Como médico muchas veces me he visto con la incertidumbre de no saber qué diablos tiene mi paciente. Me he sentido impotente y asustado.
Todos los que trabajamos en esta profesión lo hemos sentido, no una, sino muchas veces. Los médicos no somos dioses. Somos humanos.
Esta semana quiero compartir un texto del Dr Daniel Fichtentrei, médico cardiólogo y escritor argentino del que les he compartido varias veces sus textos con su amable permiso.
Para mis colegas, que sirva este documento como un homenaje. A mis pacientes, que les ayude a entender lo que pasa por nuestras cabezas cuando pretendemos ayudarlos.
_____________________
¿Qué pasa por la cabeza de un médico que no sabe que tiene su paciente?
NO SABER
La incertidumbre y el método de una profesión caníbal.
Autor: Daniel Flichtentrei Fuente: IntraMed
Un enfermo que no está bien pero que no muestra nada evidente es todo un desafío. Sabés que tiene algo pero ignorás qué. Pasás una hora interrogándolo con las mismas preguntas. “Empecemos otra vez desde el principio”, le insistís. Lo examinás otras tantas veces. Pedís análisis de laboratorio que no muestran nada concreto. Fiebre persistente sin leucocitosis, sin neutropenia, sin linfocitosis, sin sedimento urinario alterado, sin semiología respiratoria, ni digestiva, sin signos meníngeos, sin adenopatías, sin foco. ¡Fiebre, fiebre, fiebre! También se queja de agotamiento, desaliento, negativismo, anorexia, mialgias. ¡Tiene que tener algo y yo tengo que encontrarlo! Te alentás al mismo tiempo que te culpás. Vas construyendo una lista: infección urinaria; brucelosis, mononucleosis, citomegalovirus, tuberculosis, endocarditis, leptospirosis, micosis profundas, linfoma, vasculitis, fiebre paraneoplásica, hipotalámica, hipertiroidea, farmacológica, psicógena. ¿Lo interno? Mejor hago un registro horario de la temperatura en su domicilio primero. ¿Lo cultivo? Mejor espero un par de días para ver si se focaliza.
¿Por qué no me voy a dormir y mañana lo pienso otra vez? Cerrás los ojos. Pero ves citoquinas, granulocitos, esplenomegalia, hepatocitos, anticuerpos, virus y bacterias. Querés café, cerveza, chocolate. Vas hasta la cocina, abrís la heladera pero te das cuenta de que no tenías hambre ni sed. Querés salirte del caso por un momento para volver a él más despejado. Pero nada. No lo lográs. Él manda, vos obedecés. Te volvés a acostar. No podés dormir. Te levantás. Abris el Harison en el capítulo de FOD (fiebre de origen desconocido). Leés, leés, leés otra vez lo que ya sabías de memoria. Hiciste todo lo que había que hacer. Paso a paso, con prudencia.
Te acordás de un viejo maestro que te decía: “No te apures, tenés que esperar a los enfermos hasta que la enfermedad hable a través de ellos”. Era un viejo sabio y campechano: “escuchalos, observalos, tocalos, permanecé atento y concentrado hasta que la liebre asome la cola”. Apoyaba su mano enorme sobre mi hombro y me decía: "lo importante es que el enfermo mejore, no que vos ganes una medalla para tu autoestima". Claro, lo entendés, es verdad. Pero no podés evitarlo. También es un desafío personal. Esperar es la medida de la incertidumbre clínica; pero para mí es el mapa de mi ignorancia. ¡Tengo que saber!
Por la mañana vas a su casa, te plantás ante la cama del enfermo y desplegás toda la agudeza sensitiva e intelectual de la clínica. Sos un cazador al acecho. Te erizás. Agudizás tus sentidos buscando signos de alarma. Activás tus radares para encontrar la "cola de la liebre". Planteás hipótesis y las contrastás con los hechos. Las refutás hasta las últimas consecuencias. Deducís, inferís, abducís. Sos Sherlok Holmes, Auguste Dupin, Charles Sanders Peirce, Osler, Popper, Bunge, House. Pero volvés al punto de partida. Andás en círculos, mordiéndote la cola.
El enfermo te mira, su mujer te mira, sus hijos te miran, vos te mirás en sus ojos. "Tranquilos, hay que saber esperar. La naturaleza tiene sus tiempos"; les decís como si creyeras en eso. "Hay casos que se resuelven solos sin intervención del médico, el cuerpo es sabio". Vis medicatrix naturae.
Te acercás a la ventana de la habitación. Querés pensar sin esos ojos clavándose en los tuyos. Allá abajo, en la calle, un hombre joven se baja de un camión y descarga dos medias reses en una carnicería. Las lleva como si fueran de pluma. Tiene un trapo blanco sobre los hombros manchado de sangre oscura para proteger su ropa. ¿Y si yo fuera él?, pensás.
Esta profesión te come la cabeza. Es caníbal. No tiene horario. No te da tregua. Te chupa hasta la última gota de voluntad. Le exige a tus sentidos y a tu razón todo lo que tengan para dar. Tenés información, podés explicarte la fisiología, imaginar sus consecuencias, recitar causas y síntomas. Listas interminables de datos que orbitan en tu cabeza. Tipos de ictericia, causas de onda R alta en V1 en el ECG, ramas intra y extracraneales de la carótida, el score de Framingham, el de Galsgow, el de Hunt y Hess, los criterios de Jones. Todo perfecto, prolijo, vuelve a tu memoria cada vez que lo llamás. Sabés que hay una fase inmediata de intuiciones rápidas. El diagnóstico aparece como si se encendiera una luz. Pero has aprendido a desconfiar de esas iluminaciones. Entonces las cocinás en el horno de la razón. Despacio, sometiéndolas a prueba, refutándolas o confirmándolas. Otras veces esa luz no se enciende. Entonces llega un paciente y todo se pone confuso, borroso, sucio. Los criterios se superponen, los síntomas se esconden detrás de palabras que significan para él cosas diferentes que para mí. Todo se mezcla en una sopa de lenguaje, gestos, circunstancias. Traducís lo que te cuenta desde su lengua ambigua e imprecisa a tu jerga acotada e inapelable. Pero no sos idiota, sabés que gran parte de las cosas que importan se quedarán afuera. Que tu idioma pequeño y arrogante no puede nombrarlas. Cada caso es nuevo, diferente, único. La medicina te quiere entero, en cuerpo y mente. Es apasionante y agotadora. Alienante y enfermiza. Te saca del mundo. Te aleja de todo lo que importa. Es una boca inmensa y voraz. Este maldito laburo es el mejor trabajo del mundo.
.