al amigo Bond se le ve un poquito moñas.

Es lo que dices, más o menos. Y en ese punto te mosquea que tus visitantes hayan cambiado una mirada de inquietud. Bueno —dice uno—, en realidad de lo que se trata es precisamente de eso. De adaptar a 007 a los tiempos que corren. Hacerlo más de ahora, más natural. Más trendy. Al escucharlo, desconcertado, alzas un dedo objetor. Disculpen, dices, pero lo natural es que Bond sea un asesino, un mujeriego y un hijo de puta con ático, piscina y balcones a la calle, como lo concibió su autor. Un tipo peligroso y duro, y eso es lo que en él buscan sus seguidores, entre los que me cuento desde hace sesenta años. ¿Me explico?

Temo haberme explicado demasiado bien, pues mis interlocutores se sobresaltan al unísono. Creo, apunta uno —son dos, paritarios, hombre y mujer—, que no capta el fondo de la cuestión. Se trata de desmontar a James Bond y hacerlo más asequible. ¿A quién?, pregunto. Y la señora, o como se diga ahora, responde que al público actual. A las nuevas exigencias. ¿Por ejemplo?, inquiero de nuevo. A la destrucción de los clichés heteropatriarcales, es la respuesta. Pero resulta que James Bond es así, respondo. Ian Fleming, su autor, lo concibió como un cliché heteropatriarcal con pistola y ciruelo siempre en activo. Es Cero Cero Siete, rediós. Si no, sería otro: 003, 010 o 091. ¿Por qué en vez de manipularlo no se inventan otro agente secreto y dejan a ése en paz, tal como a sus lectores y espectadores nos gusta que sea?

Imposible, responde el varón del binomio. El famoso 007 es lo que la gente pide. A eso respondo que James Bond es famoso justo por ser lo que es. Pero la sociedad actual —replica la otra— reclama nuevos enfoques: odres nuevos para vinos viejos. Pero eso ni es vino ni es nada, opongo; es un producto aguado e insípido, un fraude y una traición al personaje. Pero la pava hace como que no me oye. Incluso, prosigue impertérrita, queremos que el nuevo James Bond, en la próxima película, deje de vestir smoking y otras prendas clasistas, abandone su afición al juego y los casinos —su perniciosa ludopatía, precisa el acompañante—, se desplace en vehículo eléctrico no contaminante, tenga inquietudes ecológicas y deje de matar y practicar el sexo.

Levanto una mano adversativa. A ver, digo. Explíquenme eso. ¿Cómo que deje de matar y practicar el sexo? Estamos hablando de Bond, James Bond. Matar a la gente es su actividad profesional pública y picar el billete a señoras estupendas es su actividad personal privada. Es que lo de matar —señala mi interlocutor varón— es un acto reprobable que degrada al personaje. Y lo de las señoras estupendas, añade, término que consideramos machista y misógino, tampoco es aconsejable. Queremos que el sexo desaparezca del personaje, por las connotaciones de agresión que su práctica implica. Y que el concepto general sea de género fluido, ni carne ni pescado, ni vela ni vapor. Algo transversal, confirma la otra: transpuesto, transitivo, translatorio, transatlántico. Algo, lo que sea, que lleve el prefijo trans. Eso es lo deseable, aunque no excluimos la ilusionante posibilidad de una James Bond mujer: una Cera Cera Sieta. O un hombre elegetebeí, se apresura a apostillar el otro al ver la cara que pongo. Y a ser posible, apunta su prójima, afroamericano de color. O afroamericana.

Me los quedo mirando diez segundos mientras digiero aquello. ¿O sea —respondo cuando recobro el habla—, un James Bond de personalidad fluida, negro, pacifista, ecologista, gay, vestido por Ágatha Ruiz de la Prada y que se desplaza en patinete? Mis interlocutores se miran. Es una forma de resumirlo muy desagradable, dice uno. Incluso fascista, añade la otra mientras se levantan. Nos decepciona usted, señor Reverte. Igual resulta que no es la persona adecuada.

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Publicado el 24 de marzo de 2023 en XL Semanal.

miércoles, 24 de mayo de 2023

Concierto de Aranjuez. La historia tras la melodía.

Uno de mis conciertos preferidos es el Concierto de Aranjuez, del español Joaquín Rodrigo. Se trata de un concierto para guitarra y orquesta bastante conocido. Según palabras del profesor Rodolfo Pérez Gonzalez, casi se podría decir que en este momento en alguna parte del mundo una orquesta lo está interpretando, o alguna emisora lo está transmitiendo. 

A continuación, los dejo con una historia que yo desconocía de esta melodía. 




A continuación, les dejo el video del concierto de Aranjuez ejecutado por la orquesta sinfónica danesa, con Pepe Romero como solista.  Espero lo disfruten


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Joaquín Rodrigo Vidre, I marqués de los Jardines de Aranjuez (Sagunto, Valencia, 22 de noviembre de 1901 - Madrid,1​ 6 de julio de 1999), también conocido como el Maestro Rodrigo, fue un compositor español.
Como dato curioso, Rodrigo nació el día de la patrona de los músicos, Santa Cecilia. A los tres años de edad se quedó prácticamente ciego a causa de una infección de difteria. Según él, la pérdida parcial de la vista lo puso en el camino de la música. 

miércoles, 17 de mayo de 2023

Amor verdadero: cuento de Isaac Asimov

Con el revuelo que hay últimamente con el auge de la inteligencia artificial quiero traer este cuento de uno de los grandes escritores y divulgadores científicos: Isaac Asimov. 

Solo resta decir que no me preocupa el auge de la inteligencia artificial, me preocupa el detrimento de la inteligencia natural. 

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Amor Verdadero

Isaac Asimov


Mi nombre es Joe. Así es como mi colega Milton Davidson me llama. Él es un programador y yo soy un programa de computadora. Soy parte del complejo «Multivac» y estoy conectado con otros sectores en todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo.

Soy el programa privado de Milton. Él sabe más de programación que nadie en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Me ha hecho hablar mejor de lo que pueda hacerlo cualquier otra computadora.

—Es cuestión de acoplar los sonidos a los símbolos, Joe —me dijo—. Así funciona el cerebro humano aunque todavía no sabemos qué símbolos hay en el cerebro. Conozco los símbolos del tuyo y puedo acoplarlos uno por uno a palabras.

De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que lo hago muy bien. Él no se ha casado nunca, aunque tiene casi cuarenta años. Me dijo que no había encontrado a la mujer ideal. Un día se sinceró conmigo:

—La encontraré, Joe. Quiero tener verdadero amor y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte para resolver los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el verdadero amor.

—¿Qué es el verdadero amor? —pregunté.

—No te importa. Es algo abstracto. Búscame la muchacha ideal. Estás conectado al complejo «Multivac», así que puedes conseguir el banco de datos de cualquier ser humano de este mundo. Los iremos eliminando por grupos y por clases hasta que sólo nos quede una persona. La persona perfecta. Ésa será para mí.

—Estoy dispuesto —le dije.

—Elimina primero a todos los hombres —ordenó.

Fue fácil. Sus palabras activaron símbolos de mis válvulas moleculares. Puedo establecer contacto con los datos acumulados de cada ser humano del mundo. Obedeciendo su orden eliminé 3.784.982.874 hombres. Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres.

—Elimina a las menores de veinticinco años y todas las mayores de cuarenta. Después elimina a todas las que su CI sea inferior a 120; a todas las que midan menos de 1,50 y más de 1,75.

Me comunicó las medidas exactas, eliminó mujeres con hijos vivos, eliminó mujeres con diversas características genéticas.

—No estoy seguro del color de ojos que quiero —dijo—. Dejémoslo de momento. Pero nada de pelirrojas. No me gusta el pelo rojo.

Pasadas dos semanas, nos quedaban 235 mujeres. Todas hablaban bien el inglés. Milton decretó que no quería problemas de lenguaje. Incluso la traducción por computadora podía entorpecer momentos de intimidad.

—No puedo entrevistar a 235 mujeres. Me llevaría demasiado tiempo y la gente descubriría lo que estoy haciendo. Causaría problemas —le aseguré. Milton se había arreglado para que yo hiciera cosas para las que no estaba programado. Nadie lo sabía.

—¿A ti qué te importa? —me espetó con el rostro enrojecido—. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Voy a traerte hológrafos y comprueba la lista en busca de similitudes.

Trajo hológrafos de mujeres, diciéndome:

—Éstas son tres ganadoras de concursos de belleza. ¿Se parecen a alguna de las 235?

Ocho eran muy parecidas y Milton dijo:

—Bien, ya conoces sus bancos de datos. Estudia peticiones y necesidades del mercado de colocaciones y arréglate para que las asignen aquí. Una a una, claro. —Pensó un momento, movió los hombros y ordenó—: Por orden alfabético.

Ésta es una de las cosas para las que no estoy programado. Cambiar a la gente de un empleo a otro, por razones personales, se llama manipulación. Ahora podía hacerlo porque Milton lo había arreglado. Pero se suponía que no debía hacerlo para nadie, excepto para él, claro.

La primera muchacha llegó una semana después. Milton enrojeció al verla. Habló como si le costara hacerlo. Estaban juntos todo el tiempo y no me prestaba la menor atención. Una vez le dijo:

—Déjame invitarte a cenar.


A la mañana siguiente anunció:

—No sé por qué, pero no me va. Faltaba algo. Es una mujer muy hermosa pero no sentí amor verdadero. Prueba la siguiente.

Ocurrió lo mismo con las ocho. Se parecían mucho, sonreían mucho y sus voces eran agradables, pero Milton no las encontraba bien nunca. Observó:

—No lo entiendo, Joe. Tú y yo hemos elegido a las ocho mujeres de todo el mundo, que me han parecido mejores. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?

—¿Les gustas tú a ellas? —pregunté.

Alzó las cejas y apretó una mano contra la otra.

—Eso es, Joe. Es una calle de dos direcciones. Si yo no soy su ideal no pueden actuar como si yo lo fuera. Debo ser su verdadero amor, pero ¿cómo puedo conseguirlo?


Todo aquel día pareció estar pensando. A la mañana siguiente se me acercó y dijo:

—Voy a dejarlo en tus manos, Joe. Tú decidirás. Tienes mi banco de datos y voy a decirte además todo lo que sé de mí. Pon hasta el último detalle en mi banco, pero guarda para ti lo adicional.

—¿Qué quieres que haga con el banco de datos, Milton?

—Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, con 227; deja fuera a las que ya hemos visto. Arréglate para que cada una se someta a un examen psiquiátrico. Completa sus bancos de datos con el mío. Busca correlaciones. (Arreglar exámenes psiquiátricos es otra de las cosas contrarias a mis instrucciones originales.)

Durante semanas, Milton habló conmigo. Me habló de sus padres y de sus allegados. Me contó su infancia, sus días de escuela y su adolescencia. Me habló de las jóvenes que había admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo y me modificó para que pudiera ampliar y profundizar en la comprensión y captación de símbolos. Me dijo:

—Verás, Joe, cuanto más vayas metiendo de mí en ti, más debo ajustarte para que puedas acoplarme mejor. Tienes que llegar a pensar más como yo, así me comprenderás mejor. Si me comprendes a mí, cualquier mujer cuyo banco de datos comprendas bien, será mi verdadero amor.

Y siguió hablándome y yo fui comprendiéndole cada vez mejor.

Pude construir frases largas y mis expresiones se hicieron más complicadas. Mi forma de hablar empezó a parecerse a la suya en cuanto a vocabulario, ordenación de palabras y estilo. Una vez le advertí:

—Ten en cuenta, Milton, que no se trata solamente de encajar físicamente con un ideal de mujer. Necesitas una muchacha que sea personal, emocional y temperamentalmente afín a ti. Si ocurre esto, la belleza es secundaria. Si no podemos encontrar tu tipo entre las 227, buscaremos por otra parte. Encontraremos a alguien a la que tampoco importe tu aspecto, ni el de nadie, con tal de que coincida la personalidad. ¿Qué es la belleza?

—Absolutamente cierto —respondió—. Hubiera sabido esto, de haber tenido mayor trato con mujeres en mi vida. Naturalmente, pensándolo ahora, lo veo todo claro.

Siempre estábamos de acuerdo; ¡éramos tan parecidos en la forma de pensar!

—Ahora no debemos tener más problemas, Milton, basta con que me dejes hacerte unas preguntas. Puedo ver en tu banco de datos dónde hay huecos e irregularidades.

Lo que siguió, según dijo Milton, era el equivalente a un minucioso psicoanálisis. Claro. Estaba aprendiendo de los exámenes psiquiátricos de las 227 mujeres…, a todas las cuales vigilaba de cerca.

Milton parecía muy feliz, observó:

—Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han llegado a coincidir perfectamente.

—Lo mismo sucederá con la personalidad de la mujer que elijamos.

Porque yo ya la había encontrado y, después de todo, era una de las 227. Se llamaba Charity Jones y era intérprete de la Biblioteca de Historia de Wichita. Su extenso banco de datos encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por una cosa o por otra, a medida que ampliamos los bancos de datos, pero en Charity había una creciente y sorprendente semejanza.

No tuve que describírsela a Milton. Milton había coordinado tan ajustadamente mi simbolismo con el suyo que podía captar sus vibraciones directamente. Encajaba conmigo.

Después, sólo fue cuestión de arreglar las hojas de trabajo y requerimientos de empleo de forma que Charity nos fuera asignada. Debía hacerse con mucha delicadeza para que nadie supiera que había ocurrido algo ilegal.

Naturalmente, el propio Milton lo sabía pues él era el que me había ajustado, y había que arreglarlo. Cuando vinieron a detenerle por irregularidades en el despacho, afortunadamente fue algo ocurrido diez años atrás. Naturalmente me lo había contado, así que fue fácil de planear…, y no hablará de mí porque eso empeoraría su caso.

Ya está fuera, y mañana es 14 de febrero, día de San Valentín. Charity llegará con sus frescas manos y su dulce voz. Yo le enseñaré cómo debe operarme y cómo cuidar de mí. ¿Qué importa el aspecto cuando nuestras personalidades se comprenden?

Le diré:

—Soy Joe y tú eres mi verdadero amor.


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Isaac Asimov

(1920-1992)

Escritor y científico de origen ruso, nacionalizado estadounidense. Uno de los principales divulgadores de la ciencia, la historia y la literatura de ciencia ficción en el siglo XX.

Ficha bibliográfica
Autor: Isaac Asimov
Título: Amor verdadero
Título original: True Love
Publicado en: American Way, Febrero de 1977
Traducción: Rosa S. de Naveira


Lea también 

miércoles, 10 de mayo de 2023

El zapato solitario. Cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Esta semana les traigo un cuento de mi autoría, publicado en el libro "COLA DE CERDO, EL SUICIDA FALLIDO. 


Espero lo disfruten: 



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EL zapato solitario


Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba


“No hay nada más triste que un zapato solitario”, me dijo Lucho un día. 

Esa vez no le presté atención a esa frase. Ahora sé que tenía la razón. 

Conocí a Lucho el primer día que llegó a la Estación de Bomberos. Tan pronto lo vimos nos reímos de él. Era apenas un muchacho delgado que pretendía jugar al socorrista. Cuando el capitán nos lo presentó nunca pensamos que lograría encajar, y rápidamente fue puesto a prueba. Los novatos siempre han sido presa de los más bajos instintos y las peores bromas de quienes acostumbramos desafiar a la muerte frente a frente. Pero el muchacho demostró estar a la altura. 

Lucho tenía el temple para ser un verdadero rescatista. Era ágil y trepaba más rápido que todos nosotros; era muy valiente y no se arredraba ante ningún peligro. A pesar de su menuda figura podía cargar el equipo más pesado o sostenerse en pie sin retroceder ante el impacto de una columna de agua que saliera de un hidrante. En poco tiempo fue ganando el respeto de la brigada de bomberos. 

Su ambición era ser médico y dedicaba parte de su tiempo a formarse como técnico en enfermería, con la intención de escalar peldaños, y cuando las cosas se dieran, estudiar medicina. Por esa razón fue rápidamente asignado a la ambulancia de la Estación. 

También en su nueva asignación demostró sus capacidades. Nunca lo vi amilanarse ante las situaciones médicas complejas. Era compasivo con los pacientes y muy seguro en sus acciones. 

La segunda o tercera vez que atendimos un accidente de tránsito me llamó la atención una cosa: Lucho estaba preocupado porque el paciente, un motociclista que había chocado contra un bolardo, sólo tenía un zapato. 

Antes de transportar al paciente, que presentaba algunas excoriaciones y magulladuras, Lucho regresó a la escena a buscar el zapato del joven.

—Lucho, vamos. Estamos listos

—Denme un minuto. Estoy buscando algo.

—¿Qué te falta? ¿Qué se te perdió?

—Nada, nada… ya voy. 


Al subirse a la ambulancia, tenía el tenis del paciente en su mano. 

Quizás fue por la forma en que lo miré, pero sin mediar otra acción se limitó a encoger sus hombros.

—No hay nada más triste que un zapato solitario… —dijo. 

Yo pasé por alto su comentario. Supuse que lo hacía porque el paciente, probablemente luego de unas radiografías, podría irse a su casa y necesitaría ambos zapatos.


Sin embargo, la historia del zapato se siguió presentando. Lucho no podía tolerar que un paciente subiera a la ambulancia con un solo zapato. Siempre tenía que recuperar el otro. 

Un día tuvimos que atender un trágico accidente en el que toda una familia que viajaba en un pequeño carro había sido embestida de frente por un gran camión. El padre y la madre que iban adelante murieron al instante. Sus dos hijos adolescentes, habían quedado atrapados en el asiento trasero entre hierros retorcidos. Los compañeros de la máquina No. 01, tuvieron que usar la tijera hidráulica para poder liberarlos. Estaban muy mal heridos. 

Los inmovilizamos y cuando ya nos disponíamos a salir con ellos para el hospital más cercano, Lucho se devolvió a buscar el zapato de la chica.

—Hermano, tenemos que irnos ya. La muchacha está sangrando mucho a pesar del vendaje compresivo.

—Ya voy, ya voy… no encuentro su zapato…

—Olvídate del zapato… Vámonos…

—Ya voy… ya voy… 

El zapato no apareció y di la orden a Lucho de que subiera a la ambulancia. Arrancamos a toda velocidad para el centro más cercano. 

El hermano menor se salvó. La hermana murió al poco tiempo de llegar a urgencias. Nada se pudo hacer. 


Ya en la estación, llamé a Lucho y lo reprendí por su proceder. “La vida humana es más importante que un puto zapato”, le grité sin mucho tacto. 

Lucho bajó la cabeza y alcancé a ver una lágrima en sus ojos. 


Al día siguiente lo busqué. Quería disculparme por la forma como le había gritado. Yo también estaba impactado con la tragedia de esa familia.

—No se preocupe, sargento. Yo entiendo. No volverá a pasar.

—Pero es que quiero disculparme por la forma en que te grité ayer.

—Usted sólo hacía lo que debía, Daniel. Pierda cuidado. 


Lo noté muy serio y muy distante, por lo que más tarde lo volví a buscar.

—Lucho, decime una cosa. ¿Por qué es tan importante para vos, recuperar un zapato? Y no me vengás con que “no hay nada más triste que un zapato sin dueño” …Decíme la verdad. 

Los ojos de Lucho brillaron. Lo tenía acorralado. Había otra explicación y no lo dejaría en paz hasta que me la diera.

—Daniel, ¿usted no se ha dado cuenta de que en todos los accidentes graves siempre hay un zapato solitario? 

Para ser sinceros, era una verdad tan evidente que me maldije por no haberla descubierto antes. Si hacía memoria, en todo accidente de gravedad que hubiera presenciado, o que hubiera atendido, siempre había un zapato suelto en el sitio. Casi uno podía saber la magnitud del accidente si encontraba algún zapato tirado por ahí. Sentí que los pelos de la nuca se me erizaron. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, mientras era consciente de ello por primera vez en la vida.

—Lucho… ¿es que acaso crees…?

—Creo, ¡No! Estoy seguro.

—Pero eso es un agüero… 

Me miró con ojos penetrantes como si estuviera viendo a través de mí.

—¿De verdad cree usted, Daniel, que eso es coincidencia? ¿Nunca se ha preguntado por qué siempre en todo accidente grave hay un zapato suelto, tirado por ahí?

—Es simple coincidencia. Eso no tiene ninguna explicación científica.

—¿Y es que todo tiene que tener lógica? 


Entonces Lucho me explicó de dónde había sacado sus conclusiones:

—Hace varios años, cuando empezaba como socorrista voluntario de la Cruz Roja, fuimos a atender un accidente en el centro de la ciudad. Una camioneta se había subido a la acera y había tumbado un toldo donde una mujer indígena vendía talismanes, yerbas y embrujos. El conductor había salido ileso pero la mujer del toldo tenía algunos huesos fracturados. Cuando llegamos, la inmovilizamos y la acomodamos en la camilla. Al momento de subirla a la ambulancia, la mujer se puso agitada. Se levantaba y buscaba algo. “Mi chancla, mi chancla…” decía en un tono de angustia, mientras miraba su pierna vendada. Traté de tranquilizarla, pero ella pedía que no la trasladáramos sin sus dos chanclas. 

Yo le decía que se quedara quieta y tratara de relajarse. El líder del equipo dio la orden de arrancar con ella para la clínica más cercana. Ella gritando, me suplicaba que nos devolviéramos por su chancla. 

Debió golpearse la cabeza —dijo el líder, que tenía mucha más experiencia que yo—. Por eso está así. 

Hubo un momento en que la mujer me cogió del brazo y me atrajo hacia ella.

—La muerte… la muerte está esperando en los hospitales… La muerte siempre se lleva a los que llegan con un solo zapato…—decía en su delirio— ¡Yo voy a morir! ¡Ella me va a llevar! 

Como pude solté mi brazo de la presión de sus uñas. Me estaba haciendo daño. 

Llegamos a la clínica y para cuando la ambulancia se detuvo, la paciente había entrado en estupor. Al ingresar a urgencias, ella despertó. Me haló de la camisa y me señaló una pared. “Ahí está la muerte, me está haciendo muecas. Acaba de darse cuenta que sólo tengo un zapato. ¡Ya viene por mí!”. 

De un momento a otro la paciente hizo un paro cardiaco. Los médicos no pudieron revivirla.

 Jamás podré olvidar el terror que vi en sus ojos… 


Lucho miraba al vacío. Parecía estar viendo a la mujer.

—A lo mejor, Lucho, era que tenía alguna lesión interna. Quizás tenía algún sangrado que la mató.

—No. Lo que le faltaba era un zapato.

—Eso es superstición, Lucho —lo reprendí.

—Dígame la verdad, Daniel, ¿cuántas personas con un solo zapato ha salvado usted? —preguntó Lucho con una luz extraña en sus ojos

—Lucho. No podemos juzgar por eso. En los accidentes graves, la gente pierde su calzado.

—Diga lo que quiera. Lo que vi en los ojos de esa mujer, jamás lo podré olvidar. 


Nunca volvimos a tocar el tema. Sin decirlo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. La conversación quedaría entre nosotros. 


Afortunadamente la mayoría de los casos que atendimos en los meses siguientes no fueron de gravedad. Por mucho tiempo, se presentaron pocos accidentes graves, de esos en los que uno encuentra un zapato huérfano tirado en la calle. Cuando llegábamos a la escena de algún accidente, lo primero que mirábamos eran los zapatos de los pacientes. Si ambos pies tenían su respectivo calzado, Lucho y yo nos mirábamos con una sonrisa. Por el contrario, si nos llamaban para un derrumbe o un colapso de una estructura y había algún muerto, un zapato impar, abandonado, huérfano, nos decía que la muerte había segado una vida. 

Transcurrieron las semanas y los meses, y Lucho nos sorprendió con una grata noticia. Había sido admitido en la escuela de Medicina. Se despedía de nosotros para comenzar una nueva etapa. Le hicimos una gran despedida. Nos habíamos encariñado con él. 

Ocasionalmente Lucho aparecía por la estación a saludarnos y a llevarnos una caja de donuts, hacía bromas sobre los novatos y nos contaba de sus progresos en la universidad. 


Una tarde de domingo, el capitán nos llamó a la sala de reuniones. Nos tenía una mala noticia. Lucho había muerto en la mañana cuando salió a dar una vuelta en bicicleta. Un hombre en estado de embriaguez lo había atropellado con su auto. Una ambulancia de la estación de bomberos cercana a su casa le había prestado los primeros auxilios, pero no alcanzó a llegar vivo a urgencias. El entierro de Lucho sería al día siguiente, luego de que Medicina Legal entregara el cuerpo. El capitán nos daría permiso, a algunos, de ir a su funeral, siempre que no dejáramos desprotegida la guardia. 

Recordé que en esa estación trabajaba un antiguo compañero y lo llamé. Quise saber de primera mano qué era lo que había pasado. 

El compañero me contó que cuando llegaron, Lucho estaba inconsciente, con pulso muy débil y con presión arterial muy baja. Le administraron sueros y lo trasladaron lo más pronto posible. No alcanzó a llegar a urgencias. Intentaron maniobras de reanimación que fueron infructuosas. En opinión del médico, había muerto por un desgarro de la aorta. No se hubiera salvado ni aunque el accidente hubiera ocurrido a la entrada de un hospital.

—Una pregunta, ¿tenía sus dos zapatos cuando lo llevaste a urgencias?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una pregunta como cualquier otra… ¿Cuándo lo llevaron a urgencias, tenía los dos zapatos?

—No lo sé. Estábamos tan ocupados reanimándolo y poniéndole los sueros que no me fijé en ese detalle… ¿y eso que tiene que ver?

—No. Nada… Simple curiosidad… 


La guardia se me hizo eterna. Al salir de la estación sólo había un pensamiento en mi cabeza. Fui a la dirección donde el compañero había dicho que había sido el accidente. 

Nadie hubiera pensado que allí había muerto alguien unas horas antes. La calle, las casas y los árboles ignoraban que un ser tan especial había dejado de vivir en ese sitio. Nada indicaba que la muerte había pasado por allí y había cobrado una vida. Nada, excepto por un zapato deportivo que había quedado abandonado junto a la alcantarilla. 

Me senté en la acera y empecé a llorar. Definitivamente no hay nada más triste que un zapato solitario.

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Cola de cerdo, el suicida fallido


ISBN 978-958-49-1505-4

Autor: Velasquez Cordoba, Carlos Alberto
Editorial: Libros para Pensar
Prólogo a cargo de Luis Fernando Macías
Materia: Narración de cuentos
Publicado: 2021-02-07
Número de edición: 1
Número de páginas: 152
Tamaño: 14x21cm.
Encuadernación: Tapa blanda o bolsillo
Soporte: Impreso
Idioma: Español

Pedidos: calveco@une.net.co 
WhatsApp: 305 3997940

También puede ser adquirido en las librerías Resplandor (Centro Comercial Unicentro), Grammata,  en Librópolis (Centro Comercial Orquídea Plaza), en el Instituto Tecnológico de Artes Eladio Velez (Itagüí) o directamente en la Editorial Libros para pensar.

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miércoles, 3 de mayo de 2023

La basura como pretexto, y un dialogo que lo muestra todo

En mis talleres siempre he propuesto que un buen escritor no dice nada:  Lo muestra.  

Casi invariablemente cuando me piden un ejemplo, llega a mi mente un cuento del escritor brasileño, Luis Fernando Veríssimo, titulado “Basura” en el que el autor pone a una pareja a conversar, y profundiza en la vida de ambos en forma asombrosa, simplemente a partir de un diálogo trivial. 

El narrador solo emite la primera frase y luego no vuelve a hablar. 

Espero les guste.


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Basura



Se encuentran en el área de servicio. Cada uno con su bolsa de basura. Es la primera vez que se hablan.
- Buenos días...
- Buenos días.
- La señora es del 610
- Y, el señor del 612
- Sí.
- Yo aún no lo conocía personalmente...
- De hecho...
- Disculpe mi atrevimiento, pero he visto su basura...
- ¿Mi qué?
- Su basura.
- Ah...
- Me he dado cuenta que nunca es mucha. Su familia debe ser pequeña...
- En realidad sólo soy yo.
- Mmmmmm. Me di cuenta también que usted usa mucha comida enlatada.
- Es que yo tengo que hacer mi propia comida. Y como no sé cocinar.
- Entiendo.
- Y usted también...
- Puede tutearme.
- También perdone mi atrevimiento, pero he visto algunos restos de comida en su basura. Champiñones, cosas así...
- Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra...
- Usted... ¿Tú no tienes familia?
- Tengo, pero no son de aquí.
- Son de Espírito Santo. 
- ¿Cómo lo sabe?
- Veo unos sobres en su basura. De Espírito Santo.
- Claro. Mi madre me escribe todas las semanas.
- ¿Ella es profesora?
- ¡Esto es increíble! ¿Cómo adivinó?
- Por la letra del sobre. Pensé que era letra de profesora.
- Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por su basura.
- Así es.
- Pero, el otro día tenía un sobre de telegrama arrugado.
- Así fue.
- ¿Malas noticias?
- Mi padre. Murió.
- Lo siento mucho.
- Él ya estaba viejito. Allá en el Sur. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
- ¿Fue por eso que volviste a fumar?
- ¿Cómo es que sabes?
- De un día para otro comenzaron a aparecer paquetes de cigarrillos arrugados en su basura.
- Es cierto. Pero conseguí dejarlo de nuevo.
- Yo, gracias a Dios, nunca fumé.
- Ya lo sé. Pero he visto unos vidriecitos de pastillas en su basura...
- Tranquilizantes. Fue una fase. Ya pasó.
- ¿Peleaste con tu pololo, no es verdad?
- ¿Eso, también lo descubriste en la basura?
- Primero el buqué de flores, con la tarjetita, tirado en la basura. Después, muchos pañuelitos de papel.
- Es que lloré mucho, pero ya pasó.
- Pero incluso hoy vi unos pañuelitos...
- Es que estoy un poquito resfriada.
- Ah.
- Veo muchos crucigramas en tu basura.
- Claro. Sí. Bien. Me quedo solo en casa. No salgo mucho. Tú me entiendes.
- ¿Polola?
- No.
- Pero hace unos días tenías una fotografía de una mujer en tu basura. Parecía bonita.
- Estuve limpiando unos cajones. Cosa del pasado.
- No rasgaste la foto. Eso significa que, en el fondo, tú quieres que ella vuelva.
- ¡Tú estás analizando mi basura!
- No puedo negar que tu basura me interesó.
- Qué divertido. Cuando escudriñé tu basura, decidí que quería conocerte. Creo que fue la poesía.
- ¡No! ¿Viste mis poemas?
- Vi y me gustaron mucho.
- Pero, ¡si son tan malos!
- Si tú creías que eran realmente malos, los habrías rasgado. Y sólo estaban doblados.
- Si yo supiera que los ibas a leer...
- Sólo no los guardé porque, al final, los estaría robando. Si bien que, no sé: ¿la basura de la persona aún es propiedad de ella?
- Creo que no. Basura es de dominio público.
- Tienes razón. A través de la basura, lo particular se vuelve público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los demás. La basura es comunitaria. Es nuestra parte más social. ¿Esto será así?
- Bueno, ahí estás yendo harto lejos con la basura. Creo que...
- Ayer, en tu basura...
- ¿Qué?
- ¿Me equivoqué o eran cáscaras de camarón?
- Acertaste. Compré unos camarones enormes y los descasqué.
- ¡Me encantan los camarones!
- Los descasqué, pero aún no los comí. Quien sabe, tal vez podamos...
- ¿Cenar juntos?
- Por qué no.
- No quiero darte trabajo.
- No es ningún trabajo.
- Pero vas a ensuciar tu cocina.
- Tonterías. En un instante limpio todo y pongo los restos en la basura.
- ¿En tu basura o en la mía?



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Basura, título original "Lixo", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en su libro de crónicas y cuentos O Analista de Bagé e, posteriormente, antologado en O Novo Conto Brasileiro por Malcolm Silverman (Rio de Janeiro, Nova Fronteira, 1985).


Traducción de Paula Vera.